7

Grave Digger condujo hacia el Este por la Calle 113 hasta la Séptima Avenida, y Harlem comenzó a mostrar otro aspecto. Unas manzanas más hacia el Sur estaba el extremo norte de Central Park y el gran lago en forma de riñón; al norte de la Calle 116 se encontraba la «Avenida»: los bares de lujo y clubs nocturnos. «Shalimar», «Sugar Ray’s», «Dickie Wells», «Count Basie’s», «Small’s», «The Red Rooster»; el «Hotel Theresa», la librería Nacional Memorial («Libros sobre la historia mundial de 600.000.000 de seres de color»); los institutos de belleza (peluquerías); los hash joins (comida casera); las empresas de pompas fúnebres y las iglesias. Pero aquí, a la altura de la Calle 113, la Séptima Avenida, a estas horas de la noche, estaba desierta y en los pétreos edificios de apartamentos no se veía ninguna luz.

Desde el coche, Coffin Ed llamó a la comisaría y, cuando el teniente Anderson se puso, preguntó:

—¿Algo nuevo?

—Homicidios encontró a un taxista de color que recogió a tres blancos y a una negra en «Small’s» y los llevó a una dirección de la Avenida Bedford, en Brooklyn. El tipo dijo que los hombres no tenían aspecto de ser clientes de «Small’s», y que la mujer no era más que una vulgar prostituta.

—Deme la dirección del taxista y la firma para la que trabaja.

Anderson le dio la información, pero añadió a renglón seguido:

—Eso es asunto de Homicidios. Nosotros no tenemos nada contra O’Hara. ¿Qué tal os va a vosotros?

—Vamos camino de la galería de tiro de Hijenks para buscar a un fulano llamado Loboy que tal vez sepa algo.

—Hijenks. Eso está en Edgecombe, a la altura del Roger Morris, ¿no?

—Se ha trasladado a la parte baja de la Octava. ¿Por qué los federales no le cierran el local? ¿A quién tiene sobornado?

—No me lo preguntes; sólo soy teniente de comisaría.

—Bueno, cuando lleguemos ya nos pondremos en contacto con usted.

Bajaron hasta la Calle 110 y, siguiendo por ella, volvieron a meterse en la Octava Avenida. Cerca de la Calle 112 pasaron a un viejo trapero que empujaba su carretilla, atestada con el botín de aquella noche.

—El viejo Tío Bud —dijo Coffin Ed—. ¿Le sonsacamos?

—¿Para qué? No querrá cooperar; desea seguir viviendo.

Aparcaron el coche y caminaron hasta el bar que había en la esquina de la Calle 113. En la parte delantera del local, un hombre y una mujer bebían cerveza y charlaban con el camarero. Grave Digger siguió hasta la puerta marcada «Lavabos» y pasó adentro. Coffin Ed se detuvo a mitad de la barra. El camarero dirigió una rápida mirada hacia la puerta de los servicios, fue hacia Coffin Ed y empezó a limpiar la impoluta barra con un trapo húmedo.

—¿Qué será, señor? —preguntó.

Era un hombre alto, delgado, cargado de hombros, con un fino bigote y pelo liso que comenzaba a escasear. Con su chaquetilla blanca y corbata negra, tenía un aspecto muy pulcro. Coffin Ed se dijo que demasiado pulcro para aquella parte de la ciudad.

—Whisky con hielo. —El camarero pareció dudar unos instantes, y el detective añadió—: Dos.

El otro pareció aliviado.

Grave Digger salió de los lavabos cuando el camarero servía las bebidas.

—Son ustedes nuevos por aquí, ¿verdad, caballeros? —preguntó el camarero, para entablar conversación.

—Nosotros, no; pero usted, sí —replicó Grave Digger.

El otro sonrió, vacilante.

—¿Ha visto esa marca que hay al final de la barra? —siguió Grave Digger—. La hice yo, hace diez años.

El camarero miró hacia donde el detective señalaba. La madera estaba cubierta de inscripciones: nombres, dibujos, firmas.

—¿Qué marca? —preguntó.

—Venga; se la enseñaré —dijo Grave Digger, yendo hacia el extremo del mostrador.

El camarero le siguió lentamente. La curiosidad era más fuerte que la cautela. Coffin Ed fue tras él. Grave Digger señaló el único trozo de toda la barra en el que no había ninguna inscripción. El camarero lo miró. La pareja que había en la parte delantera del bar había callado y observaba curiosamente.

—No veo nada —dijo el camarero.

—Fíjese mejor —invitó Grave Digger, metiendo la mano en el interior de su chaqueta. El camarero se inclinó para mirar más de cerca…

—Sigo sin ver nada.

—Entonces, mire para arriba —replicó Grave Digger.

El camarero levantó la cabeza y se encontró frente al agujero del cañón del niquelado 38 de Grave Digger. El hombre desorbitó los ojos y la cara se le puso de un color verde-amarillento.

—Continúe mirando —ordenó Grave Digger.

El camarero tragó saliva, pero no le salieron las palabras. La pareja de la parte delantera, creyendo que se trataba de un asalto, había desaparecido en la noche. Su instantánea desaparición pareció cosa de magia.

Riendo entre dientes, Coffin Ed se metió en los «lavabos», abrió la puerta del «Retrete» e hizo la señal con el clavo del que colgaba un sucio trapo. El clavo era un interruptor, y en el vestíbulo de entrada de arriba, donde se encontraba el vigilante leyendo una revista cómica, una luz parpadeó. El hombre echó una mirada a la bombilla roja que debía encenderse si el camarero veía a algún extraño en el bar. Permaneció apagada. El hombre apretó un botón y la puerta secreta del retrete se abrió con suave zumbido. Coffin Ed abrió la puerta que daba al bar e hizo una seña a Grave Digger. Luego volvió junto a la entrada secreta, para evitar que se cerrase.

—Buenas noches —dijo Grave Digger al camarero.

El otro estuvo a punto de replicar, pero en su cerebro se apagaron todas las luces y por un instante, antes de sumirse en la total oscuridad, pudo ver toda la Vía Láctea. Un vagabundo que se disponía a entrar en el local y vio a Grave Digger golpear al camarero en la cabeza con el cañón de su revólver, dio media vuelta y echó a correr. El camarero se derrumbó sin sentido detrás de la barra. Grave Digger le había golpeado sólo con la fuerza suficiente para dejarle sin sentido. Sin mirar dos veces, corrió hacia los «Lavabos» y siguió a Coffin Ed a través de la oculta entrada del «Retrete», iniciando el ascenso de las estrechas escaleras.

A final de ellas no había ningún rellano, y la puerta era del mismo ancho que los escalones. No existía el menor sitio donde esconderse.

A mitad del tramo, Grave Digger cogió a Coffin Ed por el brazo.

—Esto es demasiado peligroso para emplear las armas; hagámoslo sin trucos —susurró.

Coffin Ed asintió con la cabeza.

Acabaron de subir la escalera. Grave Digger golpeó la puerta según la contraseña y permaneció frente a la mirilla para que pudieran verle desde dentro.

Al otro lado de la puerta había un pequeño vestíbulo amueblado con una mesa llena de revistas cómicas; sobre ella, una estantería con numerosos anaqueles en los que se dejaban las armas antes de que a los toxicómanos se les permitiera pasar a la galería de tiro. Junto a la mesa había una silla acolchada en la que montaba guardia el vigilante. A la izquierda de la puerta, en el marco, una serie de interruptores. El de arriba hacía parpadear las luces de la galería de tiro en caso de redada. Con el dedo puesto sobre él, el centinela miró, a través del atisbadero, a Grave Digger. No le reconoció.

—¿Quién es? —quiso saber.

Grave Digger le mostró su placa y dijo:

—Los detectives Jones y Johnson, de la comisaría del distrito.

—¿Qué queréis?

—Hablar con Hijenks.

—Largo de aquí, polizontes, no conozco a nadie de ese nombre.

—¿Quieres que abra a tiros esta cochina puerta? —preguntó Coffin Ed, furioso.

—No me hagas reír —replicó el vigilante—. Esta puerta es a prueba de balas y no puedes echarla abajo.

—Calma, Ed —previno Grave Digger a su compañero. Luego, se dirigió al otro—: De acuerdo, hijo, esperaremos.

—Sólo estamos celebrando una pequeña reunión religiosa con permiso del Señor —dijo el centinela, aunque su voz denotaba tener una cierta preocupación.

—¿Quién es el Señor en este caso? —preguntó, ásperamente, Coffin Ed.

—Tú no, desde luego —replicó el vigilante.

Después se produjo un largo silencio. Los dos detectives oyeron al otro moverse en el interior. Al fin, otra voz preguntó:

—¿Qué ocurre, Joe?

—Ahí fuera hay unos negrazos con placas de la comisaría del distrito.

—Algún día te agarraré, Joe; entonces veremos quién es más negro de los dos —graznó Coffin Ed.

—Puedes verme ahora… —baladroneó Joe, creciéndose ante la presencia de su jefe.

—Cállate, Joe —ordenó la voz.

Luego, los dos detectives oyeron el leve ruido de la mirilla al abrirse.

—Somos Jones y Johnson, Hijenks —dijo Grave Digger—. Sólo queremos información.

—Aquí no hay nadie que se llame Hijenks —respondió la voz.

—Pues como se llame —concedió Grave Digger—. Buscamos a Loboy.

—¿Por qué?

—Porque tal vez haya visto algo del golpe que han dado esta noche contra el grupo de «Regreso a África» de O’Hara.

—¿Creen que él está metido en el asunto?

—No, no está metido en nada —aseguró Grave Digger—. Pero se encontraba cerca de la esquina de la Calle 137 con la Séptima Avenida cuando los camiones chocaron.

—¿Cómo lo saben?

—Su socio fue atropellado y muerto por el camión de los atracadores.

—Bien… —comenzó Hijenks.

El vigilante le interrumpió:

—No irá a decirle nada a estos polizontes, ¿verdad, jefe?

—Cállate, Joe; cuando quiera tu consejo, te lo pediré.

—De todas maneras, vamos a encontrarle, aunque tengamos que recurrir a los federales para que fuercen la entrada y le busquen. Si Loboy está aquí, le hará un favor y se beneficiará usted mismo haciéndole salir.

—A esta hora de la noche pueden encontrarle en el burdel de Sarah, en la Calle 105, en el Harlem español. ¿Saben dónde está?

—Sarah es vieja amiga nuestra.

—Apuesto a que sí —replicó Hijenks—. De todas maneras, no sé dónde vive Loboy.

Eso puso fin a la conversación. Nadie esperó ninguna gratitud por los informes; era una transacción profesional.

Se metieron por la Calle 110, cruzando frente a los viejos, aunque bien conservados, edificios de apartamentos que daban sobre el extremo norte de Central Park y el lago, donde vivían las gentes de color más adineradas. Era una calle tranquila, rebautizada con el nombre de «Cathedral Parkway» en honor a la catedral de St. John the Divine, la más bella iglesia de Nueva York, cuya fachada principal daba a esa calle. El extremo oeste, en las proximidades de la catedral, seguía habitado por blancos, pero los negros se habían apoderado ya de la parte de Morningside que queda frente al parque que lleva el mismo nombre.

En la Quinta Avenida cruzaron la línea en la que comienza el Harlem español. Repentinamente, las calles se vuelven más escuálidas y sucias, animadas por los múltiples colores de los puertorriqueños. El número de habitantes es tan increíble, que parece como si las maltrechas paredes fueran a reventar bajo la presión de la masa de carne humana. El idioma inglés da paso al español, los norteamericanos de color dan paso a los puertorriqueños de color. Cuando llegaron a la Avenida Madison, se encontraron en una ciudad puertorriqueña con costumbres puertorriqueñas y comida puertorriqueña; todas las tiendas, restaurantes, oficinas, comercios y demás, ostentaban letreros en español, en los que se ofrecían servicios y productos puertorriqueños.

—Y la gente habla de Harlem —comentó Grave Digger—. Este barrio es mil veces peor.

—Sí, pero cuando un puertorriqueño se vuelve lo bastante blanco, todos le aceptan como blanco, pero por muy blanco que se vuelva un negro, sigue siendo negro —replicó Coffin Ed.

—¡Qué cuerno! Deja eso a los antropólogos —dijo Grave Digger, torciendo hacia el Sur por Lexington, en dirección a la Calle 105.

Sarah tenía el ático de un edificio de apartamentos que había visto mejores días. Debajo de su burdel vivía un clan puertorriqueño compuesto por tantas familias, que los apartamentos eran insuficientes para todos a la vez; por tanto, el comer, el dormir, el cocinar y el amar se hacía por turnos, permaneciendo los demás en la calle hasta que los de dentro habían acabado. Las radios sonaban a todo volumen día y noche. Mezclado con los sonidos del habla española, risas y peleas, el bullicio ahogaba todos los sonidos que pudieran provenir de la casa de Sarah. El que las familias de debajo lo pasasen bien o mal carecía de importancia.

Grave Digger y Coffin Ed aparcaron al fondo de la calle y anduvieron hasta el edificio. Nadie les prestó atención. Eran hombres, y a Sarah no le interesaba nada más: hombres blancos, negros, amarillos, cobrizos, honrados, deshonestos o pazguatos. Sarah decía que sólo cerraba la puerta a las mujeres; ella no regentaba un local para «degeneradas». Pagaba para que le diesen protección. Todo el mundo sabía que era una soplona; pero también daba soplos sobre la Policía.

Lo primero que notaron los dos detectives al llegar a las oscuras escaleras fue el olor a orina.

—Lo que más necesitan los barrios bajos norteamericanos es aseos —contentó Coffin Ed.

Husmeando los olores a comida, cópulas, menstruación, excrementos, orines de gato, masturbación y la vaharada de vino rancio y tabaco negro, Grave Digger replicó:

—Eso no valdría para gran cosa.

Luego observaron las inscripciones a lápiz de las paredes.

—¡Cuerno! No me extraña que fabriquen tantos críos; no piensan más que en eso —concluyó Coffin Ed.

—Si vivieras aquí, ¿en qué otra cosa pensarías?

Subieron en silencio. Al llegar al sexto piso, el hedor se redujo y las paredes aparecieron con menos inscripciones. El piso del burdel estaba prácticamente limpio.

Llamaron a una puerta pintada en rojo. Les abrió una sonriente muchacha puertorriqueña que no se molestó en mirar por la mirilla.

—Bien venidos, «señores» —dijo—. Han venido al lugar adecuado.

Entraron en el vestíbulo y observaron las perchas que había en las paredes.

—Queremos hablar con Sarah —dijo Grave Digger.

La muchacha señaló hacia la puerta.

—Pasen. No necesitan verla a ella.

—Pero queremos verla. Sé buena chica, pasa adentro y hazla salir.

La sonrisa de la muchacha se desvaneció.

—¿Quiénes son ustedes?

Ambos detectives mostraron sus placas.

—Somos la ley.

La chica hizo un gesto despectivo y pasó rápidamente a la gran sala principal. Dejó la puerta entornada. Desde el vestíbulo, los dos policías podían ver lo que Sarah calificaba de «recepción». El suelo estaba cubierto de brillante linóleo rojo. Pegados a la pared había gran cantidad de asientos: mullidos sillones para los clientes, sillas de recto respaldo para las muchachas, aunque estas pasaban la mayor parte del tiempo o sentadas en las rodillas de los clientes, o llevándoles comida y bebidas.

Todas las chicas vestían igual: camisones de una pieza que revelaban sus formas y zapatos de tacón alto de distintos colores. Todas eran jóvenes y esbeltas muchachas puertorriqueñas, cuyos cabellos abarcaban toda la gama que va del rubio plateado al negro. Yendo de un lado a otro de la habitación, ofreciendo sus cuerpos, parecían alegres, naturales y atractivas.

Contra la pared del fondo, una gramola automática, brillantemente iluminada, tocaba música española. Dos parejas bailaban. Los demás estaban sentados, bebiendo whisky con soda y comiendo, reservando sus energías para lo importante.

Junto a la gramola se veía la entrada a un vestíbulo escasamente iluminado en el que se abrían las puertas de los pequeños dormitorios empleados para el negocio. El cuarto de baño y la cocina estaban en la parte de atrás. Una negra de aspecto maternal freía un pollo, preparaba la ensalada de patatas y mezclaba las bebidas, sin perder de vista un solo momento el dinero.

Para montar el burdel de Sarah, dos apartamentos habían sido unidos, siendo el de atrás la residencia privada de la mujer.

Grave Digger comentó:

—Si nuestro pueblo fuese liberado alguna vez, con la habilidad que tiene para las organizaciones deshonestas sería una sensación en el mundo de los negocios.

—Eso es lo que les da miedo a los blancos —replicó Coffin Ed.

Observaron cómo Sarah salía de la parte trasera y cruzaba el salón. Las chicas la miraban como si fuese la reina. Era una rolliza mujer negra. Los rizos de su blanco pelo estaban tan apretados como muelles. Tenía el rostro redondo, nariz grande y chata, labios gruesos, oscuros y sin pintar, y dientes muy blancos y brillantes. Llevaba un vestido negro de raso, de mangas largas y gran escote; en una muñeca lucía un pequeño reloj de platino con pulsera cuajada de brillantes; en la mano llevaba una alianza con un diamante del tamaño de una bellota. De una cadena que le rodeaba el cuello colgaba un manojo de llaves.

Sarah se dirigió hacia ellos sonriendo sólo con los labios; sus oscuros ojos tenían una pétrea dureza tras las gafas sin montura. La mujer cerró la puerta a su espalda.

—Hola muchachos —les saludó, estrechándoles la mano—. ¿Cómo estáis?

—Muy bien, Sarah; nuestro negocio va viento en popa. ¿Y el tuyo?

—Viento en popa también, Digger. Sólo los criminales tienen pasta, y lo único que hacen con ella es comprar hembras. Ya sabéis lo que pasa: son un artículo seguro. Cuando en la Bolsa el algodón y el maíz andan por los suelos, las chicas siguen cotizándose alto. ¿Qué os trae por aquí, muchachos?

—Queremos a Loboy, Sarah —dijo Grave Digger, secamente, fastidiado por aquella filosofía de alcahueta.

La sonrisa de la mujer desapareció.

—¿Qué ha hecho, Digger? —preguntó inexpresivamente.

—Esta vez no ha hecho nada, Sarah —la calmó Grave Digger—. Lo que nos interesa es lo que ha visto. Sólo queremos charlar con él.

—Se lo que quiere decir eso. Pero ahora está un poco nervioso e inquieto…

—Querrás decir drogado —la interrumpió Coffin Ed.

Sarah volvió a mirarle.

—No te pongas tonto conmigo, Edward, o te echo a patadas de aquí.

—Mira Sarah, hablemos claro —dijo Grave Digger—. No es lo que tú crees. Ya sabes que Deke O’Hara fue asaltado esta noche.

—Lo oí por radio. Pero no seréis tan idiotas de creer que Loboy intervino en ese golpe.

—No lo somos, Sarah. Y tampoco nos importa lo que le ocurra a Deke. Pero en el atraco se perdieron ochenta y siete de los grandes ganados con esfuerzo por gentes de color. Queremos recuperarlos.

—¿Y qué tiene que ver Loboy con eso?

—Es muy probable que viera a los atracadores. Cuando su camión se estrelló, el tipo andaba cerca.

Sarah, impasible, estudió la cara del policía. Al fin, dijo:

—Comprendo. —De pronto, a su rostro volvió la sonrisa—. Haré lo que sea por ayudar a esas pobres gentes de color.

—Te creo —dijo Coffin Ed.

Sin decir más, la mujer dio la vuelta y entró de nuevo en la recepción, cerrando la puerta a su espalda. Pocos minutos más tarde volvía a aparecer, esta vez con Loboy.

Se llevaron al tipo a la Calle 137 y le ordenaron que contase todo lo que había hecho durante el día y lo que había visto antes de alejarse de allí.

Al principio, Loboy protestó:

—No he hecho nada, no he visto nada y no tienen ustedes nada contra mí. He estado enfermo y me he quedado en casa, acostado.

Había ingerido tal cantidad de droga que su hablar era confuso y el hombre se adormecía a mitad de cada frase.

Coffin Ed le abofeteó media docena de veces. Los ojos de Loboy se llenaron de lágrimas.

—No tiene derecho a tratarme así. Se lo contaré a Sarah. No tiene usted nada contra mí.

—Sólo trato de captar tu atención —contestó Coffin Ed.

Lo consiguió. El hombre admitió que había vislumbrado al conductor del camión de repartos que atropello a Early Riser, pero no recordaba su aspecto.

—De lo único que me acuerdo es de que era blanco. Todos los blancos me parecen iguales.

No vio a los atracadores bajar del estrellado camión. No había visto el furgón blindado. Cuando este pasó, él ya había saltado la verja de hierro de junto a la iglesia y corría por el callejón hacia la Calle 136, camino de Lenox.

—¿En qué dirección se fue la mujer? —preguntó Grave Digger.

—No me detuve a mirar —confesó Loboy.

—¿Qué aspecto tenía?

—No me acuerdo; sé que era grande y fuerte. Eso es todo.

Dejaron ir al hombre. Eran ya más de las cuatro de la mañana. Fueron hasta la comisaría para marcar la salida de servicio. Se sentían fracasados y molidos, y no más cerca de la solución que al principio. El teniente Anderson dijo que no se había presentado nada nuevo; había intervenido el teléfono privado de Deke, pero nadie había llamado.

—En vez de perder el tiempo con Loboy, debimos haber hablado con el taxista que llevó a esos blancos a Brooklyn —dijo Grave Digger.

—Con lamentarse no se gana nada —replicó Anderson—. Idos a casa y dormid un poco.

El teniente también parecía cansado. Había sido una noche larga y agitada —la Noche de la Independencia, se dijo—, saturada de crímenes grandes y pequeños. Estaba harto de delitos y delincuentes; harto tanto de los policías como de los ladrones; harto de Harlem y de las gentes de color. Sí; quería a los negros, ellos no tenían la culpa de serlo. Apreciaba a sus dos mejores detectives; en realidad, dependía de ellos. Probablemente, eran Coffin Ed y Grave Digger quienes le mantenían en su puesto. Sólo el capitán le superaba en autoridad, y era él quien estaba al cargo del turno de noche. Cuando el capitán se iba a casa, suya era toda la responsabilidad, y, sin sus dos detectives, el teniente no saldría adelante. Harlem era un distrito duro y malévolo y, para mantener cualquier especie de orden, uno debía ser más duro y malévolo que nadie. Comprendía que la gente de color fuese como era; lo más probable es que, en sus circunstancias, él fuese igual. Se daba cuenta de todos los males de la segregación. Simpatizaba con las gentes de color de su distrito, y con las gentes de color en general. Pero en aquellos precisos momentos estaba más que harto de todos ellos. Lo único que deseaba era irse a su tranquila casa de Queens, en un tranquilo vecindario blanco, besar a su blanca esposa y a sus dos blancos hijos, que estarían dormidos, meterse entre las blancas sábanas de su cama, mandarlo todo al diablo y dormir.

Por eso, cuando sonó el teléfono y una potente voz de negro cantó: «… Allí donde el algodón y el maíz crecen…», se puso rojo de ira.

—¡Dedícate al teatro, payaso! —gritó, colgando de golpe el teléfono.

Los detectives sonrieron comprensivamente. No habían oído la voz, pero se daban cuenta de que la llamada había sido obra de algún lunático con ganas de juerga.

—Con el tiempo, y si no se muere, acabará acostumbrándose, teniente —comentó Grave Digger

—Lo dudo —murmuró Anderson.

Grave Digger y Coffin Ed emprendieron el regreso a casa. Ambos vivían en la misma calle de Astoria, Long Island, y, para ir y volver del trabajo empleaban sólo uno de sus coches particulares. El coche oficial, el pequeño y baqueteado sedán negro con motor superpotente, lo dejaban en el garaje de la comisaría. Pero aquella noche, cuando fueron a guardar el auto, se encontraron con que había desaparecido.

—Lo que faltaba —dijo Coffin Ed.

—Una cosa es segura: no pienso ir a denunciar el robo —declaró Grave Digger.

—Tienes toda la razón —convino su compañero.