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—Y entonces Jesús dijo: «John, en este mundo sólo hay algo peor que una mujer infiel: un hombre infiel.»

—¿Jesús dijo eso? ¡Qué cierto es!

Los dos permanecían en la penumbra, frente a la enorme fachada de ladrillos de la iglesia baptista abisinia. El hombre le contaba a la mujer el sueño que había tenido la noche anterior. En ese sueño, había celebrado una larga conversación con Jesucristo.

El hombre tenía un aspecto vulgar, y llevaba unos tirantes blancos y negros a rayas por encima de una camisa azul de sport y abotonados a unos holgadísimos pantalones oscuros y pasados de moda. Toda su apariencia le retrataba como víctima propiciatoria para una mujer infiel.

De la mujer podía decirse, sólo por la forma en que fruncía los labios, que era una beata. Nada más verla, se advertía que su alma estaba realmente salvada. Iba vestida con una amplia falda negra y una blusa de algodón. Su rostro reflejaba la justa indignación que producía en ella lo que el hombre le estaba contando.

—Entonces yo fui y le pregunté a Jesús quién pecaba más; si mi mujer por irse con ese hombre, o ese hombre por irse con mi mujer, y Jesús dijo: «¿Por qué me preguntas eso, John? No estarás pensando en hacerle nada malo a ninguno de ellos, ¿verdad?» Yo contesté: «No, Jesús, no voy a molestarles, pero ese hombre está casado, igual que mi mujer, y yo no voy a hacerme responsable por lo que pueda ocurrir entre él y su esposa», y Jesús respondió: «No te preocupes, John, las cosas siempre tienen forma de arreglarse.»

Repentinamente, fueron iluminados por un relámpago, el cual también dejó ver a un segundo hombre, que se encontraba de rodillas detrás de la fascinada beata. El individuo sostenía una cuchilla de afeitar entre el pulgar y el índice de la mano derecha, y estaba cortando la parte trasera de la falda con tal cuidado y de forma tan silenciosa, que la mujer no se daba cuenta de nada. Primero, sujetando firmemente el dobladillo con la mano izquierda, el hombre la rasgó hasta el punto donde la prenda comenzaba a tensarse sobre las nalgas. Luego hizo lo mismo con la combinación. Después de lo cual, sosteniendo firme, aunque cuidadosamente, las dos mitades derechas, tanto de la falda como de la combinación, describió un amplio círculo con la hoja de afeitar, rasgando la tela hasta el dobladillo. Con sumo tacto, quitó la sección cortada y la arrojó contra la pared de la iglesia que tenía a su espalda. La maniobra reveló una negra nalga embutida en unas bragas de color de rosa y la desnuda parte trasera de un grueso muslo que asomaba por encima de la arrollada parte superior de una media de rayón. La mujer no se había dado cuenta de nada.

—«Cualquiera que cometa adulterio, sea hombre o mujer, quebranta uno de los mandamientos de mi Padre», dijo Jesús; «Y no importa lo bueno que se haya sido antes» —seguía contando John.

—¡Amén! —exclamó la beata.

Ante el simple pensamiento de tan enorme pecado, sus nalgas comenzaron a estremecerse.

A su espalda, el hombre arrodillado había empezado a rasgar la parte izquierda de la falda, pero el temblor de las posaderas le obligaba a ser muy cauteloso en sus movimientos.

La rasgada sección izquierda de la falda y la combinación quedó en manos del hombre arrodillado.

Ahora, era visible toda la parte inferior de las amplias nalgas embutidas en rosa y la trasera de dos gruesos muslos negros por encima de unas medias de color crema. Los negros muslos se desparramaban en todas direcciones, de forma que, justo debajo de la ingle, donde comenzaba el torso, se formaba un pliegue semejante a unas posaderas de hombre apretadas por un torniquete. Pero sobre aquel pliegue colgaba una bolsa impermeable suspendida por unas bandas elásticas que rodeaban la cintura de la mujer.

Con gran delicadeza, pero seguro toque y firme mano, como si estuviere realizando una complicadísima operación quirúrgica de cerebro, el hombre arrodillado metió la mano entre las piernas de la beata y comenzó a cortar la cinta elástica que sujetaba el bolso.

John se echó hacia delante y tocó a la mujer en el hombro, como haciéndole una espontánea caricia. Con voz sugerente, dijo:

—Pero Jesús me dijo: «Comete todos los adulterios que quieras, John. Sólo que, si lo haces, ya te puedes ir preparando a tostarte en el infierno.»

—¡Ja, ja! —rio la beata—. Te lo decía en broma. Por una vez, Él nos perdonará.

Notó la mano que estaba sacando la bolsa por entre sus piernas. Automáticamente, antes de que le diera tiempo a volverse, la mujer lanzó un golpe hacia atrás, alcanzando en la cara al hombre arrodillado.

—¡Así que tratando de quitarme el dinero, eh, desgraciado! —gritó la mujer, volviéndose hacia el ladrón.

Un relámpago iluminó al hombre, que estaba haciéndose a un lado, y a las bragas bajo las cuales unas enormes posaderas de color rosa temblaban furiosamente. Luego, antes de que se oyera el trueno, la lluvia comenzó a caer.

El ladrón saltó ciegamente hacia la calle. Antes de que la beata pudiera seguirle, una camioneta de reparto de carne que iba a vertiginosa velocidad alcanzó de frente al ladrón, lanzando su cuerpo a diez metros de distancia y atropellándole luego. Al pasar por encima del hombre, el conductor del camión perdió el control. El vehículo fue a parar a la acera y derribó un poste telefónico en la esquina con la Séptima Avenida, patinó sobre el húmedo asfalto y fue a estrellarse contra el parapeto de cemento que rodeaba el parque enclavado en la parte central de la avenida.

Sin importarle las brillantes luces del camión blindado, que se acercaban a ella como dos cometas gemelos, ni la lluvia, que caía torrencialmente, la beata corrió hacia el destrozado cuerpo y cogió el bolso que aún aferraba la muerta mano del hombre.

El chófer del camión blindado vio las nalgas embutidas en rosa pertenecientes a una voluminosa mujer negra inclinada sobre lo que parecía un cadáver yacente en el centro de la calle. El hombre tuvo el convencimiento de que padecía un ataque de delirium tremens. Pero, a aquella velocidad, y sobre el pavimento mojado, el conductor trató desesperadamente de esquivarles, se hallaran o no bajo los efectos de un ataque de alcoholismo. El vehículo patinó y luego comenzó a oscilar, como si bailara el shimmy. Sobre el húmedo asfalto de la Séptima Avenida, los frenos no servían de nada, y la camioneta blindada cruzó patinando la avenida, siendo alcanzada de lado por un enorme camión que se dirigía hacia el Sur.

La beata, con el bolso fuertemente agarrado, echó a correr en dirección contraria. Cerca de la Avenida Lexington, hombres, mujeres y niños se arremolinaban en torno al cadáver de otro hombre de color en la calle, recibiendo de la lluvia el baño preparatorio para la fosa. El cuerpo yacía en una grotesca posición, sobre el estómago y en ángulo recto con el bordillo, un brazo extendido y el otro debajo. El lado de la cara vuelto hacia arriba estaba totalmente deshecho. Si en alguna parte había habido una pistola ahora el arma no aparecía por ningún sitio.

A corta distancia, atravesado en la calle, había un coche patrulla. Uno de los policías se encontraba junto al cadáver bajo la lluvia. El otro estaba en el interior del auto, hablando con la comisaría.

La beata corría por la otra acera, tratando de pasar inadvertida. Pero un corpulento obrero negro que llevaba aún el «mono» con el que había trabajado todo el día, la vio. Desorbitó los ojos y abrió la boca de par en par.

—¡Señora! —gritó, vacilante. La mujer no se volvió—. ¡Señora! —repitió el obrero—. Sólo quería decirle que lleva el culo al aire.

La beata se volvió hacia él, furiosa.

—¡Ocúpate de tus asquerosos asuntos!

El hombre retrocedió, llevándose cortésmente una mano a la gorra.

—No quería molestarla, señora. A fin de cuentas, es su culo.

La mujer siguió rápidamente su camino, más preocupada por su pelo que por su trasero al descubierto.

En la esquina con la Avenida Lexington, un viejo trapero, de los que vagabundean de noche por las calles recogiendo papelotes y basuras, estaba bregando con una bala de algodón que intentaba meter en su carretilla. La lluvia goteaba de su mugriento sombrero y empapaba su raído «mono», prestándole un color azul oscuro. Su pequeño rostro estaba enmarcado por un rizadísimo pelo blanco que le daba un benévolo aspecto. No se veía a nadie más; cuantos se encontraban en la calle estaban mirando al cadáver. Así que cuando el viejo vio a la descomunal mujer que iba hacia él, dejó de bregar con la bala y pidió cortésmente:

—Señora, ¿tendría la bondad de ayudarme a poner esta bala de algodón en mi carretilla?

El trapero no había visto a la mujer por detrás, así que quedó sorprendido por la repentina hostilidad de la otra.

—¿Qué clase de jugarreta quieres hacerme? —le desafió ella, dirigiéndole una aviesa mirada.

—Ninguna jugarreta, señora. Sólo trato de subir a mi carretilla esta bala de algodón.

—¡Algodón! —gritó la beata, indignada y dirigiendo al objeto una mirada de franca sospecha—. Con lo viejo que eres, debería darte vergüenza tratar de sacarme el dinero con lo que tú llamas una bala de algodón. ¿Tan idiota parezco?

—No, señora, pero si fuera usted cristiana no se pondría así sólo porque un viejo le pidiera que le ayudase a levantar una bala de algodón.

—¡Claro que soy cristiana, asqueroso! —gritó ella—. Por eso todos vosotros, cerdos, tratáis de robarme el dinero. Pero no soy una cristiana tan tonta como para no saber que en las calles de Nueva York no hay balas de algodón. Si no fuera por mi pelo, te sacudiría de lo lindo, ladrón.

La noche había sido muy mala para el viejo trapero. En primer lugar, él y un camarada habían encontrado una botella de whisky medio llena de lo que ellos supusieron que sería whisky. Los dos se sentaron en un bordillo dispuestos a pasárselo en grande, y comenzaron a echar tragos de la botella. Pero, de pronto, su compañero dijo: «Oye, esto no es whisky, son meados.» Después de eso, se había gastado el último dinero que le quedaba en una botella de licor barato con el que asentarse el estómago, y luego comenzó a llover. Y ahora aquella bruja le llamaba ladrón.

—Como me toques, te señalo para toda tu vida —dijo el viejo, echando mano al bolsillo.

Ella se apartó y el trapero le dio la espalda, renegando para sí mismo. Por eso no pudo ver las mojadas y rojas nalgas de la mujer por encima de los brillantes muslos negros cuando la beata bajó por la calle y desapareció en una de las casas.

Cuatro minutos más tarde, cuando por la esquina apareció el primero de los coches patrulla enviados para bloquear la calle, el viejo seguía bregando bajo la lluvia, con la bala de algodón.

El coche se detuvo para que los policías blancos formulasen la rutinaria pregunta al negro:

—Oye, abuelo, ¿no has visto a nadie con aspecto sospechoso por aquí?

—No, señor, sólo a una mala mujer que estaba furiosa porque se le había mojado el pelo.

El chófer sonrió, pero el agente que iba a su lado miró curiosamente la bala de algodón y preguntó:

—¿Qué tienes ahí, abuelo? ¿Un muerto enfardado?

—Algodón, señor.

Los dos policías se enderezaron y el conductor se echó hacia delante para ver también el objeto.

—¿«Algodón»?

—Sí, señor. Esto es algodón. Una bala de algodón.

—¿Y de dónde diablos has sacado una bala de algodón en esta ciudad?

—Me la encontré, señor.

—¿La encontraste? ¿Qué clase de tontería es esa? ¿Te la encontraste dónde?

—Aquí mismo, señor.

—¿Aquí mismo? —repitió, incrédulamente, el policía.

Lentamente y con expresión amenazadora, se apeó del coche. Observó más de cerca la bala. Se inclinó sobre ella y palpó los copos de algodón que asomaban por entre las costuras de la arpillera.

—¡Dios, es algodón! —exclamó, enderezándose—. ¡Una bala de algodón! ¿Y qué diablos hace esto en la calle?

—No sé, jefe. La encontré aquí. Eso es todo.

—Lo más probable es que cayera de algún camión —dijo el chófer, desde dentro del auto—. Que algún otro se ocupe de ello. No es asunto nuestro.

—Abuelo, lleva este algodón a la comisaría y déjalo allí. El dueño lo andará buscando.

—Sí, señor, pero no puedo ponerlo en mi carretilla.

—Bueno, yo te ayudaré —dijo el policía, y entre los dos colocaron la bala sobre el carro de mano.

El trapero salió en dirección a la comisaría, empujando la carretilla bajo la lluvia, y el agente subió de nuevo al coche, que siguió calle abajo, en dirección al cadáver.