11

Deke no había salido del apartamento de Mabel, pero había pasado por varios momentos de apuro. A las diez de la mañana se presentaron dos detectives de Homicidios para interrogar de nuevo a la mujer. Él se escondió en el armario, sintiéndose sin un arma indefenso y como desnudo, atendiendo con el corazón en la boca a cada palabra que se pronunciaba, con el miedo de haber dejado en la habitación algo que le denunciase, sudando sangre ante la idea de que pudiera ocurrírseles registrar la casa, y sudando literalmente por el agobiante calor que hacía en el armario. El polvo que había en el interior de este se le metió en la nariz y tuvo que morderse los labios para evitar un inoportuno estornudo.

Más tarde se presentó Mr. Clay, el de las pompas fúnebres, y le pescó en el dormitorio, por lo que tuvo que esconderse bajo la cama. Mr. Clay y Mabel se pasaron tanto rato hablando de dinero, que Deke comenzó a preguntarse si pensaban enterrar a John Hill, o iban a guardar su cuerpo para luego pedir rescate por él.

Luego Mabel volvió a convertirse en la desconsolada viuda y comenzó a lamentarse de su sino derramando lágrimas a raudales y derrochando una histeria digna de una reunión de afirmación religiosa. Lo único que parecía mitigar su dolor eran los consuelos que Deke le prodigaba en la cama. El hombre la había consolado tantas veces, que acabó sacando la conclusión de que si John Hill no hubiera sido asesinado, Mabel se lo hubiese cargado a fuerza de sesiones de amor. ¿Ose portaba la mujer de aquella forma precisamente porque su puerco marido estaba muerto? ¿Se trataba de alguna extraña aberración que había surgido en el interior de Mabel? ¿Complejo de golfa o algo por el estilo? Pero si tuvo que esperar a que su cochino esposo se muriera para sacar los pies del tiesto, ¿no sería mejor que él mismo se anduviera con cuidado? ¿O sucedía que Mabel pensaba que pecando con él, un clérigo, Dios la perdonaría, y que cuanto más pecase, mayor sería el perdón de Dios? ¿U ocurría simplemente que aquella golfa era insaciable? En cualquier caso, Deke estaba más que harto de tanto apasionamiento y maldecía mentalmente a John Hill por haberse dejado matar.

Pero, al fin, cuando Deke estaba ya a punto de gritar que se rendía, Mabel se calmó lo suficiente para acudir a la cita que había concertado con el empresario de pompas fúnebres, para acudir al depósito de cadáveres y recoger el cuerpo de John.

Eso le dio a O’Hara la oportunidad de ponerse en contacto con Barry y con sus otros dos pistoleros y de arreglar el plan respecto al coronel para aquella noche. Así que cuando Mabel regresó y volvió a ponerse histérica, Deke estaba ya listo para calmarla.

Después, se limitó a ir de un lado a otro en calzoncillos, bebiendo whisky mientras la mujer permanecía en la cocina, haciendo sabía Dios qué —probablemente, tomarse un afrodisíaco—. Entonces sonó el teléfono.

Era Barry, para decirle que Iris se había escapado y andaba buscándole. Deke no quería ver a Iris ni deseaba que ella le encontrase, por miedo a que pudieran seguirla. Por eso respondió a Barry como lo hizo. Si la Policía atrapaba a Iris, era mejor que ella no supiese dónde estaba él; de esa forma sería imposible que lo contase a nadie. Además, la mujer era condenadamente celosa, y con una sola histérica tenía más que suficiente.

Para su fastidio, advirtió que Mabel había escuchado su conversación telefónica. Tras prepararse una limonada con hielo, la mujer fue a sentarse junto a él, en el sofá.

—Me alegro de que no vaya a venir —dijo.

—Los celos son uno de los siete pecados capitales —advirtió Deke.

Por un momento, el hombre creyó que Mabel iba a ponerse otra vez en plan histérico, pero se limitó a mirarle posesivamente y a decir:

—Oh, reverendo O’Malley, rece conmigo.

—Luego —replicó él secamente, y se levantó para llenar de nuevo su vaso.

Cuando estaba en la cocina, sacando cubitos de hielo de la bandeja, sonó el timbre de la puerta. Los cubitos de hielo saltaron por el aire, como pájaros asustados. Deke no tuvo tiempo de recogerlos. Volvió a poner la bandeja en su sitio, cerró la puerta del frigorífico y vertió en la pila el contenido de su vaso. Luego corrió a esconderse en el armario que había frente al cuarto de baño, en cuyo interior estaban sus ropas. Al cruzar la salita hizo una seña a Mabel. El hombre había encontrado un viejo revólver del 32 que perteneció a John Hill, lo cogió del estante donde lo había escondido y lo empuñó con temblorosa mano.

Mabel, aturdida, no supo si la seña de O’Hara quería decir que abriese la puerta o que no lo hiciera.

Llamaron de nuevo. Fue un timbrazo largo e insistente, como si el visitante supiese que ella estaba en casa. Mabel decidió abrir. La puerta tenía cadena y, al fin y al cabo, aunque la Policía atrapase al reverendo O’Malley allí, el hombre, en realidad, no había hecho nada malo. Sólo trataba de recuperar el dinero de todos ellos.

Mabel descorrió el cerrojo y alguien trató de abrir la puerta de un empujón, pero la cadena se lo impidió. Luego, por el resquicio de la puerta, Mrs. Hill pudo ver el rostro de Iris, desfigurado por la ira.

—Abre esta cochina puerta —exigió la mujer, con su ronca voz.

—Él no está aquí —dijo Mabel, afectadamente, detrás de la entornada puerta—. Me refiero al reverendo O’Malley.

—Me pondré a chillar hasta que venga la Policía, y luego le cuentas eso a ellos —amenazó Iris.

—Si es eso todo lo que el reverendo significa para ti… —empezó Mabel, abriendo la puerta del todo—. Pasa.

Iris irrumpió en la casa como un perro perdiguero en busca de su pieza.

—Deke ha oído lo que has dicho —gritó Mabel, tras ella.

—¡Estas malditas golfas! —rezongó O’Hara, al tiempo que salía del armario, con el revólver en la mano y cubierto por una película de sudor—. ¿Por qué no te portas con un poco de sentido? —dijo, hacia la espalda de Iris, que estaba mirando en el cuarto de baño.

La mujer dio media vuelta y sus ojos se desorbitaron al ver a Deke en calzoncillos. En su cara apareció una expresión de incontrolables celos. En aquel momento no pensaba más que en O’Hara acostado con Mabel.

—¡Cerdo asqueroso! —exclamó, con los labios echados para adelante y lanzando perdigones de saliva—. Chulo repugnante… Me das esquinazo y vienes a acostarte con una puerca golfa.

—¡Cállate ya! —ordenó Deke, amenazador—. Tenía que esconderme.

—¿Esconderte? ¡Sí, entre las piernas de esta guarra!

Desde la puerta de la salita, Mabel intervino:

—El reverendo O’Malley trata sólo de recuperar nuestro dinero; no quiere que la Policía se quede con él.

Iris se volvió hacia ella.

—Supongo que en la cama le llamas también reverendo. Eso, si no tienes la boca demasiado llena para hablar.

—Yo no soy como tú —replicó Mabel, furiosa—. Yo hago las cosas como Dios manda.

Iris se abalanzó sobre ella y trató de arañarle la cara. Su abrigo se abrió, mostrando su desnudo cuerpo. Mabel la agarró por las muñecas y, con acento insultante, dijo:

—¡Y pienso tener un hijo de él!

Iris no podía tener hijos y aquello era lo peor que podían haberle dicho. Se puso frenética. Escupió en el rostro de Mabel, le golpeó las espinillas con los pies y trató de soltarse las muñecas. Pero Mabel era más fuerte. Le escupió también en la cara y le soltó las manos para agarrarla del pelo. Iris la arañó en la garganta y los hombros, rasgándole el negligé; pero Mabel estaba tirándole del pelo por las raíces y el dolor llenó de lágrimas los ojos de Iris, cegándola.

Deke, aún con el revólver, que no había tenido tiempo de guardar, en la mano derecha, agarró a Iris por el cuello del abrigo con la izquierda. Se quedó con la prenda en la mano. Esto dejó a Iris desnuda y sin nada por lo que ser agarrada. Por eso O’Hara trató de que Mabel soltara la presa que había hecho en el pelo de la otra. Pero Mrs. Hill estaba tan furiosa que los esfuerzos del hombre fueron inútiles.

—¡Separaos de una vez, hijas de perra! —graznó Deke, golpeando las manos de Mabel con el revólver.

Con el golpe, los dedos de Mrs. Hill se clavaron con terrible fuerza en el cráneo de Iris. Esta lanzó un grito y trazó ocho líneas rojas con sus uñas en el pecho de O’Hara. Él la golpeó en el estómago con la mano izquierda y luego agarró el negligé de Mabel para apartarla. Se quedó con la prenda en la mano y la mujer quedó también desnuda. Iris la arañó como una tigresa, y la sangre comenzó a brotar del cuerpo de la otra. Mabel no podía utilizar las manos, pero, con los brazos, dobló la cabeza de Iris y mordió en el hombro a su contrincante. Gritando de dolor, con la cabeza baja, Iris vio el revólver que Deke tenía en la mano. Se lo quitó de un tirón y vació el tambor del arma en el cuerpo de Mabel.

Todo fue tan rápido que Deke tardó en comprender lo ocurrido. Oyó el estampido de los disparos; vio la expresión de angustia y sorpresa en el rostro de Mabel cuando esta soltaba los cabellos de la otra y comenzaba a derrumbarse lentamente. Pero todo aquello no le parecía más que una absurda e incomprensible pesadilla.

Al darse cuenta de que todo había ocurrido realmente, fue como si una bomba de relojería le estallase en la cabeza. Su cuerpo se puso en acción, aunque su cerebro estaba dominado por el pánico. Con el puño izquierdo, golpeó a Iris en el pecho, echándola hacia atrás. Luego le lanzó un derechazo al cuello, haciéndola perder el equilibrio. Con el pie desnudo, le dio patadas en el estómago y, cuando ella se dobló hacia delante, la golpeó en la nuca con el canto de la mano, derribándola boca abajo en el suelo.

De pronto, el pánico comenzó a desencadenarse en su cerebro como en una serie de explosiones, cada una de las cuales era mayor que las precedentes. Saltó sobre el caído cuerpo de Iris, se dirigió hacia el armario para coger sus ropas, luego dio media vuelta y tomó el revólver, que estaba en el suelo, en el lugar donde lo había dejado caer Iris. No miró hacia Mabel; sabía que estaba muerta, pero no deseaba pensar en ello. En algún lugar de su cerebro se produjo la idea de que no tenía balas para aquel revólver. Como si de pronto se hubiera puesto al rojo vivo, tiró el arma al suelo.

Girando de nuevo sobre sí mismo, saltó al vestíbulo y se abalanzó sobre el armario. El tirador de la puerta se le escurrió de entre los dedos. Una mitad del cerebro de Deke comenzó a soltar maldiciones, y la otra, a rezar.

El pensamiento dominante era la certeza de que al cabo de pocos minutos iba a presentarse la Policía. Antes de los disparos había habido gritos suficientes para despertar a un muerto, y estaba seguro de que, en aquella casa de honrados y decentes negros, siempre habría habido alguien que llamase a la Policía. Su única salvación estaba en la huida. Largarse antes de que llegara la Ley. Se trataba de su propia vida. Y los puercos segundos iban pasando. Sin embargo, yendo medio desnudo, nunca lograría huir. Algún mal nacido de aquel paradisíaco edificio de negros le detendría, y él no contaba con ningún arma.

Trató de vestirse con rapidez. «¡Venga, venga, venga!», acuciaba a su cerebro. Pero todos sus malditos dedos se habían convertido en pulgares. Le pareció que tardaba setecientos asquerosos años en abotonarse la camisa; y para atarse los zapatos tardó unos cuantos siglos más.

Corrió frente al espejo para anudarse la corbata y ver si tenía algún arañazo delator. Su oscuro rostro presentaba un color polvoriento, los desorbitados ojos parecían negras bolas de billar, pero no se veía ninguna herida. Trató de decidirse entre bajar en el ascensor cinco pisos y descender a pie los otros dos, o, empleando la escalera de incendios, intentar la huida por la azotea. No sabía la disposición de aquel grupo de edificios, ni si todos los tejados estaban a la misma altura y podía pasarse de uno a otro. En el fondo de su cerebro no dejaba de decirse que se olvidaba algo. En seguida se dio cuenta de que aquel algo era la vida de Iris. El miedo le impulsaba a volver a la salita, coger el revólver y matar a golpes a la mujer para evitar que hablase.

Se dirigió a la sala de estar y, cuando ya iba a meterse en ella, sonaron unos golpes en la puerta. De puntillas, Deke corrió a la ventana trasera del dormitorio, que daba a la escalera de incendios exterior. Salió por ella y, sin dudarlo, emprendió el descenso. No tenía tiempo para decidirse; las circunstancias le obligaban. Apenas notaba el contacto de sus pies con los escalones de los empinados tramos de hierro. Sus ojos escrutaban todas las ventanas.

La escalera de incendios daba a una calle privada del grupo de edificios de apartamentos. Deke sólo podía ser visto desde la casa del otro lado de la calle o por la gente del interior de los pisos frente a los cuales pasaba. A mitad del descenso observó el borde de una cortina que asomaba por el hueco de una de las ventanas. Deke no vaciló. Deteniéndose frente a ella, la abrió del todo y entró. La disposición del apartamento era muy parecida al de los Hill. En el dormitorio no había nadie. Lo cruzó de puntillas, rezando porque la casa estuviera vacía, pero sin la más mínima intención de detenerse, ni siquiera en el caso de que en ella se encontrasen todos los invitados de una boda. Salió al vestíbulo. Desde la cocina llegaba la voz de una mujer que cantaba. Deke llegó a la puerta principia; la encontró cerrada y asegurada por una cadena. Trató de abrirla sin hacer ruido; al descorrer el cerrojo y quitar la cadena, contuvo el aliento. El hombre se sentía envuelto en una vorágine de segundos que transcurrían a increíble velocidad. Consiguió abrir la puerta. La mujer había cesado de cantar. Rápidamente, cerró la puerta y cruzó el vestíbulo hasta la salida de servicio. Llegó al descansillo y cerró la puerta de la escalera tras de sí al tiempo que oía una lejana voz femenina que preguntaba:

—Henry… ¿Dónde estás, Henry?

Deke bajó por la escalera como un avión en picado y no se detuvo hasta llegar al sótano. Oyó pisadas que venían en dirección a él y quedó paralizado tras la cerrada puerta, preparándose para adoptar una actitud que no inspirase sospechas, elaborando en su cerebro una explicación convincente para justificar su presencia allí. Pero los pasos siguieron adelante y acabaron perdiéndose en la distancia. Cautelosamente, abrió la puerta de la escalera y asomó la cabeza al sótano. No se veía a nadie. Tomó la dirección opuesta a la seguida por las pisadas y encontró una puerta que daba a un corto tramo de escaleras. Las subió y fue a dar a una pesada puerta de hierro provista de una cerradura automática «Yale». Descorrió esta última, entornó la puerta y miró por la rendija.

Vio la Calle 135. Gentes de color con atuendos veraniegos caminaban por ella. Junto a una carretilla, dos hombres comían sandía. En la carretilla, las sandías eran mantenidas entre hielo para que se conservaran frescas. Los niños se apelotonaban en torno a un puesto en el que se vendía hielo picado al que se daba sabor con distintos jarabes. Otros jugaban a la pelota en la calle. Las mujeres charlaban a gritos; un borracho hacía eses por la acera, maldiciendo a todo el mundo; un mendigo ciego daba golpes sobre el pavimento con su blanco bastón; en los sombreados escalones de una iglesia, unos cuantos hombres charlaban del problema negro con los hermanos blancos.

Deke abandonó su escondite, cruzó la calle y pronto se perdió en ese enorme y turbulento océano de humanidad negra que es Harlem.