—¡Vaya, que me aspen si no es Jones! —exclamó el teniente Anderson.
Levantóse de detrás de la mesa escritorio del capitán y tendió la mano a sus dos mejores detectives. En labios de Anderson, aquella desgarrada forma de hablar sonaba tan falsa como la sonrisa de un polizonte, pero la cálida expresión de cordialidad que animó su enjuto y pálido rostro y sus profundos ojos azules compensó lo insólito de sus palabras.
—Bien venido a casa.
Grave Digger Jones[1] estrechó la pequeña y blanca mano con su grande y callosa zarpa y sonrió:
—Tiene usted que tomar el sol, teniente, antes de que alguien le tome por un fantasma —dijo, como continuando una conversación interrumpida la noche anterior, aunque hacía ya seis meses que hablaron por última vez.
El teniente se retrepó en su asiento y miró fijamente a Grave Digger. El verdoso reflejo de la luz del escritorio daba al rostro del hombre un tinte gangrenoso.
—El mismo Jones de siempre —dijo—. Te hemos echado de menos.
—Con un buen hombre no se acaba fácilmente —dijo, desde el fondo del cuarto, Coffin Ed Johnson[2].
Era la primera noche de servicio de Grave Digger desde que fue herido por uno de los pistoleros de Benny Masón en la refriega subsiguiente a la pérdida de un cargamento de heroína. El detective había pasado tres meses en el hospital, sosteniendo una enconada lucha con la muerte, y luego permaneció otros tres meses de convalecencia en su casa. Aparte de las señales de bala ocultas bajo sus ropas y de la cicatriz de un dedo de ancho que le recorría el cuero cabelludo en la base del cráneo, en el lugar donde la primera bala cauterizó la piel, el aspecto del hombre no había variado mucho. El mismo rostro abultado y oscuro con ojos de amortiguado brillo; la misma complexión grande, fuerte y tosca de un obrero siderúrgico; el mismo maltrecho sombrero de fieltro que cubría su coronilla en invierno y verano; el mismo arrugado traje negro de alpaca en el que se advertía el bulto del niquelado revólver de largo cañón, calibre 38, montado, de acuerdo con sus instrucciones, en una armadura del 44 y que el hombre llevaba en una funda sobaquera bajo el hombro izquierdo. Por lo que el teniente Anderson podía recordar, sus dos principales detectives habían tenido siempre el aspecto de un par de patanes pasando el fin de semana en la Gran Ciudad.
—Sólo espero que esta última experiencia no te haya vuelto demasiado impulsivo —dijo, con suavidad, el teniente Anderson.
El rostro de Coffin Ed, corroído por el ácido, se crispó ligeramente, haciendo que los trozos de piel injertada cambiasen de posición.
—Le entiendo, teniente —gruñó—. Quiere usted decir demasiado impulsivo, como yo. —Sus mandíbulas se encajaron al hacer una pausa para tragar saliva—. Pero es mejor ser impulsivo que estar muerto.
El teniente se volvió para mirarle, pero Grave Digger tenía la vista clavada en la pared de enfrente. Cuatro años atrás un delincuente arrojó al rostro de Coffin Ed el contenido de un frasco de ácido. Después de eso, el hombre adquirió la reputación de ser muy impulsivo y rápido en disparar.
—No tienes por qué disculparte —dijo Grave Digger, ásperamente—. No te pagan para que te dejes asesinar.
Bajo la verde luz, el rostro del teniente adquirió un tono ligeramente encendido.
—Bueno, ¡qué diablos! —dijo, poniéndose a la defensiva—. Yo estoy de vuestro lado. Sé a lo que debéis enfrentaros aquí, en Harlem. Conozco vuestro trabajo, porque también es el mío. Pero el comisario opina que habéis matado a demasiada gente en este sector. —El teniente levantó las manos para evitar que le interrumpieran—. Ya sé que eran delincuentes, y delincuentes peligrosos, y que los matasteis en defensa propia. Pero vuestros nombres han salido a relucir demasiadas veces. Hace poco, incluso, os suspendieron por tres meses. Los periódicos han estado alborotando acerca de la brutalidad de la Policía en Harlem y en el asunto han intervenido varias organizaciones cívicas.
—Quienes cometen las brutalidades innecesarias son los hombres blancos del Cuerpo —dijo, en tono seco, Coffin Ed—. Ni Digger ni yo tratamos de jugar duro.
—Somos duros —concluyó Jones.
El teniente Anderson cambió de posición los papeles que había sobre su mesa escritorio y se miró las manos.
—Lo sé, pero van a sacudirse las culpas en vosotros… si pueden. De eso estáis tan bien enterados como yo. Lo único que pido es que os andéis con tiento. No corráis ningún riesgo, no detengáis a nadie hasta tener pruebas, no hagáis uso de la fuerza como no sea en defensa propia y, sobre todo, no matéis a nadie si podéis evitarlo.
—Y dejad que los criminales se escapen —añadió Coffin Ed.
—El comisario cree que debe de haber otras formas de reprimir el crimen, aparte de la fuerza bruta —dijo el teniente, cada vez más rojo.
—Bueno, pues dígale que venga a enseñárnoslas —replicó Coffin Ed.
En el poderoso cuello de Grave Digger se marcaron las arterias. Con voz seca, dijo:
—Entre la población de color de Harlem existe el mayor índice de criminalidad del mundo. Para enfrentarse a eso sólo hay tres posiciones: hacer que los criminales paguen por ello, y usted no desea eso; pagar a la gente lo bastante para que pueda vivir con decencia, cosa que no se hará; así que lo que queda es dejar que se maten unos a otros.
De pronto, de la sala contigua llegó un enorme escándalo. Gritos, maldiciones, voces airadas, chillidos de mujer, protestas, el ruido de muchos pies. Un coche celular acababa de vaciar su carga después de una incursión en un burdel en el que se vendían drogas.
Por el intercomunicador de encima del escritorio, una voz dijo:
—Teniente, le necesitamos aquí; han hecho una incursión en casa de Big Liz.
El teniente accionó el mando del intercomunicador.
—Iré dentro de un momento. Y, por el amor de Dios, que no haya escándalo.
Luego, su mirada fue de un detective a otro.
—¿Qué diablos pasa hoy? Sólo son las diez de la noche y, a juzgar por los informes, llevamos todo el día igual. —Hojeó los papeles que tenía sobre la mesa y fue leyendo los cargos—: Hombre mata a su mujer con un hacha por haberle quemado la chuleta de cerdo del desayuno… Hombre mata a otro de un balazo al explicarle un reciente tiroteo que había presenciado… Hombre apuñala a otro por derramar cerveza sobre su traje nuevo… Hombre se mata a sí mismo en un bar jugando a la ruleta rusa con un revólver calibre 32… Mujer da catorce puñaladas en el estómago a un hombre, sin causa aparente… Mujer escalda a una vecina con una olla de agua hirviendo por haber hablado con su marido… Hombre detenido por amenazar con hacer saltar por los aires un tren subterráneo porque se equivocó al apearse de estación y no pudo conseguir que le devolvieran el importe del billete…
—Todos ellos, ciudadanos de color —interrumpió Coffin Ed. Anderson ignoró el comentario, y prosiguió:
—Hombre ve a desconocido llevando su propio traje nuevo y le degüella con una navaja. Hombre vestido de indio cheroke abre la cabeza de un tabernero blanco con un tomahawk hecho en casa… Hombre arrestado en la Séptima Avenida por cazar gatos con escopeta de dos cañones y un perro… Veinticinco hombres detenidos por tratar de echar de Harlem a todos los blancos…
—Es el Día de la Independencia —interrumpió Grave Digger.
—¡El Día de la Independencia! —repitió el teniente Anderson, suspirando larga y profundamente. Hizo a un lado los informes y tomó una hoja de uno de los ángulos de la carpeta secante—. Bueno, aquí tenéis vuestra misión… ordenada por el capitán.
Grave Digger se sentó en el borde de la mesa escritorio e inclinó la cabeza. Coffin Ed se apoyó en la pared, escondiendo el rostro entre las sombras, como era su costumbre cuando esperaba lo inesperado.
—Tenéis que vigilar a Deke O’Hara —leyó Anderson.
Los dos detectives de color le miraron, expectantes, pero sin hacer preguntas, aguardando que siguiese y les explicara la gracia de la broma.
—Salió hace diez meses de la prisión federal de Atlanta.
—Como si en Harlem hubiera alguien que no lo supiese —dijo, secamente, Grave Digger.
—Hay muchos que no saben que el expresidiario Deke O’Hara es el reverendo Deke O’Malley, dirigente del nuevo movimiento de Regreso a África.
—Bueno, dejemos los detalles.
—Ahora se encuentra en apuros; el sindicato ha votado su muerte —anunció Anderson, con tono inexpresivo.
—Tonterías —dijo Grave Digger bruscamente—. Si el sindicato quisiera cargárselo, a estas alturas O’Malley estaría ya pudriéndose.
—Tal vez.
—¿Cómo que «tal vez»? En Harlem pueden encontrarse montones de tipos que le matarían por un billete de a cien.
—Cargarse a O’Malley no es tan fácil.
—Todo el mundo es fácil de matar —declaró Coffin Ed—. Por eso los policías llevamos pistola.
—No acabo de entenderlo —dijo Grave Digger, con tono abstraído y palmeándose el muslo derecho—. Aquí tenemos a una rata que traicionó a sus antiguos jefes del sindicato de venta de protección y consiguió que, de trece, siete fuesen condenados por el gran jurado federal… incluyendo a uno de nosotros, el teniente Brandon, de Brooklyn…
—Siempre hay una oveja negra —comentó Anderson.
Grave Digger le miró con fijeza.
—Eso es condenadamente cierto —dijo con tono tajante.
Anderson enrojeció.
—No pretendía decir lo que tú piensas.
—Sé lo que quería decir, pero usted no sabe lo que yo estoy pensando.
—Bueno, ¿en qué piensas?
—En si sabe por qué hizo O’Hara lo que hizo.
—Por la recompensa —replicó Anderson.
—Exacto, ese es el motivo. Este mundo está lleno de gente que haría cualquier cosa si a cambio recibía el suficiente dinero. O’Malley pensó que iba a conseguir medio millón de machacantes en concepto del diez por ciento por denunciar unas defraudaciones al fisco. Dijo que habían estafado al Gobierno más de cinco millones en impuestos. De trece acusados siete fueron a prisión, incluyendo a la mismísima rata. Habló tanto, que hasta confesó que ti tampoco había declarado sus ingresos. Así que también a él le enchiqueraron. Cumplió sus treinta y un meses y ahora ya está en libertad. No sé cuánto dinero recibió a cambio de su traición…
—Unos cincuenta de los grandes —explicó el teniente Anderson—. Todo lo ha invertido en su actual organización.
—Digger y yo les daríamos un buen aire a cincuenta mil dólares, pero somos polizontes —dijo Coffin Ed desde las sombras—. Si nos fuéramos de la lengua, todo iría a parar al viejo fondo común.
—No hablemos ahora de eso —le cortó el teniente Anderson, con impaciencia—. Lo importante es mantenerle con vida.
—Sí, el sindicato está decidido a cargarse a la pobre ratita —comentó Grave Digger—. He oído hablar de ello. Decían: «O’Malley puede correr, pero no logrará esconderse.» O’Malley no corrió, ni nada que se le pareciese, y lo único que hizo fue esconderse detrás de una Biblia. Pero no ha muerto. Y lo que a mí me gustaría saber es cómo es posible que, de pronto, haya adquirido la suficiente importancia como para que se le conceda protección policíaca, dado el caso de que, si el sindicato hubiera deseado hacerlo, habría dispuesto de diez meses para cargárselo.
—Bueno, por un lado, la gente de Harlem, la gente responsable, los pastores, líderes raciales, políticos y todo eso cree que O’Malley está naciendo un gran bien a la comunidad. Pagó la hipoteca de una vieja iglesia e inició este nuevo movimiento de Regreso a África…
—El auténtico movimiento de Regreso a África le ha repudiado —intervino Coffin Ed.
—… y la gente ha estado dando la lata al comisario para que le otorgue protección policíaca en atención a sus seguidores. Han convencido al comisario de que, si algún pistolero blanco del centro de la ciudad viene por aquí y se carga a O’Malley habrá un motín racial.
—¿Y usted cree eso, teniente? ¿Cree que hayan podido convencer de esa majadería al comisario? ¿De qué, después de diez meses, el sindicato aún anda detrás de O’Malley?
—Tal vez a esos ciudadanos les costó todo ese tiempo enterarse de lo útil que es O’Malley a la comunidad —replicó Anderson.
—Eso es por un lado —concedió Grave Digger—. Pero… ¿qué hay por los otros?
—El comisario no lo dijo. —Y, con leve sarcasmo, el teniente añadió—: El hombre no siempre nos confía al capitán y a mí sus planes.
—No, sólo cuando tiene pesadillas en las que nos ve a Digger y a mí matando a todas esas personas inocentes —dijo Coffin Ed.
—«Nuestra obligación no es razonar, sino obedecer o morir» —citó Anderson.
—Esos días ya se han ido para siempre —dijo Grave Digger—. Espere hasta la próxima guerra y dígale eso a alguien.
—Bueno, volvamos al asunto —le atajó el teniente Anderson—. O’Malley coopera con nosotros.
—¿Por qué no iba a hacerlo? No le cuesta nada y tal vez eso le salve la vida. O’Malley es una rata, pero no es tonto.
—Me voy a sentir tremendamente avergonzado por hacer de niñera de ese expresidiario —comentó Coffin Ed.
—Órdenes son órdenes —dijo Anderson—. Y tal vez las cosas no vayan a ser como creéis.
—Lo que no quiero es que nadie me diga otra vez que el crimen no es rentable —murmuró Grave Digger, poniéndose en pie.
—Ya conoces la historia del hijo pródigo —dijo Anderson.
—Sí, la conozco. Pero… ¿sabe usted la del ternero cebado?
—¿Qué pasa con él?
—Cuando el hijo pródigo regresó, no pudieron encontrar el ternero cebado. Buscaron de un lado a otro y al fin tuvieron que darse por vencidos. Así que volvieron junto al hijo pródigo para disculparse, pero al notar lo gordo que se había puesto, le mataron y se lo comieron en vez del ternero cebado.
—Bueno, pero no dejéis que eso le ocurra a nuestro hijo pródigo —advirtió Anderson, con seriedad.
En aquel momento sonó el teléfono. El teniente Anderson cogió el auricular.
Una voz fuerte y eufórica preguntó:
—¿«Capitán»?
—No. Teniente.
—Bueno, quienquiera que sea, sólo quería decirle que por aquí se ha abierto la tierra y el infierno anda suelto.
Luego, el comunicante dio las señas de donde se había efectuado el mitin de Regreso a África.