—Oscurécete más la piel y no hagas preguntas —ordenó Grave Digger—. En esa bolsa encontrarás cuanto necesites: maquillaje, ropas y algún dinero. No te preocupes por el bronceador. Se quita.
Tras encender de nuevo la batería de luces, él y Coffin Ed salieron del cuarto, cerrando la puerta por fuera. Iris encontró el espejo e inició su tarea. Coffin Ed permaneció al otro lado de la puerta y quedó a la escucha durante un rato; no creía que la mujer fuese a armar ningún escándalo, pero deseaba asegurarse. Satisfecho de que Iris se dedicara sólo a su trabajo, subió arriba y esperó a que Grave Digger volviera con las llaves del calabozo. Pasaron al interior y estuvieron interrogando a los huraños prisioneros hasta encontrar a una joven negra llamada Lotus Green que era del tamaño y la edad de Iris. Rellenaron una tarjeta con sus datos y luego la bajaron al«Nido de pichones» para interrogarla más a fondo.
—¿Qué quieren de mí? —protestó Lotus—. Ya les he dicho todo lo que sé.
—Nos gustas —replicó Coffin Ed.
Recatadamente, la mujer contestó:
—Tendréis que pagarme. Con los desconocidos nunca lo hago gratis.
—Ahora ya no somos desconocidos.
Coffin Ed permaneció fuera de la sala de interrogatorios, atendiendo a las razones por las que la mujer afirmaba que él era un extraño. Mientras, Grave Digger entró en busca de Iris. Esta ya había acabado y se encontraba convenida en una negra vestida con un barato traje rojo.
—Estas sandalias de mierda son demasiado grandes —se quejó.
—Cuida tu vocabulario y actúa dignamente —recomendó Grave Digger—. Ahora eres una beata llamada Lotus Green y deseas fervientemente volver a África.
—¡Dios! —exclamó ella.
El detective sacó a Iris mientras Coffin Ed hacía pasar a la verdadera Lotus.
—Vamos a dejarte en el calabozo, y cuando el agente vaya a buscar a Lotus Green, acompáñale —la instruyó Grave Digger—. Muéstrate hosca y no contestes a ninguna pregunta.
—Eso no será difícil —replicó Iris.
Asegurándole que iba a buscar algún dinero, Coffin Ed encerró a la verdadera Lotus en el «Nido de pichones» y se unió a Grave Digger. Ambos subieron al despacho del capitán y pidieron permiso para llevarse a Lotus Green, perteneciente al grupo del «Regreso a África».
—Vio en qué portal se metía la mujer que fue robada la noche del asalto, pero no conoce el número de la casa —explicó Grave Digger—. Y tal vez esa mujer viese a los atracadores.
El capitán sospechó que se trataba de algún truco. Además, no sentía el más mínimo interés en el atraco; sólo quería a Deke. Pero aquello le ponía sobre aviso.
—De acuerdo, de acuerdo —decidió al fin—. Mandaré a por ella y luego pasáis por aquí a recogerla. Pero no olvidéis cuál es vuestra misión.
—Una y otra son la misma —aseguró Grave Digger—. Aquí están los datos de Lotus Green —añadió, tendiendo al capitán la tarjeta.
Luego volvieron a hablar con el carcelero jefe.
—Vamos a probar suerte de nuevo con Iris y, si no habla, la dejaremos a oscuras un rato. Arreglaremos las cosas de forma que no pueda hacerse daño; así que no se ponga nervioso si alguien la oye gritar. No pasará nada.
—Amigos, ni sé lo que hacen ustedes allá abajo, ni quiero saberlo —dijo el carcelero.
—De acuerdo —respondió Grave Digger. Luego, con su compañero, bajó a la sección de calabozos y ambos permanecieron fuera, esperando. Cuando vieron que un carcelero se llevaba a Iris, disfrazada de Lotus, al despacho del capitán, bajaron de nuevo al «Nido de pichones», recogieron a la verdadera Lotus Green y se la llevaron de nuevo al calabozo.
—He esperado y esperado —se quejó ella.
—¿Qué otra cosa podías hacer? —dijo Coffin Ed.
Luego volvieron abajo, al despacho del capitán, y salieron de la comisaría llevando a Iris entre ellos. Subieron al coche y se alejaron.
—Ahora ya obramos por nuestra cuenta —dijo Coffin Ed—. Sí, hemos saltado de la sartén al fuego.
—Bueno, hermanita, ¿dónde quieres que te dejemos? —preguntó Grave Digger a la negra, que iba en el asiento posterior.
—En la esquina —respondió ella.
—¿En qué esquina?
—En cualquiera.
Se detuvieron en la de la Séptima Avenida con la Calle 125, frente al «Hotel Theresa». Los dos detectives querían que todos los soplones del vecindario viesen a Iris bajar de su coche. Sabían que nadie iba a reconocerla, pero, por si acaso, deseaban atraer la atención sobre ella.
—Te diré lo que has de hacer —empezó Coffin Ed, volviéndose para mirarla—. Cuando te pongas en contacto con Deke…
—«Si» me pongo en contacto con él —le interrumpió Iris.
Tras mirarla fijamente unos momentos, Coffin Ed dijo:
—No trates de pasarte de lista porque te hayamos soltado. Eso no significará nada si intentas traicionarnos.
Iris no respondió.
Coffin Ed continuó:
—Cuando te pongas en contacto con Deke, dile sólo que sabes dónde está la bala de algodón.
—¿La «qué»? —exclamó ella.
—La bala de algodón. Después de eso, deja que sea él quien hable. Luego, cuando le tengas localizado, le haces esperar y te pones en comunicación con nosotros.
—¿Estás seguro de que quieres decir una bala de «algodón»? —preguntó Iris, incrédulamente.
—Sí: una bala de algodón.
—¿Y cómo me pondré en comunicación con vosotros?
—Llama a uno de estos dos teléfonos —dijo Coffin Ed, dándole los números de su casa y la de Grave Digger—. Si no estamos, indica el sitio a donde te podemos llamar.
—¡Y una mierda! —replicó ella.
—De acuerdo, entonces llama de nuevo al cabo de media hora y te darán un número en el que podrás encontrarnos. Sólo tienes que decir que eres Abigail.
Grave Digger murmuró:
—Ed, eso va a ocasionarnos muchas molestias.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Tras pensarlo unos momentos, el otro confesó:
—No, nada.
—Entonces, adiós —dijo Iris, susurrando—: negreros.
Iris bajó del coche y se dirigió hacia el Este por la Calle 125.
Grave Digger se unió al tráfico de la Séptima Avenida y enfiló el coche en dirección Norte.
Frente a una tienda de la «United Tobacco», Iris se detuvo y observó el coche hasta que se hubo perdido de vista. La tienda tenía cinco cabinas telefónicas alineadas a lo largo de una pared. Rápidamente, la mujer se metió en una de ellas y marcó un número.
Una cautelosa voz respondió:
—«Taller de Reparaciones Holmes.»
—Quiero hablar con Mr. Holmes —dijo Iris.
—¿Quién le llama?
—Su esposa. Acabo de salir.
Tras unos momentos, otra voz dijo:
—Cariño, ¿dónde estás?
—Aquí —replicó Iris.
—¿Cómo has logrado salir?
«¿A que te gustaría saberlo?», pensó. En voz alta, dijo:
—¿Qué te parecería comprar una bala de algodón?
Se produjo un largo silencio.
—Dime dónde estás y haré que mi chófer te recoja.
—Quédate quietecito —replicó ella—. Estoy tratando en algodón.
—Pues procura no tratar en muerte.
La voz de O’Hara sonó como una tétrica amenaza.
Iris colgó. Cuando salió afuera, miró a uno y otro extremo de la calle. Había coches aparcados en ambos bordillos. El tráfico que cruzaba la ciudad fluía desde el Puente Triborough hacia la autopista del Lado Oeste y el ferry de la Calle 125 y viceversa. En aquel «Ford» negro no había nada que le diferenciase de los demás coches. Estaba vacío y parecía aparcado para largo rato. Iris no vio el «Chevrolet» de dos colores estacionado al fondo de la calle. Pero, cuando comenzó a andar de nuevo, la mujer era seguida.
Grave Digger y Coffin Ed llevaron su coche oficial —el pequeño sedán negro con motor reformado que era tan bien conocido en Harlem— a un garaje de la Calle 155 y lo dejaron allí para que lo sometieran a un repaso. Luego, subieron hasta la estación del Metro y en el tren «A» se trasladaron hasta Columbus Circle, en la intersección de la Calle 59 y Broadway.
Se metieron por la sección de prestamistas y ropavejeros de la Avenida Columbus, entraron en la casa de empeños «Katz» y compraron gafas de sol negras y gorras. Grave Digger eligió una muy grande a cuadros, modelo «Deportista», mientras Coffin Ed elegía otra roja y de larga visera, copia de la que llevaron los «Seabees[15]» durante la guerra. Al salir de la tienda, su aspecto era el típico de los maleantes harlemitas.
Subieron por Broadway hasta una agencia de alquiler de coches y eligieron una furgoneta negra sin ningún distintivo. El empleado se negó a confiar en ellos hasta que hubieron depositado un cuantioso depósito. Entonces aceptó el dinero, suponiendo que los dos hombres eran gángsters de Harlem.
—¿Este cacharro corre? —preguntó Grave Digger.
—¿Que si corre? —exclamó el agente—. Los «Cadillac» se apartan de su camino.
—Eso debe de ser condenadamente cieno —dijo Coffin Ed—. Si yo tuviera un «Cadillac», también me apartaría.
Subieron a la furgoneta y emprendieron el camino hacia la parte alta de la ciudad.
—Ahora comprendo por qué los que fuman marihuana tienen una visión tan vaga del mundo[16] —comentó Grave Digger, desde detrás del volante.
—Lástima que no haya maquillaje que nos convierta en blancos —murmuró Coffin Ed.
—¡Qué narices! Recuerdo cuando el viejo Canadá Lee se maquilló de blanco para representar en Broadway una obra de Shakespeare, y si Canadá Lee pudo parecer blanco, estoy seguro de que también nosotros podríamos parecerlo.
En el garaje, el mecánico no les reconoció hasta que Grave Digger le hubo mostrado su placa.
—¡Seré miedoso! —dijo, sonriente—. Cuando les he visto venir, he ido a cerrar la caja de caudales.
—Has hecho bien —contestó Grave Digger—. Nunca se sabe quién puede llegar en una furgoneta.
—Eso es bien cierto —convino el mecánico.
Le dijeron que sacara el radioteléfono de su coche oficial y lo instalase temporalmente en la furgoneta. La operación llevó tres cuartos de hora, al cabo de los cuales Coffin Ed llamó a casa. Su mujer dijo que ni a ella ni a Stella las había llamado ninguna Abigail, pero de la comisaría no habían dejado de intentar ponerse en contacto con ellos.
—Di sólo que no sabes dónde estamos. Además, será cierto.
Cuando salieron del garaje, les era posible escuchar todas las llamadas de la Policía. La totalidad de los coches estaban sobre alerta para detener a una negra delgada vestida con un traje rojo llamada Lotus Green.
Coffin Ed rio entre dientes.
—En estos momentos, y con lo poco que le gusta ser negra, nuestra amiga de piel amarillenta se habrá liberado ya del tinte.
—Y tampoco llevará puesto ese traje de baratillo —añadió Grave Digger.
Fueron hasta el bar «White Rose», en la esquina de la Calle 125 con Park Avenue, frente a la estación del elevado de la Calle 125, y aparcaron detrás de un «Chevrolet» de dos colores. Ernie se encontraba en el sillón de un puesto de limpiabotas que había en el exterior del bar, cara a Park Avenue. El letrero del puesto rezaba: «Limpiabotas de la Legión americana.» Dos viejos blancos sacaban lustre a los zapatos de unos hombres de color. Al otro lado de la avenida, y por entre los pontones de la estación, había otro limpiabotas con el letrero: «Limpiabotas Padre Divino.» Dos viejos de color atendían a dos blancos.
—Esto es democracia —dijo Coffin Ed.
—De pies a cabeza.
—No, de pies sólo.
Ernie les vio meterse en el bar, pero no dio ninguna muestra de haberles reconocido. Los dos detectives se colocaron frente a la barra, como simples clientes que necesitaran algo para refrescarse el gaznate, y pidieron cerveza. Momentos después entró Ernie y se colocó junto a ellos. Pidió lo mismo. El camarero blanco puso ante él una botella abierta y un vaso. Ernie se sirvió sin mirar y salpicó de cerveza la mano de Grave Digger. Volviéndose, dijo:
—Perdone, na sido sin querer.
—Eso figura en muchas tumbas —replicó Grave Digger.
Ernie rio.
—Está en casa de Billie, la bailarina, en la Calle 115 —susurró luego.
—No me hagas caso, hijo, sólo bromeaba —dijo Grave Digger. Y, en voz más baja, añadió—: Sigue vigilándola.
Grave Digger y Coffin Ed apuraron sus cervezas y pidieron dos más. Ernie se bebió la suya y salió del local. Usando el teléfono del bar, Coffin Ed llamó a su casa. No había noticias de Abigail, pero los de la comisaría habían estado telefoneando regularmente. El camarero escuchaba con disimulo, pero Coffin Ed no habló ni palabra. Al fin dijo:
—Bien, sigue esperando.
Dejando sus cervezas a medio terminar, los dos detectives salieron del bar y fueron a sentarse en el interior de su furgoneta.
—Si pudiéramos intervenir el teléfono… —dijo Coffin Ed.
—No se le ocurrirá telefonear desde allí —replicó Grave Digger—. Es demasiado lista para hacer eso.
—Sólo deseo que no sea también demasiado puercamente lista para seguir viviendo —concluyó Coffin Ed.
Cuando Iris golpeó con el llamador de bronce de la puerta negra y dorada, Billie estaba sola. Abrió la puerta, asegurada aún con la cadena. La mujer llevaba unos pantalones amarillos de chiffon por encima de unas bragas negras de blonda, y una camisa blanca cuyas largas mangas estaban recogidas en el antebrazo por unos gemelos de turquesas. Lo mismo podría haber estado desnuda. Las uñas de sus bonitos pies de bailarina estaban pintadas de rojo brillante. Según su costumbre, Billie iba maquillada como si fuese a colocarse delante de las cámaras cinematográficas. Parecía la favorita de un sultán.
A través de la rendija vio a una mujer casi demasiado negra para ser auténtica, vestida como una criada en su tarde libre. Billie parpadeó.
—Se equivoca de puerta —dijo.
—Soy yo —anunció Iris.
Billie abrió mucho los ojos.
—¿«Yo»?, ¿quién? Su voz me suena, pero no tiene aspecto de ser nadie a quien yo conozca.
—Soy Iris.
Billie la miró escrutadoramente y por fin rompió en histéricas carcajadas.
—¡Dios! Pareces recién salida de La cabaña del tío Tom. ¿Qué te ha pasado?
—Quita la cadena y déjame entrar —espetó Iris—. Ya sé la pinta que tengo.
Billie, aun riendo histéricamente, abrió la puerta y volvió a cerrarla tras su amiga. De pronto, al tiempo que Iris corría hacia el cuarto de baño, la mujer gritó, yendo tras ella:
—Oye, había leído que estabas en la cárcel.
Iris se encontraba ya frente al espejo, extendiendo una capa de crema limpiadora por su rostro. Al entrar Billie respondió:
—Pues, como ves, ahora estoy fuera.
—¿Y qué ha pasado? —preguntó la otra, sentándose en el borde de la bañera—. ¿Quién te soltó? Los periódicos dijeron que te habías sacudido las culpas sobre Deke, y él ahora se ha fugado.
Iris cogió una toalla limpia y comenzó a frotarse enérgicamente el rostro para quitarse el tinte negro. La amarillenta piel apareció de nuevo. Con su confianza reafirmada, su excitación disminuyó.
—Esos monstruos… —dijo—. Quieren que les ayude a encontrar a Deke.
—¡No lo harás! —exclamó Billie, impresionada.
Iris se estaba despojando de su traje rojo.
—¡Y un cuerno que no! —dijo.
De un salto, Billie se puso en pie.
—Pues no cuentes con mi ayuda —dijo—. Deke siempre me ha gustado.
—Pues para ti, querida —dijo Iris con suavidad, quitándose las oscuras medias—. Te lo cambio por un traje.
Billie salió del cuarto en actitud indignada, mientras Iris, desnuda, seguía quitándose el tinte. Billie regresó al cabo de unos momentos y tiró unas ropas en el borde de la bañera. La mujer examinó con ojo crítico el desnudo cuerpo de Iris.
—No cabe duda de que te han dado una buena paliza. Tienes el aspecto de haber sido violada por tres caníbales.
—Eso sería una experiencia interesante —murmuró Iris, repartiendo más crema limpiadora por su rostro.
—Oye, usa «Ponds» —dijo Billie, tendiéndole otro tarro—. Lo que te estás poniendo es «Chanel», y es una pena malgastarlo para eso. La crema «Ponds» te servirá igual.
Sin ningún comentario, Iris cambió de tarro y siguió frotándose la cara, el cuello y los brazos y piernas.
—¿Es verdad que la mataste? —preguntó Billie, como sin conceder importancia a la cosa.
Iris dejó de aplicarse la crema, se volvió y, mirando fijamente a su amiga, dijo:
—No me preguntes eso. Aún no ha nacido el hombre por el que yo llegue a matar. En su voz había un tono amenazador que asustó a Billie.
Pero la curiosidad pudo más:
—¿Es que tú y ella estabais…?
—¡Cállate! —la cortó Iris—. No conocía de nada a esa golfa.
—No puedes quedarte aquí —dijo Billie malévolamente, demostrando que no creía en las palabras de su amiga—. Si te encontrasen aquí, yo también iría a la sombra.
—No seas tan puercamente celosa —replicó Iris, volviendo a untarse la crema—. Nadie sabe que estoy aquí, y ni siquiera Deke está enterado de lo nuestro.
Billie sonrió con mal disimulada satisfacción. Apaciguada, preguntó:
—¿Cómo esperas ponerte en contacto con Deke después de haberle metido en ese lío?
Iris rio, como si se tratara de un buen chiste.
—Prepararé una buena historia acerca de dónde puede encontrar el dinero que ha perdido y veré lo que puedo recibir a cambio. Por unos cuantos miles, Deke perdona cualquier cosa.
—¿Hablas del dinero del «Regreso a África»? Preciosa, eso se lo ha llevado el viento.
—No creas que no lo sé. Sólo quiero que esos dos puercos mal nacidos me ayuden de alguna forma a salir de este embrollo.
En el rostro de Billie apareció de nuevo su extraña sonrisa.
—Eso es hablar —dijo. Y, refiriéndose a la crema, añadió—: Ahora ya puedes quitártela. Luego te maquillaré y quedarás como nueva.
—Eres un amor —replicó Iris, ausente.
Pero, en el fondo de su cerebro, no hacía más que preguntarse para qué desearía Deke una bala de algodón.
Billie miraba lujuriosamente el desnudo cuerpo de Iris.
—No me tientes —dijo.