6

El reverendo Deke O’Malley no sabía que la voz que había sonado por el teléfono pertenecía a Grave Digger, pero se dio cuenta de que era la de un policía. Salió de la cabina telefónica como si esta acabara de incendiarse. Continuaba lloviendo, pero él ya estaba por completo empapado. La cortina de agua era tan densa que oscurecía su visión. A pesar de todo, pudo ver la luz del taxi que bajaba por la Avenida San Nicolás. Lo detuvo. Subió al coche y dijo al conductor:

—A la estación de Pennsylvania, y sin charlas.

Se enderezó en el asiento para secarse la lluvia de los ojos y luego se dejó caer pesadamente contra el respaldo. El joven conductor negro de amplios hombros había arrancado como si condujese un cohete estratosférico.

A Deke no le importó. Velocidad era lo que necesitaba. Había quedado tan atrás de todo el mundo que la rapidez le daba la sensación de estar recuperando terreno. Consideraba a Iris digna de confianza. De todas maneras, no podía elegir. Mientras ella no revelase el escondite de los documentos, él estaba relativamente seguro. Pero tenía el convencimiento de que la Policía mantendría a Iris bajo vigilancia, por lo que, durante algún tiempo, no le iba a ser posible ponerse en contacto con ella. No sabía hasta qué punto estaba enterada la Policía de todo, y eso le preocupaba tanto como la pérdida del dinero.

Tenía que admitir que el robo había sido un buen golpe, bien organizado, atrevido, incluso temerario. Quizá tuvo éxito precisamente porque era temerario. Pero la organización había sido tan buena que no se merecía el botín conseguido. Ochenta y siete mil dólares era muy poco para tanto esfuerzo. Al menos, así le parecía a él. El atraco no se hubiera organizado mejor ni por un millón. Lo cierto es que existían muchísimas formas más sencillas de hacerse con ochenta y siete de los grandes. Eso, claro, podía explicarse si era el sindicato el que lo había organizado todo, no sólo por la pasta, sino como confabulación contra él. Pero… si había sido el sindicato, ¿por qué no se habían limitado a matarle?

Antes de que pudiera dar fin a sus cavilaciones, llegó a la estación de Pennsylvania.

Se dirigió a una larga hilera de cabinas telefónicas y llamó a Mrs. John Hill, la esposa del joven agente reclutador asesinado. O’Malley no la recordaba, pero sabía que era miembro de su secta religiosa.

—¿Está usted sola, Mrs. Hill? —preguntó, disimulando la voz.

—Sí —replicó ella, insegura y temerosa—. Pero… ¿quién habla por favor?

—Soy el reverendo O’Malley —anunció él, ya con su voz natural.

Deke notó el alivio de la mujer.

—Oh, reverendo O’Malley, le agradezco su llamada.

—Deseo ofrecerle mi simpatía y condolencias. Me es imposible encontrar las palabras para expresar mi infinito dolor por el desgraciado accidente que le ha privado a usted de su marido…

Deke sabía que estaba expresándose como un asno, pero la mujer comprendería y agradecería aquellas palabras tan «sentidas».

—Oh, reverendo O’Malley, es usted tan atento…

El hombre tenía la convicción de que Mrs. Hill estaba llorando. «¡Bien!», pensó.

—De todas formas, ¿puedo ayudarla en algo?

—Sólo quiero que pronuncie usted el elogio fúnebre.

—Claro que lo haré, Mrs. Hill. A este respecto, puede estar tranquila. Pero, y perdone que se lo pregunte, ¿necesita usted dinero?

—No, reverendo; muchas gracias, pero John reñía un seguro de vida y habíamos ahorrado un poco, y… bueno, como no tenemos hijos…

—Bien, si necesita algo, dígamelo… ¿La ha molestado la Policía?

—Estuvieron aquí, pero sólo me hicieron unas preguntas sobre nuestra vida, dónde trabajaba John y cosas por el estilo, y acerca de nuestro movimiento de «Regreso a África». Me sentí muy orgullosa de contarles lo que sabía. —Gracias a Dios que la mujer no sabía nada, se dijo Deke—. Luego se fueron. Eran…, bueno, eran blancos y me di cuenta de que, en realidad, no sentían nada lo ocurrido…, lo noté, y me alegré mucho de que se fueran.

—Sí, querida, debemos estar preparados respecto a lo que puedan hacer. Por eso nació nuestro movimiento. Y debo confesarle que no tengo ni idea de quiénes son los… malvados…, bandidos blancos que asesinaron a su magnífico… y excepcional marido. Pero trataré de identificar a los criminales y Dios les castigará. Pero tendré que hacerlo solo. No podemos confiar en la Policía blanca.

—¿Cree que no lo sé?

—En realidad, los blancos harán cuanto puedan por detenerme.

—¿Por qué son así?

—No debemos preguntarnos «por qué» son así. Debemos aceptar eso como un hecho consumado, seguir adelante y vencerles en su propio juego. Y tal vez necesite su ayuda, Mrs. Hill.

—¡Oh, reverendo O’Malley, cómo me alegro de que diga eso! Comprendo lo que quiere decir y haré cuando esté en mi mano para ayudarle a atrapar a esos sucios asesinos y a recuperar nuestro dinero.

«¡Bendito sea Dios por haber creado a los idiotas!», pensó Deke, y prosiguió:

—Tengo absoluta confianza en usted, Mrs. Hill. Los dos estamos animados por un mismo propósito.

—¡Oh, reverendo O’Malley, su confianza no será defraudada!

El hombre sonrió ante este altisonante párrafo, pero se dio cuenta de que la mujer sentía aquellas palabras.

—Para mí, lo principal es permanecer oculto de la Policía mientras efectúo nuestra propia investigación. La Policía no debe conocer mi paradero ni el hecho de que trabajamos juntos para llevar ante la justicia a esos sucios asesinos. Tampoco debe saber que me he comunicado con usted ni que iré a verla.

—No mencionaré su nombre —prometió ella solemnemente.

—¿Espera usted que esta noche vuelva la Policía?

—Estoy segura de que no.

—Entonces pasaré por su casa dentro de una hora. Instalaremos allí el cuartel general de nuestra investigación. ¿Le parece bien?

—Reverendo O’Malley, me emociona la idea de hacer algo para vengarme…, quiero decir para que esos asesinos blancos sean castigados, en vez de quedarme aquí llorando.

—Sí, Mrs. Hill, cazaremos a los criminales para que reciban el castigo divino. Por cierto, ¿le importaría echar las cortinas de su casa antes de que yo llegue?

—Y también apagaré las luces, para que no tenga usted que preocuparse de que alguien le vea.

—¿Apagar las luces? —Por un momento O’Malley quedó confundido. Se imaginó a sí mismo entrando en un sitio oscuro como boca de lobo y siendo atrapado por la Policía. Luego comprendió que no tenía nada que temer de Mrs. Hill—. Sí, muy bien —dijo—. Me parece estupendo. La llamaré antes de subir. Si la Policía está en su casa, debe decirme: «Suba», pero si está sola, diga: «Reverendo O’Malley, todo va bien.»

—Lo haré —prometió ella. Deke notaba la excitación en su voz—. Pero estoy segura de que no vendrán.

—En la vida no hay nada seguro —replicó él—. Recuerde sólo lo que ha de decir cuando yo telefonee, que será dentro de una hora más o menos.

—Me acordaré. Hasta luego.

Deke colgó. Tenía el rostro húmedo por la transpiración. Hasta aquel momento no se había dado cuenta del calor que hacía en la cabina.

Fue al servicio de baños de la estación y ordenó que le preparasen una ducha. Luego se desnudó y entregó su traje al empleado negro para que lo planchasen mientras él se duchaba. Se regodeó bajo las cálidas agujas de agua que iban disolviendo el miedo y la angustia; luego, cerró el grifo del agua caliente y abrió el de la fría, notando cómo la fatiga era remplazada por una nueva sensación de alegría y vitalidad… «El indestructible Deke O’Hara —pensó, complacido—. ¿Qué me importan ochenta y siete de los grandes mientras siga habiendo primos?»

—Su traje está listo, señor —gritó el empleado, sacándole de sus ensueños.

—Muchas gracias, amigo.

Deke se secó, se puso la ropa, pagó, dio una propina al empleado y se sentó para que le limpiaran los zapatos mientras leía las noticias que sobre el robo y él mismo daba el Daily news. El reloj de la pared marcaba las dos y veintiún minutos de la madrugada.

Mrs. Hill vivía en la parte alta de la ciudad, en los «Apartamentos Riverton», cerca del río Harlem, al norte de la Calle 135. Deke conocía bien el tipo a que pertenecía la mujer: joven, considerándose guapa con el defensivo engreimiento mediante el cual todas se convencían a sí mismas de que eran mucho más hermosas que las blancas; ambiciosa de prosperar y deseando subconscientemente a los hombres blancos, aunque odiándolos al mismo tiempo porque ellos frustraban sus intentos de prosperar y no reconocían su innata superioridad sobre las mujeres blancas. Más que ninguna otra cosa, deseaba huir de su monótona existencia; si no podía pertenecer a la clase media y vivir en una gran casa de los suburbios, prefería dejarlo todo y volver a África, donde «sabía» que iba a ser importante. A Deke no le importaba la clase de tipo a la que perteneciera la mujer, pero, por todas aquellas razones, se daba cuenta de que podía confiar en ella.

Salió a la rampa principal a coger un taxi. Dos que iban libres y conducidos por conductores blancos pasaron de largo ante él; luego, un chófer de color, dándose cuenta de sus dificultades, desatendió a varios blancos para recogerle. El policía blanco que supervisaba los alquileres de taxis fingió no ver nada.

—Ya sabe que ningún conductor blanco querría llevarle a Harlem, amigo —dijo el taxista de color.

—¡Qué cuerno! Ellos pierden dinero y a mí no me ofenden en absoluto —replicó Deke.

El chófer rio entre dientes.

Deke le hizo esperar en la Calle 125, mientras él telefoneaba. No había moros en la costa. La mujer, desde arriba, le abrió la puerta en cuanto él tocó el timbre de su apartamento. Deke subió al séptimo y se la encontró esperando con la puerta entornada. A su espalda, el piso estaba oscuro como boca de lobo.

—¡Oh, reverendo O’Malley, estaba preocupada! —le saludó—. Creí que la Policía le había detenido.

Deke sonrió cordialmente y le palmeó la mano al tiempo que pasaba al interior. Ella cerró la puerta, le siguió y, por un momento, ambos permanecieron en el oscuro recibidor, con sus cuerpos rozándose ligeramente.

—Puede encender la luz —dijo Deke—. Estoy seguro de que no hay peligro.

La mujer accionó unos interruptores y el apartamento se iluminó. Las persianas estaban echadas, las cortinas corridas y el apartamento era tal como Deke lo había imaginado. Una sala de estar comunicada con un pequeño comedor en el que se veía la cerrada puerta de la cocina. En el otro extremo, el dormitorio, comunicado con el baño. El mobiliario estaba chapado en roble, y era del tipo pretendidamente lujoso que se encuentra en las tiendas de ventas a plazos. A un lado de la sala de estar había un sofá transformable en cama. Y estaba convertido en cama.

Al notar la mirada, la mujer se excusó:

—Pensé que primero querría echar un sueño.

—Muy amable por su parte —dijo Deke—. Pero, antes, tenemos que hablar.

—Oh, sí —asintió ella, jubilosa.

La única sorpresa era ella misma. Era una mujer verdaderamente bella, de rostro oval rematado por una cabellera negra de suaves bucles naturales. Tenía los ojos oscuros y la nariz respingona. Su boca era grande, generosa, de labios rojos y dientes muy iguales. Su cuerpo, envuelto en un negligé de seda azul que revelaba todas sus curvas, parecía adorable.

Deke se sentó a la pequeña mesa redonda que había sido echada a un lado para montar la cama e indicó a la mujer que tomara asiento frente a él. Luego el reverendo, en forma solemne y seria, comenzó a hablar:

—¿Ha preparado ya el funeral de John?

—No, su cadáver sigue en el depósito, aunque espero lograr que Mr. Clay se encargue de las pompas fúnebres y que el funeral se celebre en su… en nuestra iglesia, y que usted pronuncie el sermón mortuorio.

—Claro que sí, Mrs. Hill, y deseo que para entonces ya hayamos recuperado nuestro dinero y que esa ocasión de profundo dolor se convierta también en una de acción de gracias.

—Puede llamarme Mabel, ese es mi nombre —dijo ella.

—Sí, Mabel, y mañana quiero que vaya a la Policía y averigüe lo que saben para que nosotros podamos usarlo en nuestra propia investigación. —Sonrió persuasivamente—. Va usted a ser mi Mata Hari, Mabel…, pero al servicio de Dios.

El rostro de la mujer se iluminó con una brillante y confiada sonrisa.

—Sí, reverendo O’Malley, ¡me siento tan emocionada! —dijo con expresión de arrobamiento e inclinándose involuntariamente hacia él.

Toda la actitud de la mujer reflejaba una tal devoción que O’Malley parpadeó. «¡Dios! —pensó—. Esta zorra se ha olvidado ya de su marido muerto, y eso que el pobre ni siquiera está aún en el ataúd.»

—Me alegro mucho, Mabel. —Deke se inclinó sobre la mesa y cogió una de las manos de la mujer, al tiempo que le dirigía una profunda mirada—. No sabe hasta qué punto estoy en sus manos.

—Oh, reverendo O’Malley, haré cualquier cosa por usted —prometió Mabel en tono solemne.

A O’Malley le costó un gran esfuerzo contenerse.

—Ahora vamos a arrodillarnos y a rezar a Dios por la salvación del alma de su pobre marido muerto.

La mujer se puso repentinamente seria y se arrodilló en el suelo, junto a él.

—Oh, Señor, nuestro Redentor y Maestro, recibe el alma de nuestro querido hermano, John Hill, que ha partido hacia Ti, tras sacrificar su vida en aras de nuestra humilde aspiración de volver a nuestro hogar de África.

—Amén —dijo ella—. Era un buen marido.

—Ya oyes, oh, Señor: un buen marido y un hombre bueno, recto y honrado. Acéptale y retenlo a Tu lado, oh, Señor, y ten piedad y derrama Tu gracia sobre su pobre viuda que debe quedarse en este valle de lágrimas sin la compañía de un marido que satisfaga sus deseos y apague el ardor de su cuerpo.

—Amén —susurró Mabel.

—Y proporciónale un nuevo interés en la vida y también, oh, Señor, otro hombre, pues la vida debe proseguir, aun partiendo de las profundidades de la muerte, ya que la vida es perdurable, oh, Señor, y nosotros no somos más que humanos.

—Sí —gritó ella—. ¡Sí!

A Deke le pareció llegado el momento de interrumpir aquello, antes de que se encontrase a sí mismo en la cama con Mabel. No quería mezclar las cosas. Lo único que deseaba era recuperar su dinero. Por eso concluyó:

—Amén.

—Amén —repinó ella, defraudada.

Se levantaron y la mujer preguntó a Deke si podía prepararle algo de comida. El hombre replicó que no le desagradarían unos huevos revueltos, tostadas y café. Mabel le hizo pasar a la cocina y, mientras ella lo preparaba todo, le invitó a sentarse en una de las sillas que había junto a la impoluta mesa de patas metálicas tubulares y tablero de viruta prensada. Era una cocina a juego con el resto del pequeño piso: fogón eléctrico, frigorífico, cafetera, batidora de huevos, y cosas por el estilo; todo ello eléctrico, bien instalado, pintado en brillantes tonos, el no va más de la higiene. Pero de lo que más pendiente estaba O’Malley era de las curvas del cuerpo de Mabel, que se marcaban bajo el negligé cuando ella se movía, se inclinaba para sacar huevos y crema del frigorífico o iba rápidamente de un lado a otro para hacer varias cosas a la vez; y del contoneo de sus caderas cuando iba del fogón a la mesa.

Pero cuando tomó asiento frente a él, la mujer se daba perfecta cuenta de la situación para hablar. Bajo su suave piel oscura se advertía un ligero rubor, que le daba aspecto de estar bronceada por el sol. La comida era excelente: curruscante tocino, jugosos huevos revueltos, tostadas en su punto y con excelente mantequilla, mermelada inglesa y fuerte café express con espesa crema.

Deke no dejó de hablar de los méritos del difunto marido de Mabel y de lo mucho que le echarían de menos en el movimiento de «Regreso a África»; pero, poco a poco, el hombre comenzaba a impacientarse, deseoso de que Mabel se fuera a la cama. Sintió un gran alivio cuando la mujer, tras dejar los platos en la pila y un tímido «buenas noches», se retiró a su dormitorio.

O’Malley esperó hasta que supuso que ella estaría ya dormida. Entonces fue hasta su puerta y la entornó silenciosamente. Escuchó el rítmico murmullo de su respiración. Luego encendió la luz de la sala de estar, para verla mejor. De haberse despertado Mabel, siempre hubiera podido hacerle creer que estaba buscando el cuarto de baño, pero la mujer dormía profundamente, con la mano izquierda entre las piernas y la derecha cruzada sobre los desnudos pechos. El hombre cerró la puerta, fue al teléfono y marcó un número.

—Póngame con Barry Waterfield, por favor —dijo cuando le contestaron.

Una soñolienta voz de hombre dijo:

—Ya es muy tarde para llamar a los huéspedes. Telefonee por la mañana.

—Acabo de llegar a la ciudad —dijo Deke—. Voy a estar aquí muy poco tiempo; a las seis menos cuarto salgo para Atlanta. Tengo un importante mensaje para él, y la cosa no puede esperar.

—Un momento —replicó la voz.

Al fin, al otro extremo del hilo sonó otra voz, destemplada y suspicaz:

—¿Quién es?

—Deke. —¡Oh!

—Escucha y no digas nada. La Policía anda tras de mí. Estoy escondido en casa de la mujer de ese chico, John Hill, el que se han cargado esta noche. —Dio el número de teléfono y la dirección—. Nadie sabe que estoy aquí. Y no me llames a no ser que sea totalmente necesario. Si contesta ella, dile que te llamas James. Yo ya le daré instrucciones. No te dejes ver en todo el día. Ahora, cuelga.

Deke oyó el «clic» al ser interrumpida la comunicación, y luego quedó atento para averiguar si la línea estaba intervenida. Una vez tranquilizado, colgó y fue a meterse en la cama. Apagó la luz y permaneció echado de espaldas. En su cerebro se arremolinaban mil pensamientos distintos. Al fin logró olvidarse de todos ellos y pudo conciliar el sueño.

Soñó que, presa del pánico, atravesaba corriendo un negro bosque y que, de repente, veía la luna a través de los árboles, unos árboles con forma de mujer y con pechos que colgaban como cocos. De pronto caía en un agujero, un lugar cálido en el que experimentaba una indecible sensación de placer, un exquisito éxtasis…

—¡Oh, reverendo O’Malley! —gritó Mabel.

Su cuerpo se recortaba contra la luz del dormitorio. La mujer temblaba violentamente y tenía el rostro bañado en lágrimas.

O’Malley sufrió tal conmoción al presentarse la mujer de aquella forma después de su sueño, que saltó de la cama y rodeó el cuerpo de Mabel con sus brazos, preguntándose si, mientras dormía, la habría atacado. Mientras ella sollozaba histéricamente, Deke notaba bajo la mano los estremecimientos de la carne cálida y firme.

—Oh, reverendo O’Malley, he tenido un sueño espantoso.

—Vamos, vamos —la calmó él, atrayéndola hacia sí—. Los sueños no significan nada.

Ella se apartó y fue a sentarse sobre la cama del hombre, con la cara oculta entre las manos.

—Oh, reverendo O’Malley, he soñado que estaba usted terriblemente herido y que cuando yo acudía a auxiliarle, usted me miraba como si le hubiese traicionado.

Él tomó asiento junto a ella y comenzó a acariciarle suavemente el brazo.

—Yo nunca pensaría que usted pudiera traicionarme —la consoló, frotando aún con la mano la suave y desnuda piel del brazo de Mabel. «Después de cien caricias, no hay mujer que se resista», se dijo, y continuó—: Tengo plena confianza en usted. Nunca podrá significar ningún daño para mí. Usted siempre me aportará alegría y felicidad.

—Oh, reverendo O’Malley, me siento tan poco merecedora… —protestó ella.

Suavemente, continuando aún con las caricias, Deke la empujó hacia atrás y dijo:

—Ahora, échese e intente olvidar ese tonto sueño. Si me ocurre algo malo, será porque esa es la voluntad de Dios. Todos debemos someternos a la voluntad de Dios. Ahora, repita conmigo: Si algo malo le ocurre al reverendo O’Malley, será que esa es la voluntad de Dios.

—Si algo malo le ocurre al reverendo O’Malley, será que esa es la voluntad de Dios —repitió ella, obediente, en voz baja.

—Todos debemos someternos a la voluntad de Dios.

—Todos debemos someternos a la voluntad de Dios.