9

Nadie estaba enterado del lugar en que Tío Bud dormía. Por las noches, podía encontrársele en cualquier lugar de Harlem, empujando su carretilla y escrutando la oscuridad en busca de algo que pudiera ser vendido. Poseía un especial talento para dar con cosas aprovechables, pues en Harlem nadie, conscientemente, tiraba nada de valor. Pero el viejo se las arreglaba para reunir el suficiente número de desperdicios vendibles para ir tirando y, a primera hora de la mañana, podía vérsele en alguna de las traperías en las que hombres blancos de enjuto cuello y ojos pequeños pagaban unos centavos por los trapos, papeles, botellas y chatarra que Tío Bud había recogido. En realidad, durante el verano el viejo dormía en su carretilla. La llevaba a algún lugar oscuro de una calle en la que a nadie le extrañase encontrar a un trapero durmiendo en su carretilla, se hacía un ovillo sobre la arpillera que cubría su carga y se echaba a dormir, sin que le molestase el ruido de los autos y camiones, ni los gritos de los niños, ni las maldiciones y peleas de los nombres, ni el parloteo de las mujeres, ni el gemido de las sirenas policíacas y ni siquiera los sonidos de la violencia y la muerte. Nada turbaba su sueño.

Aquella noche, debido a que su carretilla estaba ocupada por la bala de algodón, Tío Bud la condujo a una calle que se encontraba debajo del acceso de la Calle 125 al Puente de Triborough. Así, cuando despertase, estaría cerca de la trapería de Mr. Goodman.

Un coche patrulla en el que iban dos policías blancos se detuvo junto a él.

—¿Qué llevas ahí, abuelo? —preguntó uno de aquellos.

Tío Bud se paró y, rascándose la cabeza, contestó:

—Pues, jefe, llevo cartón, papel chatarra, botellas, unos trapos y…

—Pero no llevarás dinero, ¿verdad? —le interrumpió el policía—. ¿No tendrás ahí ochenta y siete mil dólares?

—No, señor, pero me gustaría tenerlos.

—¿Qué harías tú con ochenta y siete de los grandes?

Tío Bud volvió a rascarse la cabeza.

—Pues me compraría un coche de marca. Y creo que me iría a África.

Los agentes, tras reírse de las palabras del viejo, siguieron su camino.

Junto al río, Tío Bud encontró un lugar adecuado detrás de un camión abandonado y se echó a dormir. Cuando despertó, el sol estaba ya alto. Casi al mismo tiempo en que Barry Waterfield hablaba con el coronel Calhoun en la Séptima Avenida, el viejo estaba aproximándose a la trapería que había junto al río, al sur del puente.

Era un solar rodeado por una alambrada en el que había montones de chatarra, maderos viejos y toda clase de desechos. Tío Bud se detuvo frente a la pequeña entrada de la verja que había a un lado del edificio de madera de un solo piso que servía de oficina. Un enorme perro negro y sin pelo, del tamaño de un danés, se acercó a la alambrada y miró al viejo con sus amarillentos ojos.

—Chucho, bonito —dijo Tío Bud, desde el otro lado de la alambrada.

El perro ni pestañeó.

Un hombre blanco, mal vestido y sin afeitar, salió de la oficina, se llevó al perro y lo ató. Luego, volviendo frente al viejo, preguntó:

—Bien, Tío Bud, ¿qué me traes hoy?

El negro miró al otro por el rabillo del ojo.

—Una bala de algodón, Mr. Goodman.

Mr. Goodman pareció asombrado.

—¿Una bala de algodón?

—Sí, señor —respondió orgullosamente Tío Bud, al tiempo que descubría la bala—. Auténtico algodón de Mississippi.

Mr. Goodman abrió la puerta de la alambrada y salió para examinar el bulto. Casi todo el algodón quedaba oculto por la cubierta de arpillera, pero el hombre sacó unas hebras que asomaban por las costuras y las olió.

—¿Cómo sabes que es algodón de Mississippi?

—Conocería el algodón de Mississippi en cualquier lugar que lo viera —afirmó Tío Bud—. He recogido mucho en mi vida.

—Pues en esta bala no hay mucho algodón que ver —observó Mr. Goodman.

—Lo huelo —replicó Tío Bud—. Huele a sudor de negro.

Mr. Goodman volvió a olfatear el algodón.

—¿Y eso altera en algo el olor?

—Lo hace más fuerte.

En aquel momento aparecieron dos empleados negros vestidos con «monos» de trabajo.

—¡Algodón! —exclamó uno de ellos—. ¡Señor, Señor!

—¿A que te hace sentir nostalgia? —preguntó el otro.

—Nostalgia la sentirá tu madre —replicó el primero.

—Deja a mi madre en paz, o te parto la boca.

Mr. Goodman sabía que sus dos empleados sólo estaban bromeando.

—Bueno, bueno —intervino—. Poned la bala en la báscula.

El fardo pesó doscientos cuarenta y tres kilos.

—Te doy cinco dólares —dijo Mr. Goodman.

—¡Cinco narices! —exclamó Tío Bud, indignado—. ¡Pero si el algodón se paga a ochenta centavos el kilo!

—Eso era en tiempos de la Primera Guerra Mundial —dijo Mr. Goodman—. Ahora el algodón va regalado.

Los dos empleados se miraron en silencio.

—Pues yo no pienso regalar esta bala —replicó Tío Bud.

—¿Dónde voy a vender una cosa así? —preguntó Mr. Goodman—. ¿A quién le hace falta algodón en bruto? Ni siquiera vale ya para los proyectiles[7]. Ahora se dispara con átomos. Si fuese algodón clínico…

Tío Bud permaneció en silencio.

—Bueno, te doy diez dólares —concedió Mr. Goodman.

—Cincuenta —replicó Tío Bud.

—¡Mein Gott, cincuenta dólares! —Exclamó míster Goodman, volviéndose a sus empleados de color—. Eso no lo pago ni por la chatarra metálica.

Los dos trabajadores negros permanecían con las manos en los bolsillos, sin decir nada. Tío Bud guardaba un pertinaz silencio. Los tres hombres de color estaban contra Mr. Goodman, que se sentía atrapado y culpable, como si le hubieran cogido aprovechándose de Tío Bud.

—Por ser tú, te daré quince dólares.

—Cuarenta —murmuró Tío Bud.

Mr. Goodman hizo un elocuente gesto.

—¿Acaso soy tu padre, para regalarte el dinero? —Los tres negros le miraron acusadoramente—. ¿Crees que soy Abraham Lincoln, en vez de Abraham Goodman? —A los tres hombres de color la broma les pareció graciosa—. Veinte —concedió míster Goodman a la desesperada, volviéndose hacia la oficina.

—Treinta —dijo Tío Bud.

Los dos empleados movieron la bala de algodón, como preguntando si debían pasarla adentro o devolverla a la carretilla.

—Veinticinco —exclamó Mr. Goodman, furioso—. Y debería hacer que me examinaran los sesos.

—Trato hecho —zanjó Tío Bud.

En aquellos momentos, el coronel había terminado su entrevista con Barry y se encontraba desayunando. La comida se la habían enviado del restaurante de «cocina casera» que había en la misma calle. Calhoun parecía demostrar a los negros de afuera, muchos de los cuales miraban ahora por entre los carteles que cubrían la mayor parte de la cristalera, lo que desayunarían si se inscribían en el movimiento del coronel para el regreso al Sur.

El hombre tenía frente a sí un tazón de sémola con mantequilla; cuatro huevos fritos; seis salchichas de las hechas en casa; seis bizcochos, también caseros, cada uno de los cuales medía más de dos centímetros y medio de grosor y estaba pródigamente untado de mantequilla y un tarro de melaza de sorgo. El coronel se había traído con él su propia comida y sólo pagaba a los del restaurante para que se la preparasen. Junto a su colmado plato se veía un gran vaso de whisky de maíz.

Los negros, al observar como Calhoun iba engullendo la sémola, los huevos, las salchichas y los grandes pedazos de bizcocho, se sentían nostálgicos. Pero al ver cómo cubría su comida con una gruesa capa de melaza de sorgo, muchos de ellos se sintieron invadidos de una furiosa añoranza.

—No me importaría irme todas las noches al Sur, para cenar —comentó un gracioso—; lo que ya no me haría tanta gracia es quedarme a pasar la noche.

—Muchacho, al ver esa comida noto como si me hubieran rebanado el pescuezo —replicó otro.

Bill Davis, el atildado joven que actuaba de agente reclutador al reverendo O’Malley, entró en la oficina del «Movimiento de Regreso al Sur» en el momento en que el coronel Calhoun engullía un descomunal bocado de sémola, huevos y salchichas mezclados con melaza. El joven se detuvo ante el escritorio del coronel, erguido y con decidida actitud.

—Coronel Calhoun, soy Mr. Davis —anunció—. Represento al «Movimiento de Regreso a África», del reverendo O’Malley. Quiero decirle unas palabras.

El coronel miró a Bill Davis con sus fríos ojos azules, y continuó masticando pausadamente, como un camello rumiando su bolo alimenticio. Sin embargo, dedicó a Bill un estudio mucho más prolongado que a Barry Waterfield. Cuando hubo acabado de masticar se aclaró la boca con un sorbo de whisky, carraspeó y dijo:

—Vuelve dentro de media hora, después de que haya acabado mi desayuno.

—Lo que tengo que decirle se lo diré ahora mismo —replicó Bill Davis.

El coronel volvió a mirarle. El joven rubio, que había permanecido al fondo del local, se acercó. Tras sus escritorios, los empleados de color comenzaron a ponerse nerviosos.

—Bien, ¿qué puedo hacer por ti…? ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Soy Mr. Davis, y lo que tengo que decirle es rápido y corto: «¡Lárguese de la ciudad!»

El joven rubio comenzó a dar la vuelta al escritorio, y Bill Davis se dispuso a defenderse, pero Calhoun rechazó al muchacho con un ademán.

—¿Eso es todo lo que tenías que decirme, hijo mío?

—Todo, y no soy su hijo —replicó Bill Davis.

—Pues ya lo has dicho —concluyó el coronel, volviendo a su desayuno.

Cuando Bill salió a la calle, los negros se separaron para abrirle paso. No sabían lo que le había dicho al coronel, pero, fuera lo que fuese, estaban con él. Había plantado cara a aquel viejo blanco y le había dicho algo que no parecía haberle hecho ninguna gracia. Todos respetaban a Bill.

Media hora más tarde se presentaron los manifestantes. Marcharon arriba y abajo de la Séptima Avenida, llevando un distintivo del «Movimiento de Regreso a África» y letreros que decían: «Maldito blanco. ¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate!» «Hombre de color, ¡quédate!, ¡quédate!, ¡quédate!» La primera hilera de manifestantes contaba con veinticinco miembros y era seguida por doscientas o trescientas personas. Los piquetes formaron círculo frente a la oficina del «Movimiento de Regreso al Sur» y, al tiempo que desfilaban, iban cantando: «Lárgate, hombre blanco, vete mientras puedas… Lárgate, hombre blanco, vete mientras puedas…» Bill Davis permanecía a un lado, entre dos viejos negros.

De todas partes comenzaron a llegar gentes de color, que desbordaron las aceras e invadieron el arroyo. El tráfico se detuvo. La atmósfera se hizo tensa, cargada de amenazas. Un joven negro se adelantó con un ladrillo en la mano para arrojarlo contra la vidriera. Un seguidor del «Movimiento de Regreso a África» se lo impidió.

—Nada de eso, hijo. Nosotros somos pacíficos.

—¿Para qué? —preguntó el joven.

El hombre no supo responder.

De pronto, el aire se llenó con el ulular de las sirenas, que al principio sonaban como débiles gemidos fantasmales, y que fueron haciéndose más fuertes a medida que los autos patrulla se acercaban como almas que llevase el diablo.

El primer coche se abrió paso por entre la multitud y frenó en el lado contrario de la calle. Del coche saltaron dos agentes blancos de uniforme, pistola en mano.

—¡Vuelvan a sus casas! —gritaron—. ¡Abandonen la calle! ¡Dejen paso!

Luego apareció otro coche patrulla y se detuvo… Y un tercero… y luego un cuarto… y un quinto… Aparecieron policías blancos, blandiendo sus revólveres, como expertos ejecutantes de un macabro ballet titulado: «Si eres negro, apáñate.»

La actitud de la masa se volvió peligrosa. Un policía empujó a un negro. Este último estuvo a punto de golpear al agente. Otro policía se interpuso rápidamente.

Una mujer cayó al suelo y fue pisoteada.

—¡Socorro! ¡Asesinos! —gritó.

La masa se movió en su dirección, arrastrando con ella a los policías.

—¡Malditos blancos de mierda! —grité un joven negro, sacando su navaja automática.

En aquel momento llegó el capitán de la comisaría del distrito, en un camión provisto de altavoces.

—¡Que todos los agentes vuelvan a sus coches! —ordenó. A través de los amplificadores, su voz sonaba clara y potente—. ¡Vuelvan a sus coches! Y, amigos, a ver si puede ponerse un poco de orden.

Los polizontes se retiraron a sus automóviles. Había pasado el peligro. Algunas personas rieron. Poco a poco, la gente volvió a las aceras. Los automóviles particulares, embotellados en más de diez travesías, comenzaron a moverse. Desde el interior de los vehículos, curiosas caras miraban a los negros que llenaban las aceras.

El capitán se acercó a hablar con Bill Davis y los dos hombres que estaban con él.

—La ley de Nueva York no permite que en una hilera de manifestantes haya más de nueve personas —dijo—. ¿Querrá reducir a esa cifra sus piquetes?

Bill consultó con la mirada a los dos viejos, que asintieron. El joven dijo:

—De acuerdo.

Cuando Bill fue a reducir el número de manifestantes, el capitán entró en la oficina y se dirigió al coronel. Pidió que le mostrara su licencia. La documentación de Calhoun estaba en regla; tenía un permiso del Ayuntamiento de Nueva York para reclutar recolectores de algodón como agente del «Movimiento de Regreso al Sur», organización registrada en Birmingham, Alabama.

El capitán volvió a la calle, estacionó diez policías frente al local, para mantener el orden, y dejó a dos coches patrulla para que no se volviese a obstaculizar el tráfico. Luego cambió un apretón de manos con Bill Davis, volvió al camión de los altavoces y se fue.

La multitud comenzó a dispersarse.

—Ya sabía yo que en cuanto el reverendo O’Malley se enterase tendríamos acción —comentó una mujer.

Su compañero parecía un poco perplejo.

—Lo que me gustaría saber es si hemos ganado o perdido —dijo.

En el interior, el joven rubio preguntó al coronel:

—¿No estamos ahora casi acabados?

El otro encendió un nuevo cigarro y aspiró una bocanada de humo.

—Esto no es más que buena publicidad, hijo —replicó.

Eran ya las doce, y los dos jóvenes empleados de color salieron por la puerta trasera para irse a almorzar.

A última hora de aquella tarde, uno de los empleados de Mr. Goodman se acercó al grupo de gente que rodeaba a los piquetes del «Movimiento de Regreso a África» y se puso a admirar las obras de arte pictóricas que adornaban el escaparate de la oficina del «Regreso al Sur». El hombre se había bañado, afeitado y vestido para pasar una gran noche del sábado, y sólo mataba el tiempo hasta la hora de su cita. De pronto, su mirada se posó en el pequeño letrero que había en una esquina de la vidriera: «Se necesita bala de algodón.» Echó a andar hacia el interior del local. Un simpatizante del «Movimiento de Regreso a África» le detuvo.

—No pase ahí, amigo. No creerá en esa gentuza, ¿verdad?

—Muchacho, ni se me ha ocurrido la idea de ir al Sur Nunca he estado allí. Sólo quiero hablar con ese tipo.

—¿De qué?

—Quiero preguntarle si los pollos tienen de veras unos muslos tan grandes —dijo, señalando uno de los dibujos del escaparate.

El otro se echó a reír.

—Entre y pregúnteselo, amigo, y luego me cuenta lo que le ha contestado.

El empleado de la trapería pasó adentro y fue hasta el escritorio de Calhoun. Quitándose el sombrero, dijo:

—Coronel, soy el hombre que necesita. Me llamo Josh.

Calhoun le dirigió la fría y especulativa mirada de costumbre y permaneció echado hacia atrás en su asiento. El joven rubio permanecía junto a él.

—Bien, Josh, ¿en qué puedes servirme? —preguntó el coronel, mostrando sus dientes en una sonrisa.

—Le puedo conseguir una bala de algodón —replicó Josh.

Los dos hombres quedaron inmóviles. El coronel, con el cigarro a mitad de camino de los labios. El joven rubio, mirando hacia la calle. Luego, pausadamente, sin cambiar de expresión, Calhoun se encajó el cigarro entre los dientes y aspiró una bocanada. El joven rubio volvióse y quedó mirando silenciosamente a Josh, ligeramente echado hacia delante.

—Quieren una bala de algodón, ¿no? —preguntó Josh.

—¿De dónde ibas a sacarla, muchacho? —inquirió el coronel, indiferente.

—En la trapería donde yo trabajo tenemos una.

El joven rubio suspiró, defraudado.

—Un trapero nos la ha vendido esta mañana —siguió Josh, esperando que le hicieran una oferta.

El joven rubio volvió a quedar tenso.

Pero el coronel siguió con su aire tranquilo y cordial:

—No la robaría, ¿verdad? No deseamos comprar ningún objeto de procedencia ilícita.

—Tío Bud no la robó, de eso estoy seguro —replicó Josh—. Debió de encontrarla en algún lado.

—¿Encontrar una bala de algodón?

El coronel no parecía creer que tal cosa fuera posible.

—Eso debió de ser —aseguró Josh—. Se pasa las noches en la calle, recogiendo objetos perdidos o tirados. ¿De dónde iba a robar una bala de algodón?

—¿Y os la vendió esta mañana?

—Sí, señor. Bueno, se la vendió a Mr. Goodman, que es el dueño de la trapería. Yo sólo trabajo allí. Pero puedo conseguírsela, coronel.

—¿Cuándo?

—Bueno, ahora no hay nadie allí. Los sábados cerramos a mediodía, y Mr. Goodman se va a casa; pero, si la necesita hoy, se la traeré esta noche.

—¿Cómo?

—Bueno, señor, tengo una llave, y así no tendremos que molestar a Mr. Goodman; puedo vendérsela a usted yo mismo.

—Bien —dijo el coronel, dando una chupada a su cigarro—. Esta noche, a las diez, te recogeremos en mi coche en la estación del elevado de la Calle 125. ¿Estarás allí?

—¡Oh, sí, señor, claro que estaré allí! —declaró Josh. Luego, en tono de duda—: Todo eso está muy bien, pero… ¿cuánto va a pagarme?

—Di tú mismo el precio —replicó el coronel.

—Cien dólares —dijo Josh, conteniendo la respiración.

—De acuerdo —asintió Calhoun.