8

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, un camión abierto se detuvo frente a una tienda de la Séptima Avenida que estaba siendo reformada. Inicialmente, allí había habido una mercería con salón de limpiabotas que era utilizado para la venta de lotería ilegal. Pero la tienda había cambiado de arrendatario y, durante las obras, había sido rodeada por una alta valla de madera.

En el vecindario se había especulado mucho sobre el nuevo negocio. Unos decían que iba a ser un bar, otros, que un club nocturno; pero como el «Small’s Paradise Inn» estaba a muy poca distancia, los enterados rechazaban esas posibilidades. Otros decían que el sitio era ideal para instalar una peluquería, e incluso una bolera; ciertos tipos menos avispados optaban por otra empresa de pompas fúnebres como si, tal como iban las cosas, las gentes de color no murieran ya con suficiente rapidez. Los más enterados aseguraban haber visto descargar muebles de oficina durante la noche y decían saber de buena tinta que aquello iba a ser la central en Harlem del comité político del Partido Republicano. Pero aquellos que tenían la última palabra declaraban que Big Wilt Chamberlain, el jugador profesional de baloncesto que había comprado el cabaret «Small’s», iba a abrir allí un Banco para guardar todo el dinero que estaba ganando a manos llenas.

Cuando los obreros comenzaron a echar abajo la valla, ya se había congregado un pequeño grupo de curiosos. Pero una vez hubo acabado el derribo, la multitud desbordó la acera. Los habitantes de Harlem, grandes y pequeños, viejos y jóvenes, fuertes y débiles, sanos y lisiados, contemplaron con desorbitados ojos el espectáculo que había aparecido ante sus ojos.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó un gordo barbero negro, expresando la opinión de todos.

Una serie de paneles de vidrio con marcos de acero inoxidable formaban un escaparate por encima de la metálica franja que comenzaba en el suelo. En la parte superior, por encima de las vidrieras, había un gran letrero de madera en el cual, sobre una impoluta capa de pintura blanca, se había escrito en grandes letras negras:

CENTRAL DEL R. A. S.

MOVIMIENTO DE REGRESO AL SUR R. A. S.

«¡Firme ahora mismo! ¡Sea un PRIMER NEGRO!

¡1.000 dólares de bonificación a las primeras familias!»

Toda la vidriera estaba llena de dibujos de brillantes colores mostrando recolectores de algodón negros, de rizados cabellos y vestidos con «monos» de trabajo que parecían trajes de corte italiano hechos a la medida, recogiendo delicadamente blancos copos de algodón de algodoneros de color rosa y semejantes a inmensas moles de helado de fresa. Todos lucían en sus rostros blancas y brillantes sonrisas. Otros dibujos mostraban a negros similarmente vestidos plantando maíz alegremente, con las cabezas levantadas y cantando lo que debía de ser un spiritual. Otra imagen representaba a los mismos felices negros al final de la jornada, celebrando una fiesta frente a sus preciosas viviendas de estilo californiano, bailando el twist y con los dientes brillando bajo los rayos del sol poniente. Sus caderas se movían al compás de la melodía interpretada por un tocador de banjo vestido con una chaqueta a listas verticales. Mientras, los viejos observaban aprobadoramente, moviendo sus blancas cabezas y aplaudiendo con sus manicuradas manos. En otro dibujo se veía a un alto hombre blanco de blancos cabellos, blanco bigote y blanca perilla, vestido con una negra levita y corbata de lazo, y luciendo en el rubicundo rostro una intensa expresión de amor fraterno al repartir billetes de Banco a una fila de sonrientes negros. Sobre esta imagen se leía: «Paga semanal.» Entre los dibujos mayores se veían otros más pequeños identificados por el título «EXQUISITOS ALIMENTOS». Animales grotescamente grandes, descomunales platos de comida: «Pollos de suculentos muslos… Jugosos cochinillos… Caldo de sémola… Barbacoa… Solomillos… Whisky de maíz…»

En el centro de toda esta orgía de buenos alimentos, buenos tiempos y buena paga, se veía un enorme montaje fotográfico colocado junto a un dibujo de parecido tamaño. En el primero se representaban escenas de la miseria del Congo, guerras tribales, mutilaciones, seres depravados, hambre y enfermedad; todo ello bajo el letrero de: «La Desdichada África.» El segundo mostraba a gordos y sonrientes negros sentados a mesas desbordantes de comida, conduciendo coches grandes como vagones «Pullman», niños de color entrando en modernísimas escuelas provistas de estadios y piscinas, y ancianos vestidos con trajes de «Brooks Brothers» y «Saks Fifth Avenue» entrando en una iglesia que se parecía asombrosamente a la basílica de San Pedro en Roma. Sobre esta segunda imagen, otro letrero anunciaba: «El feliz Sur.»

Abajo, en otro gran tablero blanco se leía, escrito con letras negras:

VIAJES PAGADOSIMPORTANTES SUELDOS

VIVIENDAS PARA LOS RECOLECTORES DE ALGODÓN.

Bonificación de 1.000 dólares por cada familia compuesta

de cinco miembros aptos para el trabajo.

Nadie reparó en la pequeña nota que había en una de las esquinas inferiores y que decía: «Se necesita bala de algodón.»

En el interior del local, las paredes estaban decoradas con más dibujos y eslóganes del mismo tipo. Repartidos por el suelo se veían algodoneros de cartón piedra y plantas de maíz, y en el centro del local aparecía una bala de algodón de cartón piedra en la que había grabadas las siguientes palabras: «Nuestra primera línea de defensa.»

En la parte delantera, a un lado, había un gran escritorio sobre el cual un letrero anunciaba: CORONEL ROBERT L. CALHOUN. El coronel Calhoun en carne y hueso se sentaba tras la mesa, fumando un largo y delgado cigarro, contemplando con benigna expresión a la masa de harlemitas que se apelotonaba al otro lado de la vidriera. Calhoun tenía el mismo aspecto del hombre que, en el dibujo del escaparate, pagaba a los felices negros. Tenía el mismo rostro enjuto y aguileño, la misma cabellera blanca, el mismo poblado bigote, la misma perilla. Pero allí acababa el parecido. Sus pequeños ojos azules eran fríos como el hielo y su espalda tenía una envarada rigidez. Iba vestido con una levita negra similar y llevaba la misma corbata de lazo. En el dedo anular de su larga y pálida mano lucía un sello de oro macizo con las letras CSA[6].

Un joven rubio vestido con un traje de algodón y con aspecto de poder ser alumno de Ole Miss, se encontraba sentado en el borde del escritorio de Calhoun.

—¿Vas a hablarles? —preguntó, con culta voz, en la que se advertía un leve acento sureño.

El coronel se quitó el cigarro de los labios y observó la ceniza de la punta. Sus movimientos parecían premeditados y su expresión era impasible. Hablaba con voz lenta y reflexiva, con un acento del Sur tan áspero como la melaza en invierno.

—Aún no, hijo; que permanezcan en ascuas durante algún tiempo. A estos morenos no se les puede acuciar; ya vendrán cuando les parezca.

El joven atisbó por un espacio libre de la vidriera. Parecía inquieto.

—No nos sobra tiempo, precisamente —dijo.

El coronel le miró, mostrando al sonreír unos dientes inmaculadamente blancos, aunque sus ojos permanecieron fríos.

—¿Qué prisa te corre, hijo? ¿Es que te espera alguna amiguita?

El joven enrojeció, bajando hoscamente la mirada.

—Todos esos negros me ponen nervioso —confesó.

—No empieces ahora a sentirte culpable, hijo —aconsejó el coronel—. Recuerda que es por su propio bien. Ya aprenderás a pensar en los negros con caridad y amor.

El joven sonrió sardónicamente y guardó silencio.

Al fondo del local había dos escritorios, uno al lado del otro, en los que se leía: «Inscripciones.» A las mesas se sentaban dos jóvenes de color que, para dar la sensación de estar trabajando, barajaban los formularios. De vez en cuando, el coronel les miraba aprobadoramente, como diciendo:

—«¿Os dais cuenta de lo lejos que habéis llegado conmigo?»

Pero los dos jóvenes tenían el culpable aspecto de padres a los que se ha sorprendido saqueando las huchas de sus hijitos.

En el exterior, en la acera y en el campo, los negros expresaban su justa indignación.

—¿No es un escándalo, Señor, que esto ocurra aquí, en Harlem?

—Dios debería enviar un rayo que les fulminase.

—Esos fulanos no saben lo que quieren. Un día nos mandan al Norte para librarse de nosotros, y al siguiente se presentan aquí y tratan de engatusarnos para que regresemos.

—Fíate de los blancos e irás de los «Cadillacs» a las sacas de algodón.

—¡Qué cierto es eso! Antes me fiaría de una serpiente venenosa que de ellos.

—Debería entrar ahí y decirle a ese viejo coronel: «Quiere que yo vuelva al Sur, ¿eh?», y él respondería: «Exacto, muchacho», y yo: «¿Me dejará votar?», y él: «Claro, muchacho, vota todo lo que quieras, siempre que no eches tus votos en las urnas», y yo le preguntaría: «¿Me dejará casarme con su hija?»

Su auditorio se echó a reír. Pero hubo uno que no creyó que aquello fuera tan gracioso y dijo:

—Ahí está el tipo. ¿Por qué no entras y le dices todo eso?

Todos dejaron de reír.

Un poco avergonzado, el bromista replicó:

—¡Cuernos! Ya sabes que no hago todo lo que debería hacer.

Una mujer rolliza declaró:

—Esperad a que el reverendo O’Malley se entere de esto. Entonces habrá acción.

El reverendo O’Malley estaba ya enterado. Barry Waterfield, el falso detective que tenía a su servicio, le telefoneó para darle la noticia. El reverendo O’Malley, tras darle una serie de instrucciones, le ordenó que fuese a ver a Calhoun.

Barry era un hombre grandote, bien afeitado, de pelo corto y nariz rota. En su oscuro rostro había otras señales conseguidas a lo largo de su carrera como guardaespaldas, matón, atracador y, finalmente, asesino. Sus oscuros ojos eran pequeños, oscurecidos en parte por las cicatrices, y dos de sus dientes delanteros eran de oro. Se trataba de un tipo fácilmente identificable, lo que limitaba su utilidad, pero Deke no podía elegir a ningún otro.

Barry se afeitó, cepilló cuidadosamente su cabello y se vistió un oscuro y serio traje; pero no pudo resistir la tentación de ponerse la corbata pintada a mano en la que se veía un anaranjado sol brillando sobre una verde floresta.

Cuando se abrió paso por entre la multitud y entró en la oficina del «Movimiento de Regreso al Sur», las conversaciones se interrumpieron un momento y todas las miradas se fijaron en él. Nadie le conocía, pero ya nadie iba a olvidarle.

Avanzó directamente hacia el escritorio del coronel y dijo:

—Coronel Calhoun, soy Mr. Waterfield, del movimiento de «Regreso a África».

Calhoun levantó la cabeza y le miró con sus fríos ojos azules. Tras estudiarle de cabeza a pies, catalogó a Barry instantáneamente. Quitándose el cigarro de los labios y mostrando los brillantes dientes, preguntó:

—¿Qué puedo hacer por ti? ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Barry Waterfield.

—Bien, Barry. ¿En qué puedo ayudarte, muchacho?

—Pues… verá, tenemos un grupo de buenas personas a las que vamos a enviar de regreso a África.

—¡De regreso a África! —exclamó el coronel, horrorizado—. Pero, hijo… Debéis de estar locos perdidos. ¡Mira que desenraizar a esas gentes de su tierra natal! No lo hagáis, muchacho, no lo hagáis.

—Bueno, señor, eso va a costar mucho dinero…

Barry, no habiendo sido invitado a sentarse, permanecía en pie.

—Una fortuna, muchacho, una verdadera fortuna —asintió el coronel, echándose para atrás en su asiento—. ¿Y quién va a pagar esa costosa tontería?

—Pues, señor, resulta que ese es el problema. Verá: anoche celebramos una gran reunión para inscribir a las familias que iban a marcharse en primer lugar, y entonces unos bandidos nos robaron el dinero. Ochenta y siete mil dólares.

El coronel silbó entre dientes.

—Debe usted haber oído hablar de ello, señor.

—No, no he oído nada, muchacho; he estado ocupadísimo con nuestras tareas filantrópicas. Pero lamento lo ocurrido a esas mal aconsejadas personas, aun cuando su desgracia puede convertirse en una bendición. Me avergüenzo de ti, muchacho: un negro norteamericano, de honrada apariencia, llevando a su gente por el mal camino. Si tú supieras lo que nosotros sabemos, ni siquiera soñarías en mandar a tu pobre gente a África. Allí, en esas tierras extrañas, sólo les espera hambre y miseria. Su lugar está en el Sur, en el viejo y seguro Sur. Allí queremos y cuidamos a nuestros negros.

—De eso precisamente quería hablar con usted. Esa pobre gente está preparada para marcharse y ahora, como no pueden ir a África, tal vez sea mejor que vuelvan al Sur.

—Tienes mucha razón, muchacho. Mándamelos y yo lo arreglaré todo. El feliz Sur es el único hogar para tu gente.

Los dos jóvenes empleados de color, que habían estado atendiendo a aquella charla, quedaron asombrados al oír a Barry decir:

—Creo que está usted en lo cierto, señor.

El joven rubio se encontraba junto a la vidriera, observando la revuelta masa de negros que ahora comenzaba a considerar bajo un punto de vista distinto. Ya no le parecían peligrosos, sino inocentes y fáciles de engañar. El joven apenas pudo reprimir una sonrisa al pensar en lo fácil que iba a ser todo. Luego, ante un repentino recuerdo, frunció el ceño y se volvió para examinar a Barry con suspicaz mirada. Pensó que aquel negro resultaba demasiado bueno para ser sincero.

Pero el coronel no parecía sentir la más mínima suspicacia.

—Confía en mí, muchacho —prosiguió Calhoun—, y nosotros nos cuidaremos de tu gente.

—Bien, señor, yo confío en usted —dijo Barry—. Estoy seguro de que hará lo mejor para nosotros. Pero a nuestro dirigente, al reverendo O’Malley, no le gustará eso. Le hablo con toda confianza. Y es un hombre peligroso.

Bajo el plateado bigote del coronel apareció una hilera de blancos dientes, y Barry experimentó una fugaz sensación de que aquel puerco blanco parecía demasiado puercamente blanco. El coronel, sin advertir nada, prosiguió:

—No te inquietes por ese negro, muchacho. Nos ocuparemos de él y pondremos fin a sus actividades antinorteamericanas.

Barry se echó un poco hacia delante y, bajando la voz, dijo:

—Lo que ocurre, señor, es que tenemos a ochenta y siete familias formadas por miembros aptos para el trabajo reunidas y listas para marchar, y debo anunciarles si está usted dispuesto a pagarles sus primas.

—Muchacho, esas bonificaciones están tan seguras como en el Banco —dijo el coronel.

Luego, se pasó el cigarro por los labios, encontrándose con que se había apagado.

Lo arrojó al suelo y, con todo cuidado, escogió otro de una cigarrera de plata que llevaba en el bolsillo superior. Luego cortó uno de los extremos con un cortapuros, y se colocó el cigarro en la boca, haciéndolo girar una y otra vez entre los labios hasta que las hojas exteriores de la punta estuvieron adecuadamente húmedas. Barry y el joven rubio sacaron sus encendedores para ofrecer fuego al coronel, pero Calhoun prefirió la llama de Barry.

Este dijo:

—Bien, se lo agradezco mucho Es cuanto deseaba, señor. Hemos reclutado a más de mil familias y estoy dispuesto a venderle toda la lista.

Por un instante, tanto el coronel como el joven rubio permanecieron inmóviles. Luego, los dientes de Calhoun volvieron a brillar.

—Si te he oído bien, muchacho, acabas de mencionar la palabra «vender».

—Pues… se trata de algo por el estilo, señor —comenzó Barry, en tono bajo y ronco—. Como es lógico, deseo ganar algo que me compense del riesgo que corro. Comprenda que la lista es muy confidencial y nos ha llevado meses seleccionar y reclutar a toda esa gente apta para el trabajo. Si supieran que le había entregado la lista, lo más probable es que se suscitaran problemas, aunque la cosa sólo es para beneficiarles a ellos. Por eso me gustaría alejarme de aquí por algún tiempo, señor. ¿Comprende?

—Muchacho, no podría estar más claro —dijo el coronel, aspirando una bocanada de su cigarro—. Me gusta la gente que va al grano. ¿Cuánto quieres por tu lista?

—Pues… había pensado que cincuenta dólares por familia sería un precio razonable.

—Muchacho, aunque pertenezcas a la raza negra, me caes muy bien —declaró el coronel. El joven rubio frunció el ceño y abrió la boca como si fuera a hablar, pero Calhoun le ignoró—. Me hago cargo del brete en que te encuentras, y no quiero que comprometas tu posición ni tu posible utilidad permitiendo que regreses aquí, seas visto y despiertes las sospechas de tu gente. Así, pues, te diré lo que vas a hacer: llévate la lista —a medianoche. Te esperaré junto al río Harlem, bajo la extensión del elevado del estadio «Polo Grounds». Te pagaré allí mismo. A esa hora el lugar estará oscuro y desierto y nadie te verá.

Barry vaciló. Parecía debatirse entre el miedo y la codicia.

—La verdad, señor; la idea es buena, pero el caso es que me da miedo la oscuridad —confesó.

El coronel rio entre dientes.

—No tienes por qué asustarte de las tinieblas, hijo. Eso es sólo una superstición negra. La oscuridad nunca ha hecho daño a nadie. Con nosotros estarás seguro como en brazos de Jesús. Te doy mi palabra.

Esto pareció tranquilizar a Barry.

—Bien, si da usted su palabra, creo que nada malo puede ocurrirme. Estaré allí a las doce en punto de la noche.

Sin más, el coronel le despidió con un movimiento de la mano.

—¿Vas a confiar en ese…? —comenzó el joven rubio.

Por primera vez, el coronel mostró su desagrado frunciendo el ceño. El joven rubio se calló.

Al salir, Barry observó, con el rabillo del ojo, el anuncio del escaparate. «Se necesita bala de algodón.» «¿Para qué?», se preguntó.