El teniente Anderson anunció:
—Han encontrado un hombre muerto en una trapería que hay bajo el acceso de la Calle 125 al Puente Triborough.
—¿Y qué? —replicó Coffin Ed.
—«¿Y qué?» —bramó Anderson—. ¿Acaso habéis dejado el Cuerpo, muchachos? Id allí y echad un vistazo. Debéis haceros a la idea de que el asesinato es un delito. Exactamente igual que el robo.
A Coffin Ed le ardieron las orejas.
—Ahora mismo —dijo respetuosamente.
—«¿Y qué?» —oyó murmurar aún a Anderson.
Al meter el coche entre el tráfico, Grave Digger reía entre dientes.
—Te has ganado un buen rapapolvo, ¿eh?
—Sí, el jefe se ha puesto furioso.
—Que eso te sirva de lección. No hay que subestimar el asesinato.
—Muy bien, estoy en minoría —dijo Coffin Ed.
Al llegar se encontraron con el sargento Wiley, que estaba al mando de la sección de Homicidios. Sus hombres iban de un lado a otro, buscando huellas dactilares y de pisadas y haciendo fotos. Un auxiliar del forense, joven y de rostro encendido, acababa de declarar al cadáver «muerto por accidente».
—Mis viejos amigos, los domadores de leones —les saludó el sargento Wiley—. No tengáis miedo, el perro está muerto.
Coffin Ed y Grave Digger miraron al inmóvil cuerpo del animal y luego echaron un vistazo alrededor.
—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Grave Digger.
—Otro difunto, nada más —explicó Wiley—. Para mí, ya es el quinto de la noche.
—Así que también has estado en el «Polo Grounds», ¿no?
—Cuando llegué allí, lo único que encontré fueron cuatro fiambres. Vosotros os habíais llevado ya al que quedó con vida.
—Si queréis, os lo entregamos.
—¿Para qué? Si a vosotros no os ha sido de utilidad, ¿para qué diablos lo queremos?
—¿Quién sabe? Tal vez le seáis más simpáticos que nosotros.
Wiley sonrió. Parecía más un profesor de ciencias económicas de la New School que un sargento detective de Homicidios, pero Grave Digger y Coffin Ed, que Te conocían bien, sabían que era un magnífico policía.
—Echemos un vistazo —dijo Wiley, conduciéndoles hacia el cobertizo en que se había encontrado el cadáver—. Las cosas andan así: por una tarjeta de la Seguridad Social que le encontramos en la cartera, sabemos que el muerto se llamaba Joshua Peavine y que vivía en la Calle 121 Oeste. Murió de una cuchillada en el corazón. No sabemos más.
Los detectives examinaron cuidadosamente los trastos que llenaban el cobertizo. El pasillo principal, que comenzaba frente a la puerta, se bifurcaba en otros tres más pequeños y flanqueados por pilas de chatarra que llegaban hasta el techo de plancha ondulada. Todo el espacio aprovechable estaba ocupado, menos en el fondo del pasillo principal, junto a la pared trasera.
—Alguien se ha llevado algo —señaló Coffin Ed.
—¿Qué diablos iba a querer nadie de aquí? —preguntó Wiley, señalando las pilas de papelotes, libros y revistas viejas, trapos, radios, máquinas de coser, oxidadas herramientas, maltrechos maniquíes e inidentificables trozos de chatarra.
—Al hombre, lo mismo que al perro, se lo cargaron por algo —insistió Coffin Ed.
—Quizá se trate de un crimen sexual —aventuró Grave Digger—. Supongamos que el tipo vino aquí con un blanco. Ya han ocurrido cosas parecidas.
—También yo pensé en esa posibilidad —dijo Wiley—. Pero lo del perro muerto contradice esa teoría.
—Si la cosa merecía la pena, se hubiera cargado al animal —intervino Coffin Ed.
Wiley levantó las cejas.
—¿Tanto secreto en Harlem?
—Si le pagaban lo suficiente, el tipo hubiera hecho cualquier cosa.
—Puede ser —concedió Wiley—. Pero hay algo que no encaja. En el bolsillo del muerto encontramos una bola de carne que parece envenenada. La haremos analizar, claro. De eso se deduce que el perro estaba ya envenenado por alguna otra persona, a no ser que el tipo llevara dos pelotas de carne envenenada, lo cual parece una precaución excesiva.
—Ese espacio vacío me preocupa —confesó Grave Digger—. Ese hueco entre todo este amontonamiento de trastos. ¿Se cayó anoche algo del camión de los atracadores que permitiera identificarlo? ¿Algo que pudiera acabar en una trapería? ¿Una rueda de repuesto?
Wiley movió la cabeza.
—Tal vez algún arma, pero nada que pudiera ser vendido aquí. O, al menos, nada que pudiese llenar ese espacio vacío. No creo que esto nos conduzca a ninguna parte.
—Sólo hay una forma de averiguarlo —dijo Grave Digger.
Wiley asintió. Los de Homicidios habían forzado la puerta que daba a la oficina, pero en el cuarto no encontraron nada que les llamase la atención. Los tres hombres entraron en el despacho y Wiley telefoneó a Mr. Goodman a su casa de Brooklyn.
El chatarrero quedó horrorizado.
—¡Todo me ocurre a mí! —se lamentó—. Un muchacho tan bueno, tan honrado… No le hubiera hecho daño ni a una mosca.
—Quisiéramos que viniera usted aquí y nos dijese si echa algo de menos.
—¡Echar de menos! —gritó Mr. Goodman—. ¡No pensará que a John le mataron por defender mi propiedad! No era ningún tonto.
—No pensamos nada. Sólo queremos que nos diga si falta algo.
—¿Cree que los ladrones han robado algo de mi trapería? Sí, quizá diamantes. O barras de oro. O collares de rubíes. ¿Ha visto usted mi chatarra? Sólo otro trapero querría algo de mi almacén. Y, para conseguir llevarse material por valor de diez dólares, necesitaría utilizar un camión.
—Lo único que queremos es que venga a echar un vistazo, Mr. Goodman —dijo Wiley, con paciencia.
—¡Mein Gott, a estas horas de la noche! Dice usted que Josh ha muerto. ¡Pobre muchacho! Al pensarlo, mi corazón sangra. Pero… ¿es que por ir allí a las dos de la madrugada voy a devolverle la vida? ¿Acaso cree que puedo resucitar a los muertos? Si ha desaparecido chatarra, lo verá por usted mismo. ¿Cree que soy capaz de reconocer mi chatarra? ¿Cómo puede hacer eso nadie? La chatarra es chatarra, por eso no tiene valor. Si alguien se ha llevado algo de mi almacén, que le aproveche. A no ser que se trate de un lunático, los espacios vacíos en los que haya cargado sus camiones serán bien visibles. Busque a un chalado, ese es su hombre. Y mi Reba está despierta y muy preocupada por la posibilidad de que, a estas horas, tenga que ir a un sitio lleno de maniáticos homicidas. Ella también está chalada. Lleven a Josh al depósito de cadáveres y yo me pasaré por allí el lunes por la mañana para identificar el cuerpo.
—Se trata de algo importante, Mr. Goodman… —La comunicación quedó cortada. Wiley sacudió la horquilla del teléfono—. Mr. Goodman… Mr. Goodman… —Sonó la voz de la telefonista. Wiley miró a su alrededor y anunció—: Ha colgado.
Luego, él hizo lo mismo.
—Manda a por él —dijo Coffin Ed.
Wiley le miró.
—¿Bajo qué cargos? Para sacarle de Brooklyn necesito una orden judicial.
—Las cosas siempre pueden hacerse de más de una forma —comentó Grave Digger.
—No me lo digas —dijo Wiley, dirigiéndose al patio—. Prefiero seguir ignorándolo.
Los tres permanecieron unos momentos inmóviles, mirando el cadáver del perro. El joven auxiliar del forense pasó junto a ellos, cantando alegremente.
—«Me alegraré cuando mueras, desgraciado; en la esquina de Broad y High veré pasar a los que lleven tu sucio cuerpo, me alegraré cuando mueras…»
Grave Digger y Coffin Ed se miraron.
Wiley se dio cuenta y comentó:
—Es su forma de ganarse la vida.
—Más cadáveres, más niños —convino Grave Digger.
Llegó la ambulancia del depósito de cadáveres y se llevó los cuerpos del hombre y el perro. Wiley reunió a sus hombres y se dispuso a marcharse.
—Dejo el asunto en vuestras manos —dijo.
—De acuerdo —replicó Coffin Ed—. Duerme tranquilo.
Al quedar solos, los dos detectives volvieron a inspeccionar detenidamente el terreno.
—En cualquier otro lugar sería lógico que hubieran robado algo —dijo Coffin Ed—. Pero aquí Ta cosa resulta totalmente absurda.
—Basta de conjeturas y vayamos por Goodman.
Coffin Ed asintió.
—Bien.
Tras apagar las luces, salieron del cobertizo y cruzaron lentamente el patio hacia la puerta de salida. Al ir a atravesar la calle en dirección al lugar en que habían aparcado el coche, una negra forma salió rápidamente de debajo del puente. No pudieron ver de qué se trataba, pero echaron a correr, pues sus largos años en la Policía les habían enseñado que en la oscuridad no se mueve más que el peligro. Al advertir que se trataba de un coche negro que marchaba a increíble velocidad, los dos hombres se echaron al suelo. Una serie de fogonazos perforó la noche, al tiempo que las detonaciones atronaban el silencio; por encima de los dos detectives cruzaron balas de ametralladora. Luego, todo acabó. Durante un breve instante se oyó aún el zumbido de un potente motor; después, volvió el silencio.
Pese a tener ya empuñados sus revólveres, Coffin Ed y Grave Digger permanecieron cautamente tumbados sobre el suelo, buscando en la noche alguna sombra que se moviese. No vieron nada. Al fin se arrastraron hasta la protección de su pequeño auto y se pusieron en pie, escrutando aún la oscuridad. Luego, como tenues sombras, se deslizaron al interior de su coche. Respiraban ruidosamente. Una vez más, miraron a su alrededor.
En la moviente cadena del tráfico que atravesaba el puente, las luces de los coches se habían hecho más densas, pero la desierta y apartada calle de debajo seguía oscura y silenciosa.
—Informa de lo ocurrido —dijo Grave Digger, cuando se hubieron acomodado en el auto.
Coffin Ed llamó a la comisaría. Al acabar el relato de los hechos, Anderson preguntó:
—Pero… ¿por qué diablos han disparado contra vosotros?
—No lo sé —contestó Coffin Ed—. No tenemos nada: ni descripción, ni número de la matrícula, ni idea de a qué se debe esto.
—No sé en qué andáis metidos, pero tened cuidado —recomendó Anderson.
—¿Hasta qué punto puede tener cuidado un policía?
—Tal vez os viniera bien un poco de ayuda.
—Ayuda para que nos maten —gruñó Coffin Ed, notando inmediatamente en el brazo una leve presión de advertencia de la mano de Grave Digger—. Ahora vamos a ir a Brooklyn para traernos al dueño de la trapería.
—Si no hay más remedio, bien; pero, por el amor de Dios, id con pies de plomo. En Brooklyn no tenéis la más mínima jurisdicción y podéis meternos a todos en un lío.
—De acuerdo —dijo Coffin Ed, desconectando.
Grave Digger accionó el encendido e iniciaron la marcha por la oscura calle. El detective, con el ceño fruncido, iba absorto en sus pensamientos.
—Ed, nos olvidamos de algo —dijo.
Su compañero se mostró de acuerdo:
—Sí, es condenadamente cierto; nos hemos olvidado de dejarnos matar.
—Me refería a que si no te dice algo todo esto.
—Me dice que me largue del Cuerpo mientras aún estoy vivo.
—A lo que iba es a que tantos contrasentidos deben de tener algún sentido —insistió Grave Digger.
—¿Crees en esa tontería? —preguntó Coffin Ed.
—Me preguntaba por qué nadie iba a querer cargársenos sólo porque un tipo que trabaja en una trapería ha sido asesinado.
—Dímelo tú.
—¿Qué es lo que hace que este crimen sea tan importante? Me da en la nariz que aquí hay gato encerrado.
—No sé a qué te refieres, como no sea que trates de relacionar lo de ahora con el golpe de anoche. Y eso, indudablemente, es absurdo. En Harlem no paran de matar gente. ¿Por qué no nos iba a tocar a ti y a mí?
—Tengo algo en que pensar —dijo Grave Digger, incorporándose, sin reducir la velocidad, al flujo del tráfico que se dirigía hacia el puente.
Cuando llegaron, Mr. Goodman estaba aún despierto. La noticia de la muerte de Josh le había trastornado. Iba en camisón y bata y parecía haber estado haciendo una incursión por la cocina. Pero seguía resistiéndose a volver a Harlem sólo para echar un vistazo a su trapería.
—¿De qué va a servir eso? ¿En qué va a ayudarles? No hay nadie que robe chatarra. Sólo tenía al perro para impedir que los vagabundos durmiesen en el patio y para que los traperos como Tío Bud no rellenasen sus carretillas con mis trastos para vendérselos luego a otro chatarrero.
—Escuche, Mr. Goodman: anoche, ochenta y siete pobres familias de color perdieron los ahorros de toda su vida en un asalto…
—Sí, sí, lo he leído en los periódicos. Querían volver a África. Y yo quiero volver a Israel, donde tampoco he estado nunca. Eso de ir a buscar manzanas más grandes en otros árboles no da buen resultado. Aquí todo hombre es libre…
—Sí, Mr. Goodman —le interrumpió Grave Digger con fingida paciencia—. Pero nosotros somos policías, no filósofos. Sólo deseamos averiguar qué ha desaparecido de su trapería, y no podemos esperar hasta el lunes por la mañana, porque quizá para entonces ya haya muerto alguien más. Puede que nosotros. Puede, incluso, que usted.
—Si es mi deber, es mi deber —dijo Mr. Goodman, resignado—. Debo evitar que algún otro pobre negro sea asesinado por un montón de chatarra. —Y, en tono amargo, añadió—: No sé adónde irá a parar el mundo si la gente, y eso por no hablar de un pobre e inocente perro, empieza a ser asesinada por objetos sin valor.
El hombre les condujo a la salita, para que esperasen allí mientras él se vestía. Cuando volvió, listo ya para irse, dijo:
—A mi Reba no le gusta esto.
Los detectives no comentaron los gustos de su Reba.
Al principio, Mr. Goodman no advirtió que faltase nada.
Todo parecía exactamente igual que cuando él salió.
—Tantas molestias, hacerme levantar, vestir y recorrer toda esta distancia a altas horas de la noche, y todo para nada —se quejó.
—Pero en este espacio vacío debía de haber algo —insistió Coffin Ed—. ¿Para qué reservaba este hueco?
—¿Es eso un crimen? Siempre dejo algún sitio para lo que puedan traernos. ¿Es que el pobre Josh fue asesinado por culpa de este espacio vacío? ¿Quién iba a ser el loco que hiciera algo así? —Entonces recordó—. Una bala de algodón —dijo.
Grave Digger y Coffin Ed quedaron inmóviles. Las aletas de la nariz les temblaban como las de los perros de caza que han descubierto un rastro. En sus cerebros, los pensamientos se entrecruzaban como rayos en una tormenta.
—Esta mañana Tío Bud trajo una bala de algodón —siguió Mr. Goodman—. La coloqué en ese sitio. No había vuelto a pensar en ella. Con los impuestos, las bombas de hidrógeno y las revoluciones negras, ¿quién piensa en balas de algodón? Tío Bud es uno de esos traperos que van con una carretilla…
—Conocemos a Tío Bud —dijo Coffin Ed.
—Entonces se darán cuenta de que debió de encontrar esa bala de algodón en una de sus rondas nocturnas —Mr. Goodman se encogió de hombros y separó las manos—. No puedo pedir facturas a todos mis abastecedores.
—Mr. Goodman, esto es cuanto deseábamos saber —replicó Grave Digger—. Le llevaremos hasta un taxi y le compensaremos por el tiempo que le hemos hecho perder.
—No quiero dinero —dijo Mr. Goodman—. Pero siento curiosidad. ¿Quién mataría a un hombre por una bala de algodón? «Algodón, ¡mein Gott!».
—Eso queremos averiguar —contestó Grave Digger, echando a andar hacia el auto.
Eran las tres y media de la madrugada, y Coffin Ed y Grave Digger habían regresado a la comisaría del distrito. El teniente Anderson, después de oír su relato de lo ocurrido, había hecho ya una llamada de emergencia a todos los coches, ordenándoles que buscaran a Tío Bud y lo llevasen a la comisaría para interrogarle. Luego, los tres policías se dedicaron a tratar de poner en claro todo aquello.
—¿Estáis seguros de que esa bala de algodón iba en el interior del camión de reparto utilizado por los atracadores? —preguntó Anderson.
Grave Digger replicó:
—En la furgoneta encontramos hebras de algodón en bruto. Tío Bud encuentra una bala de algodón en la Calle 137 y se la vende a Goodman. La bala ha desaparecido. Un empleado de la trapería ha sido asesinado. De todo eso estamos seguros.
—Pero… ¿por qué iba a tener tanta importancia una bala de algodón?
—Por motivos de identificación —aventuró Grave Digger—. Tal vez sea la clave de la identidad de los atracadores.
—Sí, pero recuerda que al perro lo mataron antes de que llegaran Josh y su asesino. Quizá para entonces el algodón hubiese ya desaparecido.
—Es posible. Pero eso no altera el hecho de que alguien deseaba el algodón y no permitió a Josh vivir lo suficiente para decir si lo había conseguido él u otros se le anticiparon.
—Dejémonos de conjeturas y vamos a buscar el algodón —dijo Coffin Ed.
Grave Digger le miró y dijo:
—Pues ve a buscarlo.
Durante la pausa que se produjo sonó el teléfono. Anderson contestó:
—Sí…, sí…, sí, Calle 119 y Lenox…, sí… Bien, sigan buscándole.
Después de esto, colgó.
—Han encontrado la carretilla de Tío Bud —dijo, más que preguntó, Grave Digger.
Anderson asintió con la cabeza.
—Pero no han dado con el viejo.
—Lo temía —murmuró Coffin Ed—. Lo más probable es que en estos momentos se encuentre en el fondo del río
—Sí —replicó, furioso, Grave Digger—. El sucio algodón fue un castigo para los hombres de color en el Sur y ahora los mata en el Norte.
—Eso me recuerda algo —intervino Anderson—. Dan Sellers, del coche 90, dice que anoche, inmediatamente después del accidente de los dos camiones, vio a un viejo trapero negro que había encontrado una bala de algodón. El tipo, probablemente Tío Bud, estaba intentando subirla a su carretilla, y Dan se detuvo y le hizo unas preguntas. Luego, bajó del coche para ayudarle a cargar el bulto y le ordenó que lo trajera a la comisaría. Pero el viejo no se presentó.
—Y nos lo dice ahora —comentó Grave Digger con acritud.
Anderson enrojeció.
—Lo había olvidado. Después de todo, no habíamos pensado en el algodón.
—Usted no lo había hecho —corrigió Coffin Ed.
—Por cierto, ¿qué sabe de un tal coronel Calhoun que ha abierto una oficina en la Séptima Avenida para contratar recolectores de algodón? —preguntó Grave Digger—. El tipo llama a su organización «Movimiento de Regreso al Sur».
Anderson le miró con suspicacia.
—Dejadle en paz —dijo—. Admito que se trata de algo totalmente estúpido, pero es legal. El capitán ha interrogado a Calhoun y comprobado su licencia y credenciales; todo está en orden. Y tiene amigos muy influyentes.
—No lo dudo —replicó, secamente, Grave Digger—. Todos los mandamases del Sur tienen amigos influyentes en el Norte. Anderson bajó la mirada.
—Los miembros del «Movimiento de Regreso a África» se están manifestando ante su oficina —dijo Coffin Ed—. No quieren tener a esa porquería en Harlem.
—Los Musulmanes Negros no le han molestado —contestó el teniente, a la defensiva.
—¡Qué narices! Lo que pasa es que están dándole cuerda.
—El caso es que no podía haber elegido un momento peor —dijo Coffin Ed—. Inmediatamente después del atraco al «Movimiento de Regreso a África», a Calhoun no se le ocurre otra cosa que inaugurar esa martingala del regreso al Sur y de los recolectores de algodón. Me parece que ese tipo anda en busca de problemas.
Anderson hojeó los informes que había sobre su escritorio.
—Anoche, a las diez, el coronel telefoneó para denunciar que le habían robado el coche frente a su oficina en la Séptima Avenida. Dio como dirección el «Hotel Dixie», en la Calle 42. Mandé un coche patrulla, pero la oficina estaba ya cerrada. Luego, a medianoche, hicimos una comprobación rutinaria en el hotel. El conserje dijo que Calhoun había llegado a las diez y media y que, desde entonces, no había salido de su suite. Su sobrino estaba con él.
—¿Qué coche era el suyo? —preguntó Grave Digger.
—Una limousine negra. Carrocería especial. Chasis «Ferrari». Matrícula de Birmingham, Alabama. Y no os metáis con Calhoun. Ya tenemos bastantes problemas.
—Estaba pensando que el algodón crece en el Sur —comentó, pensativo, Grave Digger.
—Y el tabaco en Cuba —replicó Anderson—. Idos a casa a dormir. Lo que pueda ocurrir ya ha ocurrido.
—Ya nos vamos, jefe —dijo Grave Digger—. De todas maneras, esta noche ya no podemos hacer nada más. Pero no nos venga con historias. Este asunto no ha hecho más que comenzar.