15

Bajaron la escalera precipitadamente, él ágil como un gato, ella pisándole los talones, con el abrigo ondeante sin abrochar por la prisa para no quedarse atrás. Anna Gloria no estaba en la calle, y su hermano sólo necesitó un instante para comprobarlo antes de echar a correr como un loco hacia el Valentino. Maria lo seguía con el corazón desbocado, más asustada por la angustia que veía en él que por la salida furtiva de la niña. Muchos indicios le habían hecho ya intuir que un acto de rebeldía por parte de la chiquilla era únicamente cuestión de tiempo; lo que no había previsto era una reacción tan descompuesta de su hermano. Corría deprisa tras él, no tanto con la esperanza de encontrarla, cosa de la que estaba segura, sino con la de llegar a ella más o menos al mismo tiempo en que, fuera de sí, lo hiciera Piergiorgio.

Entraron en el parque y lo exploraron en varias direcciones, pero no había ni rastro de Anna Gloria. Después de dos horas corriendo y deteniéndose, recorriendo con la vista los senderos secundarios y con pies veloces el central, Maria y Piergiorgio se encontraron uno junto a otro jadeantes, él con la mirada brillante de puro terror, ella menos optimista que antes sobre el éxito de la búsqueda. Rompiendo el silencio impuesto por la falta de aliento y la discreción, sin ponerse previamente de acuerdo empezaron a llamarla.

—¡Anna Gloria! —gritaba Maria con voz clara.

—¡Anna! —repetía como un eco Piergiorgio con voz quebrada.

Muchos se volvían para mirar a aquella mujer joven y a aquel muchacho con alarmada curiosidad, pero nadie respondió a su llamada.

Eran ya las seis de la tarde y el sol declinaba cuando salieron del parque empapados en sudor y se miraron, demudados.

—Es culpa tuya —le espetó Piergiorgio con odio.

Maria se sobresaltó, pero no discutió la injusticia de la acusación porque sabía que era cierta: cualquier cosa que hubiera sucedido sería culpa suya. Sin embargo, no bajó la vista, consciente de que en aquel momento la prioridad no era hallar un culpable.

—Vamos por el río —sugirió, tratando de controlar su angustia.

Juntos se encaminaron hacia casa siguiendo con atención la línea del agua, sin dejar de gritar el nombre de la niña, pero incapaces de apartar los ojos de la pendiente del muro de contención, dominados por el espanto de vislumbrar la señal de una caída, un objeto que flotara o un cuerpo inerte en la orilla arbolada, de donde se elevaba una ligera neblina que dificultaba su exploración. Aunque no encontraron nada, no se sintieron más aliviados. Regresaron a via della Rocca muy ansiosos, con la secreta esperanza de que Anna Gloria los hubiera precedido.

Sentada en los peldaños de la entrada del edificio, la chiquilla aguardaba visiblemente nerviosa, sin la menor intención de mostrarse arrepentida por la imprudencia cometida. Piergiorgio se detuvo en medio de la calle; Maria tuvo miedo del destello que captó en sus ojos azules. Su hermana, en cambio, no debió de reparar en nada, porque se puso en pie y les espetó:

—¡Ya era hora de que volvieseis, llevo aquí por lo menos una hora! Pero ¿cómo se os ha ocurrido iros así, sin más?

Ambos la miraron sin dar crédito a lo que oían. Maria estaba a punto de replicarle como debía, pero Piergiorgio se le adelantó, y sus palabras sosegadas asustaron a la muchacha sarda más de lo que habría hecho un grito.

—Teníamos ganas de pasear. ¿Desde cuándo debo rendirte cuentas de lo que hago?

Sin esperar respuesta, el chico subió los escalones con total despreocupación, sacó las llaves del bolsillo y abrió la puerta del edificio. Manteniéndola abierta, se volvió en espera de que ellas lo siguiesen; mientras pasaba por su lado, Maria no consiguió recordar haberle visto nunca aquella expresión en el rostro, por una vez pálido como el de su hermana. Él le devolvió la mirada como una advertencia, y mediante ese pacto tácito ambos se comportaron hasta la noche como si durante aquellas horas nada hubiese sucedido. Anna Gloria, por su parte, se guardó mucho de sacar el tema, engañada por un silencio que la convenció de haber conseguido, con su acto de fuerza, suavizar al menos en parte la resistencia de aquella prohibición que tanto le pesaba.

Naturalmente, no era así en absoluto, aunque algo debía de haberse roto en Piergiorgio, porque durante la noche Maria oyó desde su cuarto el sonido de un llanto a duras penas sofocado. Si bien Anna Gloria se había metido muchas veces en la cama de Maria en pijama para apaciguar los fantasmas de una pesadilla, o para hacer esas confidencias secretas que sólo pueden realizarse a oscuras, en casi dos años la puerta que separaba su habitación de la del chico nunca se había abierto. Ninguno de los dos había considerado jamás aquel paso como algo real: en lo que a ellos respectaba, era una puerta dibujada sobre el empapelado. Pero ante ese llanto no hubo consideraciones que pudieran impedir a Maria cruzar aquella barrera invisible: la tensión acumulada durante el día hacía que las reglas pareciesen opacas e ineficaces, retenidas por los hechos en un limbo de suspensión temporal.

Cuando Piergiorgio se percató de que la puerta se había abierto, los sollozos cesaron de repente. En la oscuridad de la habitación, su voz se elevó, quebrada pero dura.

—¿Qué quieres?

—Te he oído.

—¿Y qué? Sal de aquí.

—No.

—Te he dicho que salgas. Ésta no es tu habitación.

Maria avanzó sin miedo de tropezar, pues conocía el orden obsesivo en que el chico tenía sus cosas. La luz de la lámpara de la mesilla de noche se encendió de golpe, iluminando a Piergiorgio vestido sobre la cama, sentado con los hombros contra el cabecero y la almohada apretada entre las rodillas, marcada por los mordiscos húmedos con que había intentado silenciar el llanto. Su cara estaba enrojecida como la de un niño, pero su mandíbula rígida y los ojos furiosos con que la miraba no tenían nada de infantil.

—Hablemos…

—¿De qué?

—Ya lo sabes. De lo que ha pasado hoy.

—No tengo nada que decirte. Y no ha pasado nada.

Maria reconoció en su mirada el mismo odio feroz que cuando la había acusado en el parque.

—Perdóname.

Él pareció titubear ante aquella rendición sin combate, pero las manos que agarraban la almohada como un escudo no se relajaron.

—¿De qué te disculpas?

—No lo sé —murmuró Maria, y era cierto—. ¿Tú de qué me acusas?

Él vaciló; las preguntas directas nunca habían sido sus preferidas. Maria vio nítidamente el revelador movimiento de la nuez de Adán.

—No lo sé… —repitió él como un eco tras una breve pausa, aunque sus ojos seguían emitiendo sentencia.

Maria avanzó por la habitación, desarmada y desarmante con su pijama de franela amarillo, formulando todas las preguntas de un tirón como si tuviese miedo de que el momento de las respuestas no volviera a presentarse nunca más.

—Entonces, ¿por qué me tratas siempre como si tuviese que hacerme perdonar algo? ¿En qué me he equivocado? ¿Qué te he hecho?

Piergiorgio calló, mirándola aproximarse a la cama.

—No has hecho nada. ¿Qué tienes tú que ver? Ha sido ella —murmuró por fin, tenso.

—Exacto, ¿qué tengo yo que ver?

De repente, Maria se sentó en el borde de la cama profanando intencionadamente el espacio que él, acurrucado en una esquina, defendía con los ojos. Maria nunca había sido una persona prudente, pero tampoco irreflexiva como en aquel instante, que de forma misteriosa intuía irrepetible y por ello le parecía una insensatez dejarlo escapar. Los riesgos de asirlo, en cambio, ni siquiera los calculó. Permaneció en silencio contemplando aquellos ojos azules que cambiaban de expresión, adoptando una vacía y perdida, peligrosamente ausente; cuando la mano de él se acercó al interruptor de la luz para apagarla, Maria no trató de impedirlo, y la súbita oscuridad los dejó a ambos sin aliento, igual que la carrera vespertina.

Esperó unos segundos a que él dijera o hiciera algo, pasados los cuales Piergiorgio empezó a hablar. Primero en un susurro, se puso a reanudar un discurso que parecía interrumpido pero que en realidad jamás había comenzado. Al principio, Maria no comprendía el porqué de aquel relato de escondrijos y carreras infantiles; luego las palabras del muchacho se sucedieron como estallidos, iluminando la oscuridad con revelaciones insoportables de escuchar, casi tanto como para él contarlas. No estaba segura de que él hablara para que ella lo oyese; más bien le parecía que había apagado la luz justo para olvidar que la tenía delante, intuición que le impidió decir una sola palabra.

En aquella oscuridad, Maria lo vio surgir de pequeño, con el cabello más claro de lo que ahora lo tenía, jugando al escondite con otros niños bajo la mirada distraída de la primera niñera contratada para cuidarlo. A medida que iba recordando, la voz de Piergiorgio perdía cuerpo y se atenuaba para transformarse en la del niño escondido entre los árboles del paseo del río, mientras esperaba con el corazón en un puño a que sus compañeros fueran a buscarlo para entonces echar a correr como un galgo hacia el árbol acordado gritando: «¡Casa! ¡Yo soy más rápido!». Siempre se le había dado bien esconderse, hasta en su propio hogar sus padres lo buscaban durante horas cuando no quería que dieran con él. También aquella vez sus compañeros tardaban en encontrarlo, porque era difícil verlo entre los arbustos de la orilla, y todavía más difícil para sus cortas piernas alcanzarlo. Pero, para los ojos atentos de un adulto que sabía esperar y para las piernas robustas de un adulto que sabía buscar, aquel astuto escondrijo a orillas del río era un lugar fácil y cómodo donde jugar con un niño. Piergiorgio no sabía aún que los mayores no juegan al escondite con los niños.

Mientras la niñera charlaba con las otras chicas empleadas para cuidar a los hijos de los otros, mientras los hijos de los otros jugaban a esconderse y encontrarse como podían y el sol aplastaba los árboles contra el suelo en sombras móviles y huidizas, Piergiorgio Gentili se perdía en un arbusto entre las manos de un desconocido y nadie lo llevaría nunca más de vuelta. El niño que muchas horas después encontraron se había vuelto incapaz de esconderse, de abrazar y de fiarse de nadie, pero sus padres creyeron que se debía a la caída, a ese previsible resbalón en la orilla, al golpe en la cabeza que quizá le había hecho perder el conocimiento hasta que el sol se había puesto, o tal vez al miedo a morir que todos los niños experimentan cuando se pierden creyendo que se esconden y nadie va a buscarlos. Marta Gentili despidió en el acto a la niñera, Piergiorgio olvidó en el acto hasta su nombre, y a partir de aquel momento ni él ni su hermana pudieron salir a jugar al parque, ni al paseo del río, ni a ningún otro lugar. El chico jamás contó a sus padres que aquello que no debería haber pasado había sucedido, durante diez años no se lo dijo a nadie, hasta que esa noche se lo explicó a Maria todo de un tirón en la oscuridad del cuarto, con la espalda contra la cama y la cabeza dentro de un arbusto a orillas del río, en un recuerdo que olía a limo y sudor ajeno.

Maria no habría sabido decir en qué punto del relato de Piergiorgio se había levantado para estrecharlo contra sí, o en qué instante preciso del horror narrado se había acercado a él sin interrumpirlo, y él no habría sabido decir cuándo había dejado que las lágrimas fluyeran en la oscuridad silenciosas, púdicas. El día los sorprendió en un sueño desprovisto de culpas, unidos en un abrazo en que el uno finalmente se había encontrado y la otra se había perdido.

Desde ese momento la actitud de Piergiorgio hacia Maria cambió por completo: empezó a mostrarse amable y casi solícito. Ya no le respondía con monosílabos, e incluso le dirigía la palabra por iniciativa propia, la ayudaba a llevar la ropa planchada, se ofrecía a abrirle las puertas cuando iba cargada con las bolsas de la compra y en la mesa le pasaba todo aun antes de que ella lo pidiera, para incredulidad de sus familiares. Esta galantería sorprendió agradablemente a Attilio Gentili, quien, tras los primeros ardores evidentes de la adolescencia, vio los indicios prometedores de una madurez precoz. En cambio, la incomprensible transformación de Piergiorgio despertó las sospechas maternas y, sobre todo, suscitó el resentimiento de Anna Gloria, que observando cómo se aficionaba a Maria se descubrió víctima de unos celos nunca sentidos hasta entonces. En cuanto se dio cuenta de que algo había cambiado, la complicidad que había establecido con la joven sarda se esfumó de un día para otro, y cuanto más solícitamente la trataba su hermano, más muestras de intolerancia daba la chiquilla ante la idea de continuar teniéndola como niñera. Maria, por su parte, no hacía caso de las reacciones de Anna Gloria y, en cambio, parecía haber desarrollado hacia Piergiorgio una actitud protectora por completo incongruente, pues el muchacho hacía tiempo que había superado la edad en que era razonable tener a alguien encargado de su cuidado; tanto más cuanto que Maria jamás se había ocupado realmente de él, como ambos sabían.

Por primera vez reparó en el despuntar del hombre en aquel cuerpo, observó con disimulo cómo la suavidad de los rasgos infantiles se desvanecía en sus facciones, cada vez más marcadas, y la espalda se le ensanchaba de día en día, evidenciando aquella gracia natural que hasta entonces sólo había aparecido difuminada. La puerta que comunicaba las dos habitaciones dejó de estar dibujada en la pared y las noches se llenaron de susurros y risas, sofocadas con la voluntad cautelosa de quien sabe que lo que está haciendo nunca podrá ser declarado del todo inocente.

No había entre ellos nada que esconder, y sin embargo, ambos lo ocultaban con cuidado. Lo que no podían encubrir se veía por la mañana en el desayuno, cuando tanto él como Maria mostraban las ojeras del insomnio a la mirada distraída de los padres y a la torva e inquisitiva de Anna Gloria, que masticaba galletas al ritmo de una rabia creciente. Maria salía mucho menos de casa, y cuando lo hacía ya no se ponía periódicos bajo el abrigo, presa de una fiebre ardiente que si no hubiera estado tan cegada habría reconocido, pues no era la primera vez que la sentía correr por sus venas; pero a ella los momentos de la conciencia siempre le habían llegado como la resaca tras la ola, y tampoco en aquella ocasión sería diferente.

No recordaba que nadie la hubiera visto nunca tan guapa como se veía en los ojos adoradores de Piergiorgio, tan guapa como aquel día cuando se había puesto la corona de pan en la habitación fragante de su madre, con el pecho desnudo y la medalla de oro que la hacía aparecer, reflejada en el espejo del armario, hermosa como una dama en un cuadro. El marido de su hermana jamás la había visto así, desde luego, e incluso Andría Bastíu había amado en ella aquello que lo hacía sentirse en casa: no había habido entre ellos la confesión de secretos tan sucios que mancharan para siempre la noche, ni Maria había temido nunca rozarle la mano para no despertar la sangre que le bullía bajo la piel, como sucedía sin cesar ante el perfil puro de Piergiorgio. Femenina, siempre había sabido que lo era, pero como mujer se descubría entonces, porque jamás se había dado que alguien se lo mostrase con el furor que irradiaba la mirada de Piergiorgio Gentili, con toda la pasión de sus dieciséis años, cada vez que la posaba sobre ella.

Con el paso de las semanas, comprendiendo por instinto el peligro que entrañaba la hostilidad de Anna Gloria, Piergiorgio y ella se volvieron más cautos y furtivos a fin de no provocar situaciones que pudieran llevar a prescindir de la ya casi superflua presencia de Maria en aquella casa. Por la noche se veían pocas veces y sólo unos minutos, atentos como ladrones a no tocarse ni por equivocación, y luego cada uno se iba a su cama con el sentimiento de culpa todavía ardiente por haber estado todo el rato deseando el roce. Maria sabía que un gesto suyo bastaría para que las cosas fueran más allá de las miradas y evitaba con deliberado celo realizarlo, a la vez que minimizaba aquella distancia con otras pequeñas intimidades. Era como si ambos advirtiesen que aquel instintivo buscarse durante las horas del sueño los convertía en una entidad aparte en el ecosistema de la casa, en un organismo demasiado frágil para exponerse a enfermarlo con un incauto intercambio de ardores.

Esa precaución salvó a Maria de varias maneras, pero en un primer momento no se percató, ya que estaba concentrada en aquel trasiego nocturno que actuaba no sólo sobre el pasado herido de Piergiorgio, sino también sobre el suyo. Donde él parecía conseguir disipar ciertos recuerdos, ella, sin quererlo, empezaba a despertar otros, en un juego de memorias comunicantes que se manifestaba sin lógica aparente. Muchas cosas que creía haber dejado en la orilla de la que el barco zarpó rumbo a Génova, regresaban una tras otra, como maderos a la playa después de una marejada.

La primera vez que Maria comprendió que algo estaba cambiando fue justo de noche, mientras volvía a su cuarto descalza y muy despacio. El contacto de la moqueta le trajo de improviso a la mente el pelaje leonado e hirsuto de Mosè, así como el color exacto de los ojos redondos del perro. Los primeros recuerdos afloraron de esa forma, a través de sensaciones o distracciones, repentinos y siempre nocturnos. Después la memoria empezó a actuar de día, cuando no era posible atribuir a los engaños del sueño que en ciertas inclinaciones del sol en el salón reconociera la luz de la casa de Bonaria Urrai; lentamente volvieron uno a uno, rostros, voces y lugares de la infancia en que había crecido, y se descubrió habitándolos sin pedir permiso. Cuando cosía, pensativa, asociaba a los gestos lentos de la mano el eco de bordados realizados en otro lugar tiempo atrás, sobre telas diferentes pero no en otra vida, por más que se hubiera repetido lo contrario durante meses.

No comentó nada al respecto. Tenía la certeza de que aquellos fragmentos caprichosos de memoria, a quienes otros habrían puesto el nombre apresurado de nostalgia, no eran cosas que pudiera revelar a Piergiorgio. Pero entretanto el presente y el pasado volvían a mirarse como después de un armisticio, oprimiéndole el pecho con la sorda gratitud de los supervivientes. Hacía años que había dejado de robar las pequeñas cosas que ya eran suyas, y ahora se descubría nuevamente escondiendo algo, porque entre Piergiorgio y ella el lugar de la conciencia no era y no podía ser el mismo que el de la reciprocidad. En aquel negarse había una profecía amarga y Maria sabía que sólo ella podía percibirla. El temor de verla cumplida la hacía moverse alrededor del alma del muchacho como sobre la arena, cuando uno no quiere dejar demasiadas huellas a su paso. Cada vez que él, entusiasmado, abría la puerta entre ellos a la eternidad y otros incómodos invitados, ella comprendía mejor que lo que los separaba no era la edad o la condición social, sino más bien la permanencia en él del engaño infantil de confundir lo que se desea con lo que se posee. Por eso, siempre que salía de su habitación y cerraba la puerta a su espalda tras el último susurro, Maria renovaba para sí misma la renuncia al hombre en que Piergiorgio se convertiría.

La conciencia de ser una presencia provisional en casa de los Gentili no le impidió sentir que la tierra se abría bajo sus pies cuando llegó la carta en que Regina le pedía que volviera a casa con urgencia. No eran más que unas líneas: su hermana era buena en muchas cosas, pero sin duda no para escribir. Contenía lo estrictamente necesario. Después de haberla abierto, Maria la tuvo dos días sobre la mesilla de noche como si ni siquiera la hubiera recibido.

Hasta la tercera noche no reunió el valor para ir a la habitación de Piergiorgio a explicarle la situación, y la angustia por la pérdida inminente fue tal que le hizo olvidar la prudencia. No esperó a estar segura de que Anna Gloria dormía para abrir la puerta, de modo que el leve chirrido de la manija fue suficiente para dar a la niña la señal que llevaba semanas esperando. Mientras, en la oscuridad, Maria cargaba con el peso de la rabia furiosa de Piergiorgio enfrentado a su decisión inapelable, la luz de la habitación se encendió de repente desde fuera, para mostrarlos abrazados sobre la cama, en una postura confusa pero más que indecorosa, a los ojos atónitos de Attilio y Marta Gentili. Ninguno de los dos jóvenes proclamó su inocencia, pues inocentes desde luego no eran, pero el nombre exacto de la culpa se lo guardaron para sí, en cumplimiento de un pacto que nunca había sido necesario sellar. Al día siguiente, Anna Gloria no derramó una sola lágrima mientras Maria, avergonzada, bajaba la escalera con sus pertenencias en la maleta. A Piergiorgio ni siquiera se le había permitido salir de su habitación para despedirla, y el sueldo pendiente le fue entregado con frialdad por el señor Gentili en un sobre sin referencias que ella no abrió hasta pasados muchos días. Aquella noche, en el barco que la llevaba de Génova a Porto Torres, el único sobre que Maria no dejaba de abrir era el que contenía la carta de su hermana Regina, quien con esta frase alarmante añadía al dolor de la separación el peso de la responsabilidad que se le presentaría a su llegada: «Querida Mariedda: vuelve lo antes que puedas. Bonaria Urrai ha sufrido un ataque y es posible que muera».