La lámpara estaba apagada, pero Bonaria Urrai no necesitaba la luz para saber que Maria se encontraba allí, en la penumbra de la habitación del hospital, sentada en alguna parte. Resultaba difícil precisar cuándo había adquirido la costumbre de sentarse a mirarla en la oscuridad en silencio, si la había tenido siempre o si se había habituado en el continente, en el sitio donde había trabajado y del que no había querido hablar. Bonaria sospechaba que ese vicio de espiar a las personas durmiendo se lo había pegado ella a Maria, y le habría gustado ceder a la tentación de decírselo, quizá precediéndolo de un ruidito para revelar que estaba despierta. Sin embargo, algo la contuvo y no lo hizo, como tampoco lo había hecho al principio de todo, antes de que el tiempo decidiera escapársele de las manos como un zorro por la noche.
Al principio de todo.
Dentro de la tienda reinaba el silencio, y Bonaria todavía recordaba a Anna Teresa Listru con el pelo trenzado mientras metía las anchas manos en el saco de las judías blancas de Tonara como si tuviese que escogerlas una a una. Chismorreaba con la tendera y la mujer del farmacéutico, una del continente que lucía un abrigo de pieles oscuro, como las señoras de ciudad, y examinaba a través de la vitrina de cristal los diferentes tipos de pasta.
Entre aquellas tres mujeres, Maria era como un cero a la izquierda, ese compromiso que debes apuntar para no olvidarlo. Ni siquiera había sido objeto de los comentarios benévolos que suelen hacer las mujeres cuando declaran que los hijos de los demás son encantadores. Sentada sobre un costal de habas secas en un rincón de la tienda, Bonaria esperaba que trajesen la leche fresca observando a aquella niña olvidada moverse con rapidez entre las cosas que quedaban a su altura: la fruta, los molinetes de plástico de colores, el gran cesto del pan tierno, las rodillas ásperas de su madre.
Los ojos de la anciana fueron los únicos que vieron que, del cesto de las cerezas de Aritzo, un puñado de frutos negros desaparecía entre los pliegues del vestidito de Maria, en el secreto de un bolsillo blanco. En aquel rostro infantil, la tía Bonaria no vio reflejadas vergüenza ni conciencia, como si la ausencia de juicio fuera la justa correspondencia de su declarada invisibilidad. Las culpas, como las personas, empiezan a existir si alguien las advierte. Maria, en efecto, se desplazó inocentemente a lo largo del mostrador donde las otras mujeres comentaban el aumento del precio de las legumbres, escondiéndose como un insecto en el estrecho hueco comprendido entre el culo de su madre y el de la mujer del farmacéutico, atraída por el pelaje de animal oscuro y brillante que ésta llevaba encima. Lo miraba boquiabierta, encantada con los reflejos que se deslizaban sobre el reluciente abrigo de pieles al menor movimiento. Bonaria Urrai intuyó lo que la pequeña se disponía a hacer antes incluso de que la mano de Maria se extendiera para cometer aquel pecado mullido. Los dedos de la niña se perdieron entre el tupido pelo, jamás visto hasta entonces sobre una persona, asombrada de que la muerte pudiera ser tan suave. La mujer del farmacéutico no dio muestras de percatarse, de modo que la niña se sintió autorizada a ser más audaz. Acercándose a aquel culo engordado a costa de las enfermedades ajenas, hundió la cara en el pelo negro y aspiró ávidamente su olor. La mujer del farmacéutico se dio cuenta entonces del toqueteo y profirió una exclamación de fastidio, lo que atrajo la atención de las demás sobre la niña.
Ahora Bonaria Urrai, tendida en la cama y a oscuras, esbozó una débil sonrisa al recordar a Maria de repente real, Maria consistente y verdadera en los pecados sin cómplices de los niños solos. No la vio llorar aquella mañana en la tienda, mientras su madre se esforzaba para explicar su comportamiento asilvestrado, aquella ansia de sensaciones que se transformaba en hurto con más frecuencia de lo que el hambre podía justificar:
—Ojalá no la hubiera tenido, que el cielo sabe que tres me bastan y sobran en mi situación…
Ni siquiera la mención de aquel aborto retroactivo tuvo un efecto visible en el rostro de Maria. Permaneció inmóvil con la inconsciencia indolora de quien no ha llegado realmente a nacer, mientras en la tela blanca del vestido empezaba a aflorar el color de las cerezas robadas a la altura del bolsillo derecho. Un rojo revelador iba ensanchándose como una herida, en algunos puntos casi negro. Aquella mancha parecía lo único de ella en transformación, una obscena menarquia de fruta. La tendera fue la primera en advertirla.
—¿Has cogido cerezas del cesto?
Anna Teresa Listru se percató de los estragos causados en el vestido de su hija mientras el bofetón llegaba a su destino. La niña cerró los ojos sólo el instante del golpe y cuando los abrió de nuevo su mirada era firme; una mano tozudamente metida en el bolsillo agravaba la mancha externa. Las lágrimas se agolparon, pero no fluyeron.
—Giulia, perdona, no sé qué decir, apúntamelo en la cuenta…
—¡Qué dices! No te preocupes, son cosas de niños… —dijo detrás del mostrador la tendera, quitándole importancia al asunto—. Claro que esa mano sinvergüenza… —añadió, maliciosa, con una media sonrisa.
Aquel rojo en el bolsillito bordado fue, en mayor medida aún que todo lo demás, lo que hizo comprender a Bonaria Urrai que quizá el tiempo de la esterilidad había terminado, de modo que no tardó ni una semana en ir a hablar con Anna Teresa Listru sobre la posibilidad de adoptar a Maria como fill’e anima. Se las había arreglado para acompañar su propuesta de una oferta tal que la viuda de Sisinnio Listru no pudiera negarse. Bonaria, por lo demás, se había dedicado desde joven a la costura porque si había algo que sabía hacer bien era tomar las medidas a la gente. Tampoco en aquel caso se había equivocado: Anna Teresa Listru aceptó el trato sin discutir, y diez días después Maria ya ocupaba su habitación en la casa de los Urrai sin haber sido informada siquiera de aquel cambio definitivo en su situación familiar.
Aun desde la perspectiva que le daban todos esos años, Maria todavía no estaba segura de haber comprendido hasta qué punto aquella decisión había desviado el curso de su vida. Lo único que había estado incluido desde el principio era aquella cama, a cuya cabecera su presencia tenía ahora el peso de una consumación.
—Sé que está despierta —murmuró, cansada de fingir que Bonaria estaba dormida, acercándose a la almohada—. ¿Quiere que le traiga algo?
A la anciana se le dilataron las pupilas enturbiadas por un velo de catarata y sólo distinguió de Maria su silueta borrosa. Desde hacía varios días la habitación estaba débilmente iluminada, porque el médico había asegurado que una luz intensa podía producirle dolor de cabeza, como si el problema de Bonaria fuese la migraña. Si hubiera podido hacerlo se habría echado a reír, pero el ataque le había provocado una paresia facial que le impedía realizar incluso un movimiento tan simple. Para sonreír, le había explicado el doctor Sedda, hacían falta no recordaba cuántas decenas de músculos distintos, y ella había perdido la movilidad de casi todos.
—Agua… —creyó decir.
Maria la comprendió por las vocales masculladas y le acercó a la boca el vaso con la pajita; la enfermera aún no había ido a ponerle el gotero para la hidratación. Con esfuerzo, Bonaria sorbió el agua, pero su incapacidad para controlar el movimiento de los labios envió una parte a la nariz y otra fuera. Tosió bruscamente mientras Maria trataba de incorporarla para ayudarla a tragar el poco líquido que había conseguido meterse en la boca.
Bonaria se encontraba en ese estado desde hacía casi dos meses, y su avanzada edad impedía a los médicos ser optimistas acerca de una posible mejoría.
El regreso de Maria a Cerdeña no había sorprendido a nadie. «Es la deuda de una fill’e anima», decían en Soreni, como si fuese un destino al que era imposible sustraerse. En realidad, pocos habían confiado en que volvería de verdad a saldarla. Por el modo apresurado en que se había ido del pueblo, incluso se había rumoreado que la causa de su marcha era haberse quedado embarazada de Andría Bastíu, porque esos dos siempre andaban juntos, y el hecho de que no hubiese la más mínima prueba constituía para algunos la certeza más evidente. En cualquier caso, todos habían pensado que entre ambas mujeres algún suceso había roto el pacto sagrado de la adopción y las había retrotraído al estado de huérfana sin dote y viuda sin hijos.
Por el contrario, la hija de Anna Teresa Listru había regresado, y parecía haberlo hecho justo para pagar la deuda en el momento necesario, lo que ante la comunidad le devolvía el derecho a una herencia que de otra forma no habría sido lícito que reclamara, y no tenía nada de malo suponer que hubiera vuelto precisamente por eso. Desde el punto de vista hereditario, sin duda Maria podía considerarse afortunada, pero su fortuna no se valoraba tanto en función del volumen de bienes que le corresponderían como del tiempo que tuviera que atender a la vieja Urrai antes de que el Señor decidiera que ya había comido suficiente pan. Algunas hijas habían invertido los mejores años de su juventud cuidando de ancianas tiránicas que no se resignaban a morir, y por ironías del destino habían heredado sus ingentes fortunas a una edad en que ya no tenían ningún capricho que satisfacer. Pero no era el caso de Maria, porque Bonaria Urrai estaba claramente más allá que acá. No comía nada que hubiera de masticar, y la parálisis del lado derecho del cuerpo le impedía levantarse y ocuparse de su higiene personal. Maria la cuidaba con más abnegación que una hija de sangre, y por la noche, en los umbrales de las casas, las ancianas elogiaban su espíritu de sacrificio, que la santificaría en una medida cada vez mayor conforme fuera convirtiéndose en martirio.
En realidad, aunque Maria se esforzaba en hacerlo todo aparentando la máxima serenidad, la aterrorizaba la idea de que Bonaria muriese, y la anciana la conocía demasiado bien para no haberse dado cuenta. No hablaban, no lo habían hecho en ningún momento desde el regreso de la joven —por lo demás, la mujer todavía era incapaz de articular palabra—, pero a menudo se miraban en la penumbra de la habitación, pues habían descubierto que era un modo de comunicarse que ahorraba muchos equívocos. Cuanto se habían dicho la noche en que la familia Bastíu lloraba a Nicola aún se interponía entre ellas, pero estaba claro que Maria aguardaba, aunque no había ninguna esperanza de que Bonaria volviese a hablar de manera comprensible.
Cuando, cuatro meses después, ya era evidente que no mejoraría, la anciana fue dada de alta y los médicos permitieron a Maria llevársela a casa, después de haberle explicado cómo debía cuidarla en condiciones que calificaron de estables. Eso significaba simplemente que Bonaria se hallaba detenida al borde de la muerte, pero en un primer momento la joven se negó a aceptarlo y la trató como a una convaleciente, con una dedicación tal que al cabo de unas semanas la capacidad de mover los labios de Bonaria mejoró hasta el punto de permitirle articular palabras sencillas y pedir lo que necesitaba. Por su parte, la anciana sentía que había entre ellas cosas no dichas, pero que con toda probabilidad ya nunca podrían decirse.
El lento prolongamiento de su estado de inmovilidad puso de manifiesto que Bonaria pertenecía a esa raza de viejos destinada a apagarse lentamente, y si bien para don Frantziscu Pisu disponer de tiempo para reflexionar y pedir perdón por los pecados propios sería una bendición, a buen seguro que para la anciana acabadora no era así. El cura fue a visitarla un par de veces y masculló sobre su cuerpo paralizado una serie de jaculatorias en latín que sólo conocía a medias. Bonaria apreció su buena voluntad y lo dejó hacer, pero cuando se hubo ido consiguió transmitirle a Maria su deseo de no volver a recibir al sacerdote.
Con el tiempo, las visitas de los curiosos también se espaciaron, y para atender a Bonaria sólo quedó Maria, ayudada de vez en cuando por las manos expertas de Giannina Bastíu. La anciana adelgazaba, pero aun así levantarla de la cama era lo más complicado, porque la fragilidad de sus huesos era tal que había riesgo de fractura simplemente por presionar un poco más de lo habitual al cogerla.
* * *
Transcurrió casi un año de aquel languidecer, antes de que Bonaria empezase a agonizar sin haber dicho a Maria una sola palabra de lo que tenían pendiente. Aunque su mente seguía lúcida, sus ojos eran los únicos que podían expresarse. Pero después de tanto tiempo, la joven ni siquiera necesitaba un gesto para comprender qué necesitaba. Dormía con ella en la habitación y se levantaba varias veces por la noche para comprobar si estaba viva, y en cuanto recibía una señal de confirmación, por mínima que fuera, volvía a tranquilizarse en su catre.
Fue durante una de esas noches cuando Bonaria Urrai se puso a gritar; no eran exactamente gritos, pero los gemidos que profería tenían un tono de violenta desesperación. Maria se levantó de su cama y enseguida comprendió que lo que la anciana quería no era agua. En las últimas semanas los dolores se habían agudizado y su cuerpo se había vuelto tan delicado que un simple masaje habría bastado para desmenuzar los huesos, ya en extremo frágiles. Sufría mucho, y si bien hasta aquel momento se había quejado poco, ahora parecía no aguantar más; sus pupilas dilatadas buscaban el rostro de Maria con famélica desesperación. La joven descubrió que era menos fuerte de lo que siempre había creído. Los sonidos que emitía la anciana la atormentaban, a tal punto que la primera noche se vio obligada a salir de la habitación para no oír los estertores. La segunda noche, en cambio, hizo acopio de valor para quedarse y trató de calmarla, aunque en vano; la tercera lloró sola en su catre. Bonaria la oyó con claridad y gimió tan fuerte que la otra creyó que moriría de agotamiento, y casi deseó que así fuera, pero por la mañana la anciana seguía dolorosamente viva. Tras dos semanas de aquella tortura, Maria empezó a entender a qué se refería Bonaria cuando tres años antes le había dicho: «Nunca digas de esta agua no beberé».