Cuando Grave Digger y Coffin Ed llegaron al solar en que se había celebrado la reunión del movimiento de «Regreso a África», lo encontraron cerrado por un cordón policial en el interior del cual la desolada gente de color, rodeada por agentes, permanecía indefensa bajo la lluvia. El coche patrulla continuaba humeando sobre el agujero lleno de carbones, y los policías blancos, enfundados en sus impermeables negros, tenían un aspecto amenazador y hostil, El rostro de Coffin Ed, corroído por el ácido, comenzó a moverse a impulsos de un tic, y la ira dilató las venas en el cuello de Grave Digger.
El cadáver del joven agente reclutador yacía boca arriba bajo la lluvia, esperando a que llegara el forense y certificase su defunción para que los hombres de Homicidios pudieran comenzar su investigación. Pero los de Homicidios no habían llegado y nada se había hecho aún.
Grave Digger y Coffin Ed se acercaron al cadáver y contemplaron lo que quedaba de lo que, unos minutos antes, había sido un joven rostro negro animado por la esperanza. En aquellos momentos, los dos detectives participaban de los mismos sentimientos que el resto de las indefensas gentes de color que aguantaban en pie bajo la lluvia.
—Lástima que no se cargaran a O’Malley en vez de a este chico —dijo Grave Digger.
Del sombrero le caían gotas de lluvia sobre el arrugado traje negro.
—Esto es lo que ocurre cuando los policías tratan con suavidad a los delincuentes —comentó Coffin Ed.
—Sí, ya sabemos que el culpable de que le mataran fue O’Malley, pero nuestra misión es averiguar quién apretó el gatillo. Se acercaron al grupo de gente.
—¿Quién es el responsable aquí? —preguntó Digger.
El joven reclutador que quedaba se adelantó. Iba sin sombrero y su solemne rostro negro brillaba bajo la lluvia.
—Supongo que yo; los demás se han ido.
Los tres se retiraron a un lado y el joven les contó lo ocurrido tal como él lo había visto. La descripción no resultó de mucha ayuda.
—Toda la organización estaba aquí —explicó el muchacho—. El reverendo O’Malley, las dos secretarias, yo y John Hill, el que fue asesinado. Había otros voluntarios, pero nosotros constituíamos el equipo.
—¿Y qué hay de los guardas?
—¿Los del camión blindado? Vinieron con el vehículo. Los envió el Banco.
—¿Qué Banco?
—El Banco Africano, de Washington D. C.
Los detectives cambiaron miradas, pero sin hacer ningún comentario.
—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó Grave Digger.
—Bill Davis.
—¿Hasta qué curso llegaste en el colegio?
—Fui a la Universidad, señor. En Greensboro, Carolina del Norte.
—¿Y sigues creyendo en el diablo? —inquirió Coffin Ed.
—Déjale en paz —intervino Grave Digger—. Nos ha dicho lo que sabe. —Volvióse hacia Bill y le preguntó—: ¿Y esos dos detectives de color de la oficina del fiscal? ¿Les conocías?
—No les había visto nunca. Al principio, sospeché de ellos. Pero el reverendo O’Malley no pareció preocupado, y era él quien tomaba las decisiones.
—¿No pareció preocupado? —repitió Grave Digger, como un eco—. ¿Sospechaste que pudiera ser una estratagema?
—¿Cómo?
—¿Se te ocurrió la posibilidad de que estuviesen conchabados con O’Malley para ayudarle a escapar con el dinero?
Al principio, el joven no comprendió. Luego pareció dolido.
—¿Cómo se le puede ocurrir eso, señor? El reverendo O’Malley es absolutamente honesto. Vive consagrado a su tarea. Coffin Ed suspiró.
—¿Has visto alguna vez los barcos que, según él dice, van a llevaros a África? —preguntó Grave Digger.
—No, pero todos nosotros hemos leído la correspondencia con la compañía naviera, la «Línea Afro-Asiática», que se refiere al arriendo por un año que el reverendo ha negociado.
—¿Cuánto pagó?
—Se trataba de un arreglo per cápita; iba a pagar cien dólares por persona. No creo que los barcos sean tan grandes como parecen en esos dibujos, pero íbamos a llenarlos totalmente.
—¿Cuánto dinero habían reunido?
—Ochenta y siete mil dólares de los…, bueno…, de los que se inscribían, pero habíamos conseguido ingresos por otras fuentes, como las reuniones religiosas y lo de la venta de costillas, por ejemplo.
—¿Y esos cuatro blancos del camión de reparto se lo llevaron todo?
—Pues no. Sólo los ochenta y siete mil que habíamos recogido esta noche. Pero no eran cuatro, sino cinco. Uno permaneció dentro del camión, detrás de una barrera.
Los dos detectives se pusieron alerta.
—¿Qué clase de barrera? —preguntó Grave Digger.
—No lo sé exactamente. No pude ver bien el interior del vehículo. Sin embargo, parecía una especie de caja cubierta de arpillera.
—¿Qué compañía les suministraba la carne? —quiso saber Coffin Ed.
—No puedo decírselo, señor. Eso no formaba parte de mis obligaciones. Tendrá que preguntar al chef.
Mandaron a buscarlo. Cuando se presentó, el cocinero se encontraba empapado y cubierto de lodo. Su gorro blanco, torcido, parecía un harapo. El hombre estaba furioso con todos; con los bandidos, con la lluvia y con el coche de la Policía que había caído en el agujero del carbón. Tenía los ojos enrojecidos y, al ser preguntado por lo de la compañía de suministros, se tomó la cosa como un insulto personal.
—No sé por dónde pasaron las costillas después de salir del puerco. Me contrataron exclusivamente para cocinarlas. Ni tengo nada que ver con esos tipos blancos, ni sé cuántos de ellos había. Sólo sé que eran demasiados.
—Como no le dejes marcharse —dijo Coffin Ed—, muy pronto nos dirá que ni siquiera estuvo aquí.
Grave Digger anotó la dirección oficial de O’Malley, que ya conocía, y luego, como última pregunta, formuló la siguiente a Bill:
—¿Cuál era vuestra conexión con el auténtico movimiento de «Regreso a África», el que dirige Mister Michaux?
—Absolutamente ninguna. El reverendo O’Malley no tenía nada que ver con el grupo de Mr. Michaux. En realidad, ni siquiera le gustaba Lewis Michaux; no creo que nunca hubiese hablado con él.
—¿Y no se te ocurrió que quizá fuera Mr. Michaux el que no quisiera saber nada del Reverendo O’Malley? ¿Nunca pensaste que tal vez el hombre supiera algo de vuestro líder que le hiciera desconfiar de él?
—No creo que ocurriese nada de eso —afirmó Bill—. ¿Qué razón podía tener para desconfiar de O’Malley? Me parece que lo único que pasaba era que le tenía envidia. El reverendo opinaba que Michaux era demasiado lento, que no había razón para esperar más. Ya hemos aguardado bastante.
—¿Y tú también ibas a volver a África?
—Sí, señor, y aún pienso hacerlo; tan pronto como recuperemos el dinero. Ustedes nos lo devolverán, ¿verdad?
—Hijo, si no lo hacemos se va a organizar un follón tan grande que nos mandarán a todos a África.
—Y, además, gratis —añadió, torvamente, Coffin Ed.
El joven les dio las gracias y volvió a su lugar entre los demás, bajo la lluvia.
—Bueno, Ed, ¿qué piensas de todo esto? —preguntó Grave Digger.
—Hay algo seguro: no fue el sindicato quien dio este golpe. Al menos, no fue el sindicato del crimen.
—¿Y qué otros sindicatos existen?
—No me lo preguntes a mí. Yo no soy el FBI.
Permanecieron unos momentos en silencio, bajo la lluvia, pensando en las ochenta y siete familias que habían invertido mil dólares en un sueño. Ambos sabían que aquellas gentes habían logrado reunir el dinero a costa de grandes sacrificios. Para muchos, la cantidad representaba los ahorros de toda una vida. Para la mayoría, era el producto de largas horas de labor en los trabajos más duros. Ninguno de ellos podía permitirse el lujo de perder tal suma de dinero.
Los detectives no consideraban que aquellas víctimas fueran unos estúpidos ni unos primos. Eran gentes que buscaban un hogar, lo mismo que los inmigrantes del Mayflower. Harlem es la ciudad de los sin hogar. Aquellas gentes habían abandonado el Sur porque nunca pudieron considerarlo su casa. Muchos fueron mandados al Norte por los blancos del Sur como represalia por las leyes antisegregacionistas. Otros habían llegado allí creyendo que el Norte era mejor. En toda Norteamérica no habían podido encontrar nada que mereciese tal nombre. Por eso miraban hacia el otro lado del mar, hacia África, donde otros negros eran los dirigidos y los dirigentes. Consideraban a África como un enorme país libre al que ellos podían llamar orgullosamente hogar, pues allí estaban enterrados los huesos de sus antecesores, allí yacían las raíces de sus familias, y sus habitantes eran descendientes de aquellos mismos antepasados, lo cual les emparentaba con vínculos de raza y de sangre. Todos necesitaban creer en algo; y los hombres blancos de Norteamérica no les habían dejado nada en lo que creer. Pero eso no hacía que un negro fuese menos criminal que un blanco; y los dos detectives tenían que encontrar a los atracadores que robaron el dinero, fueran blancos o negros.
—De todas maneras, lo primero que hay que hacer es encontrar a Deke —dijo Grave Digger, expresando en voz alta los pensamientos de ambos—. Aunque él no sea responsable de este golpe, estoy seguro de que sabe quién lo ha dado.
—Le conviene que así sea —comentó, torvamente, Coffin Ed.
Pero Deke no sabía más que ellos. Había trabajado mucho tiempo para montar su organización, y los gastos habían sido importantes. Al principio había recurrido a la Iglesia para esconderse del sindicato, suponiendo que si se convertía en predicador y utilizaba el dinero de los donativos con fines sociales, el sindicato se lo pensaría dos veces ames de acabar con él.
Pero los miembros del sindicato no habían mostrado el más mínimo interés por él. Eso preocupó durante algún tiempo a Deke, hasta que comprendió que lo que ocurría era, simplemente, que el sindicato no deseaba verse envuelto en el problema racial; él ya no podía perjudicarles más de lo que ya les había perjudicado; por eso le dejaron dedicarse a sus hermanos de raza.
Entonces, leyendo una biografía de Marcus Garvey, el negro que organizara el primer movimiento de «Regreso a África», se le ocurrió organizar él uno similar. Se decía que Garvey logró reunir más de un millón de dólares. Fue a parar a la cárcel, pero la mayor parte de sus seguidores habían asegurado que el hombre era inocente y que seguían creyendo en él. Lo importante no era que fuese o no inocente; lo que interesaba a Deke era el hecho de que sus seguidores hubieran continuado teniendo fe en él. Ese era el genio del embaucador: hacer que los primos siguieran creyendo en él.
Así que inició su propio movimiento de «Regreso a África», con la única diferencia de que, cuando él consiguiese su millón, cortaría por lo sano y se largaría a África. Había oído decir que, en ciertos lugares del continente negro, un hombre con dinero podía vivir muy bien. La forma en que lo había planeado era que dos pistoleros, haciéndose pasar por detectives, se hicieran cargo del dinero a medida que él iba recaudándolo; de esa forma no sería necesario ingresarlo en un Banco y siempre lo tendría a mano.
No sabía en qué lugar encajaban aquellos atracadores blancos. Al principio creyó que eran pistoleros del sindicato. Por eso se había escondido debajo de la mesa. Pero, al darse cuenta de que sólo iban a por el dinero, comprendió que se trataba de otra cosa. Por eso había decidido perseguirles y recuperar lo robado.
Pero cuando al fin alcanzó la camioneta de reparto de carnes, los hombres blancos habían desaparecido. Quizás eso fuera lo mejor, porque para entonces él, de todos modos, estaba ya sin protección. Ninguno de sus guardas resultó seriamente herido, pero había perdido a uno de sus detectives. La destrozada furgoneta no le dio ninguna pista, y el conductor del camión con el que habían chocado no les dejó en paz ni un momento.
Como no contaban con mucho tiempo, dijo a sus hombres que se separasen y se reunieran todos los días, a las tres de la madrugada, en la trasera de unos billares de la Octava Avenida. Él personalmente se pondría en contacto con el otro detective.
—Tengo que averiguar dónde está ese tipo —dijo.
Deke llevaba encima el suficiente dinero para arreglarse de momento: más de quinientos dólares. Y, en un Banco de los que permanecían abiertos toda la noche, tenía, bajo un nombre falso, una cuenta de cinco mil dólares, por si las cosas se ponían feas y tenía que escapar rápidamente. Pero aún no sabía dónde iniciar la búsqueda de sus ochenta y siete grandes. Ya se presentaría alguna pista. Estaba en Harlem, donde todos los negros odiaban a los blancos, y alguien le diría algo. Lo que más le preocupaba era la cantidad de cosas de las que la Policía pudiese estar enterada. Sabía que, en cualquier caso, y debido a sus antecedentes, la Justicia sería muy dura con él; también comprendía que, si deseaba recuperar su dinero, sería mejor que permaneciese lejos de los representantes de la ley.
Sin embargo, lo primero que tenía que hacer era pasarse por su casa. Necesitaba la pistola; además, allí había escondidos ciertos documentos —la falsa correspondencia con la compañía naviera y las falsas credenciales del movimiento de «Regreso a África»— que le mandarían de nuevo a prisión.
Con el pretexto de ir a telefonear a la Policía, bajó por la Séptima Avenida hasta el bar «Small’s» y allí, sin llamar la atención, cogió un taxi. Dijo al chófer que le llevase a la iglesia de San Marcos. Pagó la carrera y subió la escalinata. Como había esperado, la puerta de la iglesia estaba cerrada, pero desde las sombras podía observar la entrada del edificio de apartamentos «Dorrence Brooks», en el cual vivía y que se encontraba al otro lado de la calle.
Permaneció mucho rato entre las sombras, vigilando el inmueble. Este se encontraba en la esquina de la Calle 138 con la Avenida San Nicolás, y, desde su posición, Deke dominaba la puerta principal y ambas calles. No se veía ningún coche de aspecto sospechoso, ni autos patrulla, ni limousines del tipo de las que empleaban los gángsters. No observó gente extraña, ni a nadie que le pareciera sospechoso. A través de las puertas acristaladas le era posible ver el vestíbulo, en el que no había un alma. Lo único raro era que estuviera tan condenadamente vacío.
Rodeó la iglesia, entró en el parque que había en la parte oeste de la Avenida San Nicolás y se aproximó al edificio por el otro lado de la calle. Escondido en el parque, junto a un cobertizo de herramientas, disfrutaba de una amplia visión de las ventanas de su apartamento, que se encontraba en el cuarto piso. Las de la sala de estar y el comedor estaban iluminadas. Observó durante largo rato, pero ni una vez cruzó una sombra frente a los rectángulos luminosos. Poco a poco, la lluvia iba empapando a Deke.
Su sexto sentido le aconsejó telefonear, y hacerlo desde cualquier cabina telefónica de la calle, para que la llamada no pudiera ser localizada. Subió por la calle 145 y telefoneó desde la esquina.
—Diga —contestó su mujer.
A Deke le pareció que su voz sonaba extraña.
—Iris —susurró.
Grave Digger, que permanecía junto a ella, le apretó el brazo con la mano. Ya había instruido a la joven sobre lo que debía decir cuando O’Malley llamase, y la presión sobre el brazo indicaba que la cosa iba en serio.
—¡Oh, Betty! —gritó Iris—. La Policía está aquí, buscando a…
Grave Digger la abofeteó con tal violencia que la mujer fue a dar contra la mesa del centro de la habitación y cayó al suelo sobre las rodillas y las manos; el vestido se le subió, dejando ver unas negras bragas de encaje por encima del color amarillo de sus muslos.
Coffin Ed se acercó a ella. La piel del rostro le temblaba como la tripa de una serpiente puesta al fuego.
—¡Qué cochinamente lista eres…!
Grave Digger, al teléfono, hablaba apresuradamente:
—O’Malley, sólo deseamos cierta información, sólo que…
Pero al otro extremo ya habían colgado.
Cuando marcó el número de la comisaría, su cuello comenzaba a congestionarse. En aquel mismo instante Iris se levantó del suelo con el felino y amenazador movimiento de una pantera y golpeó a Coffin Ed en el rostro, confundiéndole, en su ciega ira, con Grave Digger.
Era una mujer alta, fuerte, de piel amarillenta y buena figura. Nunca llevaba faja y sus contorneantes posaderas suscitaban en todos los hombres ideas amorosas. Tenía el rostro en forma de corazón, con pómulos prominentes, boca grande y pintada de rojo y ojos de largas pestañas, grandes y moteados. Era una mujer de aspecto sensual y tenía treinta y tres años, lo que le concedía experiencia. Pero era fuerte como un buey y el golpe que sacudió en la mejilla de Coffin Ed no pudo ser más contundente.
Obedeciendo a un puro reflejo, el detective se echó para delante y cerró sus dos enormes manazas en torno al cuello de la mujer, doblando su cuerpo hacia atrás.
—¡Calma, hijo, calma! —gritó Grave Digger, comprendiendo al instante que el furor que dominaba a Coffin Ed le impedía oír. Dejó caer el auricular y corrió hacia su amigo. Al llegar junto a él, le golpeó en el cuello con el canto de la mano. Lo hizo justo a tiempo de evitar que estrangulara a la mujer.
Coffin Ed se derrumbó hacia delante, arrastrando a Iris en su caída. Sus manos soltaron la garganta. Grave Digger le levantó por los sobacos y le dejó apoyado contra el sofá, luego cogió a Iris y la depositó sobre un sillón. La mujer tenía los ojos desorbitados por el miedo, y en su garganta se advertían unas señales negras y azules.
Grave Digger se quedó inmóvil, mirándoles, escuchando los frenéticos «clics» del teléfono, pensando: «Ahora sí que estamos listos —y luego, malignamente—: Estas golfas medio blancas…»
Volvió junto al teléfono y pidió a los de la comisaría que localizasen la llamada. Antes de que le diese tiempo a colgar, el teniente Anderson se puso al aparato.
—Jones, tú y Johnson, id a la esquina de la Calle 137 y la Séptima Avenida. Las dos camionetas se han estrellado y todo el mundo ha desaparecido, pero quedan los cuerpos que pueden ser una pista. —Hizo una breve pausa y luego preguntó—: ¿Cómo va todo?
Grave Digger miró la derrumbada figura de Coffin Ed y los relampagueantes ojos de Iris, y dijo:
—Bien, teniente, todo va bien.
—He mandado a un hombre para que la mantenga bajo vigilancia. Llegará ahí en cualquier momento.
—Bien.
—Y recordad mi advertencia: nada de recurrir a la fuerza. Si es posible, que nadie resulte herido.
—No se preocupe, teniente, somos como pastores cuidando de ovejitas recién nacidas.
Anderson colgó.
Coffin se había recuperado y miraba con avergonzada expresión a Grave Digger. Ninguno hizo el más mínimo comentario. Entonces Iris, con voz gutural, dijo:
—Aunque sea la última cosa que haga, conseguiré que os expulsen del Cuerpo, asquerosos polizontes.
Coffin Ed pareció a punto de replicar, pero Grave Digger se le anticipó.
—No te has portado con mucha sensatez, pero tampoco nosotros hemos sido demasiado listos. Así que será mejor que dejemos las cosas como están y empecemos de nuevo.
—¡Narices! —gritó ella—. Entráis en mi casa sin una orden de registro, me amenazáis, me atacáis físicamente, y encima pedís que deje las cosas como están. Debéis de creer que soy imbécil. Aunque yo fuera culpable de asesinato, no saldréis con bien de esto.
—Ochenta y siete familias de color… «como tú y como yo…».
—¡Como yo, no!
—… han perdido los ahorros de toda su vida en este golpe.
—¿Y qué? Vosotros vais a perder vuestros empleos.
—Si cooperas y nos ayudas a recuperar el dinero, recibirás una recompensa del diez por ciento: ocho mil setecientos dólares.
—¿Y qué crees que voy a hacer yo con esa miseria, mugriento polizonte? Para mí, Deke vale diez veces más que eso.
—Ya no. El tipo está atrapado y tú harías mejor colocándote en el lado de los vencedores.
La mujer emitió una breve y áspera risa.
—Ese lado no es el vuestro, patanes.
Luego se puso en pie y fue a colocarse frente a Coffin Ed, que se encontraba sentado en el sofá. De pronto, el puño de Iris salió disparado y golpeó al detective en la nariz. Los ojos del hombre se llenaron de lágrimas y de sus fosas nasales comenzó a brotar sangre. Pero Coffin Ed no se movió.
—Ya estamos en paz —dijo, echando mano a su pañuelo.
Alguien llamó a la puerta, y Grave Digger dejó entrar al detective blanco que había ido a hacerse cargo de su cometido. Los tres mantuvieron su palabra: nadie habló.
—Vamos, Ed —dijo Grave Digger.
Los dos se dirigieron hacia la puerta. Coffin Ed seguía con el pañuelo aplicado sobre la nariz. Antes de salir, Grave Digger se volvió y dijo:
—El mundo da muchas vueltas, preciosa.