19

El lunes, el Sentinel de Harlem sale a eso del mediodía. A la una y media, Coffin Ed compró un ejemplar en el quiosco que había junto a la estación del Metro de la Avenida Lexington. No había habido noticias de Abigail, y Paul acababa de comunicarles que Iris continuaba en casa de Billie.

Deseaban comer en algún sitio en el que fuera poco probable que les localizasen y donde no estuvieran fuera de lugar con sus gafas negras de adictos a la marihuana. Al fin decidieron ir a un local de la Calle 116 llamado «Spotty’s», cuyo propietario era un negro con manchas de piel blanca y casado con una mujer albina.

Tras años de lamentarse de tener todo el aspecto de un descomunal perro dálmata, Spotty había hecho las paces con la vida y abierto un restaurante especializado en lomo de cerdo, judías coloradas y arroz. El local estaba situado entre una fábrica y una empresa empaquetadora, por lo que no contaba con ventanas laterales, y la parte delantera estaba tan espesamente cubierta por cortinas que la luz diurna no entraba jamás en el restaurante. Los precios de «Spotty’s» eran demasiado bajos y las raciones que servía excesivamente grandes para poderse permitir el lujo de tener encendidas las luces eléctricas durante todo el día. Por tanto, el local atraía a una clientela compuesta de gente que andaba escondiéndose, tipos melindrosos que no soportaban ver las moscas que había en su alimento, pobres que deseaban toda la comida que su dinero les pudiera facilitar, adictos a la marihuana que eludían las luces brillantes, y ciegos que no notaban la diferencia.

Grave Digger y Coffin Ed se sentaron a una mesa de la parte trasera, frente a un par de obreros. Spotty les llevó platos de judías coloradas, arroz, pernil de cerdo y un montón de rebanadas de pan. No se podía escoger.

Coffin Ed engulló un bocado de comida y tosió, falto de aliento.

—Esto te va a hacer arder los dientes —dijo.

—Póngale un poco de salsa picante para refrescarlo —aconsejó uno de los obreros, de rostro impasible.

—Esta comida va muy bien para los días calurosos —intervino el otro trabajador—. Concentra el calor en la tripa y deja fresco todo lo demás.

—Y la tripa, ¿qué? —preguntó Grave Digger.

—Pero, bueno, ¿qué clase de damisela es usted? —replicó el obrero.

Grave Digger pidió a gritos un par de cervezas. Coffin Ed sacó el periódico y lo separó en dos mitades. A través de sus gafas ahumadas apenas distinguía la letra grande.

—¿Qué parte quieres, la de dentro, o la de fuera?

—¿Esperas leer aquí? —preguntó Grave Digger.

El obrero de impasible rostro sugirió:

—Pídanle a Spotty que les traiga una vela.

—Da lo mismo —replicó Grave Digger—. Leeré una palabra y adivinaré dos.

Cogiendo la parte interior del periódico, la dobló sobre la mesa, por la sección de anuncios por palabras. Su atención se centró en un anuncio que había en un recuadro: «Se necesita inmediatamente bala algodón. Telefonear Tomkins 2, antes siete tarde.» Pasó el periódico a Coffin Ed. Ninguno de ellos comentó nada. Los obreros parecían curiosos, pero Grave Digger volvió la página antes de que pudieran ver nada.

—¿Buscan trabajo? —preguntó el trabajador parlanchín.

—Sí —replicó Grave Digger.

—Pues en el periódico no lo encontrarán —aseguró el hombre.

No le contestaron. Al fin, los obreros se cansaron de meter las narices en los asuntos de los dos detectives y, levantándose, salieron del local. Grave Digger y Coffin Ed acabaron de comer en silencio.

Spotty se acercó a su mesa.

—¿Postre? —preguntó.

—¿Qué hay?

—Tarta de moras.

—Esto está demasiado oscuro para comer tarta de moras —decidió Grave Digger.

Luego, tras pagar, se pusieron en pie y abandonaron el restaurante.

Desde una cabina de la calle, Coffin Ed llamó a su casa: pero seguía sin haber noticias de Abigail. Luego llamó al número de Tomkins. Una voz con acento sureño respondió «Oficinas “Movimiento de Regreso al Sur”, el coronel Calhoun al aparato».

Coffin Ed colgó.

—El coronel —dijo a Grave Digger cuando estuvo de nuevo en la furgoneta.

—Vamos a meditar sobre ello en otra parte —indicó Grave Digger—. Tal vez tengan el teléfono de casa intervenido y puedan localizar nuestras llamadas.

Se dirigieron de nuevo a la estación de la Calle 125 y encontraron el «Chevrolet» aparcado cerca de la cafetería «Fischer». Ernie les hizo la señal de que Iris no se había movido. Cuando iban a seguir adelante vieron a un ciego que caminaba tanteando la acera con su bastón. Aparcaron en la esquina con la Avenida Madison y se pusieron a esperar.

Al fin el ciego apareció por Madison. El hombre vendía calendarios bíblicos. Coffin Ed asomó la cabeza por la ventanilla del vehículo y gritó:

—¡Oye, déjame ver uno de esos!

Tanteando el camino con el bastón, el ciego se acercó con sumo cuidado a la furgoneta. Luego sacó un calendario con su bolsa y dijo:

—Lleva los nombres de todos los santos, las fiestas de guardar, citas sacadas del Apocalipsis y los mejores días para nacimientos y muertes. —Bajando la voz, añadió—: Es la foto de la que les hablé anteanoche.

Coffin Ed hizo como si hojease el calendario.

—¿Cómo nos has localizado? —susurró.

—Por Ernie —respondió el ciego, en el mismo tono.

Satisfecho, Coffin Ed dijo en voz alta:

—¿Lleva también el significado de los sueños?

Al oír la pregunta, los que pasaban se detuvieron a escuchar.

—Hay toda una parte dedicada a la interpretación de los sueños —respondió el ciego.

—Me quedaré con este —dijo Coffin Ed, dando medio dólar al hombre.

—Yo también compraré uno —intervino uno de los peatones—. Anoche soñé que era blanco.

Grave Digger puso la furgoneta en marcha, torció hacia el Este por la Calle 127 y aparcó. Coffin Ed le pasó la fotografía, que mostraba claramente la parte delantera de una gran limousine negra. Tras el volante estaba un joven rubio. El coronel Calhoun estaba sentado junto a él. En el asiento posterior se veía confusamente a tres hombres blancos. Acercándose al coche estaba Josh, el joven asesinado que trabajaba con Mr. Goodman. En la instantánea, el muchacho sonreía, aliviado.

—Esto es una prueba definitiva —comentó Grave Digger.

—No le freirán por esto, pero al coronel le va a asustar mucho.

—El caso es que no consiguió el algodón.

—¿Y eso qué prueba? Tal vez tuviera ya el dinero y el algodón sólo fuese una prueba. También es posible que sólo matase al muchacho para no tener que pagarle.

—¿Y poner hoy un anuncio pidiendo algodón? —Coffin Ed sacudió la cabeza—. Bueno, primero vayamos a por él y ya buscaremos el algodón más tarde.

—No, primero encontremos a Deke. El coronel esperará. Tiene mucho más que ochenta y siete mil dólares: le apoya todo el puerco Sur blanco y, además, está metido en algo muchísimo más profundo que un simple atraco.

—Veremos, que dijo el ciego —comentó Coffin Ed.

Luego volvieron al bar «White Rose», en la esquina de la Calle 125 y Park Avenue. Paul les esperaba en la barra, bebiendo una «Coca Cola». Se colocaron junto a él. El hombre dijo en voz baja.

—Nos han asignado a otro caso. El capitán Brice no sabe que hemos estado trabajando para vosotros, ni vamos a decírselo, pero ahora tenemos que presentarnos en la comisaría. Ernie espera que vayáis a haceros cargo. Iris no se ha movido, pero eso no significa que tampoco haya telefoneado.

—De acuerdo —replicó Grave Digger—. Ya sabes que andamos huyendo, ¿no?

—Sí.

Grave Digger y Coffin Ed salieron del local sin haber hecho ninguna consumición. Fueron hasta la Calle 115 y encontraron a Ernie aparcado cerca de la esquina, observando la entrada del edificio de apartamentos por el espejo retrovisor, mientras simulaba leer el periódico. Coffin Ed e hizo una seña y Ernie puso el coche en marcha y se alejó.

En la esquina con la Avenida Lenox había un bar con teléfono público. Estacionaron el coche en la Séptima Avenida, en la acera opuesta a la del edificio de apartamentos, para encontrarse detrás de Iris en caso de que esta saliera a telefonear. Grave Digger se apeó y comenzó a levantar la rueda trasera derecha con ayuda del gato, permaneciendo en cuclillas e invisible desde las ventanas de la casa de Billie. Coffin Ed, con la cabeza hundida entre los hombros y la roja gorra calada sobre las gafas de adicto a la marihuana, se dirigió hacia el bar. Con sus significativos andares, era la viva estampa de un toxicómano. Los dos detectives estaban casi seguros de que Iris ya no podía tardar en ponerse en movimiento.

Sin embargo, oscureció antes de que Iris abandonara la casa. Para entonces la gente ya había salido de los edificios, buscando la frescura del atardecer, y las aceras estaban abarrotadas. Pero Iris caminaba con rápido paso y mirando al frente, como si las personas que la rodeaban no existiesen.

El maquillaje había conferido a su cutis un ligero tono canela, y su piel tenía un aspecto tan impecable como el del suave y aterciopelado cuero de un costoso monedero. Llevaba unos ceñidos pantalones «Paisley», una blusa azul de su amiga y una de las pelirrojas pelucas que Billie utilizaba en su número. Sus caderas ondulaban como un barco en un tempestuoso océano, pero su frío e indiferente rostro decía con toda claridad: «Podéis tener los ojos brillantes y rechinar los dientes, pero no conseguiréis ni una pizca de toda esta hermosura.»

Todo aquello tenía desconcertado a Grave Digger cuando separó la furgoneta del bordillo, a media travesía detrás de la mujer. Iris deseaba ser vista. Coffin Ed tenía cubierto el teléfono, pero ella ni siquiera miró hacia el bar. En vez de eso, torció hacia el Norte por Lenox, a buen paso y sin mirar atrás. Grave Digger recogió a Coffin Ed y ambos la siguieron a una travesía de distancia, con cuidado, pero sin extremar las precauciones.

En la Calle 121 torció hacia el Este y fue directamente a la iglesia de O’Malley, «The Star of Ham». La puerta principal estaba cerrada, pero Iris tenía llave.

Grave Digger aparcó en Lenox, a la vuelta de la esquina, y los dos hombres saltaron afuera inmediatamente, pero Iris ya había desaparecido de su vista.

—Vigila la parte trasera —ordenó Grave Digger.

Luego, subió corriendo la escalinata y trató de abrir la puerta delantera.

La encontró cerrada. Grave Digger inspeccionó las ventanas. Coffin Ed descubrió que la puerta trasera tenía también el cerrojo echado. Luego, para disfrutar de una mejor visión, se encaramó al muro de ladrillos que separaba el patio trasero del contiguo edificio de apartamentos.

Las tres personas que había en el escondite de debajo de la tarima de la iglesia oyeron claramente la llave de Iris en la cerradura, el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse, el cerrojo al ser corrido de nuevo y los pasos de la mujer sobre el entarimado.

—Aquí está Iris —dijo Deke, reflejando alivio en la voz.

—Tienes suerte —comentó el pistolero del cabello aceitoso. Tenía un «Colt 45» automático en la mano derecha y no dejaba de golpearse la palma de la izquierda con el cañón de la pistola.

Deke se encontraba atado a una de las dos sillas metálicas de recto respaldo y el sudor bañaba su rostro como si estuviera llorando. Llevaba siete horas en aquella posición, desde que Iris llamó por primera vez.

El otro pistolero estaba tumbado en el sofá, con los ojos cerrados y aparentemente dormido.

Los tres permanecieron en silencio mientras escuchaban por los amplificadores electrónicos los pasos de Iris en el entarimado de la iglesia, que quedaba sobre ellos; pero su atención fue alertada por otro sonido procedente de la puerta delantera.

—La siguen —dijo el pistolero del sofá, incorporándose.

Era un hombre recio, de cabellos lisos, pobladas cejas y boca de desagradable aspecto. Mientras permanecían a la escucha, escupió en el suelo.

Las pisadas rodearon el púlpito y se detuvieron en el otro extremo. De la puerta frontal no llegó ningún otro ruido.

—Iris se ha dado cuenta —dijo Deke, librándose con la lengua del sudor que le caía sobre los labios—. Atravesará el muro para despistarlos.

El pistolero del sofá dijo:

—Será mejor para todos que lo consiga.

Oyeron abrirse y cerrarse la puerta secreta del muro, que daba paso a un apartamento en el edificio contiguo. Luego, silencio. El pistolero que se encontraba en pie se golpeó la palma de la mano con el «Colt».

—¿Cómo confiaste en ella después de traicionarte como lo hizo?

El sudor cegó los ojos de Deke, que parpadeó.

—No confío en ella, pero a esa zorra le gusta el dinero y, por su propia seguridad, sabe guardar un secreto.

El del sofá comentó:

—Bueno, a fin de cuentas, se trata de tu vida.

El otro dijo:

—Será mejor que vuelva en seguida, antes de que sea demasiado tarde. Esto cada vez se pone peor.

—Aquí estamos bien —aseguró Deke—. Hasta que consigamos el dinero, estar en este sitio es mejor que andar huyendo. Este escondite no lo conoce nadie.

El pistolero del sofá escupió:

—Excepto Iris y los que lo construyeron.

—Esos eran hombres blancos —dijo Deke, sin poder evitar que en su voz hubiera un acento de autocomplacencia—. No sospecharon nada. Creyeron que iba a ser una cripta.

—¿Y eso qué es? —preguntó el pistolero que estaba en pie.

—Un panteón para santos y difuntos y todo eso.

El pistolero le miró y luego echó un vistazo a su alrededor, como si viera el cuarto por primera vez. Era una pequeña habitación cuadrada y a prueba de sonido, a la que se llegaba mediante un acceso por arriba que daba a la parte trasera del órgano de la iglesia. En una pared había un nicho con una imagen plateada rodeado de estampas de Cristo y la Virgen. Deke había amueblado el cuarto con un sofá, dos sillas metálicas, una pequeña mesa de cocina y una nevera que mantenía bien provista de comida preparada, cerveza y whisky. Unos platos sucios sobre la mesa atestiguaban el hecho de que los tres hombres habían comido allí al menos una vez.

Toda una pared se encontraba ocupada por el sistema electrónico que recogía y amplificaba cualquier sonido que se produjese en la iglesia. Puesto a toda potencia, captaba hasta los pasos de una mosca. En la pared contraria había un armero que contenía dos rifles, dos escopetas de cañón recortado y una metralleta. Deke se sentía orgulloso de aquel lugar. Lo hizo construir cuando reformó la iglesia. Allí se consideraba completamente seguro. Pero el pistolero no parecía impresionado.

—Esperemos sólo que esos blancos no recuerden —dijo—. O que Iris no atraiga aquí a la Policía. Este lugar no es más seguro que un ataúd.

—Creedme —pidió Deke—. Sé que aquí estamos bien.

—Si te pusimos en libertad fue para conseguir el dinero —declaró abiertamente el pistolero del sofá—. Pensamos en sacarte de la cárcel y luego venderte a ti mismo tu vida por ochenta y siete de los grandes. ¿La compras o no?

Freddy —apeló Deke al del sofá, sin recibir más que una fría y amenazadora mirada—. Four-Four… —Pero el otro pistolero no se mostró mejor dispuesto hacia él—. Tenéis que confiar en mí —suplicó—. Nunca os he fallado. Dadme tiempo…

—Ya te lo damos —replicó Freddy, poniéndose en pie y yendo al frigorífico a buscar otra lata de cerveza. Luego, escupió en el suelo y cerró la puerta de la nevera—. Pero no te damos todo el tiempo del mundo.

Desde lo alto del muro de ladrillo que había en la parte trasera de la iglesia, Coffin Ed vislumbró el rostro de Iris atisbando detrás de las cortinas de la ventana trasera de un apartamento del primer piso. En realidad, más que verla, fue un sexto sentido el que le avisó de su presencia en la ventana. A espaldas de la mujer había sólo una suave luz que perfiló una mera sombra, y la luminosidad exterior era sólo la procedente de otras ventanas contiguas. Más que nada, lo que llamó su atención fue la forma en que se produjo la cosa. En aquellos momentos, ¿quién más en el vecindario iba a atisbar furtivamente por una ventana trasera?

Al instante se dio cuenta de que Iris había atravesado el muro. ¿Cómo? Eso no importaba. También comprendió que la mujer no sólo le había reconocido, sino que desde el principio supo que ellos la seguían. Era lista, la muy zorra. Demasiado lista. Dudó entre abordarla abiertamente o esconderse y dejarla efectuar sus movimientos. Al fin, decidió regresar y discutirlo con Grave Digger.

—Déjala —aconsejó su compañero—. No puede andar escondiéndose todo el tiempo, no es invisible. Además, nos tiene localizados. Así que dejémosla en paz. Quizá se ponga en contacto con nosotros.

Volvieron a la furgoneta y fueron en ella hasta un bar. Coffin Ed llamó a casa. Molly, su mujer, dijo que Abigail no había llamado, pero que Anderson estaba de servicio en aquellos momentos y deseaba hablar con ellos.

—Llámale —decidió Grave Digger.

Anderson dijo:

—Traed a Iris mientras yo estoy de servicio e intentaré echaros una mano. Si no, mañana a estas horas ya os habrán cogido y estaréis acabados en el Cuerpo, y es probable, además, que se formulen cargos contra vosotros. El capitán Brice está furiosísimo.

—Sabía lo que íbamos a hacer —replicó Coffin Ed—. Y prometió mantenerse a un lado.

—Pues no es así como él lo cuenta. En su informe al comisario dice que la habéis secuestrado. Brice está que lo ve todo rojo.

—Le ha sentado fatal la jugarreta que le hicimos y trata de cubrirse las espaldas a costa nuestra.

—Sea como sea, está lo bastante furioso para fastidiaros.

Después de la conversación, los dos detectives permanecieron en silencio, preocupados.

—¿Crees que Iris puede intentar darse el bote? —preguntó, al fin, Coffin Ed.

—Ya tenemos bastantes preocupaciones sin necesidad de eso —respondió Grave Digger—. Y no contamos con tiempo para pensar en más cosas.

—Vamos a casa de Billie.

—No creo que Iris vuelva por allí. Regresaremos a la iglesia.

—La chica sólo ha entrado para sacudirse de nosotros —rebatió Grave Digger—. Ya no está dentro.

—Puede que sí y puede que no. Deke no hubiera instalado una puerta de escape por nada. Ahí dentro debe de haber algo más. Coffin Ed meditó sobre ello.

—Quizá tengas razón.

Estacionaron en la Calle 122 y cubrieron la trasera de la iglesia. El patio posterior estaba separado de los demás que lo rodeaban por el alto muro de ladrillo. Tras escalar este último, examinaron la puerta trasera. Estaba provista de una cerradura automática «Yale» y un enrejado de hierro cubría sus sucios paneles. No la tocaron. Atisbaron por la ventana de la sacristía, pero la oscuridad les impidió ver nada.

Luego se metieron por el estrecho pasadizo que corría a un lado de la iglesia. Este era un edificio de ladrillo en muy buen estado de conservación, y en aquel ala se abrían dos ventanas de arco provistas de cristales deslustrados y que flanqueaban a un tragaluz oval de mayor tamaño situado más arriba. El otro lado de la iglesia estaba pegado al edificio de apartamentos.

—Si ahí dentro tienen un escondite, deben de haber instalado algún artilugio de escucha para protegerse —razonó Grave Digger—. No pueden tener a nadie de vigilancia permanente.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Esperar fuera a Iris?

—Volverá a entrar a través del muro, o bien ya está de nuevo en la iglesia.

Ambos se miraron pensativamente.

—Oye… —empezó Coffin Ed, tras lo cual expuso su plan.

—De todas maneras, pocas alternativas más tenemos —dijo luego Grave Digger, al tiempo que se acuclillaba entre las sombras para quitarse los zapatos.

Permanecieron ocultos hasta que la calle quedó momentáneamente desierta. Entonces saltaron la verja y subieron corriendo la escalinata de la iglesia. Coffin Ed comenzó a hurgar en la cerradura. Si hubiera pasado alguien les hubiese tomado por un par de borrachos orinando contra la puerta de la iglesia. Cuando esta se hubo abierto, Grave Digger montó a horcajadas sobre los hombros de Coffin Ed y, cerrando la puerta tras ellos, pasaron al interior del templo.

En el escondite, las cosas seguían igual. Deke continuaba atado a la silla y el pistolero de grasientos cabellos, Four-Four, le daba de beber de una lata de cerveza. El líquido desbordaba su boca e iba a caerle sobre los pantalones. Four-Four, irritado, exclamó:

—¡Maldita sea! ¿Es que no puedes tragar?

Luego, el pistolero se golpeó el muslo con el cañón del «Colt». Freddy volvía a estar tumbado en el sofá, como si durmiera.

De pronto, el ruido de la puerta delantera al ser forzada su cerradura les dejó inmóviles a los tres. Four-Four apartó la lata de los labios de Deke y la dejó sobre la mesa. Luego se cambió la pistola a la mano izquierda, flexionando los dedos en la derecha. Freddy se incorporó y quedó sentado con los pies en el suelo, escuchando boquiabierto. Oyeron cómo la puerta se abría, alguien pasaba al interior de la iglesia y la puerta se cerraba de nuevo.

—Tenemos visita —dijo Freddy.

Escucharon cómo los pasos avanzaban por el corredor central.

—Un polizonte —comentó Four-Four, fiándose por el modo en que sonaban las pisadas.

Freddy se acercó al armero y cogió una escopeta de recortado cañón. Escucharon cómo los pasos rodeaban el coro y el púlpito y se acercaban al órgano. Freddy, como en trance, miró hacia la escalera de mano que servía de acceso al escondite.

—Un tipo grandote —dijo—. Tan grande como dos hombres. ¿Qué os parece si subo y le reduzco a mitad de tamaño?

—Déjale que asome la cabeza —rio Four-Four.

—¡No iréis a dejarme atado! —protestó Deke.

—Claro que sí, hijo: o atado, o muerto —contestó Freddy.

Las pisadas del voluminoso visitante dejaron atrás el órgano, se detuvieron un momento, como si el hombre estuviera mirando alrededor, y luego prosiguieron lentamente, dando la impresión de que lo examinaba todo con gran detenimiento. A través del sistema electrónico, los del escondite podían escuchar su afanosa respiración.

—Un tipo gordo y con el corazón fastidiado —comentó Four-Four.

—Y con unos buenos redaños —añadió Deke—. ¡Mira que meterse aquí solo!

—Pues yo tengo algo para sus redaños —intervino Freddy, haciendo oscilar la escopeta.

Los pasos contornearon el púlpito, se detuvieron un momento y luego bajaron al auditorio y comenzaron a recorrer las paredes. Los de abajo pudieron oír el ruido de los nudillos al golpear contra los paneles, en busca de una puerta secreta. De pronto, los tres hombres quedaron ensordecidos por el atronador ruido que produjo el visitante al golpear el suelo con la culata de su revólver.

—¡Baja ese maldito trasto! —gritó Four-Four—. Ese desgraciado se va a oír a él mismo desde arriba.

Freddy bajó el volumen y el ruido se hizo soportable. Los golpes continuaron hasta que pareció como si el hombre hubiese ya recorrido hasta el último centímetro cuadrado del suelo. Luego se produjo un largo silencio. Al parecer, el visitante había quedado a la escucha. Luego, se oyó el ligero «clic» de su linterna al ser encendida. Al fin, oyeron cómo sus pisadas se dirigían hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y depositó en el suelo algo que sonó como las palmas de sus manos.

—¿Qué estará haciendo? —preguntó Four-Four.

—¡Que me aspen si lo sé! —replicó Freddy—. A lo mejor está colocando una bomba de relojería.

El hombre se rio de Su propia broma.

—No te parecerá tan condenadamente gracioso si te vuelan el culo por los aires —dijo Four-Four, de mal humor.

Oyeron al supuesto detective abrir la cerradura automática de la puerta principal y salir afuera, cerrando tras él.

—Ya es hora de que asome esa golfa tuya —comentó agriamente Four-Four.

—Vendrá, no os preocupéis —aseguró Deke.

—Pues que sea pronto —dijo Freddy—. Y si no sabe dónde está el dinero, ya puedes ir rezando por tu alma y por la suya.

El hombre rio entre dientes.

—Cállate la boca —ordenó Four-Four.