17

A las diez y veinticinco de la mañana sonó el teléfono. Grave Digger metió la cabeza bajo la almohada. Stella contestó adormilada. Una enérgica y acuciante voz dijo:

—Aquí el capitán Brice. Quisiera hablar con Jones, por favor.

La mujer le quitó la almohada a su marido.

—El capitán —anunció.

Grave Digger, a tientas, extendió la mano hacia el auricular. Luego abrió los ojos.

—Jones al habla —murmuró.

Durante tres minutos escuchó en silencio la excitada voz.

—De acuerdo —dijo al fin, tenso y totalmente espabilado. Después, aun antes de colgar el auricular, saltó de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó Stella, temerosa y alarmada como siempre que se producían aquellas llamadas mañaneras.

—Deke ha huido. Han muerto dos oficiales.

Grave Digger se había puesto ya los calzoncillos y la camiseta y estaba abrochándose los pantalones.

Stella, ya en pie, iba hacia la cocina.

—¿Quieres café?

—No tengo tiempo —replicó su marido, buscando una camisa limpia.

—Entonces, «Nescafé» —dijo ella, desapareciendo en el inferior de la cocina.

Con la camisa sin remeter, el hombre se sentó en la cama y se puso los calcetines y los zapatos. Luego entró en el cuarto de baño y se lavó la cara y cepilló su corto y ensortijado cabello. Sin afeitar, su oscuro rostro tenía un aspecto amenazador. Grave Digger sabía cuál era su apariencia, pero no podía evitarlo. No tenía tiempo de afeitarse. Se puso una corbata negra, volvió a entrar en el dormitorio y tomó su enfundado revólver de una percha del armario. Mientras se colocaba la sobaquera, dejó el arma sobre la cómoda. Luego la cogió e hizo girar el tambor. Llevaba siempre cinco cartuchos en el revólver, dejando que el percutor descansara sobre una cámara vacía. Las persianas estaban aún echadas, y el largo revólver niquelado, brillando bajo la suave luz proveniente de tres lámparas de mesa, tenía un aspecto tan amenazador como el de su propietario. Grave Digger colocó el arma en la engrasada funda y comenzó a meterse en los bolsillos las demás herramientas de su profesión: una porra revestida de cuero y con empuñadura de hueso, unas esposas, un cuaderno de informes, una linterna, una estilográfica y una caja metálica revestida de piel con quince cartuchos que siempre llevaba en el bolsillo lateral de la chaqueta. En la guantera de su coche oficial también tenía una o dos cajas extra de munición.

Cuando Coffin Ed pasó a recogerle, Grave Digger estaba en pie junto a la mesa de la cocina, tomándose el café. Stella se puso tensa. En su delicado y oscuro rostro apareció una preocupada expresión.

—Ten cuidado —recomendó.

Su marido contorneó la mesa y la besó.

—¿No lo tengo siempre?

—No, no siempre —murmuró Stella.

Pero él ya se había ido: un hombre alto, duro, peligroso, que necesitaba afeitarse, vestido con un arrugado traje negro y llevando un viejo sombrero del mismo color, con el bulto de una pistola marcándose claramente en el lado izquierdo de su amplio tórax.

Coffin Ed tenía el mismo aspecto; ambos podrían haber sido hechos con el mismo molde, con la excepción del rostro de Coffin Ed, corroído por el ácido, que ahora estaba animado por el tic que siempre aparecía en los momentos de tensión.

El día anterior, domingo, habían tardado tres cuartos de hora en llegar a Harlem. Hoy, lunes, tardaron veintidós minutos.

El único comentario de Coffin Ed fue:

—Buenas están las cosas.

—A punto de estallar —contestó Grave Digger.

Dos agentes blancos habían sido asesinados, y la comisaría del distrito se asemejaba al cuartel general para la invasión de Harlem. La calle estaba llena de coches oficiales. Vieron el auto del comisario, y los del inspector en jefe, el mandamás de Homicidios, el forense y el ayudante del fiscal del distrito. También había coches patrulla del centro de la ciudad, de «Homicidios» y de todas las comisarías de Harlem. La calle estaba cerrada al tráfico de los particulares. En el interior ya no había sitio para todo aquel ejército de policías, y los que no cabían esperaban sus órdenes en la acera.

Coffin Ed aparcó en la entrada de un garaje particular y, con su compañero, se dirigió a la comisaría. Los jefazos estaban reunidos en la oficina del capitán. El teniente, que se encontraba tras el escritorio, dijo:

—Pasad, quieren veros.

Cuando entraron en el despacho, las cabezas se volvieron hacia ellos. Por las miradas que les dirigieron, parecía como si los dos detectives fueran también criminales.

—Queremos a Deke O’Hara y a sus dos pistoleros, y los queremos vivos —anunció el comisario, fríamente y sin saludo previo—. Esa es su tarea y le doy plena libertad de acción para cumplirla.

Los dos hombres miraron al comisario sin decir palabra.

—Permítame que les explique la situación, señor —intervino el capitán Brice.

El comisario asintió. El capitán les condujo a la sala de detectives. Un detective blanco se levantó de detrás de su escritorio, que se encontraba en un rincón, y dejó el sitio al capitán. Otros colegas saludaron a Grave Digger y a Coffin Ed cuando estos entraron. Nadie dijo nada. Fueron simples inclinaciones de cabeza. Ellos respondieron del mismo modo. Se atenían a la habitual norma de conducta. Entre ellos y los demás detectives del distrito no había ninguna amistad; pero tampoco una animosidad abierta. A algunos les fastidiaba su posición de figuras principales del Departamento y su intimidad con los oficiales con mando; otros les tenían envidia; los jóvenes detectives negros les miraban con temerosa reverencia. Pero todos se tomaban buen cuidado de que nada de esto se trasluciese.

Brice se colocó tras el escritorio y Grave Digger, como de costumbre, se sentó en el borde de la mesa. Coffin Ed, acercándose una silla, tomó asiento frente al capitán.

—Llevaban a Deke a comparecer ante el juez —empezó el capitán—. Otros trece detenidos iban a acompañarle. Él furgón se encontraba en el patio trasero y, como de costumbre, sacamos a los prisioneros de sus celdas esposados de dos en dos… Dos agentes, el conductor y su ayudante, supervisaban la maniobra, y un par de carceleros iban sacando a los presos de los calabozos por la puerta trasera. Luego los bajaban al patio y los metían en el furgón. Los del grupo de «Regreso a África» de Deke se habían reunido en Ta calle. Habría un millar de ellos, o más. No dejaban de gritar «Queremos a O’Malley… Queremos a O’Malley», e intentaban abrirse paso a través de la entrada delantera. Como empezaban a alborotar demasiado, envié a la calle a los agentes extras para mantenerlos a raya e imponer orden. Entonces comenzaron a cometer desmanes. Unos tiraban piedras a las ventanas y otros golpeaban con cubos de basura la verja de la entrada de los autos. Envié a dos hombres más para que despejasen la calzada de coches. Cuando abrieron la verja para salir, la gente les arrolló y fueron desarmados. La multitud se coló dentro. Deke acababa de salir por la puerta trasera y estaba bajando los escalones, esposado a un presunto asesino, un tal Mack Brothers. En ese momento la multitud irrumpió en el patio y lo vio. En el furgón había ya seis prisioneros. Un testigo de confianza que presenció los hechos desde la ventana de una de las celdas, pues todos los oficiales estaban fuera, tratando de contener a los revoltosos, me ha contado que los carceleros cerraron la puerta y echaron el cerrojo, dejando solos a los dos agentes que cuidaban el furgón. Y entonces, por encima del alto muro de atrás, aparecieron los dos pistoleros de Deke, que dispararon contra los oficiales, matándoles. Los tipos llevaban uniformes de policía; por eso, al principio, no llamaron la atención. Luego saltaron al suelo, metieron a Deke en el furgón, cerraron la puerta, se colocaron en el asiento delantero y sacaron el vehículo del patio. —El capitán se detuvo, esperando los comentarios de los dos detectives, pero estos no dijeron nada. Brice prosiguió—: Algunos de los revoltosos habían montado a horcajadas en el morro del furgón, o sobre el parachoques delantero, y otros corrían junto al vehículo, gritando: «¡Abrid paso a O’Malley! ¡Abrid paso a O’Malley!» Así lograron llegar hasta la calle. Los manifestantes estaban muy soliviantados y los agentes sólo podían utilizar sus porras. No iban a hacer fuego contra aquellas mil personas. El furgón logró escapar. Lo encontramos aparcado en la esquina de la siguiente calle. Debían de tener un coche esperando. A los otros prisioneros los capturamos en cuestión de minutos.

—¿Qué hay del que iba esposado con Deke? —preguntó Coffin Ed.

—A él también. Le encontramos vagando por la calle. Le habían aporreado y llevaba aún puestas las esposas.

—Todo parece muy bien organizado, pero hizo falta suerte para que saliera bien —comentó Grave Digger.

—Los manifestantes también parecían organizados —dijo el capitán.

—Es probable, pero no creo que existiera ninguna conexión.

—Lo más probable es que pusieran agitadores entre la gente —intervino Coffin Ed—. No tenían per qué saber que se planeaba una fuga. Pudo ocurrírseles la idea de que, organizando un buen alboroto, les sería posible liberar a O’Malley.

—Una santa cruzada —comentó Grave Digger.

Hoscamente, el capitán dijo:

—Tenemos a trescientos de ellos en los calabozos. ¿Queréis hablarles?

Grave Digger movió la cabeza.

—¿Para qué les ha detenido?

El capitán Brice enrojeció de ira.

—Por complicidad, ¡qué narices! Por ayudar a huir a unos delincuentes. Por desmanes. Por intervención en el asesinato de dos agentes. Y arrestaré a todos los hijos de puta negros de Harlem.

—¿Incluyéndome a mí y a Digger? —graznó Coffin Ed, con el rostro estremecido por su tic.

El capitán bajó velas.

—Bueno, no os ofendáis —se disculpó—. Esos malditos chalados colaboran en una fuga planeada sin saber lo que hacen y provocan la muerte de dos agentes. También vosotros deberíais estar furiosos.

—¿Hasta qué punto lo está «usted»? —preguntó Grave Digger.

Advirtió que Coffin Ed le miraba y hacía un ligero gesto de asentimiento. Coffin Ed había adivinado lo que él pensaba y estaba totalmente de acuerdo.

—Hasta el punto de hacer cualquier cosa —replicó el capitán Brice—. Cargaos a unos cuantos de esos delincuentes. Yo os apoyaré luego.

Grave Digger sacudió la cabeza.

—El comisario los quiere vivos.

—No me refiero a Deke y los suyos —replicó el capitán, irritado—. Matad a cualquiera de esos malditos hampones.

—Calma, capitán —recomendó Coffin Ed.

Grave Digger movió la cabeza reprobatoriamente. En la sala se había hecho un silencio absoluto. Todos estaban a la escucha. Grave Digger se echó hacia delante y, en voz sólo perceptible por el capitán, dijo:

—¿Está usted lo bastante furioso como para entregarnos a Iris, la chica de Deke, si es que aún no ha pasado a disposición del tribunal?

El capitán se calmó instantáneamente. Parecía acosado y molesto. Eludiendo la mirada de Grave Digger, gruñó:

—Pides demasiado. Y, además, lo sabes —acusó. Al fin, dijo—: Aunque quisiera, no podría hacerlo. Su caso está en la orden del día. Yo soy responsable de su entrega. Si la mujer no aparece, oficialmente será una fuga.

—¿Está aún aquí Iris?

—No ha salido nadie —replicó el capitán—. Todas las audiencias han sido pospuestas, pero eso no implica ninguna diferencia.

Aún echado hacia delante, Grave Digger susurró:

—Déjela huir.

El capitán descargó un puñetazo sobre el escritorio.

—¡No, qué diablos! Y esta es mi decisión final.

—El comisario quiere a Deke y a los dos asesinos de los policías —susurró Grave Digger, en tono apremiante—. Tuvo usted, usted y todo el Cuerpo, dos noches y un día para encontrarlos. Y no lo consiguieron. Nosotros somos sólo dos hombres. ¿Cómo espera que logremos lo que toda la Fuerza no ha podido hacer?

—Bien —suspiró el capitán—. Haced lo que podáis.

—Podemos encontrarles —insistió Grave Digger—. Pero usted nos tiene que ayudar.

—Hablaré con el comisario —decidió el capitán, levantándose.

—No —le cortó Grave Digger—. Él se limitará a decir «no» y ahí acabará todo. Debe tomar la decisión por usted mismo.

Brice volvió a sentarse. Tras pensarlo por unos momentos, clavó la mirada en los ojos de Grave Digger y preguntó:

—¿Tenéis muchas ganas de atrapar a Deke?

—Muchas —replicó Grave Digger.

—Si podéis sacar a la chica de aquí sin que yo me entere, hacedlo —dijo el capitán—. Pero yo no sé nada de nada. Si os atrapan, aceptad las consecuencias. No os protegeré.

Grave Digger se enderezó. En sus sienes se notaba el latido de las venas, y su cuello se había congestionado como el de una cobra. Tenía los ojos enrojecidos. Estaba tan furioso que veía al capitán borrosamente.

—No haría esto por nadie más que por mi gente —dijo, con voz opaca.

Seguido por Coffin Ed, se apartó del escritorio y salió rápidamente del cuarto, cerrando suavemente la puerta a su espalda.

Sacaron del garaje su coche oficial y fueron a los «Almacenes Blumstein», de la Calle 125. Una vez allí se dirigieron al departamento de señoras. Grave Digger compró un vestido de un color rojo vivo, talla 14, unas medias de algodón oscuras y un bolso blanco de plástico. Por su parte, Coffin Ed adquirió unas sandalias doradas y un espejo de mano. Metieron los paquetes en una bolsa y luego se encaminaron al «Instituto de Belleza Rose Murphy», en la Calle 145, cerca de la Avenida Amsterdam, y compraron un bronceador de la piel, maquillaje para mujeres negras y una peluca oscura. Pusieron todo eso en la bolsa y volvieron a la comisaría.

Se habían ido ya todos los jefazos, menos el inspector jefe de «Homicidios». No tenían nada que decirle. La mayoría de los coches patrulla habían recibido sus instrucciones y habían partido a cumplir sus cometidos. Pero la calle seguía cerrada y con muchos agentes de vigilancia. Sin someterse al escrutinio policíaco, nadie podía entrar ni salir de la manzana.

Grave Digger aparcó frente a la comisaría y, con su compañero, pasó al interior, llevando aún su bolsa de compras. Pasaron de largo el registro, el despacho del capitán y la sala de detectives hasta llegar a la cabina del carcelero jefe, que se encontraba en la parte trasera del edificio.

—Mande a Iris O’Malley a la sala de interrogatorios y denos la llave —pidió Grave Digger.

El carcelero extendió lánguidamente la mano para que le entregasen la orden.

—No tenemos nada —dijo Grave Digger—. En estos asuntos, el capitán está demasiado ocupado para andarse con papeleos.

—Pues sin una orden no se la puedo entregar —insistió el carcelero.

—La chica no va a escaparse —replicó Grave Digger—. Con esto, lo único que consigue usted es obstaculizar la investigación.

—No puedo hacer otra cosa —machacó el carcelero.

—Entonces, denos la llave de los calabozos —intervino Coffin Ed—. Empezaremos por el grupo del «Regreso a África».

—Ya saben que tampoco puedo nacer eso si no tienen una orden —protestó el hombre—. ¿Qué les pasa a ustedes hoy?

—¿Dónde diablos ha estado todo el día, amigo? —preguntó Grave Digger—. El capitán está muy ocupado, ¿no lo entiende?

El carcelero movió la cabeza. No quería ser la causa de ninguna fuga.

—¡Cuerno! Llame al capitán de una vez —dijo Coffin Ed—. No podemos perder el tiempo discutiendo con usted.

Por el intercomunicador, el carcelero llamó a la oficina de Brice y preguntó si podía dejar que Jones y Johnson interrogaran al grupo del «Regreso a África» que se encontraba en los calabozos.

—Que interroguen a quienes les dé la gana —gritó el capitán—. ¡Y no vuelva a molestarme!

El carcelero quedó muy abatido. Ahora se sentía ansioso de colaborar para congraciarse con los dos detectives.

—¿Quieren ver a Iris O’Malley primero, o luego? —preguntó.

—Pues… hablaremos con ella antes —replicó Grave Digger.

El carcelero les entregó una llave, llamó al encargado de la sección donde se encontraba Iris y le ordenó que la bajase al «Nido de pichones».

Cuando el carcelero la dejó en la sala de interrogatorios, los dos detectives estaban ya esperando. Tras echar el cerrojo a la puerta, colocaron a la mujer en el taburete y encendieron la batería de focos. Las heridas de Iris estaban ya sanando y la hinchazón había desaparecido casi por completo de su rostro, aunque la piel mostraba aún todos los colores del arco iris. Sin maquillaje, sus ojos carecían de todo atractivo y parecían vulgares por completo. Llevaba un basto uniforme azul de algodón, aunque sin ningún número en él, puesto que aún no había sido llevada ante el gran jurado.

—Tienes buen aspecto —dijo Coffin Ed.

—Cuéntale eso a tu madre —replicó ella.

—Deke ha huido —anunció Grave Digger.

—Es un cerdo con suerte —comentó Iris, parpadeando ante las fuertes luces.

Grave Digger apagó todos los focos menos uno. Con ello, Iris siguió estando perfectamente iluminada, pero sin sufrir ningún deslumbramiento.

—¿Qué te parecería escapar? —preguntó Grave Digger.

—Estupendo. ¿Y a vosotros qué os parecería acostaros conmigo? Los dos a la vez.

—¿Dónde? —preguntó Grave Digger.

—Lo que importa es el «cómo» —corrigió Coffin Ed.

—Aquí —respondió ella—. Y dejad que yo me preocupe del «cómo».

—Bromas aparte… —comenzó de nuevo Grave Digger; pero ella le interrumpió.

—No era ninguna broma.

—Entonces, dejando aparte el sexo: ¿conoces el escondite de Deke?

—Si lo supiera no os lo diría. Al menos, no os lo diría de balde.

—Te sacaremos de este apuro.

—¡Mierda! —replico ella—. No os podéis sacar de apuros ni a vosotros mismos, así que mucho menos a mí. De todas formas, no sé nada —añadió.

—¿Podrías averiguarlo?

En los ojos de la mujer se encendieron unas lucecitas maliciosas.

—Si estuviera libre, sí.

—Te leo los pensamientos —comentó Grave Digger.

—Y no dicen nada bueno —añadió Coffin Ed.

En los ojos de Iris se apagaron las maliciosas lucecitas.

—Lo que es seguro es que, desde aquí, no puedo averiguar nada de nada.

—Desde luego —convino Grave Digger. Los dos detectives se miraron entre sí.

—¿Qué ganaría yo? —preguntó ella.

—Puede que la libertad. Cuando atrapemos a Deke, le cargaremos con todas las culpas. Sus dos muchachos van a freírse en la silla por haberse cargado a los policías, y a él le freiremos por asesinar a Mabel Hill. Y, si lo encontramos, tú conseguirás la recompensa del diez por ciento de los ochenta y siete grandes.

En el rostro de Iris se reflejaron claramente sus pensamientos. Coffin Ed advirtió:

—Cuidado, preciosa. Si tratas de traicionarnos, el mundo no será lo bastante grande para esconderte. Conseguiremos encontrarte y te mataremos.

—Y no creas que tendrás la suerte de morir de un tiro —añadió Grave Digger. Su rostro, terroso y sin afeitar, tenía un sádico aspecto desde detrás de la intensa luz, como la vaga sombra de un monstruo—. ¿Quieres que te cuente cómo lo haremos?

Iris se estremeció.

—¿Y si no puedo encontrarle?

El hombre rio entre dientes.

—Te arrestaremos por escapar.

A la mujer le acometió un repentino acceso de ira.

—¡Puercos asquerosos! —gritó.

—Más vale ser puerco que idiota —replicó Coffin Ed—. ¿Aceptas?

Bajo su policroma piel, Iris enrojeció.

—Me gustaría violarte, hijo de perra.

—No puedes. ¿Aceptas o no?

—De acuerdo —replicó ella—. Y lo sabías desde el principio, asqueroso. —Tras unos momentos, añadió—: Si no encuentro a Deke, tal vez seas tú el que me viole.

—Tendrás más probabilidades si lo encuentras —dijo él.

—Lo encontraré —prometió Iris.