14

Era la una de la madrugada. Los de Homicidios, cumplida su misión, se habían ido. El forense declaró que los cuatro cuerpos habían llegado cadáveres. Ahora los muertos iban camino del depósito. Tanto el coche del coronel como el «Lincoln» habían logrado huir. Se estaba realizando búsqueda. Los diecisiete autos patrulla que rodearon el sector para evitar que escapasen, habían vuelto ya a su servicio regular. Los obreros que limpiaban el «Polo Grounds» se habían reincorporado a su trabajo. La ciudad vivía, respiraba y dormía como de costumbre. Había gente que mentía, robaba, estafaba y asesinaba; gente que rezaba, cantaba, reía, amaba y era amada; y gente que moría y hacía. El pulso de la ciudad seguía igual. Nueva York. La Gran Urbe.

Pero los padres y las madres de aquellas ochenta y siete familias que habían invertido sus ahorros en el sueño de volver a África permanecían despiertos, preocupados, preguntándose si alguna vez recuperarían su dinero.

Deke estaba en el «Nido de pichones», en la comisaría de Distrito, ocupando el taburete de madera atornillado al suelo, frente a la batería de focos. Bajo la intensa luz, O’Hara parecía frágil y transparente; su oscuro y terso rostro tenía más el tono púrpura anaranjado de una prostituta con demasiado maquillaje que el normal color gris de un aterrado negro.

—Quiero ver a mi abogado —estaba diciendo, por centésima vez.

—A estas horas de la noche tu abogado estará durmiendo —replicó Coffin Ed, con abierta sonrisa.

—Si le despertamos, se pondrá furioso —añadió Grave Digger.

El teniente Anderson les había permitido que fueran los primeros en interrogar a Deke. Los dos detectives estaban de excelente humor. Tenían a O’Hara donde deseaban tenerle. A Deke, por el contrario, la cosa no le hacía ninguna gracia.

—No os paséis de rosca —advirtió—. Todo lo que tenéis contra mí es una, sospecha de homicidio; y tengo perfecto derecho a ver a mi abogado.

Coffin Ed le abofeteó con la palma de la mano ahuecada. No fue más qué un ligero tortazo, pero sonó como un cañonazo y echó hacia atrás la cabeza de O’Hara.

—¿Quién habla de homicidio? —preguntó Grave Digger, como si no se hubiera enterado de nada.

—¡Cuernos! Lo único que deseamos saber es quién tiene el dinero —aseguró Coffin Ed. Deke se enderezó y aspiró profundamente.

—Así podremos ir, cogerlo y devolvérselo a esas pobres gentes a las que tú estafaste —concluyó Grave Digger.

—¡Qué estafa ni qué narices! —exclamó Deke—. Todo era totalmente legal.

Grave Digger le abofeteó tan fuertemente que el cuerpo del hombre se echó hacia un lado. Coffin Ed le enderezó con otra bofetada. Le golpearon una y otra vez, hasta que O’Hara casi perdió el conocimiento; pero no dejaron en su rostro la más mínima contusión.

Le dejaron que recuperase el aliento y pusiera su mente en orden. Luego, Grave Digger dijo:

—Empecemos otra vez.

Bajo la intensa luz, los ojos de Deke habían cobrado un vivo color naranja. Cerró los párpados. De una de las comisuras de la boca le brotaba un hilillo de sangre. Se humedeció los labios y, con el dorso de la mano, se secó la sangre.

—Me estáis haciendo daño —dijo. Su voz sonaba como si la lengua le hubiese aumentado de tamaño—. Pero no vais a matarme. Y eso es lo que importa.

Coffin Ed se echó para atrás, dispuesto a golpearle de nuevo, pero Grave Digger le retuvo por el brazo.

—Calma, Ed —dijo.

—¿Calma con este puerco hijo de puta? —bramó Coffin Ed—. ¿Calma con este incestuoso mal nacido que sería capaz de violar a su hermana?

—Somos policías, no jueces —le recordó Grave Digger.

Coffin Ed se contuvo y dijo:

—La ley fue hecha para proteger a los inocentes.

Grave Digger rio entre dientes y, dirigiéndose a Deke, comentó:

—Ya le has oído.

Deke pareció a punto de replicar a eso, pero, tras pensárselo mejor, dijo:

—Perdéis el tiempo conmigo. Mi «Movimiento de Regreso a África» es totalmente honrado, y respecto al tiroteo de esta noche, lo único que sé es lo que vi al pasar. Me di cuenta de que el tipo se moría y traté de ayudarle.

Coffin Ed se volvió y fue a esconderse entre las sombras. Grave Digger golpeó tan fuertemente la pared con la palma de la mano que el impacto sonó como un tiro. Era todo lo que podía hacer para aguantarse las ganas de partirle la mandíbula a Deke. Su cuello se ensanchó y, en las sienes, las venas se le marcaron como gruesas cuerdas.

—Deke, no agotes nuestra paciencia —dijo, con voz repentinamente opaca—. Estamos dispuestos a sacarte de aquí, molerte a golpes hasta que mueras… y luego aceptar la responsabilidad de tu defunción.

Aunque Deke no dijo nada, por la expresión de su rostro se notó que les creía.

—Conocemos la organización del «Movimiento de Regreso a África». Tenemos los informes del FBI sobre Four-Four y Freddy. Contamos con los datos Bertillon de Barry y Elmer, que nos han facilitado los del condado de Cook. Sabemos que no tienes el dinero, porque, de haberlo conseguido ya, no andarías por aquí. Pero tú tienes la clave.

—¿Qué clave? —preguntó Deke.

—La que conduce al dinero.

Deke sacudió la cabeza.

—No sé nada —dijo.

—Escucha, cerdo —intervino Grave Digger—. En cualquier caso, vas a ir a prisión. Tenemos las pruebas.

—¿De dónde las habéis sacado? —preguntó O’Hara.

—Iris nos las dio —replicó Grave Digger.

—Si dice que el «Movimiento de Regreso a África» es una estafa, Iris no es más que una puta embustera, y estoy dispuesto a decírselo en la cara.

—Muy bien —replicó Grave Digger.

Tres minutos más tarde ya tenían a Iris en el cuarto. Anderson y dos detectives blancos la habían acompañado.

La mujer se puso frente a Deke y le miró fijamente a los ojos.

—Él mató a Mabel Hill —dijo.

O’Hara, con el rostro descompuesto por la ira, trató de abofetear a Iris, pero los dos detectives blancos se lo impidieron.

—Mabel averiguó que el «Movimiento de Regreso a África» era una estafa e iba a ir a la Policía. Su marido había muerto, ella había perdido su dinero y, por todo eso, se tiró contra Deke. —Por su tono, parecía como si a Iris la satisficiera mucho todo aquello.

—¡Puta mentirosa! —gritó Deke.

—Cuando traté de defenderle, Mabel me atacó a mí —continuó Iris—. Luché con ella para evitar que me hiciera daño. Entonces Deke me agarró por detrás, me puso el arma en la mano y disparó contra Mabel. Cuando traté de evitar que cogiese de nuevo el revólver, él me dejó sin sentido y me quitó el arma.

Deke estaba descompuesto. Se daba cuenta de que era una buena historia. Sabía que si Iris, vestida de negro, con los ojos bajos y hablando entre sollozos, la contaba en el tribunal, todos la creerían. Sobre todo, teniendo en cuenta su propio historial. Iris no tenía antecedentes criminales. Deke ya se veía sentado en la silla eléctrica de Sing Sing.

Miró a la mujer, resignado.

—¿Cuándo van a pagarte? —preguntó.

Ella hizo caso omiso de la pregunta.

—Los documentos falsos que prueban que el «Movimiento de Regreso a África» es una estafa se encuentran escondidos en nuestro apartamento, en las tapas de un libro titulado Sexo y raza. —Se volvió hacia Deke, sonriendo dulcemente—. Adiós, mierdoso —dijo, al tiempo que se volvía hacia la puerta.

Los detectives blancos se miraron entre sí y luego a Deke. Anderson se sentía incómodo.

—¿Qué te parece eso? —preguntó Coffin Ed a Deke, con áspera voz.

Grave Digger fue con Iris hasta la puerta. Al dejarla en manos del carcelero, le guiñó un ojo. Ella pareció momentáneamente sorprendida, luego le devolvió el guiño y el carcelero se la llevó.

Deke estaba hecho polvo. No furioso, ni siquiera asustado. Tenía todo el aspecto de un hombre acabado, del condenado que ya sólo espera la silla eléctrica. Lo único que le faltaba era el cura.

Sin mirarle de nuevo, Anderson y los dos detectives blancos salieron del cuarto. Al quedar otra vez solos, Grave Digger propuso:

—Danos la clave y nos olvidaremos de ese asesinato.

Deke le miró como si se encontrase a enorme distancia. Ya todo parecía darle igual. Los dos detectives entregaron a Deke al carcelero para que lo devolviese a su celda.

—Tengo la sensación de que nos pasamos algo por alto —comentó Grave Digger.

—De eso no hay duda —convino Coffin Ed—. Pero… ¿el qué?

Se encontraban en el despacho de Anderson, hablando de Iris. Como de costumbre, Grave Digger se sentaba en el borde del escritorio y Coffin Ed estaba apoyado contra la pared, en la zona de sombra.

—La chica no conseguirá sacar adelante su historia —dijo Anderson.

—Quizá no —concedió Grave Digger—. Pero no cabe duda de que ha asustado endiabladamente a Deke.

—¿Y qué sacamos con eso?

Grave Digger se encogió hoscamente de hombros.

—Nada —admitió Coffin Ed, a disgusto—. Iris le apretó demasiado los tornillos. Por un momento, creí que iba a acusarle hasta de haber abusado de ella.

Anderson enrojeció levemente.

—Entonces, ¿a qué conclusión habéis llegado?

—A ninguna —admitió Grave Digger.

El teniente emitió un suspiro.

—Detesto ver que las gentes se atacan entre sí como si fueran animales salvajes.

—¿Pues qué diablos espera? —preguntó Grave Digger—. Mientras haya jungla, habrá animales salvajes.

—¿Os acordáis del taxista de color que, inmediatamente después de que los camiones se estrellaran, recogió a tres blancos y a una mujer de color frente a «Small’s»? —dijo Anderson, cambiando de conversación.

—Los llevó a Brooklyn. Tal vez deberíamos hablar con él.

—Ya no es necesario. Los de Homicidios, obedeciendo a una corazonada, le llevaron al depósito de cadáveres. E identificó a los tres hombres muertos como a sus pasajeros de aquella noche.

Grave Digger se removió y Coffin Ed se inclinó hacia delante. Durante unos segundos no dijeron nada, absortos en sus pensamientos. Luego, Grave Digger comentó:

—Eso debe de querer decir algo; pero no lo capto.

—A mí me dice que ellos tampoco tienen el dinero —dijo Coffin Ed.

—¿Quiénes son ellos?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? No vi a los que escaparon —replicó Ed.

Anderson hojeó los informes que tenía sobre la mesa.

—Encontraron abandonado el «Lincoln» por Broadway, en el puente del elevado de la Calle 125. Los rifles seguían en el interior, y en el coche se notaban las marcas de tus disparos.

—¿Y qué?

—No se ha dado con los pistoleros, pero los de Homicidios andan buscándoles. De todas maneras, sabemos quiénes son y no llegarán muy lejos.

—No se preocupe de esos pájaros, porque nunca vuelan —dijo Coffin Ed.

—No son de los que tienen alas —añadió Grave Digger—. Son pájaros de cárcel y van derechitos a casa.

—Y nosotros nos vamos derechitos a cenar —dijo Coffin Ed—. Mi estómago está enviando llamadas de emergencia.

Exacto —convino Grave Digger—. Como dijo Napoleón: «Las mujeres piensan con el corazón y los hombres con el estómago.» Y nosotros tenemos mucho en qué pensar. Anderson rio.

—¿Qué Napoleón fue ese?

—Napoleón Jones —replicó Grave Digger.

—De acuerdo, Napoleón Jones, pero no os olvidéis del crimen —dijo Anderson.

—Del crimen cobramos —concluyó Coffin Ed.

Fueron a «Mammy Louise’s». La mujer había convertido su antigua tocinería con un pequeño restaurante en la trastienda en un elegante local que permanecía abierto toda la noche. Mr. Louise había muerto y su puesto fue ocupado por un joven negro de brillante pelo alisado y vestido con ropas a la última moda. El bulldog inglés que en tiempos sirvió para retener en casa a Mr. Louise continuaba allí, pero su utilidad había desaparecido y el animal era el único que echaba de menos la menuda y regordeta figura de Mr. Louise, al cual le encantaba asustar. El joven que le había remplazado no parecía de los que pueden ser retenidos en casa, con o sin bulldog.

Se sentaron a una mesa del fondo orientada hacia la puerta. La parrilla de la barbacoa quedaba a su derecha, presidida por un chef vestido de blanco. A su izquierda estaba la gramola automática, en la que sonaba una pieza de Ray Charles.

El esbelto joven de «Mammy Louise’s» se acercó personalmente a atenderles, representando con afectada arrogancia el papel de patrón.

—Buenas noches, caballeros. ¿Qué tomarán ustedes? Grave Digger levantó la mirada.

—¿Qué tenéis?

—Costillas a la brasa, pierna de cerdo en barbacoa, pollo asado, despojos y morros de puerco y coles verdes con orejas y cola de cerdo.

—Si los gorrinos sólo tuvieran filetes, se os acababa el negocio —le interrumpió Coffin Ed.

Los dientes del joven brillaron en una amplia sonrisa.

—También tenemos jamón con potaje de maíz tierno y habas, y cabeza de cerdo con garbanzos…

—¿Y qué hacéis con las cerdas del puerco? —preguntó Grave Digger.

El joven comenzaba a irritarse.

—Lo que deseen, caballeros —dijo con forzada sonrisa.

—No fanfarronees —murmuró Coffin Ed.

La sonrisa se esfumó.

—Tráenos un par de raciones dobles de costillas —ordenó Grave Digger rápidamente—. En platos aparte nos traes garbanzos, arroz, quingombó, coles verdes con tomate fresco y cebolla y, para rematarlo, una buena tarta de manzana y helado de vainilla.

El joven sonrió de nuevo.

—Una cena ligerita.

—Sí, tenemos que pensar bastante —respondió Coffin Ed.

Los dos observaron cómo el joven se alejaba.

—Mr. Louise debe de estar agitándose en su tumba —dijo Coffin Ed.

—¡Qué narices! Es más probable que ande persiguiendo a algún ángel con buenas curvas, ahora que se ha librado del bulldog.

—Eso, si Mr. Louise fue en esa dirección.

—Para él, todas las que tenían buenas curvas eran ángeles —concluyó Grave Digger.

Los clientes del local eran, en su mayoría, jóvenes que, cuando iban a cambiar los discos de la gramola, observaban a los dos detectives por el rabillo del ojo. Grave Digger y Coffin Ed miraban a aquellos muchachos, pensando en lo poco que sabían aún de todo.

De pronto, los dos se pusieron a escuchar atentamente la pieza que estaba sonando.

—Pres —reconoció Grave Digger, utilizando una mano como pantalla de la oreja—. Y Sweets.

—Y también Roy Elridge —añadió Coffin Ed—. ¿Quién toca el contrabajo?

—Ni a ese ni al de la guitarra les reconozco —confesó Grave Digger—. Supongo que me he quedado anticuado.

—¿Qué disco es ese? —preguntó Coffin Ed al joven que lo había puesto.

La compañera del muchacho les miró con grandes y asombrados ojos, como preguntándose de qué zoo se habrían escapado, pero el chico, dándose importancia, respondió:

—«Riendo por no llorar.» Es extranjero.

—No, no lo es —replicó Coffin Ed.

Nadie le contradijo. Los dos permanecieron en meditativo silencio hasta que un camarero les llevó la comida. La mesa quedó totalmente llena.

El camarero sirvió tres clases de salsas picantes: «Red Devil», «Little Sister’s Big Brother», «West Virginia Coke Oven», vinagre, dorado pan de maíz y una fuente de mantequilla.

Bone apperteet —deseó el hombre.

Merci, m’sieu —contestó Coffin Ed.

—Negro afrancesado —comentó Grave Digger, cuando el camarero se hubo ido.

—¡La hermosa guerra de Secesión! —dijo Coffin Ed—. Logró sacarnos del Sur.

—Sí, ahora los blancos quieren empezar otra guerra para hacernos volver allí.

Ya no hablaron más. La comida reclamaba su atención. Se dedicaron a las suculentas costillas a la brasa con salsa «Coke Oven» y, con ruidosas muestras de complacencia, las royeron hasta los huesos. Eso hizo que el chef engordase de satisfacción.

Cuando hubieron acabado, Mammy Louise salió de la cocina. La mujer tenía la forma de un globo meteorológico con dos pies y con otro globo piloto que le servía de cabeza. Bajo el pañuelo de hierbas que le cubría la cabeza, su redonda cara negra brillaba por el sudor. Sin embargo, llevaba un vestido de lana y, sobre él, un grueso suéter. Sus ascendientes fueron esclavos huidos que se unieron a una tribu de indios del Sur y crearon una nueva raza llamada Geechies. La lengua nativa de Mammy estaba constituida por una serie de chillidos, puntuados por ruidos guturales, pero sabía hablar inglés, aunque con mucho acento. La mujer olía bastante a estofado de cabra.

—¿Cómo estáis, desgraciados polizontes? —saludó jovialmente.

—Muy bien, Mammy Louise. ¿Y tú?

—Con frío —confesó ella.

—¿Es que tu nuevo amor no te calienta? —preguntó Coffin Ed.

Mammy echó una mirada a su joven y ostentoso dandy, que en aquellos momentos dirigía una brillante sonrisa a dos chicas sentadas a una mesa junto a la puerta.

—Las mujeres como yo aceptan sin quejas lo que el buen Dios les envía. Estoy satisfecha.

—Pues si tú estás satisfecha, nadie tiene por qué quejarse —comentó Grave Digger.

Un hombre asomó la cabeza por la puerta y dijo algo al elegante joven de Mammy. Este corrió a la mesa de los detectives y dijo:

—Les están llamando a través de la radio de su coche.

Grave Digger y Coffin Ed se levantaron de un salto y, sin pagar, salieron a escape del restaurante.