5

Cuando salieron a la calle, la lluvia había cesado y la gente estaba de nuevo en las húmedas aceras, vagabundeando sin rumbo fijo, como tratando de encontrar lo que pudiera haber caído del cielo con la lluvia. Los dos detectives recorrieron un par de travesías, hasta llegar adonde habían aparcado su pequeño y maltratado sedán negro provisto de un motor reformado. La lluvia había dejado el coche mucho más limpio.

—Tendrás que tomarte las cosas con más calma, Ed —dijo Grave Digger—. Un segundo más y te la hubieras cargado.

Coffin Ed se quitó el pañuelo de la nariz y vio que ya no sangraba. Sin responder, entró en el coche. Se sentía culpable de haber estado a punto de meter en un lío a Digger, pero, por lo que se refería a él, la cosa le hubiera tenido sin cuidado.

Grave Digger comprendió. Desde que el matón echó ácido en su cara, Coffin Ed era absolutamente intolerante con los delincuentes. Estallaba con excesiva rapidez, y en sus accesos de furor resultaba muy peligroso. «Pero, cuernos… —pensó Digger—, ¿qué puede uno esperar? Los criminales de color no sienten el menor respeto hacia los policías negros, a no ser que se les arree fuerte o se les despache de un tiro.» Lo único que esperaba era que los tipos con los que tenían que lidiar ahora no se pasasen de listos.

Las camionetas seguían en los mismos sitios donde se estrellaron, vigiladas por policías de uniforme y rodeadas por la morbosa multitud habitual. Coffin Ed y Grave Digger siguieron hasta el lugar donde se encontraban los cadáveres. Allí encontraron al sargento Wiley, de Homicidios, junto al cadáver del falso detective y hablando con un sargento de la comisaría. Wiley era un hombre callado, de cabellos grises y con aspecto de profesor universitario. Llevaba un oscuro traje de verano y parecía aburrido.

—Todo está listo —les dijo—. Sólo esperamos que venga la ambulancia para llevarse a los muertos. —Señalando hacia el cadáver, preguntó—: ¿Le conocen?

Los dos hombres lo examinaron cuidadosamente.

—Debe de ser de fuera de la ciudad, ¿no, Ed? —dijo Grave Digger.

Coffin Ed asintió.

El sargento Wiley les informó sumariamente: El muerto no llevaba ninguna identificación auténtica; sólo unas credenciales falsificadas de la oficina del fiscal y una placa de la central no más auténtica. Había sido un tipo grandote, pero ahora, sobre la húmeda calle, parecía pequeño, desamparado y muy muerto.

Siguieron adelante y fueron a echar un vistazo al otro cadáver. Coffin Ed y su compañero cambiaron miradas.

Wiley lo observó.

—Fue atropellado por el camión de reparto —dijo—. ¿Les dice algo?

—No —respondió Grave Digger—. El tipo era un simple ratero. Debió de atravesarse en el camino de la furgoneta, eso es todo. Su verdadero nombre era Early Gibson, pero le llamaban Early Riser[3]. Casi siempre trabajaba con un cómplice. Trataremos de encontrar a su compinche. Tal vez él nos dé una pista.

—Estoy seguro de que no encontraremos otra —añadió Coffin Ed.

—Buscad al socio —dijo Wiley—, y comunicadme lo que averigüéis.

—Vamos a echar un vistazo a los furgones.

—De acuerdo, aquí poco más hay que ver. Interrogamos al chófer del camión que se estrelló contra la camioneta blindada y le dejamos ir. Lo único que sabía era el aspecto de los tres tipos, y de eso ya estábamos enterados.

—¿Algún otro testigo? —preguntó Grave Digger.

—¡Cuerno! Ya conocéis a esta gente, Jones. Todos son ciegos como topos.

—¿Y qué esperas de gente que es invisible? —replicó, ásperamente, Coffin Ed.

Wiley hizo caso omiso del comentario.

—Por cierto —dijo—, que esas camionetas están reformadas. El furgón blindado tiene un viejo motor de «Cadillac», y el de reparto, el de un «Chrysler 300». Ya he anotado las matrículas y ordenado que se haga una investigación. No tenéis que preocuparos por eso.

Dejaron al sargento Wiley a la espera de la ambulancia y fueron a examinar los vehículos. La carrocería del camión blindado había sido montada sobre el chasis de un «Cadillac» modelo 1957, pero eso no les dijo nada. El motor «Chrysler» montado en el furgón de reparto podía ser investigado. Anotaron los números de licencia y de motor, por si era posible encontrar algún garaje que lo hubiera atendido, aunque ambos sabían lo poco probable que era eso.

El grupo de curiosos comenzaba ya a disolverse. Los agentes que vigilaban los restos de los vehículos mientras llegaban las grúas de la Policía a recogerlos, parecían sumamente aburridos. La lluvia, lejos de atenuar el calor, había cargado aún más el ambiente. Bajo sus húmedas ropas los dos detectives notaban correr el sudor.

Se hacía tarde y ambos estaban impacientes por ponerse sobre la pista de Deke, pero, como no querían que se les pasase nada por alto, con sus linternas examinaron el camión por dentro y por fuera.

En la carrocería se leía la inscripción: «Hermanos Frey, Inc. Carnes selectas, Calle 118, 173 Oeste.» Pero estaban seguros de que en esa dirección no había una compañía cárnica ni nada que se le pareciera.

De pronto, Coffin Ed, que examinaba el interior del vehículo, dijo:

—Mira esto.

Por el tono de su voz, Grave Digger, aun antes de mirar, comprendió que se trataba de algo interesante.

—Algodón —dijo.

Él y Coffin Ed se miraron, intrigados.

Enganchadas en una arista de la parte interior de la carrocería, se veían varias guedejas de algodón. Los dos detectives entraron en el furgón y las examinaron cuidadosamente.

—En bruto —comentó Grave Digger—. Hace mucho tiempo que no veía algodón así.

—¡Qué diablos! Nunca lo has visto. Naciste en Nueva York y aquí has pasado toda tu vida. Grave Digger sonrió.

—Fue mientras estaba en la escuela secundaria. Estudiábamos los productos agrícolas de Norteamérica.

—¿Para qué puede querer algodón una compañía de carnes?

—¡Cuerno! Por la forma en que está reformado este furgón, podría pensarse que la carne se puede estropear camino de la tienda… si uno está o bastante chalado para creerlo.

—Algodón —masculló Coffin Ed—. Un montón de bandidos blancos y algodón… en Harlem. Átame esa mosca por el rabo.

—Dejemos el problema a los de las huellas y a los demás expertos —dijo Grave Digger, saltando a la calle—. Algo hay seguro: no voy a pasarme toda la noche buscando un mugriento fardo de algodón… ni tampoco a un recolector de algodón.

—Vamos a buscar al socio de Early Riser —decidió Coffin Ed, siguiendo a su amigo.

Grave Digger y Coffin Ed eran hombres prácticos. Se daban cuenta de que no tenían ningún sexto sentido. Por eso contaban con soplones en todos los niveles de la vida: criminales, hombres honrados y vagabundos. Los dos detectives tenían muy bien organizadas las horas y lugares para entrevistarse con sus informadores; ningún soplón conocía a los otros, y sólo unos cuantos que lo eran realmente eran conocidos como tales por los demás. Pero, sin ellos, la mayor parte de los crímenes quedarían impunes.

Comenzaron a establecer contacto con sus soplones, aunque sólo con los que pertenecían al circuito de los pequeños robos. Grave Digger y Coffin Ed sabían que no les sería posible dar con el paradero de Deke mediante chivatos; al menos, no aquella noche. Pero tal vez pudieran encontrar a un testigo que vio cómo se iban los asaltantes blancos.

Se detuvieron primero en el «Big Wilt’s Small’s Paradise Inn», en la esquina de la Calle 135 y la Séptima Avenida, y se instalaron un momento frente a la barra circular. Se tomaron dos whiskies cada uno y charlaron sobre el golpe.

Los taburetes de la barra y las mesas circundantes estaban ocupados por gentes de variados colores y ocupaciones, vistosamente vestidas y que podían pagar el precio del aire acondicionado y las sonrisas profesionales de las llamativas camareras que atendían el bar. El grueso encargado negro les indicó por señas que las bebidas iban por cuenta de la casa y los dos detectives aceptaron; podían permitirse aceptar invitaciones en «Small’s»: era un local decente.

Luego se dirigieron hacia la parte trasera y se situaron junto a la orquesta, observando cómo las parejas blancas y negras bailaban el twist en el cabaret. Las trompetas hablaban y los saxos les respondían.

—Escucha eso —dijo Grave Digger, cuando el saxo inició un frenético solo—. Los cuerpos hablan por debajo de las ropas, ¿verdad?

Los otros dos saxos corearon al primero, aunque en un tono más bajo, mientras, como fondo, seguía el ritmo.

—En algún lugar de esta jungla están todas las soluciones —comentó Coffin Ed—. Con sólo que pudiéramos encontrarlas…

—Sí, es como cuando las calles tratan de hablar en un lenguaje que nunca hemos oído. Pero ellas tampoco pueden expresarse.

—No —dijo Coffin Ed—. A no ser que exista un alfabeto para la emoción.

—La emoción que proviene de la experiencia. Si pudiéramos entender esos idiomas, solucionaríamos todos los crímenes del mundo.

—Vámonos —dijo Coffin Ed—. El jazz me dice demasiadas cosas.

—No es lo que dice, sino que uno no puede hacer nada acerca de ello —convino Grave Digger.

Dejaron a las parejas blancas y negras entregadas a sus frenéticos movimientos al ritmo del jazz y volvieron a su coche.

—La vida sería estupenda si no existiesen criminales —comentó Grave Digger, acomodándose tras el volante.

—No tienes ni que decirlo, Digger: criminales por arriba y criminales por abajo.

Torcieron por la Calle 132, cerca de los nuevos grupos de viviendas, y aparcaron en el punto más oscuro de la travesía. Grave Digger apagó el motor y las luces y luego quedaron a la espera.

El soplón llegó al cabo de unos diez minutos. Era el chulo de cabellos brillantes, camisa blanca de seda y pantalones verdes, también de seda, que había permanecido sentado junto a ellos en el bar, vuelto de espaldas y hablando con una rubia de bronceada piel. Abrió la puerta rápidamente y se colocó en el asiento posterior.

Coffin Ed se volvió hacia él.

—¿Conoces a Early Riser?

—Sí. Es un ladrón, pero, que yo sepa, no ha dado ningún golpe últimamente.

—¿Con quién trabaja?

—¿Con quién? Siempre he oído decir que trabajaba solo.

—Esfuérzate en recordar —dijo Grave Digger secamente, sin volverse.

—No lo sé, jefe. Es la pura verdad. Lo juro por Dios.

—¿Te has enterado del golpe de la Calle 137? —continuó Coffin Ed.

—Algo he oído, pero no fui a husmear. Me dijeron que el sindicato robó a Deke O’Hara cerca de cien de los grandes que acababa de reunir con su asunto del regreso a África.

Aquello sonaba de forma bastante convincente; así que Coffin Ed se limitó a decir, antes de dejar marchar al soplón:

—De acuerdo. Haz averiguaciones sobre Early Riser.

—Probemos la parte baja de la Octava —propuso luego Grave Digger—. Early parecía toxicómano.

—Sí, noté los indicios —asintió Coffin Ed.

Su siguiente parada fue en un bar para negros en la Octava Avenida, cerca del cruce con la Calle 112. Aquel era el barrio de los viciosos sin dinero, de los alcohólicos, los delincuentes habituales, la escoria de Harlem; el fin del camino para las golfas, el infierno para los pobres trabajadores honrados y un campo abonado para el crimen. Prostitutas de ojos inexpresivos permanecían en las esquinas, cambiando obscenidades con vagabundos borrachos. Ladrones y atracadores se escondían en los sombríos portales, esperando que apareciera alguien a quien esquilar; pero, aparte de ellos mismos, no había nadie. Por las sucias calles sembradas de vegetales descompuestos, desperdicios sin recoger, abollados cubos de basura, cristales rotos y excrementos, corrían los niños, esquivándose y escondiéndose. Y Dios les ayudara si eran atrapados. En las escalinatas de las casas, indiferentes madres hablaban de sus hombres, sus empleos, su pobreza, su hambre, sus deudas, sus dioses, sus religiones, sus predicadores, sus hijos, sus enfermedades y padecimientos, su mala suerte en la lotería y de la maldad de la gente blanca. Trabajadores dominados por un ciego rencor recorrían las aceras, jurando entre dientes, maldiciendo la idea de llegar a sus asfixiantes cuchitriles, pero sin tener ningún otro lugar adonde ir.

—Lo único que desearía es ser Dios por un cochino segundo —dijo Grave Digger, con voz embotada por la ira.

—Ya —replicó Coffin Ed—. Cubrirías de asfalto toda la puerca faz de la tierra y convertirías a todos los blancos en cerdos.

—Pero no soy Dios —concluyó Grave Digger, al tiempo que entraban en el bar.

Los taburetes de frente a la barra estaban ocupados por viejas borrachas, hombres desastrados, golfas viejas afanándose sobre cansados obreros que trataban de reanimarse bebiendo infectos licores. En las mesas, los que ya estaban borrachos del todo dormían con la cabeza sobre los brazos.

Nadie reconoció a los dos detectives. Una ola de vaga atención recorrió el local; todos pensaron que acababa de entrar dinero fresco. Esta repentina avidez fue inexplicablemente comunicada a los durmientes borrachos, que se agitaron en sueños y despertaron, esperando el momento de ponerse en pie y gorronear otro trago.

Grave Digger y Coffin Ed se recostaron contra la barra, esperando a que uno de los dos corpulentos camareros les atendiera.

Coffin Ed señaló un letrero que había sobre la barra.

—¿Crees que eso será cierto?

Grave Digger levantó la cabeza y leyó: ¡AQUÍ NO SE SIRVE A LOS VAGABUNDOS!

—¿Y por qué no? —dijo—. Con lo tronados y sin dinero que andan por ahí los vagabundos, no creo que tengan dinero para whisky.

Uno de los camareros, calvo y con hombros de leñador, se acercó.

—¿Qué va a ser, caballeros?

Irónicamente, Coffin Ed preguntó:

—¿Esperas a algún caballero por aquí?

El otro no tenía sentido del humor.

—Todos mis clientes son caballeros —dijo.

—Dos whiskies con hielo —pidió Grave Digger.

—Dobles —añadió Coffin Ed.

El camarero los sirvió con la meliflua cortesía que reservaba a los parroquianos con dinero. Marcó la consumición en la registradora y, con una palmada, dejó el cambio sobre el mostrador. Ante la propina de cincuenta centavos, sus ojos relucieron.

—Gracias, caballeros —dijo y se dirigió hacia el otro extremo de la barra, guiñando el ojo a una frescachona mulata vestida con un ceñidísimo traje rojo que estaba al fondo del local.

La golfa, como quien no quiere la cosa, se separó del reacio tipo al que estaba tratando de conquistar y se dirigió hacia la parte delantera de la taberna. Sin ningún preámbulo se colocó entre Grave Digger y Coffin Ed y pasó un desnudo y amarillento brazo sobre los hombros de cada uno. La mujer olía a sobacos sucios bañados en perfume barato y a cama deshecha.

—¿Os apetece una chica? —preguntó, repartiendo equitativamente su aliento a licor rancio entre los dos detectives.

—¿Dónde hay una chica por aquí? —preguntó Coffin Ed.

La golfa le quitó el brazo del hombro y concentró toda su atención en Grave Digger. En el local, todos habían advertido la clarísima maniobra y esperaban ansiosamente el resultado.

—Luego —dijo Grave Digger—. Primero tengo que decirle algo al ayudante de Early Riser.

Los ojos de la mujer relampaguearon.

—¡Qué narices! Loboy no es el ayudante, sino el jefe.

—Ayudante o jefe, tengo que hablarle.

—Ocúpate primero de mí, cariño. Yo le daré el recado.

—No. Los negocios primero.

—No seas así, hermoso —dijo ella, acariciándole la pierna—. No hay mejor rato que el que se pasa en la cama. —Le deslizó una mano por las costillas, como prometiéndole horas de placer. Sus dedos tocaron algo duro; quedaron rígidos, se detuvieron y la mujer palpó claramente el gran revólver del 38 enfundado en la sobaquera. Apartó la mano como si hubiese tocado algo al rojo vivo; todo su cuerpo se crispó, sus ojos se desorbitaron y sobre el fláccido rostro parecieron caer veinte años de golpe—. ¿Sois del sindicato? —preguntó en un entrecortado susurro.

Grave Digger sacó una cartera del bolsillo derecho de su chaqueta y la abrió. La placa brilló bajo la luz.

—No, de la Policía.

Coffin Ed miró fijamente a los dos camareros.

Todos les observaban en tensión. La golfa retrocedió aún más; sus labios se separaron como los de una herida.

—¡Dejadme en paz! —casi gritó—. Soy una mujer respetable.

Todas las miradas se clavaron en el fondo de los vasos, como tratando de descubrir allí la solución a todos los problemas del mundo; los oídos se cerraron como puertas de cajas de caudales, las manos se inmovilizaron.

—Te creeré si me dices dónde está —replicó Grave Digger.

Un camarero se movió y la mano de Coffin Ed apareció armada con su revólver. El hombre no volvió a moverse.

—¿Dónde está, quién? —gritó la golfa—. No sé dónde está nadie. Está una aquí, ocupándose de sus propios asuntos, sin molestar a nadie, y os presentáis vosotros y empezáis a meteros conmigo. No soy una criminal, soy una buena feligresa.

La carga de alcohol que la mujer llevaba dentro comenzaba a ponerla histérica.

—Vámonos —dijo Coffin Ed.

Pocos minutos más tarde, uno de los adormilados borrachos se puso trabajosamente en pie y salió del local. Encontró a los dos detectives aparcados entre las negras sombras de la manzana de casuchas de la Calle 113. El tipo entró rápidamente en la parte trasera y se sentó en la oscuridad, como había hecho el otro soplón.

—Creí que estabas borracho, Cousin —dijo Coffin Ed.

Cousin era un viejo de enmarañado y sucio cabello negro y rizado, que comenzaba a encanecer, ojos inexpresivos y oscuros y piel de color y textura de ciruela pasa. Su viejo y raído traje de verano olía a orina, vómitos y excrementos. No era más que un borracho. Parecía inofensivo. Pero, aunque nadie lo hubiera sospechado, era uno de sus soplones más eficaces.

—No, señor, estaba esperando —dijo con voz temblorosa.

—Esperando emborracharte.

—Eso, señor, eso es lo que esperaba.

—¿Conoces a Loboy? —preguntó Grave Digger.

—Sí, señor jefe, le conozco cuando le veo.

—¿Sabes con quién trabaja?

—Casi siempre con Early Riser, jefe. Al menos van juntos cuando dicen que trabajan.

—Roban —le cortó ásperamente Grave Digger—. Arrancan bolsos por el procedimiento del tirón. A las mujeres.

—Sí, señor jefe. Eso es lo que ellos llaman trabajar.

—¿Cuál es su sistema? ¿Arrancar el bolso y correr, o emplean la violencia?

—Lo único que sé es lo que he oído, jefe. Ellos dicen que emplean el «sueño milagroso».

—«¡Sueño milagroso!» ¿Qué es eso?

—Los chicos dicen que es un invento suyo. Escogen a una de sus beatas que llevan el dinero entre las piernas. Loboy la atonta, como las serpientes atontan a los pájaros, contándole su sueño milagroso, y mientras, Early Riser se arrodilla tras ella y le corta la parte de atrás de la falda para quitarle la bolsa del dinero. No les debe de ir mal del todo.

—Vivir para ver —dijo Coffin Ed.

Grave Digger preguntó:

—¿Has visto a alguno de ellos esta noche?

—A Loboy. Le vi hace cosa de una hora. Parecía muy excitado. Entró en Hijenks a ponerse una inyección de droga y cuando salió se detuvo en el bar para tomarse un vaso de vino dulce. Luego se fue a toda prisa. Parecía muy preocupado.

—¿Dónde vive Loboy?

—No lo sé, jefe; en algún sitio de por aquí. Hijenks debe de saberlo.

—¿Qué hay de esa golfa que habla como si el tipo le perteneciera?

—Estaba sólo dándose pote, jefe, tratando de subir el precio. Loboy consigue de vez en cuando una chica blanca.

—Bien. ¿Dónde podemos encontrar a Hijenks?

—En la esquina de abajo, jefe. Atraviese el bar y llegará a una puerta que dice: «Lavabos.» Siga adelante y verá otra en la que pone: «Retrete.» Entre y verá un clavo del que cuelga un trapo. Tire dos veces del clavo, luego una, luego tres, y en la parte de atrás del retrete se abrirá una puerta invisible. Suba luego unas escaleras y llegará a otra puerta. Dé tres golpes, luego uno y luego dos.

—¿Todo eso? Este Hijenks debe de ser una conexión[4].

—Lo único que sé es que tiene una galería de tiro[5].

—Bien, Cousin, toma estos cinco dólares, emborráchate y olvida todo lo que te hemos preguntado —dijo Coffin Ed, pasándole un billete.

—Dios le bendiga, jefe, Dios le bendiga. —Cousin se removió entre las sombras, escondiendo el billete entre sus ropas; luego, con su temblorosa voz, dijo—: Tengan cuidado, jefes, tengan cuidado.

—O lo tenemos, o nos morimos —replicó Grave Digger.

Cousin rio entre dientes, salió del coche y se perdió entre las sombras.

—Va a haber un montón de problemas —dijo Grave Digger—. Espero que merezcan la pena.