1

La voz procedente de los altavoces del camión estaba diciendo:

—A cada familia, por numerosa o reducida que sea, se le pedirá que aporte mil dólares. Con ello, tendrá derecho a transporte gratis, dos hectáreas de tierra fértil en África, una mula, un arado y toda la semilla que necesite. Completamente gratis. Las vacas, cerdos y gallinas se pagarán aparte, pero a precios mínimos. No queremos hacer negocio.

Un mar de rostros negros, embelesados y atentos, se agitaba frente a la larga mesa del locutor.

—¿No es maravilloso, cariño? —dijo una voluminosa mujer negra de ilusionados ojos—. Vamos a volver a África.

Su alto y enjuto marido movió la cabeza con reverente temor:

—Después de cuatrocientos años…

—Llevo más de treinta cocinando para los blancos. Señor, ¿puede ser esto cierto?

La voz de la encorvada anciana que había hablado denotaba cierta duda.

El afable locutor, en cuyos ojos se reflejaba una gran honradez, la oyó.

—¡Claro que es cierto! —dijo—. Adelántese, denos los datos, deposite sus mil dólares y tendrá una plaza en el primer barco que salga.

Un mal encarado viejo de cabello blanco se adelantó para rellenar uno de los formularios y depositar sus mil dólares. Como para sí mismo, dijo:

—No cabe duda de que este momento ha tardado en llegar.

Las dos bonitas muchachas negras que tomaban las inscripciones levantaron la mirada y sonrieron deslumbradoramente.

—Acuérdese de lo que les costó a los judíos salir de Egipto —dijo una.

—La mano de Dios es lenta, pero segura —concluyó la otra.

En la vida de todos los negros reunidos allí, aquella era una gran noche. Al fin, después de meses de vehementes denuncias de la injusticia e hipocresía de los blancos, voceadas desde el púlpito de su iglesia; tras meses de elogiar la sagrada tierra de África, el reverendo Deke O’Malley estaba pasando de la palabra a la acción. Aquella noche estaba iniciando la lista de gente que, en sus tres barcos, regresaría a África. Tras la mesa del locutor, en enormes carteles pintados a mano, se veían las imágenes de las naves que, en apariencia, eran del tamaño y diseño del «Queen Elizabeth». Ante ellos y la mesa se encontraba el reverendo O’Malley, alto y esbelto, vestido con un oscuro traje veraniego de estambre. De su atractivo rostro emanaba una benigna autoridad; y allí, rodeado de sus secretarias y los dos jóvenes ocupados en atender a los solicitantes, no podía por menos de inspirar una absoluta confianza.

Para la ocasión se había aprovechado un terreno baldío del «Valle» de Harlem, en el cual se habían demolido todas las viejas casuchas para construir un grupo de viviendas. Más de mil personas se arremolinaban sobre el viejo y desigual cemento y se movían por entre las piedras, montones de basura, hierros retorcidos, vidrios rotos, trapos viejos y yerbajos que llenaban la calcinada tierra.

La cálida noche veraniega estaba iluminada por relámpagos amenazadores de tormenta, y la atmósfera, cargada de polvo y humo de escapes, resultaba opresiva. De las cercanas casuchas llegaba un fétido olor, debido a que en ellas se habían visto obligados a albergarse todos los moradores de las viviendas derribadas para construir los nuevos edificios que debían resolver el problema del hacinamiento. Pero nada podía turbar el júbilo de aquellas gentes de color llenas de fe y esperanza.

El mitin estaba bien organizado. La mesa del locutor se encontraba en un extremo, presidida por una pancarta que decía: «Regreso a África. ¡Última oportunidad!» Tras la mesa, junto a los dibujos de los barcos, había un furgón blindado con las portezuelas de atrás abiertas y flanqueado por dos guardas negros que llevaban uniformes caqui y armas al cinto. En el otro extremo se encontraba el camión con altavoces en el techo. Unos jóvenes, con camisas de manga corta y ajustados pantalones de vaquero, iban de un lado a otro en actitud solemne y grave, pagados de su propia importancia y dispuestos a echar a los alborotadores.

Sin embargo, para muchos de aquellos fieles creyentes la cosa tenía también mucho de picnic. Botellas de vino, cerveza y whisky pasaban de mano en mano. Aquí y allá, un negro iniciaba unos pasos de danza. Blancas dentaduras brillaban en negros y rientes rostros. Los ojos hablaban. Los cuerpos prometían. Todos se sentían animados por la ilusión.

En el centro del solar se había abierto un agujero que fue llenado de carbón vegetal y cubierto por una parrilla de hierro, en la cual iban asándose lentamente largos rimeros de costillas de cerdo cuya grasa, al caer sobre los ardientes carbones, producía una irritante humareda. Cuatro hombres, provistos de largos tenedores de metal, daban vuelta a las costillas de vez en cuando. Un chef uniformado de blanco, provisto de un cucharón de larga empuñadura, iba sazonando la carne mientras esta se asaba, supervisando las vueltas que debía dársele. El alto gorro blanco de cocinero contrastaba con la negra y sudorosa cara que había debajo. Dos gruesas mujeres vestidas con uniformes de enfermera se sentaban a una mesa de cocina, poniendo las costillas sobre platos de cartón, añadiendo pan y ensalada de patatas y vendiéndolo todo a un dólar la ración.

En el aire, el apetitoso olor a costillas a la brasa dominaba la pestilencia. Hombres en mangas de camisa, mujeres vestidas con ligeros trajes y niños medio desnudos se empujaban entre sí con buen humor, comiendo la sazonada carne y tirando los huesos al suelo.

Dominando el rumor de los transistores que emitían el partido de béisbol nocturno, sobre los estallidos de risa, los gritos y el ruido de las conversaciones, se oía la tonante voz del reverendo Deke O’Malley, que, por medio de los altavoces, decía:

—África es nuestra tierra natal y regresaremos a ella. Se acabó el recoger algodón para los blancos y el vivir de grasa de cerdo y tortas de maíz…

—Sí, chico, sí.

—Mirad ese cartel —gritó el reverendo O’Malley, señalando el gran letrero de madera que se levantaba contra la cerca de alambre, en el que se anunciaba que las viviendas de renta limitada que iban a construirse allí se terminarían en el plazo de dos años y medio. También se indicaban los precios de los apartamentos, precios imposibles de pagar por ninguna de las familias allí reunidas—. Tendréis que esperar dos años para conseguir una vivienda, y eso si os conceden una y si luego os es posible pagar el alquiler. Para entonces ya estaréis recogiendo vuestra segunda cosecha en África y viviendo en acogedoras y soleadas casas donde el único fuego que necesitaréis será el de la cocina, donde tendremos nuestro propio Gobierno y nuestros propios legisladores… «negros», como nosotros…

—Te oímos, chico, te oímos.

Las aportaciones de mil dólares llovieron sobre la mesa. Negros de ilusionados ojos invertían su dinero en comprar esperanza. Uno tras otro se adelantaron solemnemente para entregar el dinero y firmar en la línea de puntos. Los guardas armados tomaban los billetes y los colocaban cuidadosamente en una caja de caudales abierta, que había en el interior de la camioneta blindada.

—¿Cuánto llevamos? —susurró el reverendo O’Malley a una de sus secretarias.

—Ochenta y siete —respondió la muchacha en el mismo tono.

—Tal vez la de esta noche sea vuestra última oportunidad —dijo el reverendo O’Malley por el micrófono—. La semana que viene tendré que irme a otro lugar para dar a todos nuestros hermanos la posibilidad de volver a nuestra tierra natal. Dios dijo que los mansos heredarán la tierra; ya hemos sido mansos durante bastante tiempo; ahora tomaremos posesión de nuestra herencia.

—¡Amén, reverendo! ¡Amén!

Puertorriqueños de ojos tristes del cercano Harlem español, y hambrientas gentes de color del Harlem negro que no tenían los mil dólares que costaba volver a su tierra natal, se congregaban más allá de la alta cerca de alambre, aspirando el apetitoso aroma de la carne a la brasa y soñando en el día en que también ellos pudieran volver a su tierra en triunfo y llenos de júbilo.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó uno de ellos.

—Es ese predicador comunista cristiano que va a devolver a África a nuestros compañeros.

Junto al bordillo había aparcado un coche patrulla. En el asiento delantero, dos policías blancos miraban con disgusto la reunión.

—¿De dónde crees que sacaron el permiso para celebrar este mitin?

—A mí que me registren. El teniente Anderson dijo que les dejáramos en paz.

—Este país está gobernado por negros.

Los dos agentes encendieron unos cigarrillos y fumaron en hosco silencio.

En el interior de la cerca, tres policías negros patrullaban la reunión, gastando bromas a sus hermanos de raza y cambiando sonrisas en actitud relajada y amistosa.

Durante una pausa en la perorata del orador, dos corpulentos hombres de color, vestidos con trajes oscuros, se acercaron a la mesa principal. Bajo sus chaquetas se notaban los bultos de unas pistolas evadas en fundas sobaqueras. Los guardas del camión blindado se pusieron alerta. Los dos jóvenes agentes reclutadores que ocupaban los extremos de la mesa echaron sus sillas hacia atrás. Pero los dos hombres se mostraron corteses y sonrientes.

—Somos detectives de la oficina del fiscal —dijo uno a O’Malley, como disculpándose, al tiempo que ambos le enseñaban sus carnets—. Tenemos orden de llevarle con nosotros para que conteste a ciertas preguntas.

Los dos jóvenes reclutadores se pusieron en pie, en actitud tensa e iracunda.

—Esos maricas blancos no pueden dejarnos en paz —dijo uno—. Ahora emplean a nuestros propios hermanos contra nosotros.

El reverendo O’Malley les indicó, con un ademán, que se sentasen y se dirigió a los dos detectives:

—¿Tienen una orden de detención?

—No, pero si nos acompaña pacíficamente se ahorrará muchas molestias.

El segundo detective añadió:

—Tómese el tiempo que quiera y acabe lo que tenga que hacer, pero le aconsejo que hable con el fiscal.

—De acuerdo —replicó, en un tono sosegado, el reverendo O’Malley—. Más tarde.

Los detectives se hicieron a un lado. Todo el mundo se tranquilizó. Uno de los agentes reclutadores pidió una ración de costillas a la brasa.

Durante unos momentos, la atención se centró en una camioneta de reparto que acababa de meterse en el solar. Los fervorosos voluntarios que guardaban la entrada le habían franqueado el paso.

—Llegas justo a tiempo, muchacho —gritó el chef negro al conductor de la camioneta—. Estábamos quedándonos sin costillas.

La luz de un relámpago iluminó los sonrientes rostros de los dos blancos del asiento delantero.

—Espera a que demos la vuelta, jefe —gritó con acento sureño el ayudante del chófer.

La camioneta se adelantó hacia la mesa del orador. Todos los ojos la observaron con indiferencia. El vehículo dio la vuelta, retrocedió y, lentamente, fue abriéndose paso por entre la multitud.

Ignorando la ligera conmoción, el reverendo O’Malley continuó hablando a través de los amplificadores:

—Esos malditos blancos del Sur han estado haciéndonos trabajar como perros durante cuatrocientos años, y cuando les pedimos una compensación lo único que hicieron fue mandarnos al Norte.

—¡Qué cierto es eso! —gritó una mujer.

—Y esos malditos blancos del Norte no nos quieren… —Pero O’Malley no llegó a concluir la frase. Se interrumpió a mitad de ella al ver a los dos blancos enmascarados que acababan de salir de la parte trasera del camión de reparto con amenazadoras metralletas en las manos—. ¡Eh! —gruñó al reverendo, como si alguien le hubiera golpeado en el estómago.

Luego se produjo un breve silencio. Pareció como si todos hubieran perdido la capacidad de moverse. Las miradas estaban fijas en los negros agujeros de los cañones de las metralletas. Los músculos se paralizaron. Los cerebros dejaron de pensar.

Al fin, una voz que parecía arrancada de las regiones más remotas de Mississippi dijo, en tono ronco:

—¡Todos quietos! A nadie le ocurrirá nada.

Los negros que guardaban el camión blindado alzaron las manos en un movimiento reflejo. En todos los negros rostros se abrieron grandes y blancos ojos. El reverendo O’Malley se escurrió rápidamente debajo de la mesa. Los dos corpulentos detectives de color permanecieron inmóviles, como se les había ordenado.

Pero el joven agente reclutador que se encontraba en el extremo izquierdo de la mesa, comiendo una costilla, vio desvanecerse sus sueños y fue a echar mano de la pistola que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.

Se oyó el estampido de una metralleta. Una mezcla de dientes, costillas a la brasa y fragmentos de cerebro humano saltó por los aires como una bandada de macabros pájaros. Una mujer gritó. El joven, con la cabeza medio destrozada, se derrumbó, desapareciendo detrás de la mesa.

La voz con acento de Mississippi gritó, furiosa:

—¿Qué has hecho, hijo de perra?

El que había disparado, cuyo acento sureño era más suave, replicó, a la defensiva:

—Iba a sacar.

—¡Vete a la mierda! Coge el dinero y larguémonos. —El gran atracador blanco, con el rostro cubierto por una máscara negra, movió el cañón de su metralleta como si fuese una manguera, abarcando a toda la masa de color—. Al que se mueva, me lo cargo —dijo.

Los cuerpos permanecieron rígidos; los ojos, inmóviles; los cuellos, paralizados; las cabezas, fijas. Sin embargo, se produjo un movimiento general de alejamiento del arma, como si la misma tierra se desplazase. Detrás, entre las gentes del fondo, el pánico empezó a hacer explosión como unos fuegos artificiales.

El ayudante del chófer saltó del asiento delantero, agitando otra metralleta. Los negros comenzaron a disgregarse.

Los dos malhumorados agentes del coche patrulla se apearon del coche y corrieron hacia la alambrada, tratando de averiguar lo que ocurría. Pero cuanto pudieron ver fue un extraño arremolinamiento de hombres de color.

Los tres policías negros del interior, con las pistolas desenfundadas, trataban de avanzar contra la marea de carne humana, pero lentamente fueron arrastrados por ella.

El segundo pistolero, el que había disparado la ráfaga, se colgó la metralleta del hombro, corrió hacia el camión blindado y comenzó a meter el dinero en un saco de arpillera.

—¡Dios Todopoderoso! —gimió una mujer.

Los guardas negros retrocedieron con los brazos en alto, dejando que los hombres blancos se llevaran el dinero. Deke permanecía escondido bajo la mesa. Lo único visible del joven muerto era unos cuantos dientes sanguinolentos que había sobre la mesa, ante los horrorizados ojos de las dos secretarias. Los detectives de color ni siquiera habían respirado.

En el exterior de la alambrada, los policías corrieron a su coche. El motor rugió al ponerse en marcha; la sirena tosió, gruñó y comenzó a dejar oír su aullido, mientras el coche daba una vuelta en U en el centro de la travesía y se dirigía hacia la entrada del solar.

Los policías de color que estaban dentro comenzaron a disparar al aire, tratando de abrirse camino, pero sólo lograron que la confusión aumentase. Como impulsada por un huracán, una negra ola humana se abatió sobre ellos.

El pistolero blanco recogió todo el dinero —los ochenta y siete mil dólares— y saltó a la trasera del camión de reparto. Rugió el motor. El otro atracador siguió al primero y cerró la portezuela de atrás. El ayudante del chófer subió en el momento en que el vehículo partía.

El coche patrulla, con la sirena a todo volumen, atravesó la puerta a enorme velocidad, como si los negros fueran invisibles. Un obeso hombre de color cruzó el aire como un balón excesivamente inflado. Uno de los parachoques enganchó la parte baja de la falda de una mujer, que comenzó a dar vueltas sobre sí misma como una peonza. La gente se desperdigó, se separó, arrastrándose, saltando, corriendo para apartarse del camino del coche empujándose y golpeándose entre sí.

Pero un camino fue abierto para dejar paso al camión de reparto de carne, que avanzaba rápidamente. Los policías miraron al pasar al conductor y a su ayudante. Los dos hombres blancos volvieron la vista atrás, intercambiando blancas miradas. Los agentes siguieron adelante, en busca de criminales de color. Los pistoleros blancos escaparon.

Los dos guardas negros subieron a la parte delantera del camión blindado. Los dos detectives de color, pistola en mano, se encaramaron a los estribos del furgón. Deke salió de debajo de la mesa y montó en la trasera, junto a la vacía caja de caudales. El motor se puso en marcha instantáneamente y, por como sonaba, cualquiera hubiera dicho que era un potente motor de «Cadillac» de cuatrocientos caballos de fuerza. El camión blindado dio marcha atrás, adquirió velocidad, se dirigió hacia la puerta y luego redujo la marcha.

—¿Quieren que les siga? —preguntó el chófer.

—¡Hay que atraparles! —graznó uno de los detectives de color— ¡Sígueles!

—Están armados… —dudó de nuevo el conductor.

—¡Mierda! —gritó el detective—. ¡Están escapándose, marica!

Se produjo un reflejo de pintura gris cuando el camión de reparto de carne adelantó a un taxi en la Avenida Lexington, dirigiéndose hacia el Norte.

El potente motor de la camioneta blindada rugió y el vehículo saltó hacia delante. El coche patrulla aumentó velocidad para detenerlo. Una mujer, loca de pánico, se cruzó frente al auto, que se desvió para no atropellada y fue a meterse de morro en el agujero lleno de carbones ardiendo. El agua del reventado radiador produjo al caer sobre las brasas una espesa nube de vapor. Un relámpago iluminó la salvaje estampida de gentes corriendo a través del blanco humo.

—¡Dios mío, la tierra se ha abierto! —gritó alguien.

—Y ha dejado escapar al infierno —replicó otro.

—¡Alto, o disparo! —gritó un policía, saltando del humeante coche patrulla.

Fue como amenazar a la tormenta.

El camión blindado se abrió camino hasta la entrada, apremiado por una voz que gritaba:

—¡Atrapadles, atrapadles!

El vehículo se metió por Lexington entre un chirriar de neumáticos. Uno de los policías de los estribos cayó a la calle, pero no se detuvieron a recogerle. El ruido de un trueno se mezcló con el rugir del motor cuando el camión adquirió velocidad y otro coche patrulla se colocó en posición tras él.

O’Malley golpeó el panel de cristal que separaba los asientos delanteros de la parte de atrás y pasó al guarda un rifle automático y una escopeta de recortados cañones. El detective que aún seguía en el estribo permanecía agachado, agarrándose a la ventanilla con la mano izquierda y sosteniendo un revólver «Colt 45» con la derecha.

El vehículo iba mucho más de prisa de lo que ninguna otra camioneta blindada había ido nunca. En la Calle 125 el semáforo estaba en rojo y por el Oeste llegaba un pesado camión. La camioneta blindada se saltó el disco y pasó frente al enorme «Diesel» sin que apenas cupiera un pelo entre los dos vehículos.

Desde la esquina, un gracioso gritó:

—¡Toma, qué valor!

El coche patrulla se detuvo para ceder paso al camión.

—¡Pues estos se han rajado! —añadió el gracioso.

El chófer de la furgoneta intentó sacar una mayor velocidad al potente motor.

—¡Muévete, desgraciado!

Pero el camión de reparto se había perdido de vista. El aullido de la sirena policíaca quedaba ya muy atrás.

El camión de reparto de carne torció a la izquierda en la Calle 137. Al girar, la portezuela trasera se abrió y una bala de algodón se escurrió de entre las manos de los dos pistoleros y cayó al arroyo. La camioneta frenó ruidosamente y comenzó a dar marcha atrás. Pero en aquel momento el camión blindado apareció doblando la esquina, como el destino que se acerca. La camioneta de reparto invirtió de nuevo la marcha y volvió a lanzarse hacia delante, como si estuviera dotada de alas.

Del interior del vehículo de reparto de carne surgió una ráfaga de metralleta, y el parabrisas a prueba de balas del camión blindado se llenó repentinamente de estrellas, impidiendo en parte la visión del conductor. El hombre por poco pegó contra la bala de algodón, creyendo que sufría una alucinación alcohólica.

El guarda trataba de asomar el cañón de su rifle por una tronera del parabrisas, cuando una nueva ráfaga de ametralladora surgió del camión de reparto al tiempo que sus portezuelas traseras se cerraban de golpe. Nadie observó la repentina desaparición del detective que iba en el estribo de la camioneta. En un momento dado estaba allí y, al siguiente, ya no estaba.

La gente de color de los barrios bajos, que había buscado en las calles alivio a la cálida noche, comenzó a correr hacia sus casas. Unos cuantos se metieron bajo las escalinatas de entrada a las casas, donde estaban las puertas de los sótanos.

Desde el seguro refugio que ofrecía su posición por debajo del nivel de la calle, un bocazas gritó:

—Para el «Hospital de Harlem», seguid todo derecho.

Desde el otro lado de la calle, otro gracioso respondió:

—¡Pero antes encontraréis el depósito de cadáveres!

La camioneta de reparto de carne sacaba ventaja al camión blindado. El vehículo debía de estar diseñado para llevar a Nueva York carne fresca desde Texas.

De muy atrás llegaba el débil sonido de la sirena del coche patrulla, que parecía gritar: «¡Esperadme!»

Un relámpago iluminó el cielo. Antes de que se oyese el trueno, comenzó a llover torrencialmente.