Iris se encontraba tumbada en el sofá de su sala de esta, leyendo la revista Ebony[8] y comiéndose una chocolatina. Desde el asalto, la mujer había estado bajo continua vigilancia policíaca. Una matrona permaneció toda la noche en su dormitorio, mientras un detective hacía guardia en la sala de estar. Ahora en el piso había otro detective, como única vigilancia. El hombre tenía órdenes de no perder a Iris de vista. La había seguido de habitación en habitación, custodiando incluso la puerta del cuarto de baño, después de haber sacado de él las hojas de afeitar y todos los instrumentos que la mujer pudiera emplear para herirse a sí misma.
El detective se sentaba frente a ella, en un mullidísimo sillón, hojeando un libro titulado Sexo y raza, de W. G. Rogers. Los otros libros que había en la casa eran La Biblia y La vida de Marcos Garvey. Al hombre no le interesaba Sexo y raza, Garvey tampoco, y La Biblia ya la había leído. Al menos, había leído todo lo que de ella le interesaba.
Estaba aburrido. No le gustaba aquel servicio. Pero el capitán creía que, tarde o temprano, Deke trataría de ponerse en contacto con Iris, o ella con él, y debían tomarse todas las precauciones. El teléfono estaba intervenido, y los operadores tenían orden de localizar cualquier llamada que se produjese. En la calle, a treinta segundos de distancia, había un coche patrulla provisto de radio teléfono y con cuatro detectives en su interior.
El capitán deseaba conseguir a Deke tanto como los condenados al infierno desean agua helada.
Iris arrojó a un lado la revista y se incorporó. Llevaba un vestido de seda estampada y la falda se le subió, mostrando unos suaves muslos color amarillo crema por encima de las medias de nylon.
Al detective se le cayó el libro de las manos.
—¿Por qué diablos no me arrestan y acabamos de una vez? —preguntó Iris, con su vulgar y ronco tono.
La voz de la mujer crispaba los nervios del detective. Y su tosca sensualidad le hacía sentirse incómodo. Él era un hombre amante del hogar, con esposa y tres hijos, y el voluptuoso y perfumado cuerpo de Iris, con sus efluvios sexuales, era un tormento para la sensibilidad del policía, cuya puritana alma se sentía ultrajada por aquel aura de sexo, y cuya perversa imaginación le hacía experimentar una sensación de culpabilidad. Pero el hombre sabía controlarse perfectamente.
—Sólo cumplo órdenes, señorita —dijo en tono suave—. Si desea ir a la comisaría por propia voluntad, la acompañaré.
—¡Mierda! —replicó Iris, mirando al policía con disgusto.
El detective era un hombre alto, pelirrojo, con grandes entradas en el cabello y un poco cargado de hombros. Su pequeño rostro y los grandes y separadísimos ojos le prestaban una apariencia simiesca, y su pálida piel estaba moteada por grandes pecas morenas. Iba de paisano y tenía el aspecto de que el sueldo le venía corto.
Iris le miró con ojo crítico.
—Si no fueras tan cochinamente feo, al menos podríamos matar el tiempo haciendo el amor —dijo.
El hombre comenzaba a sospechar que su falta de atractivos fue lo que decidió al capitán a utilizarle para aquella misión, y eso hacía que se sintiera picado en su amor propio. Sin embargo, se limitó a sonreír y dijo, en tono de broma:
—Pues me taparé la cabeza con una bolsa.
Iris comenzó a sonreír y pareció tomar una repentina decisión. Su rostro era espejo de sus pensamientos.
—De acuerdo —dijo, poniéndose en pie.
El hombre pareció alarmado.
—Era sólo una broma —dijo estúpidamente.
—Iré a desnudarme y luego tú entras sin que de tu cara asome más que los ojos y la boca.
El policía sonrió, turbado.
—Ya sabe que no puedo hacer eso.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. Nunca te has acostado con nadie como yo.
El hombre enrojeció como si le hubieran prendido fuego. Parecía un niño atrapado haciendo algo que no debía.
—Sea usted comprensiva, señorita; esta vigilancia no va a durar siempre…
Iris dio media vuelta rápidamente sobre sus altos tacones y se encaminó hacia la cocina. Andaba de forma exagerada, como una prostituta en busca de clientela. Pero él debía seguirla, maldiciendo sus instintos, que no dejaban de tentar a su voluntad.
Iris comenzó a rebuscar en la despensa, sin prestar atención al hombre. Este sintió una ligera inquietud, temiendo que la joven sacase una pistola. Pero Iris ya había encontrado lo que buscaba: una bolsa de papel marrón. Volviéndose trató de ponérsela al policía sobre la cabeza, pero él saltó hacia atrás, apartándose de ella como si la bolsa fuera una serpiente de cascabel.
—Sólo quería ver si el tamaño era el justo —explicó la mujer, probándose la bolsa a sí misma en vez de a él—. De todas maneras, ¿eres marica, o qué diablos te pasa?
El detective se sintió exasperado por aquella alusión a su virilidad, pero se consoló pensando que, en otras circunstancias, montaría a aquella golfa hasta que ella tuviera que gritar basta.
Iris pasó junto a él, mirándole con el rabillo del ojo y rozándole ligeramente con las caderas. Luego sacudió deliberadamente el trasero, agitó la bolsa sobre su cabeza, como lanzando un reto, y entró en el dormitorio.
El hombre dudó entre seguirla o no. Aquella zorra le estaba crispando los nervios. A fin de cuentas, ella no era la única que podía hacer el amor. ¡Qué diablos! Su propia esposa… El detective ahuyentó aquellos pensamientos que no le conducirían a ninguna parte. Al fin, cediendo, siguió a Iris. Las órdenes eran las órdenes.
Encontró a la mujer con un cortaúñas en la mano, haciendo agujeros en la bolsa de papel. El detective notó que le ardían las orejas. Echó una ojeada al cuarto, buscando una extensión telefónica, pero no vio ninguna. Contra su voluntad, observó cómo Iris cortaba un agujero para la boca. Inconscientemente, su mirada se detuvo sobre los jugosos labios de la mulata. Ella se los humedeció y dejó que la punta de la lengua asomara entre ellos.
—Bueno, señorita, esto ya ha ido bastante lejos —protestó el hombre.
Iris hizo como si no le hubiera oído, midiéndole la cabeza con los ojos. Luego abrió otros dos agujeros para las orejas, diciendo:
—Orejas grandes…, ya sabes qué pasa[9].
El policía volvió a enrojecer intensamente. Durante unos momentos, Iris se dedicó a examinar su trabajo. El hombre tampoco pudo apartar la mirada de la bolsa.
—Tendrás que respirar, ¿no, cielito? —dijo, cariñosamente, al tiempo que cortaba otro agujero para la nariz.
—Venga, salga de aquí, siéntese y pórtese como es debido —ordenó el hombre, tratando de parecer enérgico, aunque con un ligero temblor en la voz.
Iris se acercó al pequeño tocadiscos que había adosado a la pared y puso un sensual «blues». Durante unos momentos se dedicó a mover insinuantemente el cuerpo y a chasquear los dedos.
—Tendré que usar la fuerza —advirtió él.
La mujer dio media vuelta, abrió los brazos y se dirigió hacia el policía:
—Ven a forzarme, papaíto —invitó.
El detective le volvió la espalda y se apoyó en el quicio de la puerta. Iris se puso ante el espejo, se quitó los pendientes y el collar y se pasó los dedos por entre el cabello, silbando suavemente al compás de la música y sin prestar en apariencia ninguna atención al hombre. Luego se quitó el vestido.
El detective se volvió para averiguar lo que Iris estaba haciendo, y, al verlo, por poco se le salen los ojos de las órbitas.
—¡No haga eso! —gritó.
—No puede prohibirme que me desnude en mi propio dormitorio —respondió ella.
El hombre se adelantó, cogió la silla del tocador, la plantó en el umbral y, con actitud decidida, tomó asiento en ella.
—Muy bien, adelante —dijo, volviendo su perfil hacia ella para poderla observar por el rabillo del ojo, por si las moscas.
Iris hizo girar el espejo del tocador, de forma que el policía pudiera ver su reflejo. Luego se sacó la combinación por encima de la cabeza. Ahora su cuerpo estaba sólo cubierto por un delgado sostén sin tirantes, unas pequeñas bragas ribeteadas de encaje y un portaligas.
—Si te da miedo, vete a casa —se burló la mujer.
El detective rechinó los dientes y siguió apartando la mirada.
El liguero, las medias y los zapatos de tacón alto hacían que Iris pareciera más desnuda que si no llevase nada encima. La mujer advirtió que el policía estaba mirando a su imagen en el espejo y comenzó a hacer cosas con el estómago y las caderas.
El hombre tragó saliva. Del cuello para arriba estaba dominado por una ciega furia; pero del cuello para abajo se sentía completamente sobre ascuas. En su interior sostenía una batalla campal entre su voluntad y sus deseos, y eran sus órganos quienes sufrían las consecuencias. Zonas completas de su cuerpo parecían dominadas por el fuego. Le daba la sensación de que las llamas iban a aflorar por encima de su piel. Se removió en su asiento. La situación era cada vez más insoportable. Los pantalones le parecían demasiado ceñidos, la chaqueta demasiado pequeña, le ardía la cabeza, tenía la boca seca.
Con un ampuloso ademán, como el de una striper despojándose de las bragas, Iris se quitó un zapato y lo arrojó sobre las piernas del hombre. Él lo echó violentamente a un lado. La mujer hizo lo mismo con el otro zapato. El detective se contuvo en el momento en que ya iba a llevárselo a la boca para morderlo. Iris se despojó del liguero y las medias y se acercó al policía para pasarle estas últimas en torno al cuello.
El hombre se puso en pie como impulsado por un resorte y, con voz ahogada, dijo:
—Esto ya ha ido demasiado lejos.
—¡Qué va! —replicó Iris, apretándose contra él.
El detective trató de apartarla, pero ella le estrechaba con todas sus fuerzas, oprimiendo el estómago contra él y rodeándole el cuerpo con las piernas. De la mujer emanaba un mareante olor a sexo húmedo, a sudor y a perfume.
—¡Maldita puta! —graznó el policía.
Pero, en el último instante, el nombre recuperó la suficiente compostura para ir a colgar su funda sobaquera en el tirador externo de la puerta, fuera del alcance de Iris.
—Ven y coge lo que quieras, marica —rio ella, tumbada en la cama—. Pero primero tienes que ponerte tu bolsa —dijo, recogiéndola del suelo y encajándosela al revés en la cabeza—. ¡Ale-hoop! —gritó.
Momentáneamente cegado, el detective, que se había despojado de sus ropas, trató de quitarse la bolsa, pero la mujer se le anticipó, colocándosela en la posición correcta, de forma que sólo los ojos, la boca, la nariz y las orejas del hombre quedaron a la vista.
—¡Ahora, precioso, ahora! —gritó Iris.
En aquel momento sonó el teléfono.
El policía saltó de la cama como si le hubieran atacado todos los diablos. Su deseo se apagó como una cerilla. En sus prisas, tropezó con la silla que había en el umbral, magullándose las espinillas, y se dio un golpe contra la jamba de la puerta. De su jadeante boca brotaban las maldiciones como de un geiser de obscenidades. Su descarnado cuerpo blancuzco, de pelo rojo y cargado de hombros, se movía torpemente. Daba la sensación de que acababa de salir de la tumba.
Con rápido y felino movimiento, Iris abrió un compartimiento secreto de la mesilla de noche, levantó el auricular del teléfono supletorio que allí había y gritó:
—¡Socorro!
Luego, colgó en seguida.
En sus prisas, el detective no la oyó. Cogiendo el teléfono de la sala de estar, dijo, derrengado:
—Henderson al habla. —Pero la conexión estaba cortada.
Iris, que estaba escogiendo unos zapatos y poniéndose un abrigo de sport, le oyó golpear la horquilla del teléfono.
—¡Oiga, oiga! —seguía gritando Henderson, cuando Iris, descalza, salió del dormitorio, cerrando la puerta tras ella y llevándose la llave.
Luego, la mujer entró en la cocina y salió del apartamento por la puerta de servicio.
—Su comunicante ha colgado —anunció la fría voz de la telefonista.
El hombre comprendió inmediatamente que la llamada provenía del coche patrulla aparcado en la calle. Al recordar que ni siquiera tenía su pistola, el pánico explotó en su cabeza. Corrió, desnudo, hacia el dormitorio, arrancó la pistola del tirador y trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Esto acabó de ponerle frenético. No podía arriesgarse a disparar contra la cerradura, pues corría el riesgo de alcanzar a Iris. Los detectives del coche patrulla estarían allí dentro de unos segundos y él se la habría ganado. Debía entrar en aquella maldita habitación. Trató de forzar la entrada a empellones; pero era una puerta muy sólida y provista de una excelente cerradura. Henderson se había olvidado ya de la bolsa que le cubría la cabeza.
Los detectives del coche patrulla habían subido al apartamento a toda velocidad, franqueándose la entrada con una llave maestra. Por teléfono habían oído a una mujer gritar pidiendo ayuda. Sólo Dios sabía lo que estaba ocurriendo allí, pero estaban preparados para enfrentarse a lo que fuese. Entraron en tromba en el piso con las pistolas desenfundadas. La sala de estar se encontraba vacía.
Echaron a andar hacia el fondo del apartamento. De pronto, se detuvieron, como si hubiesen tropezado con un invisible muro.
Allí había un hombre blanco completamente desnudo, con una bolsa de papel sobre la cabeza y una enfundada pistola en la mano, tratando de derribar con el hombro la puerta del dormitorio.
Nadie supo nunca quién fue el primero en estallar en carcajadas.
Iris bajó descalza por la escalera de servicio. El abrigo de sport, cruzado y con cinturón, estaba hecho de gabardina oscura, por lo que nadie podía adivinar que, bajo él, iba desnuda. En la salida de servicio, que daba a la Avenida San Nicolás, se puso los zapatos y salió a la calle.
Frente al portal de al lado había aparcado un coche con el motor en marcha. Una mujer muy bien vestida se apeó de él y corrió hacia la entrada. Iris la clasificó como una prostituta de tarde o una esposa infiel. El hombre que se sentaba tras el volante dijo en voz baja:
—Adiós, preciosa.
La mujer se despidió de él agitando la mano y desapareció dentro del portal.
Iris se dirigió rápidamente hacia el coche, abrió la portezuela y se instaló en el asiento que la otra acababa de dejar libre. El hombre la miró y, como si se tratara cíe la misma mujer a la que acababa de despedir, dijo:
—Hola, preciosa.
El tipo era un negro de color de chocolate, de buen aspecto y vestido con un espléndido traje gris de seda; pero Iris se limitó al dirigirle un somero vistazo.
—En marcha, papaíto —dijo.
El conductor apartó el coche del bordillo y comenzó a subir por la Avenida San Nicolás.
—¿Tienes prisa por irte, o por llegar? —preguntó.
—Ni por una cosa ni por otra —replicó ella. Al llegar a la iglesia de la Calle 142, dijo—: Tuerza a la izquierda para subir por Convent.
El hombre hizo lo que Iris le pedía y subió la empinada cuesta que, pasando frente a Hamilton Terrace, conducía al tranquilo tramo de la Avenida Convent que se encuentra al norte del «City College».
—Ahora, a la derecha —dirigió la mujer.
El conductor obedeció y, al llegar frente al gran edificio de apartamentos, Iris dijo:
—Muy bien, papaíto.
—Podría estar mejor —replicó él.
—Luego —contestó Iris, apeándose.
—¿Vas a volver? —gritó el hombre; pero ella no le oyó.
Iris cruzó la calle corriendo, subió la escalinata y entró en el vestíbulo del edificio de apartamentos, en el que había dos ascensores. Uno de ellos estaba disponible e Iris subió en él hasta el cuarto piso y, una vez allí, se dirigió hacia el apartamento que se encontraba al fondo del pasillo. Un hombre de aspecto solemne que llevaba tirantes negros, camisa blanca sin cuello y holgados pantalones negros abrió la puerta. Se tomaba a sí mismo tan en serio como si fuera el diácono de una importante iglesia.
—¿Qué puedo hacer por usted, joven?
—Quiero ver a Barry Waterfield.
—Él no quiere verla a usted, ya tiene compañía —replicó el hombre—. ¿Qué le parezco yo?
—Hazte a un lado, patán —replicó Iris, entrando en el piso—. Y deja de mirar por las cerraduras.
La mujer fue directamente a la habitación de Barry, pero la puerta estaba cerrada y tuvo que llamar con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—Iris. Dile a Barry que me deje entrar.
La puerta se abrió, y apareció Barry, vestido sólo con una bata de seda de color púrpura. Cuando Iris hubo entrado, el hombre cerró la puerta de nuevo. Tumbada en la cama había una muchacha de piel de color canela. La sábana le cubría el desnudo cuerpo hasta la barbilla.
La única silla del cuarto estaba ocupada por las ropas de Barry y la chica, por lo que Iris, ignorando a la desnuda muchacha, se sentó en la cama.
—¿Dónde está Deke? —preguntó a Barry.
Este, tras un breve titubeo, respondió:
—Está escondido y a buen seguro.
—Si no te atreves a decirlo en voz alta, escríbeme la dirección —ordenó Iris.
Barry parecía incómodo.
—¿Cómo has logrado escapar?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Estás segura de que no te han seguido?
—No me hagas reír. Con lo estúpido que eres, si los polis anduvieran tras de ti, hace tiempo que te habrían echado el guante. Dime sólo dónde está Deke y deja que sean los demás quienes piensen.
—Le llamaré —decidió el hombre, yendo hacia la puerta.
Iris fue a seguirle, pero una presión en su cadera la contuvo. Se limitó a decir:
—Dile que voy a ir a verle.
Sin responder, Barry salió del cuarto y cerró la puerta por fuera.
La mujer que estaba en la cama susurró:
—Está con Mabel Hill, en los apartamentos Riverton. —Luego añadió la dirección y el número de teléfono—. Oí a Barry hablar con Deke.
Iris permaneció impasible.
—Mabel Hill. La única Mabel Hill que me suena es la que estaba casada con John Hill, el que asesinaron.
—Esa misma —susurró la mujer.
Iris no pudo contener la ira que desfiguró su rostro.
En aquel momento entró Barry.
—¿Qué te pasa? —preguntó, tras dirigirle una mirada.
—¿Has hablado con Deke? —inquirió Iris.
Barry era demasiado tonto para saber disimular, por lo que Iris se dio cuenta de que mentía cuando dijo:
—Se ha largado, pero ha dejado dicho que me llamaría. Va a cambiar de escondite.
—Gracias por tu gran ayuda —dijo Iris, levantándose para irse.
La mujer cubierta por la sábana la contuvo:
—Espera un momento y te llevaré. Tengo el coche abajo.
—No vas a hacer nada de eso —dijo Barry ásperamente.
Iris abrió la puerta y, volviéndose, dijo:
—Vete al infierno, asqueroso cretino.
Luego cerró la puerta de un portazo.