Cuando, a las ocho de la noche, Grave Digger y Coffin Ed entraron de servicio, el teniente Anderson les dijo:
—Han encontrado vuestro coche abandonado en la esquina de la Calle 163 con Edgecombe Drive. ¿Os dice eso algo?
Coffin Ed se recostó contra la pared, entre las sombras, para que Anderson no pudiera ver su expresión, pero no logró evitar que el teniente oyera algo que parecía un bufido. Grave Digger se sentó en el borde del escritorio y se frotó la mandíbula. La curva de su espalda disimulaba el bulto del revólver del 38 que llevaba a la altura del corazón, pero hacía que sus hombros parecieran más amplios. Tras meditar las palabras de Anderson, el detective rio entre dientes.
—Al parecer, lo robaron —respondió, al fin—. ¿Tú qué opinas, Ed?
—O eso, o que el coche se puso en marcha solo.
Desconcertado, Anderson miró a los detectives.
—Bueno. ¿Lo robaron o qué?
Grave Digger volvió a reír entre dientes.
—¿Cree que, aunque fuera así, lo admitiríamos?
—¿Opina que fue un trabajo del sindicato del crimen, jefe? —preguntó Coffin Ed.
Anderson enrojeció levemente y sacudió la cabeza. No siempre comprendía el particular sentido del humor de sus dos mejores detectives, lo cual, en ocasiones, le hacía sentirse incómodo. Pero comprendió que los dos hombres no daban la más mínima importancia al hecho de que les hubieran robado el coche. Siempre que tropezaban con una pista importante, la atmósfera a su alrededor se volvía electrizante.
Esto ocurrió al anunciar Anderson:
—Hemos detenido a Iris, la esposa de O’Hara, bajo la acusación de homicidio.
Ambos detectives quedaron en esa inmovilidad que denota una plena atención; pero ninguno de ellos habló. Sabían que iba a seguir una historia. Permanecieron a la expectativa.
—Fue arrestada en el apartamento de John Hill, el que fue asesinado en el golpe contra el «Movimiento de Regreso a África». A Mabel, la esposa de John Hill, le dispararon cinco tiros; cuando llegó la Policía, ya estaba muerta. Ambas mujeres se encontraban desnudas y muy maltrechas, arañadas y magulladas, como si hubiesen sostenido una furiosa pelea. Antes de los disparos, varios vecinos llamaron a la Policía para informar que en el apartamento parecían estar luchando dos mujeres. En el suelo se encontró un arma: un revólver del 32. Había sido disparado recientemente y no hay duda de que es el arma del crimen; pero lo están examinando en balística. Las huellas dactilares de Iris están en la culata y en el gatillo, pero se hallan borradas en parte por unas claras huellas de hombre. Los de Homicidios creen que, después del crimen, el arma fue cogida por un hombre. Tal vez se trata de O’Hara. Van a confrontarlas con su ficha y pronto sabremos la respuesta.
Sin hablar, Grave Digger y Coffin Ed cambiaron miradas.
—Iris asegura que Deke no estaba allí. La mujer se había escapado una hora antes de su propio apartamento. Admite que había ido al piso buscando a O’Hara, pero jura y perjura que no lo encontró. Escapó utilizando una treta, ya os la contarán. Admite que se peleó con la mujer de Hill, pero asegura que el arma se la quitó de las manos a la otra y que se disparó accidentalmente. Dice que era una pelea por asuntos particulares y que no tenía nada que ver con el atraco de anoche, pero no da ninguna razón que justifique la trifulca.
Ambos detectives, como obedeciendo a un mismo impulso, se volvieron y miraron fijamente a Anderson. Este preguntó:
—¿Queréis hablar con ella?
Los dos hombres se miraron.
—Después de los disparos, ¿cuánto tiempo tardaron en llegar los que estaban en el coche patrulla? —preguntó Grave Digger.
—Unos dos minutos y medio.
—¿En qué piso está el apartamento?
—En el séptimo, aunque hay un ascensor rápido y Deke podría haber dispuesto de tiempo para bajar y huir antes de que la Policía llegara —respondió Anderson, leyendo los pensamientos del otro.
—No, si las dos mujeres estaban desnudas —replicó Coffin Ed.
Anderson enrojeció. No había llegado a teniente a base de ser un pazguato, pero siempre se sentía un poco turbado por la franqueza con que sus dos detectives abordaban los hechos de la vida.
—Y en ese vecindario hay que ir vestido correctamente —añadió Grave Digger.
—Y por completo —concluyó Coffin Ed.
—La ventana que da a la escalera de incendios estaba abierta —dijo Anderson—. Pero no se ha encontrado a nadie que le viera salir. —El hombre echó un vistazo a los informes que tenía sobre el escritorio y prosiguió—: Una mujer que vive en el cuarto piso, directamente debajo del otro apartamento, telefoneó para informar que creyó oír abrirse la puerta de su piso y, cuando fue a mirar, encontró la cadena quitada. Sin embargo no echó de menos ningún objeto. Los de Homicidios encontraron abierta la ventana que daba a la escalera de incendios, pero la mujer dijo que ella la había dejado así. Las huellas que tal vez hubiera en el tirador de la puerta fueron borradas por su hijo al entrar y salir luego, y, al limpiar el polvo, la mujer se cargó las que pudiesen haber en el marco de la ventana.
—No cabe duda de que en esos apartamentos viven verdaderos amantes de la limpieza —comentó Grave Digger.
—Sí, hay tanta limpieza que hasta Deke saldrá limpio de esto —añadió Coffin Ed.
—¿Quién sabe? —dijo Grave Digger—. Vamos a hablar con la chica.
Trasladaron a Iris desde la celda en la que debía esperar a presentarse ante el juez el lunes por la mañana a la sala de interrogatorios que se encontraba en el sótano, y que era conocida en el bajo mundo de Harlem con el nombre de «El nido de pichones[10]». Se aseguraba que en ella se formaban más confidentes que en ningún otro lugar de Harlem.
Era una habitación a prueba de ruidos, sin ventanas, con un taburete atornillado al suelo rodeado por una serie de focos de luz, lo suficientemente intensa como para que el más negro de los hombres se transparentase.
Pero cuando el carcelero llevó a Iris al cuarto, sólo la luz del techo estaba encendida. La mujer vio a Grave Digger en pie junto a la banqueta, esperándola. La puerta fue cerrada con cerrojo y la mujer experimentó la repentina sensación de haber quedado fuera del mundo. Luego, entre las sombras, observó la silueta de Coffin Ed, que estaba recostado contra la pared. El rostro del hombre, corroído por el ácido, parecía una máscara de las que en carnaval asustan a los niños. Iris se estremeció.
—Siéntate, preciosa, y dinos cómo estás —dijo Digger. Iris se irguió desafiadoramente.
—No pienso hablar en este agujero. Tenéis instalados micrófonos.
—¿Para qué? Ed y yo recordaremos cuanto digas.
Coffin Ed se adelantó. Parecía el asesino muerto que, en la obra Winterset, sale del East River.
—De todas maneras, siéntate —ordenó.
Iris lo hizo. Coffin Ed avanzó hacia ella mientras Grave Digger encendía los focos. La chica parpadeó. Ed había pensado abofetearla, pero, al verla, cambió de idea.
—Bien, bien, bien —dijo—. ¡Qué hermosura!
La suave, cremosa y perfumada piel del día anterior tenía ahora todos los colores del arco iris, desde el negro al naranja brillante; el cuello estaba magullado, un pecho tenía doble tamaño que el otro; el rostro aparecía recorrido por profundos arañazos rojos que seguían por el cuello y los hombros para ir a desaparecer bajo el vestido; y su cabello parecía haber sido remojado en una cloaca.
—Podría haber sido peor —comentó Grave Digger.
—¿Cómo? —preguntó ella, entornando los ojos ante las brillantes luces.
Las magulladuras y los arañazos parecían pintados en su transparente piel.
—Podrías estar muerta.
Iris se encogió levemente de hombros.
—¿Crees que sería peor que esto?
—¡Qué diablos! A fin de cuentas, sigues viva —dijo Coffin Ed—. Y, si nos ayudas, puedes conseguir una recompensa de ocho mil setecientos dólares.
—¿Y qué pasa con esa pequeña acusación de asesinato que vais a formular contra mí? —rebatió ella.
—Eso es asunto tuyo —replicó Grave Digger.
—Y no tiene nada de pequeña —añadió Coffin Ed.
—No, es un buen lío —dijo Iris.
—¿Dónde está Deke? —preguntó Grave Digger.
—Si supiera el paradero de ese cerdo, no os quepa duda de que os lo diría.
—Pero fuiste allí a verle.
La mujer permaneció pensativa unos minutos. Al fin, pareció haber tomado una decisión.
—Deke estaba en el apartamento —admitió—. En paños menores. ¿Por qué otra cosa iba a enfurecerme tanto como para matar a aquella sucia golfa? Pero no recuerdo haberle visto escapar. Deke me golpeó hasta dejarme sin sentido. —Tras una breve pausa, añadió—: Lo que no comprendo es por qué no me mató.
—¿Cómo lograste escapar del detective que te vigilaba? —inquirió Grave Digger.
Súbitamente, Iris se echó a reír. Sus magulladuras formaron una trama distinta, como esos dibujos de apariencia innocua que, al ser mirados desde determinado ángulo, revelan imágenes pornográficas.
—Fue algo fantástico —dijo—. Sólo podía ocurrirle a un blanco.
Grave Digger adoptó una expresión sardónica.
—Si eso no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa, dejémoslo a un lado.
—Fue una cosa sólo entre él y yo.
—Lo que queremos saber, preciosa, son los propósitos que tenía Deke respecto a su «Movimiento de Regreso a África».
—¿Dónde has estado toda tu vida que no sabes eso?
—Lo sabemos, pero deseamos que tú nos lo confirmes.
Iris volvió a mostrar una cierta petulancia.
—¿Y qué ganaré con ello?
—Aunque no ganes nada, habla —graznó Coffin Ed.
Iris miró hacia el lugar de donde provenía la voz, pero las luces le impidieron ver al hombre, por lo que sus palabras resultaban más estremecedoras.
—Bueno, pues pensaba quedarse con el dinero y escapar —comenzó la mujer—. Pero no iba a hacerlo hasta haber explotado también otras ciudades. Hizo que le preparasen el camión blindado. Los guardas eran suyos. Sólo los agentes y otra parte del personal obraban de buena fe. Los detectives debían presentarse y confiscar el dinero hasta que se realizara una investigación. Como todos los primos creían que Deke era honrado, no había nada que temer. La idea la sacó del «Movimiento de Marcus Garvey».
—Todo eso lo sabemos —la interrumpió Grave Digger—. Lo que deseamos son nombres y datos personales.
Iris les dio el nombre y la dirección de Barry Waterfield, alias Baby Jack Johnson, alias Big Papa Domore. Dijo que los dos pistoleros que habían guardado el camión blindado eran conocidos por los apodos de Four-Four y Freddy; no conocía sus verdaderos nombres ni dónde podía localizárseles. Estaban al servicio de Deke; probablemente, O’Hara los conoció en la prisión, y los mantenía apartados de los demás. El muerto, el que representó el papel del otro detective, se llamaba Elmer Sanders. Todos procedían de Chicago.
Eso era cuanto deseaban saber. Coffin Ed se quedó más tranquilo.
Pero Grave Digger siguió preguntando:
—¿No sería posible que lo del asalto fuese una estratagema de Deke para traicionar a sus propios hermanos?
Iris consideró esta posibilidad unos momentos y luego dijo:
—No, no lo creo. Estoy pensando en la forma como Deke se ha portado después.
—¿Tienes idea de quiénes fueron los asaltantes?
—Sólo puedo pensar en los del sindicato. Pero supongo que eso es porque no conozco a nadie más que tuviera motivos para hacerlo.
—No fue el sindicato —declaró Grave Digger, en tono tajante.
—Entonces no se me ocurre nada. Deke nunca pareció asustado por nadie más… Claro que él no me lo contaba todo.
Grave Digger sonrió acremente ante el implícito significado de aquellas palabras.
—¿Qué tienes contra Deke? —preguntó Coffin Ed.
Iris miró hacia el lugar en que sonaba la voz, detrás de las luces, y se estremeció. ¿Por qué le asustaba tanto aquel desgraciado? Al fin replicó, simplemente:
—Las pruebas.
Ambos detectives quedaron inmóviles, como esperando que aquellas palabras fueran seguidas por otras. No fue así.
—Quieres que le atrapemos, ¿verdad? —preguntó Grave Digger.
—Atrapadle.
—Estate preparada.
—Lo estoy.
Al salir, Coffin Ed y Grave Digger pasaron otra vez por la oficina del teniente Anderson para hablar con él y decirle que pusiera a Barry Waterfield bajo vigilancia.
Luego, Grave Digger añadió:
—Vamos a poner a todos nuestros soplones sobre la pista de Deke. Si se enteran de algo, llamarán aquí, y luego usted nos telefonea al coche.
—De acuerdo —contestó Anderson—. De todas maneras, tendré un par de autos preparados, por si se produce alguna emergencia.
—No habrá emergencias —aseguró Coffin Ed.
Después, comenzaron a ponerse en contacto con todos los soplones que pudieron localizar. Lograron información sobre muchos crímenes sin resolver y sobre delincuentes que eran buscados, pero nada acerca de Deke. Todos los datos fueron archivados para su posterior utilización, pero, para todos sus soplones, los dos detectives tenían sólo una consigna:
—Encontrad a Deke O’Hara. Anda por la ciudad. Llamad al teniente Anderson, en la comisaría del distrito, dejad el mensaje y colgad. Y daos prisa en desaparecer.
Fue un proceso lento y tedioso, pero no podían hacer otra cosa. Harlem está habitado por quinientas mil personas de color, y en él existen tantos agujeros donde ocultarse que hasta una paloma mensajera se desorientaría.
De acuerdo con las instrucciones recibidas, Barry telefoneó a Deke a las diez en punto de la noche desde el bar «Bowman’s», en la esquina de la Calle 155 con St. Nicholas Place. El teléfono sonó una, dos, tres veces. De pronto, una lucecita de peligro se encendió en el cerebro de Barry; su sexto sentido le dijo que la Policía estaba en el piso y que intentaban localizar la llamada. Como si el auricular se hubiese convertido en una víbora, lo dejó sobre la horquilla y se dirigió a toda prisa hacia la salida. La camarera, al verle irse tan apresuradamente, alzó las cejas, preguntándose qué le habría ocurrido al hombre. Barry tiró medio dólar sobre el mostrador, para pagar los treinta y cinco centavos de su cerveza, y salió precipitadamente del hotel, en busca de un taxi.
Paró uno que iba en dirección al centro y le dijo al chófer:
—Lléveme a la esquina de la Calle 145 con Broadway.
Cuando torcieron hacia el Oeste por la 145, Barry oyó el lejano aullido de una sirena que se dirigía hacia «Bowman’s». El labio superior del hombre se cubrió de una película de sudor.
Broadway es una calle fronteriza. El Harlem negro se ha aposentado sólidamente en su lado Este, pero en el Oeste existe aún una mezcla de puertorriqueños y blancos que aún no han abandonado el vecindario. Barry se apeó en la esquina nordeste, cruzó la calle, subió rápidamente hacia la Calle 149 y comenzó a bajar hacia el río Hudson. A mitad de la travesía se metió en un pequeño y cuidado edificio de apartamentos y ascendió tres tramos de escaleras.
La mujer cochinamente-casi-blanca que había estado desnuda en su cama cuando Iris llegó, le abrió la puerta. Aun antes de haberla cerrado, comenzó a explicar:
—Inmediatamente después de dejarnos, Iris mató a Mabel Hill. ¿Qué te parece? La han metido en la cárcel. La radio lo acaba de decir.
A causa de la excitación su voz sonaba estridentemente.
—¿Y Deke? —preguntó Barry, tenso.
—Se ha escapado. Andan buscándole. Te voy a preparar una bebida.
Barry recorrió con la mirada las tres habitaciones del apartamento, fijándose en todos los detalles. Era un bonito piso, pero él no lo advirtió. Pensaba que tal vez Deke hubiera intentado hablarle mientras él estaba fuera.
—Llévame a casa —pidió a la mujer.
Ella comenzó a protestar, pero un vistazo al rostro de Barry calmó su indignación.
Cinco minutos más tarde, el joven detective de color Paul Robinson, destinado, con su compañero Ernie Fisher, a vigilar a Barry, le vio salir de un cerrado descapotable frente al edificio donde vivía y subir rápidamente las escaleras. Paul se encontraba en el interior de un sedán «Ford» negro provisto de matrícula normal de Manhattan. El vehículo estaba aparcado al otro lado de la calle, en dirección descendente. El detective llamó al teniente Anderson por el radioteléfono y anunció:
—Acaba de entrar.
—No lo perdáis de vista —dijo Anderson.
Cuando Barry llegó al cuarto piso, en el descansillo, esperando para bajar en el ascensor había un hombre. Era Ernie Fisher. Llevaba allí dos horas, adoptando una actitud de espera cada vez que el ascensor se detenía en el piso. Pero esta vez bajó. Al llegar a la calle se metió en un sedán «Chevrolet» de dos colores que había aparcado frente al portal, apuntando hacia el centro de la ciudad.
Paul bajó del sedán «Ford», cruzó la calle y entró en el edificio sin dirigir una sola mirada a su compañero. Luego, fue a colocarse en el descansillo del cuarto piso, esperando también para descender.
El patrón, que tenía aspecto de diácono, anunció a Barry que había tenido varias llamadas urgentes de un tal Mr. Bloomfield, el cual dejó el recado de que, si Mr. Waterfield no deseaba el coche, él había encontrado otro comprador. Barry fue inmediatamente al teléfono y llamó a Mr. Bloomfield.
—Bloomfield —respondió una voz que no tenía ninguna afinidad con ese nombre[11].
—Mr. Bloomfield, me quedo con el coche —dijo Barry—. Estoy dispuesto a cerrar el trato ahora mismo. He estado reuniendo el dinero.
—Venga a mi oficina en seguida —dijo Mr. Bloomfield, colgando a continuación.
—Inmediatamente, Mr. Bloomfield —continuó Barry, para que le oyese su patrón.
Al salir, Barry entro en su cuarto a coger una «Colt» automática del 45 metida en una funda sobaquera, y se puso una holgada chaqueta de seda para disimular el bulto del arma.
En el descansillo, Barry se encontró con un joven que apretaba impacientemente el botón del ascensor. No había nada en el hombre que suscitara sus sospechas. Se puso tras él y ambos bajaron juntos. Al llegar al vestíbulo, el joven se adelantó rápidamente y, sin mirar atrás, descendió las escaleras y cruzó la calle. Barry no volvió a pensar en él.
Un «Chevrolet» aparcado junto al bordillo estaba poniéndose en marcha. Barry paró un taxi que fue a colocarse en el lugar que el otro coche había dejado libre. El taxi se dirigió hacia el centro, pasando por el «City College», el convento que da nombre a la calle, y bajó hacia la 125. El «Chevrolet» seguía yendo por delante y el «Ford» había dado media vuelta e iba tras el taxi a una travesía de distancia.
Convent acaba en la Calle 125. Confiándose al azar, Ernie hizo torcer a la izquierda el «Chevrolet» hacia la Octava Avenida. El taxi lo hizo hacia la derecha. El «Ford» le siguió.
Por la ventanilla trasera, Barry había visto al «Ford». Hizo que el conductor detuviera el taxi bruscamente delante de un bar. El «Ford», cuyo conductor miraba hacia el otro lado, siguió adelante y torció a la izquierda en el lugar donde la calle se bifurca.
Barry dijo al taxista que diera media vuelta y se dirigiera de nuevo hacia el lado Este. El hombre no vio nada extraño en el «Chevrolet» que, cerca de la Octava Avenida, se apartó del bordillo; el «Chevrolet» —el «Cadillac» del pobre— era exactamente igual a los otros cientos de —coches de la misma marca que hay en Harlem. Cuando el taxi se detuvo frente al «Hotel Theresa», en la Séptima Avenida, el «Chevrolet» siguió descendiendo por la Calle 125.
Barry despidió el taxi y entró en el vestíbulo del hotel. Luego, de pronto, dio media vuelta, salió de nuevo a la calle y dijo al portero que le parase otro coche. El hombre ni siquiera advirtió el sedán «Ford» negro aparcado frente a la entrada del bar «Sugar Ray’s». Esa calle está siempre llena de coches estacionados. El taxi fue directamente hasta la Calle 116 y allí torció a la derecha. El «Ford» siguió recto. En la 116 había gran cantidad de coches que llegaban procedentes de Lenox y, entre ellos, se veían varios sedanes «Chevrolet».
Al llegar a la Octava Avenida, el taxi se detuvo ante un semáforo en rojo, y entre la caravana de autos que se dirigían hacia el Norte, había varios sedanes negros «Ford». Harlem estaba lleno de sedanes «Ford» —el «Lincoln» del pobre— y Barry no concedió a ello ninguna importancia. Cuando el semáforo cambió al verde, dijo al taxista que torciera a la derecha y se detuviese en mitad de la travesía. El sedán «Ford» negro no se veía por ningún lado. El «Chevrolet» siguió adelante, cruzando la Octava Avenida.
Paul aparcó el «Ford» en doble fila en la esquina con la Calle 117 y, andando, volvió rápidamente a la Octava Avenida. Vio a Barry entrar en unos billares, en el extremo de la calle. Sin perder de vista el local, cruzó la Octava Avenida y fue a situarse en la acera opuesta a la del establecimiento. Centenares de borrachos de noche de sábado y de toxicómanos entraban y salían de los bares, alborotando con sus voces. En el policía no se notaba nada que le diferenciase del resto, a no ser que iba mejor vestido, y las prostitutas comenzaron pronto a arremolinarse en torno a él.
Al cabo de poco menos de un minuto, un sedán «Chevrolet» procedente de la Calle 119 torció hacia el Sur por la Octava y fue a aparcar en doble fila cerca de la Calle 116, detrás de un par de coches similarmente estacionados.
Paul cruzó la calle e hizo intención de entrar en los billares. Luego pareció pensarlo mejor y se encaminó erráticamente hacia la Calle 117, atrayendo la atención de todas las prostitutas que se cruzaban con él.
El sedán «Chevrolet» se puso en marcha, torció por la Calle 116 y aparcó en doble fila a cierta distancia. Ernie llamó al teniente Anderson e informó:
—Ha entrado en unos billares de la Octava Avenida.
—No le pierdas de vista —replicó Anderson y, tras anotar la dirección, llamó a Grave Digger y a Coffin Ed por el radioteléfono.