Durante seis días a la semana, en Harlem ocurre todo lo imaginable, pero la gente dedica la mañana del domingo a reverenciar a Dios. Los que no son religiosos se quedan en la cama. Las prostitutas, los chulos, jugadores, criminales y gángsters prolongan su sueño o sus sesiones de amor. Pero los creyentes se levantan, se ponen sus mejores ropas y van a la iglesia. Los bares están cerrados. Y las tiendas. Las calles están desiertas, excepto por las familias que van a la iglesia. Y será mejor que a ningún borracho se le ocurra molestarles, porque en tal caso caerán sobre él las iras de todos los negros.
Todos los periódicos dominicales habían publicado la historia del arresto, bajo sospecha de fraude y homicidio, del reverendo O’Malley, dirigente del «Movimiento de Regreso a África». Volvían a publicarse los relatos del asalto, junto con retratos de O’Malley y su esposa, Iris y Mabel Hill, que daban un último toque de sensacionalismo.
Como consecuencia, la iglesia del reverendo O’Malley, «The Star of Ham», situada en la Calle 121, entre las avenidas Séptima y Lenox, estaba abarrotada por los seguidores del «Movimiento de Regreso a África» y los curiosos. Unos cuantos irlandeses que leyeron la historia en el New York Times —donde no habían publicado fotos— se habían desplazado hasta el templo, en la creencia de que el reverendo O’Malley era uno de los suyos[12].
El reverendo T. Booker Washington (que nada tenía que ver con el gran pedagogo negro[13]), ministro auxiliar, condujo el servicio. Al principio dirigió las oraciones de la consagración. Rezó por los seguidores del «Movimiento de Regreso a África», y porque su dinero les fuera devuelto; luego, por los pecadores y por las buenas entes que habían sido falsamente acusadas, y por todos los negros que habían padecido la injusticia blanca.
Después comenzó su sermón, en el que, de forma digna y comprensiva, habló del infortunado robo y de la trágica muerte de los jóvenes Mr. y Mrs. Hill, miembros de la congregación y participantes activos del «Movimiento de Regreso a África». Los fieles guardaban absoluto silencio. Luego, el reverendo Washington habló abierta y francamente de la inexplicable tragedia que atormentaba la vida de aquel santo varón, el reverendo O’Malley, dando la sensación de que Dios quería probarle.
—Es como si el Señor quisiera someter a ese hombre a los mismos trances que a Job para cerciorarse de la fortaleza de su fe y de su abnegación y coraje para alguna gran tarea por venir.
—Amén —dijo una beata con voz insegura.
Antes de lanzarse al terreno de la controversia, el reverendo Washington estudió cuidadosamente la reacción de su auditorio.
—Durante toda su vida, ese noble y desinteresado hombre ha estado sujeto al cruel y tendencioso juicio de los blancos, a los cuales ha desafiado por vosotros.
—Amén —repitió la beata, en voz más alta.
Unos cuantos tímidos «amenes» le respondieron.
—Sé que el reverendo O’Malley es inocente de todo delito —dijo el reverendo Washington, elevando su tono e inyectando un acento de pasión en la solemnidad de su voz—. Yo pondría en sus manos mi dinero y también pondría en sus manos mi vida.
—¡Amén! —gritó la beata, levantándose de su asiento—. ¡El reverendo es un santo!
La congregación empezó a apasionarse. Las mujeres se sintieron recorridas por estremecimientos emocionales.
—¡Él triunfará de esa calumniosa y falsa acusación; será vengado! —tronó el reverendo Washington.
—¡Liberémosle! —gritó una mujer.
—¡La Justicia le liberará! —rugió el reverendo Washington—. ¡Y él nos devolverá nuestro dinero y nos sacará de esta tierra de opresión para devolvernos a nuestro amado hogar de África!
Los «amenes» y «aleluyas» cruzaron el aire y la congregación se puso en pie. En su frenesí emocional, todos consideraban a O’Malley un mártir de la injusticia blanca y un líder noble y valiente.
—Sus cadenas serán rotas por el Dios Todopoderoso y Él vendrá a liberarnos —concluyó el reverendo Washington, con voz tonante.
Los seguidores del «Movimiento de Regreso a África» le creyeron. Deseaban creerle. No tenían otra elección.
—Ahora celebraremos una colecta para contribuir a la defensa del reverendo O’Malley —dijo Washington, en voz más sosegada—. Y haremos que el hermano Sumners le lleve lo que reunamos en esta su obra de Getsemaní.
Fueron recaudados quinientos noventa y siete dólares, y el hermano Sumners se encargó de ir a llevárselos al reverendo O’Malley. La comisaría del distrito en la que O’Malley esperaba presentarse ante el juez, estaba sólo a unas travesías de distancia. Antes de que el servicio hubiera terminado, el hermano Sumners volvió con un mensaje del detenido. Al subir al púlpito, el hombre apenas podía contener el sentimiento de importancia que le invadía al ir a dar a los feligreses noticias de su amado ministro.
—El reverendo O’Malley va a pasar el día rezando en su celda por vosotros, sus amados seguidores, por todos nosotros y porque recuperéis rápidamente vuestro dinero y porque podamos partir pronto hacia África. Dice que comparecerá ante el juez el lunes a las diez de la mañana. Entonces le pondrán en libertad y volverá junto a vosotros para continuar su trabajo.
—Señor, protégele y haz que le pongan libre —sollozó una beata.
—Amén, amén —corearon otras.
Los fieles fueron desfilando, llenos de fe en el reverendo O’Malley; fe en la que se mezclaba un sentimiento de satisfacción por la bondad de su propio acto al mandarle la importante suma colectada.
En muchas mesas había preparado pollo y budín de carne o cerdo asado y boniatos.
El crimen se tomaba un descanso.
Los domingos, Grave Digger y Coffin Ed dormían a gusto. Rara era la vez que, en ese día, se levantaban antes de las seis de la tarde. A no ser que estuvieran trabajando en algún caso, el domingo y el lunes eran sus días libres, y los dos hombres habían decidido dejar que el asunto del robo descansase hasta el lunes.
Pero Grave Digger había soñado que un ciego le decía haber visto rodar una bala de algodón por la Séptima Avenida e ir a meterse en un portal, pero se despertó antes de que el ciego le indicase el portal exacto. En su cerebro, un recuerdo pugnaba por entrar. Grave Digger sabía que era algo importante, aunque, en su momento, no se lo pareció. Permaneció un rato en la cama, recordando en detalle cuanto habían hecho. No llegó a descubrir nada; pero estaba dominado por la fuerte sensación de que, si pudiera acordarse de aquel detalle, tendría todos los triunfos en la mano.
Se levantó, se puso una bata y fue a la cocina a coger dos latas de cerveza de la nevera.
—¡Stella! —llamó a su esposa, pero esta se había ido.
Bebió una lata de cerveza y, con la otra en la mano, vagabundeó por la casa, hurgando entre sus recuerdos. Pensaba que un policía sin memoria era como un filete sin patatas fritas.
Sus dos hijas estaban en el campo. La casa parecía una tumba. Se sentó en la sala de estar y hojeó el ejemplar del sábado del Sentinel, el periódico bisemanal de Harlem dedicado a las noticias locales. La noticia del robo ocupaba casi toda la primera plana. Había retratos de O’Malley e Iris, y de John y Mabel Hill. Los días de gángster de O’Malley y su historia penal eran ampliamente aireados, y se hacía hincapié en el hecho de que fue condenado a muerte por el sindicato. Había artículos sobre su «Movimiento de Regreso a África» que bordeaban el libelo; y otros sobre el Movimiento del mismo nombre dirigido por L. H. Michaux, escritos con una mayor discreción; también se hacía referencia a la organización montada por Marcus Garvey, de la cual se daban detalles que ni el mismísimo Garvey había sabido. Grave Digger fue pasando las páginas y su mirada se posó en un anuncio del «Cotton Club[14]» en el que aparecía un retrato de Billie Belle bailando su exótica danza del algodón. «Tengo algodón en los sesos», pensó el hombre, disgustado.
Luego, tras tirar el periódico de cualquier manera, fue al teléfono del vestíbulo, desde donde podía mirar por la ventana, llamó a la comisaría de distrito de Harlem y habló con el teniente Bailey, que tenía el turno dominical. Bailey le dijo que no, que no habían encontrado el coche del coronel Calhoun, que no, que no había rastro de Tío Bud, que no, que no se sabía nada de los dos pistoleros de Deke que habían huido.
—Estamos de noes —acabó Bailey.
—Bueno, careciendo de jefe, esos tipos no harán mucho daño —dijo Grave Digger.
Llamó Coffin Ed para decir que su esposa, Molly, había salido con Stella y que él iba a acercarse a casa de Digger.
—Pero no hablemos de crímenes —dijo este último.
—Bueno, por un día creo que podré mostrarme animado.
Inmediatamente después de que Coffin Ed hubo colgado, el teléfono sonó de nuevo. El teniente Bailey dijo que la gente del «Regreso al Sur» estaba congregando a un grupo de negros frente a su oficina para efectuar una manifestación por la Séptima Avenida. Podían surgir problemas.
—Será mejor que tú y Ed os acerquéis por allí —dijo—. La gente os conoce.
Grave Digger llamó otra vez a su compañero y le dijo que llevase el coche, pues Stella se había ido con el suyo. Coffin Ed llegó antes de que Grave Digger hubiera acabado de vestirse, y ambos subieron en el «Plymouth» gris y emprendieron el camino de Harlem. Tres cuartos de hora más tarde, sorteando eficazmente el tráfico dominical, llegaron a la parte norte de la Séptima Avenida.
En la esquina con la Calle 125, frente al «Chock Full o’Nuts», un espontáneo orador exhortaba a la gente a llevar a Jesús en sus corazones.
—No podéis tomar más quedos caminos —gritaba—. El bueno es el de Dios y Jesús, y el malo es el del diablo.
Unas cuantas gentes piadosas se habían detenido a escuchar; pero la mayor parte de los peatones tomaban el camino del diablo y seguían adelante sin prestarle atención.
Al otro lado del cruce, la central de Harlem de los Musulmanes Negros estaba organizando una manifestación masiva frente a la librería Nacional Memorial, centro del «Movimiento de Regreso a África» de Michaux. En el escaparate de la tienda se leía una serie de letreros: MALDITOS HOMBRES BLANCOS… HOMBRES BLANCOS, COMED M… ALÁ ES DIOS… HOMBRES NEGROS, UNÍOS… En un extremo se había erigido un estrado con un micrófono para los oradores. A un lado, en el suelo, se veía un abierto ataúd con el cartel: «Los restos de Lumumba.» El féretro contenía retratos de Lumumba vivo y muerto; un traje negro que, según se afirmaba, utilizó el congoleño el día que fue asesinado, y otros objetos que le habían pertenecido en vida. En la acera, en mástiles portátiles, ondeaban las banderas de todas las naciones del África negra.
En la acera se agrupaban centenares de personas en una masa compacta. Junto al bordillo había aparcados tres coches patrulla, y varios policías blancos de uniforme recorrían la calle de arriba abajo. Musulmanes llevando los feces rojos que habían adoptado como distintivo, formaban una hilera frente a la librería, codo con codo, manteniendo libre la porción de acera que requerían las leyes. Por los altavoces sonaba la tonante voz de un orador.
—Hombre blanco: nos has hecho trabajar de balde durante cuatrocientos años. Ya es hora de que pagues…
Grave Digger y Coffin Ed no se detuvieron. Al acercarse a la Calle 130 vieron a los manifestantes que, por el otro lado de la calle, se dirigían en su dirección. Los dos detectives se daban cuenta de que, cinco travesías más adelante, la manifestación chocaría con la de los Musulmanes Negros y se produciría una buena reyerta. Diversos miembros del «Movimiento de Regreso a África» de O’Malley estaban organizándose en la Calle 129 para atacar a los del Calhoun.
A lo largo de la avenida había aparcados una serie de autos patrulla. Los policías permanecían junto a sus vehículos.
Los detectives se dieron cuenta al instante de que la manifestación estaba constituida por matones profesionales, a los que se pagaba por participar en ella. Iban en actitud beligerante, riéndose y buscando camorra. Llevaban cuchillos y su actitud resultaba amenazadora. El coronel Calhoun iba en cabeza, vestido con negra levita y llevando un sombrero de anchas alas del mismo color. Su plateado cabello y el bigote y la perilla blancos brillaban bajo los rayos del sol. Fumaba pausadamente un cigarro. Andaba muy erguido, con la indiferencia de un benévolo maestro que conduce a sus alumnos. Su actitud era la del hombre que trata con unos chiquillos que pueden ser revoltosos, pero nunca significar un peligro. El joven rubio cuidaba la retaguardia.
Coffin Ed aparcó en doble fila y, con Grave Digger, se dirigió al parque del centro de la Séptima Avenida y allí discutió la situación con su compañero.
—Baja a la Calle 129 y detén a los otros; yo me quedaré aquí y pararé a estos —decidió Grave Digger.
—De acuerdo, socio —replicó Coffin Ed.
Grave Digger se apostó junto a un poste telefónico de madera que había enfrente; Ed cruzó la calle y fue a colocarse de cara al muro de cemento que rodeaba el parque.
Cuando la manifestación llegó al cruce con la Calle 130, Grave Digger sacó su revólver el 38 y pegó dos balazos al poste de madera. La plateada arma reflejaba brillantemente los rayos del sol.
—¡Alto! —gritó, con toda la potencia de su voz.
Los matones parecieron dudar.
Desde el fondo de la calle sonaron las detonaciones de dos disparos que Coffin Ed había hecho contra la pared de cemento. Luego, como un eco, llegó su voz:
—¡Deteneos!
El grupo preparado para atacar a los manifestantes retrocedió. En Harlem, la gente consideraba a Coffin Ed y Grave Digger capaces de dejar seco a un hombre por trasponer una imaginaria línea. Y los que no les creían capaces tampoco se arriesgaron a comprobarlo.
Pero el coronel Calhoun, sin mirar en torno, siguió adelante y cruzó la Calle 130. Al llegar a la invisible línea, Grave Digger le arrancó el sombrero de un disparo. Lentamente, el coronel se quitó el cigarro de los labios y dirigió una fría mirada a Grave Digger. Luego, de forma premeditadamente lenta, se volvió para recoger el sombrero. Grave Digger se lo quitó de entre las manos de otro disparo. El sombrero fue a caer sobre la acera y, sin cambiar de actitud ni dirigir otra mirada a Grave Digger, el coronel fue a buscarlo. Cuando lo iba a coger, Grave Digger disparó de nuevo, lanzándolo hacia la Calle 130.
Los delincuentes de la manifestación se agitaban inquietos, temerosos de avanzar, pero sin arriesgarse a romper filas y correr, con todos aquellos proyectiles atravesando el aire. El joven rubio permanecía oculto en la retaguardia.
—¡Derecha! —gritó Grave Digger. Todos, sin fallar uno, se volvieron en esa dirección—. ¡Maaarchen!
Los matones torcieron a la derecha por la Calle 130 y emprendieron el camino de la Octava Avenida. Pararon frente al coronel, que permanecía inmóvil en el centro de la calzada, mirando los orificios de su sombrero antes de volvérselo a poner. A mitad de la travesía, los manifestantes emprendieron la carrera. En Harlem, lo primero que aprende un delincuente es a no correr antes de tiempo.
En la Calle 129, el otro grupo se volvió hacia la Octava Avenida para alcanzar a los manifestantes, pero Coffin Ed les detuvo con dos disparos.
—¡En donde estabais! —gritó.
Durante unos momentos, el coronel, con el agujereado sombrero entre las manos, permaneció inmóvil. Los vecinos del barrio, que habían ido a ver los emocionantes sucesos, comenzaron a reírse de él. El joven rubio se unió a su tío y ambos, por la Séptima Avenida, emprendieron el regreso a su oficina, seguidos por las bromas y risas de las gentes de color. Los «Musulmanes Negros» habían presenciado inmóviles el incidente.
Luego, el grupo que cuidaba Coffin Ed se relajó y comenzó también a reír.
—¡Oye, qué bestias! —dijo un tipo, admirativamente, en voz alta y jubilosa—. ¡Qué bestias! Serían capaces de saltarle los sesos a cualquiera por cruzar una línea que nadie puede ver.
—¿Has visto a ese marica blanco tratando de recoger su sombrero? Apuesto a que, si cruza esa línea, Digger se lo carga.
—Yo he visto al viejo Coffin agujerearle a un tipo la barriga por asomarla fuera de la línea.
Los dos hombres se palmearon mutuamente las espaldas y se fueron, riéndose de sus propias mentiras.
Los policías blancos miraban a Grave Digger y a Coffin Ed con la envidiosa reverencia que normalmente se reserva para los domadores capaces de encerrarse en una jaula llena de leones.
Coffin Ed se unió a Grave Digger; ambos fueron a una cabina telefónica y llamaron al teniente Bailey.
—La cosa ha terminado por hoy —informó Grave Digger. Bailey lanzó un suspiro de alivio.
—¡Gracias a Dios! No quisiera ninguna revuelta en mi día de turno.
—Ahora, de lo que tiene que preocuparse es de unos pocos asesinatos y robos —comentó Grave Digger—. Nada que preocupe al comisario.
Bailey colgó sin hacer comentarios. Conocía la pugna existente entre los dos detectives y el comisario. Ambos hombres habían sido suspendidos en diferentes ocasiones, por lo que el comisario consideró innecesaria la violencia y la brutalidad. Bailey sabía también que en Harlem, para ganarse el respeto de los maleantes negros, los detectives de color tenían que ser muy duros. En secreto, el teniente estaba de acuerdo con ellos. Pero no deseaba ponerse a favor de ninguno de los dos bandos.
—Bueno, ahora volvamos al algodón —dijo Coffin Ed cuando iban hacia el coche.
—Tú, si quieres, hazlo; pero lo que es yo… —replicó Grave Digger—. Lo único que me apetece es irme por ahí e incumplir unas cuantas leyes. No está bien que los demás sean los únicos que se divierten.
—De acuerdo. Vamos a apostar cinco dólares a un caballo.
—¡Qué cuerno! ¿Llamas a eso incumplir la ley? Llevemos a las damas a algún tugurio ilegal dirigido por algún delincuente buscado por la Policía y bebamos unos tragos de whisky robado.
Coffin Ed rio entre dientes.
—Tú ganas —dijo.