13

Pese a estar inmersa en el ritual colectivo del luto, la prisa con que Maria había abandonado la casa no pasó inadvertida a Bonaria Urrai, que intuyó el motivo de aquel gesto de mala educación sólo a medias. Pero la anciana no podía permitirse el lujo de actuar impulsivamente un día como ése, y Nicola Bastíu merecía su respeto hasta el fondo de la tierra donde sería depositado. No tendría otras ocasiones para cumplir las secretas promesas que había hecho al joven, y en cambio Maria seguiría estando en casa a su vuelta. Eso pensaba la modista de Soreni mientras permanecía al lado de Giannina y Salvatore Bastíu como la pariente considerada que siempre había sido, entonando el Requiescat junto a los presentes como si para ella aquél fuese un muerto igual que los demás, diferente tan sólo en el nombre.

Realmente el rostro de Nicola, distendido en la serenidad artificial de quien ya no tiene nada que pedir, parecía por fin tranquilo, pero aquella ilusión óptica no bastaba para detener el tumulto de incertidumbres en el ánimo de Bonaria Urrai. Sin embargo, habituada a ser discreta y a nunca manifestar algo distinto de lo que se esperaba de ella, permaneció decorosamente al lado de los restos mortales como siempre había hecho a lo largo de los años, ayudando a los padres del fallecido a recuperar los recuerdos de muchos momentos alegres con los que restablecer a un Nicola Bastíu sano y risueño, absolutamente respetable en cuerpo y alma. Durante horas se sucedieron en torno al cadáver voces de mujeres y hombres, según una liturgia que alternaba el llanto, la oración y la memoria. Quedaba descartado saltarse ningún pasaje, porque la comunidad necesitaba ese código para recomponer la fractura entre las presencias y las ausencias. En el acto de impedir la negación del dolor individual, hasta la muerte más controvertida se reconcilia con la naturaleza trágica de toda vida. Por eso, una vez que el cura se había ido tras su prédica sobre la comunión de los santos, las mujeres y los hombres de Soreni se reunían para celebrar juntos la comunión de los pecadores y absolver a los familiares supervivientes de la culpa de un dolor único en el mundo. De resolver las otras cuestiones se ocuparía el tiempo.

Hay cosas que se hacen y otras que no, y Maria entendía perfectamente la diferencia entre unas y otras. No era una cuestión de justo o injusto, porque en el mundo donde había crecido esas categorías no encontraban sitio. En Soreni, la palabra «justicia» compartía significado con las peores maldiciones y sólo se pronunciaba cuando había que evocar ciegas persecuciones contra alguien. Para la gente de ese pueblo, la justicia tal vez pudiera perseguirte, y si te pillaba, te desollaría como a un conejo o te crucificaría como a un Cristo, te jodería por diversión como hacen los hombres cuando se comportan como animales, te encontraría dondequiera que te hubieses escondido y a buen seguro que nunca olvidaría tu nombre ni el de tus descendientes; pero todo eso nada tenía que ver con el hecho de que hay cosas que se hacen y otras que no.

Mientras cortaba la cebolla en finas rodajas, Maria pensaba obsesivamente en esa diferencia, disponiendo los ingredientes de la cena con la misma hipnótica lentitud con que trataba de poner orden en sus pensamientos. Las palabras de Andría habían sido tan demenciales como los destellos de su mirada mientras las pronunciaba, y para ella carecían de sentido; sin embargo, unidas a determinados recuerdos empezaban a tener uno concreto. Al tiempo que troceaba el tomate, veía la figura de la vieja modista encogida junto a la chimenea aquella misma mañana, perfectamente vestida y peinada como si acabara de llegar de la calle o supiera ya que iba a haber un motivo para salir. Hacía tiempo que Maria había dejado de interrogarse sobre las misteriosas salidas nocturnas de su anciana madre adoptiva, pero ahora aquel olvido volvía a ella como la goma de un tirachinas y bastaba para insinuarle la sospecha de que Bonaria Urrai le ocultaba algo grave. Era la primera vez que sucedía, y esa desconfianza casaba tan poco con la confianza que la unía a la mujer que la había adoptado como hija, que Maria no sabía cómo manejarla. Le parecía inconcebible que le hubiera mentido, porque hay cosas que se hacen y otras que no, pensaba mientras volcaba en el aceite chisporroteante el resto de las verduras picadas. La cuchara de madera sumergida en el sofrito removía los olores junto con los recuerdos, y, trazando lentos círculos, Maria se dejó envolver por ambos hasta traer a la memoria una tarde de muchos años atrás, apenas unos meses después de convertirse en fill’e anima de la tía Bonaria.

No había superado todavía aquel vicio, el de robar pequeñas cosas que no necesitaba pero deseaba. Lo había llevado consigo desde casa de Anna Teresa Listru y durante algún tiempo había continuado haciéndole compañía, eludiendo pedir permiso siempre que podía. Unas veces se trataba de una pieza de fruta o un trozo de pan, otras de un juguete, o de un retal de tela dejado aparte para un acabado: si creía que nadie la miraba, Maria lo cogía y escondía, incapaz de separar el deseo del subterfugio. Bonaria Urrai se había dado cuenta enseguida, en parte porque las pequeñas sustracciones se repetían con cierta frecuencia. Pero aquella tarde fue la última vez que sucedió, y Maria la recordaba muy bien.

Estaban a finales de octubre, con los preparativos de los pabassinos[15] de los difuntos; sobre la mesa de la cocina se habían dispuesto los ingredientes: la cáscara de naranja, las semillas de hinojo, las láminas de almendra y un tarro de saba de higos chumbos oscura y viscosa como caramelo, con un sabor dulce repleto de fragancias florales, que ligaría la masa como si fuese un mortero aromático. Cada cosa se hallaba en su cucurucho, excepto las pasas, puestas en remojo en un tazón con agua de azahar. Bonaria había reparado en el último momento en que le faltaba la sémola, indispensable para cocer los dulces sin que se peguen. Antes de salir no le había prohibido tocar los ingredientes que había sobre la mesa, pero Maria sabía que estaba infringiendo una orden cuando cogió dos puñados de láminas de almendra y fue corriendo a su cuarto a esconderlos en un cajón. Cuando Bonaria volvió con la sémola, faltaba la mitad de las almendras y, sentada en el suelo, Maria jugaba con expresión serena, propia de los inocentes. La anciana se acercó y comentó sin tono acusatorio:

—Faltan almendras.

Maria miró a su tía con aire interrogativo. Podía ser ya una respuesta, pero la mujer no tenía intención de conformarse.

—¿Las has tocado tú?

—No.

La bofetada llegó, precisa y cruenta, y dejó una marca en la mejilla izquierda de la niña. Incrédula, con las pupilas dilatadas por la sorpresa, Maria la miró con la boca abierta, incapaz incluso de llorar.

—Levántate —ordenó Bonaria.

La pequeña se levantó lentamente, con la barbilla hundida en el pecho para esconder la enorme vergüenza que asomaba a su rostro junto al rubor del sopapo recibido. Bonaria la agarró de un brazo y la arrastró sin muchas contemplaciones hacia su habitación. La puerta se cerró a su espalda con dos vueltas de llave, y tras asegurarse de que estaba bien cerrada, la mujer se fue a preparar los dulces sin mediar palabra. Maria permaneció recluida en su cuarto hasta la hora de la cena, distrayéndose con varias cosas para olvidar lo que había hecho: primero lloró en silencio, luego se entretuvo con los juguetes fingiendo que no había ocurrido nada, y por último se tumbó en la cama, agotada por la frustración, e incluso durmió. Cuando la puerta se abrió, ya estaba despierta y se incorporó en la cama como a la espera de algo. Bonaria se acercó, cogió la silla que había junto a la pared y se sentó exactamente enfrente de ella.

—¿Sabes por qué te he pegado?

Maria se esperaba aquella pregunta y asintió, mientras enrojecía de humillación.

—¿Por qué?

—Porque he robado almendras.

—No.

La negación categórica de Bonaria, que echaba por tierra su personal interpretación de los acontecimientos de la tarde, la sorprendió. Observó a la anciana con asombro.

—Te he pegado porque me has mentido. Almendras se pueden comprar más, pero para la mentira no hay remedio. Cada vez que abras la boca para hablar, recuerda que Dios creó el mundo con la palabra.

A los seis años uno no es muy entendido en teología, y de hecho Maria no encontró una buena réplica al sentido de aquella frase, demasiado complicada para captarlo del todo. Pero la parte que entendió fue más que suficiente para juzgarse a sí misma, y mientras con los labios apretados intentaba asentir, Bonaria se acercó para abrazarla sin estrecharla, como un capullo de seda con su gusano dentro. Al término de aquella reconciliación, única en su género entre ambas, Maria salió de la habitación de la mano de la anciana y la asaltó el intenso aroma que inundaba la casa de los dulces ya cocidos y puestos a secar sobre rejillas como oscuras baldosas. Durante años habría de asociar el olor de los pabassinos recién hechos a aquel recuerdo, y sin darse cuenta fue dejando de experimentar el deseo de robar cosas ya claramente suyas, porque, una vez entendida esa evidencia, no quedaba nadie a quien mentir.

* * *

Maria Listru sonrió al verse a sí misma en aquel recuerdo y añadió agua a la cazuela donde el tomate ya se había deshecho en una salsa densa y aromática. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido la pasada noche, fuera lo que fuese lo que Andría creyese haber visto, al terminar de cocinar la salsa Maria se había convencido de que la mujer que le había enseñado a lavarse las manos antes de hablar no podía haberla engañado de ninguna manera, y menos en aquello. Hay cosas que se hacen y otras que no, se dijo de nuevo; y las cosas que se hacen, se hacen así, concluyó mientras probaba la salsa para ver si estaba en su punto de sal.

Maria se equivocaba, pero no supo cuánto hasta el anochecer, cuando Bonaria volvió a casa al término de una de las jornadas más difíciles de su vida. No la había esperado para cenar, porque con los nacimientos y las muertes se sabe cuándo se sale y nunca cuándo se vuelve, pero la olla de agua fría esperaba sobre el hornillo y la salsa no había perdido aún la frescura de recién cocinada. La joven estaba leyendo, como solía hacer por la noche después de cenar, y la anciana se hallaba demasiado afectada para percatarse de que algo en su postura no era natural.

—¿Cómo es que te has ido? ¿Has discutido con Andría?

Cuando estaba segura de saber de antemano la respuesta, a veces empezaba formulando una pregunta directa.

—Sí.

Maria la miró con aparente tranquilidad, sopesando el cansancio en la curvatura de sus hombros, su rostro ajado y la falda negra arrugada por haber pasado mucho rato sentada. Se le antojó vieja en el sentido que la gente da comúnmente a la palabra, cercana a su final como las promesas mantenidas.

—¿Te parece el día más apropiado para discutir, con su hermano muerto en casa? En vez de consolarlo…

—Lo he hecho.

—A mí no me lo ha parecido. Te has marchado.

Si al menos no hubiera insistido tanto… Si al menos no la hubiera acosado para que diese una explicación, a lo mejor Maria no habría dejado de pensar que aquél era un buen momento para callar. La falta de respeto de la que estaba acusándola la llevó a dar una réplica a la altura, lo que derivó la conversación hacia aguas traicioneras.

—Quedarme habría sido peor. Decía cosas que una no puede escuchar tan tranquila.

—Los familiares de los muertos dicen siempre las mismas cosas. ¿Qué quería? ¿Morir él también? ¿Se sentía culpable de la muerte de Nicola?

Maria cerró el libro sin tomar la precaución de poner la señal.

—No, no se sentía culpable —dijo con tono deliberadamente inexpresivo—. La culpaba a usted.

Bonaria estaba ya inmóvil y su expresión no cambió en nada.

—¿A mí? ¿Y se puede saber de qué?

—Dice que anoche la vio entrar en su habitación y asfixiarlo con una almohada.

Si no se hubiera tratado de Nicola, soltarlo así habría sonado incluso divertido, y al transformar la acusación en una frase sin imperativos Maria se percató de su falta de solidez lógica. La reconstrucción no parecía tener ningún sentido. Y sin embargo, Bonaria no rió.

—¿Eso te ha dicho?

—Sí, ha dicho justo eso, pero después ha vomitado y ha asegurado que se lo había inventado.

Bonaria Urrai se sentó junto a la chimenea, repartiendo con cuidado los pliegues de la falda alrededor de las piernas, como los pétalos de una flor negra. Aunque la conversación había concluido, Maria sintió la necesidad de añadir:

—Estaba fuera de sí, no razonaba…

La anciana volvió la cara hacia la chimenea, escondiendo su mirada en un gesto defensivo tan inusual en ella que la joven notó la sombra alargada de la sospecha, sin saber bien de qué sospechaba.

—¿Dónde estuvo anoche? —preguntó a media voz sin poder evitarlo.

El silencio cubrió la respuesta, y Bonaria no consideró que tuviera que romperlo. Mantuvo la mirada en la chimenea, fija en el hollín de los troncos consumidos por un invierno más frío de lo acostumbrado. Para Maria fue como una declaración en toda regla. Se levantó bruscamente y dejó el libro en la mesa puesta para una sola persona. Luego se acercó a la anciana, encogida en la misma posición en que la había sorprendido aquella mañana.

—Sé que salió. ¿Dónde estuvo?

Bonaria levantó la cara del horizonte de la chimenea y sostuvo su mirada sin replicar. En aquellos ojos vacuos, Maria vislumbró un asomo de lo que ni siquiera sabía que debía temer y se tambaleó.

—No es posible.

—Maria…

—Lo hizo… Es verdad que anoche fue a casa de Nicola… —dijo la muchacha, cuyas frases ya no eran preguntas.

—Él me lo pidió.

La respuesta pareció una nimiedad ante la expresión descompuesta de la joven.

—No es posible…

Suspirando, Bonaria se levantó. Siempre había sabido que ese momento llegaría, pero desde luego no lo había imaginado así.

—¿Qué es lo que no es posible? ¿Qué me lo pidiera, o que yo lo hiciera? Tienes ojos para ver y no eres tonta, Maria. Conocías a Nicola y también me conoces a mí.

Maria negó con la cabeza.

—No, a usted no la conozco. La persona a quien conozco no entra de noche en las casas para asfixiar a los tullidos con almohadas…

La brutalidad de la descripción contrastó con el susurro de la muchacha, tenue como una llamita. A medida que la sospecha iba tomando cuerpo, se le multiplicaban en los labios las implicaciones obscenas de la verdad.

—¿Lo sabe Giannina? ¿Lo sabe Salvatore Bastíu?

—Eso no importa —mintió Bonaria, a pesar de ser consciente de ello.

—¿Que la madre y el padre no sepan que el hijo ha muerto a manos de usted no importa?

—Él lo quiso así, y yo se lo prometí.

—¿Y por qué a Nicola iba a ocurrírsele pedirle justo a usted una cosa semejante?

La vieja Urrai se quedó callada mirando a Maria a la cara. Las palabras para responder a esa pregunta no existían, y si existían, no las conocía. Pero en la mente de Maria la verdad se iluminó de repente, y en el instante mismo en que la comprendía, la hija de Anna Teresa y Sisinnio Listru supo con certeza quién era la mujer que tenía delante. Abrió la boca para ritualizar el estupor en una imprecación, pero sólo le salió un jadeo de parturienta, el sollozo sin llanto de un animal estrangulado. Se llevó una mano a la boca, mas sus ojos no se apartaron del semblante mortalmente pálido de la acabadora.

—Cada vez que volvía de noche… —murmuró.

—Te lo habría contado en su momento, Maria —aseguró Bonaria, sin siquiera tratar de mitigar la turbación de su hija.

—¿Cuándo? ¿Cuándo me lo habría contado? ¿Me habría llevado con usted? ¿Me habría pedido que le sostuviera la toquilla mientras actuaba? —La rabia afloraba a los labios de Maria como espuma amarga—. ¿Cuándo lo habría hecho?

—Desde luego, no ahora… Cuando hubieras estado preparada…

—¡Preparada! —La palabra resonó como un objeto arrojado al suelo—. ¡Para aceptar la idea de que usted mata a la gente jamás habría estado preparada!

En cuanto se hizo evidente que para detener aquel río no habría suficientes diques, la anciana renunció a la esperanza de encontrar un camino más fácil para llegar al fondo.

—No empieces a poner nombre a las cosas que desconoces, Maria Listru. Tomarás muchas decisiones en la vida que no te gustará tomar, pero lo harás porque no te quedará más remedio, como todo el mundo.

—Y ésta, al parecer, sería una de ésas. —El tono sarcástico era feroz y Maria no hacía nada por disimularlo—. ¿Y cómo la hace, esa cosa necesaria? Explíquemelo… total, me lo habría dicho de todas formas, ¿no? —Se puso a andar alrededor de la mesa con un paso sincopado que no llevaba a ninguna parte—. ¿Entra siempre a escondidas, como en el caso de Nicola? No, déjeme pensar… ¡la llama la familia, como aquella noche que vino Santino Littorra! —Cuanto más nítido se volvía el recuerdo, más pura parecía la rabia de la joven—. Y una vez allí, ¿cómo lo hace, tía? ¡Dígamelo!

Bonaria Urrai había visto bastante mundo para saber que descender al plano de aquella provocación no llevaría a nada bueno.

—¿Quieres juzgar el cómo sin entender el porqué? Siempre tienes prisa por dictar sentencias, Maria.

—No soy precisamente yo quien tiene prisa. Si las cosas deben suceder, suceden por sí solas en el momento adecuado.

La anciana se quitó la toquilla con brusquedad y la dejó caer de cualquier manera sobre la silla. Sus ojos oscuros miraron a Maria con cierta impaciencia severa. Independientemente de lo que hubiera ocurrido con Nicola, Bonaria Urrai aún sabía defenderse.

—Suceden por sí solas… —murmuró, sonriendo con amargura—. ¿Naciste acaso por ti sola, Maria? ¿Saliste del vientre de tu madre empleando tus propias fuerzas? ¿O naciste con la ayuda de alguien, como todos los vivos?

—Yo siempre… —empezó la joven, pero Bonaria la interrumpió con un gesto imperioso de la mano.

—Calla, no sabes lo que dices. ¿Te cortaste tú sola el cordón? ¿Acaso no te lavaron y amamantaron? ¿No has nacido dos veces por la gracia de otros? ¿O eres tan lista que lo has hecho todo sola?

Aquella alusión a su dependencia le pareció a Maria un golpe bajo asestado con maldad, así que renunció a contestar mientras la voz de Bonaria bajaba hasta convertirse en una letanía desprovista de todo énfasis.

—Otros decidieron por ti entonces y otros decidirán cuando haya que hacerlo. No hay ningún ser humano que llegue al final de sus días sin haber tenido padres y madres en cada esquina, Maria, y tú deberías saberlo mejor que nadie. —La anciana modista hablaba con la sinceridad con que se hacen confidencias a los desconocidos en el tren, sabiendo que nunca más habrá que soportar el peso de sus miradas—. Nunca se me ha abierto el vientre —prosiguió—, y Dios sabe que lo habría deseado, pero aprendí sola que a los hijos hay que darles bofetadas y caricias, y el pecho, y el vino de la fiesta, y todo lo necesario, cuando lo necesitan. Yo también tenía un papel que desempeñar, y lo he desempeñado.

—¿Y qué papel era?

—El último. Yo he sido la última madre que algunos han visto.

Maria guardó silencio unos instantes, mientras la rabia moría en el sentido para ella inaceptable de aquellas palabras. Cuando habló de nuevo, Bonaria supo que ya no quedaba lugar para la comprensión.

—Para mí fue la primera, y si me dijera que quiere morir, yo no sería capaz de matarla simplemente porque ése fuera su deseo.

Bonaria Urrai la miró y Maria se dio cuenta de que la mujer estaba cansada.

—Nunca digas de esta agua no beberé. Podrías encontrarte dentro de la cuba sin saber cómo te has metido. —Bonaria recogió la toquilla que había dejado caer sobre la silla y empezó a plegarla con parsimonia, consciente de que aquello era lo único que podía poner en orden—. Cuando llegue el momento, Maria, descubrirás cosas de ti misma que todavía no sabes.

—Ese momento no llegará… —La joven no se dio cuenta de que lo había decidido hasta que se le escapó de los labios—: Quiero irme de su casa.

Si esas palabras sorprendieron a la anciana, no lo manifestó. Ni siquiera la miró.

—Comprendo.

—Enseguida. Mañana mismo.

—Está bien, hablaré con tu madre.

—No… —Maria pareció dudar—. No quiero volver a casa de mi madre. Buscaré una solución.

—Como te parezca.

No era eso lo que quería decir Bonaria, pero cosas que no quería ya había hecho unas cuantas aquellos días.

—Naturalmente, por el agradecimiento que le debo, cumpliré con mi deber —añadió Maria en voz baja.

—No necesito nada que tú estés en condiciones de hacer, Maria Listru —aseguró la anciana despacio, mirándola.

Se fueron a la cama sin cruzar una palabra más, porque añadir algo era inútil. Ninguna de las dos durmió. El agua de la olla sobre la cocina apagada no era lo único que se había enfriado aquella noche en la vieja casa de Taniei Urrai.

Al día siguiente, temprano, la maestra Luciana le abrió la puerta a Maria convencida de que iba a devolverle el libro que le había prestado; en cambio, se la encontró delante con una maleta y ninguna buena explicación que la justificara. Pero una no ejerce de maestra durante treinta años sin aprender cuándo es el momento de no preguntar, y al cabo de una semana Maria tenía en la mano un pasaje de barco para Génova y una casa en Turín, en via della Rocca, donde unos tal Gentili esperaban con impaciencia a la nueva niñera sarda recomendada directamente por Luciana Tellani.