12

Hay pensamientos que, como los ojos de las lechuzas, no soportan la luz diurna. Sólo pueden nacer de noche y cumplen la misma función que la luna, necesaria para cambiar de sentido mareas en algún recoveco invisible del alma. Pensamientos de ésos, Bonaria Urrai tenía algunos, y con el tiempo había aprendido a estar en guardia respecto a ellos, escogiendo con paciencia las noches en que hacerlos surgir de dentro. No había llorado mucho al abandonar la casa de los Bastíu cargada con el peso de la respiración de Nicola, pero cada una de aquellas lágrimas había dejado un surco nuevo en su rostro, marcado ya por el tiempo. Si en ese momento hubiera salido el sol, Bonaria habría parecido muchos años mayor de lo que era, y esos años los notaba ella uno por uno. Habían pasado décadas desde que vio aceptar por primera vez una petición de gracia formulada en el lecho de muerte, pero podría haber afirmado con total seguridad que ni en aquella ocasión ni en ninguna otra desde entonces había sentido ese peso que ahora caía sobre ella como un manto empapado.

Recordaba bien —no tenía ni quince años la primera vez que había sucedido— el día que, junto con las mujeres de la familia, había asistido al parto de una prima de su padre en casa de la joven; aquellas trece horas de esfuerzo habían costado más caras a la madre que al bebé, que pese a todo nació vivo. Ni caldo de pollo ni oraciones bastaron para cortar la hemorragia, a la que siguieron días de agonía tales que hicieron perder toda esperanza de recuperación. Entonces retiraron de la habitación todos los objetos bendecidos, los regalos para la buena suerte y los cuadros de tema religioso, a fin de que aquello que había protegido a la puérpera no acabara por atarla a un estado de sufrimiento infinito. Cuando la propia mujer pidió la gracia, las demás actuaron en un clima de naturalidad compartida en que el acto ilícito habría parecido más bien no hacer nada. Nadie le dio jamás explicaciones, pero Bonaria no las necesitaba para comprender que se había puesto fin al sufrimiento de la madre con la misma lógica con que se había cortado el cordón umbilical del hijo.

En aquella primera y amarga escuela de la vida, la hija de Taniei Urrai había aprendido la ley no escrita según la cual sólo se maldicen la muerte y el nacimiento consumados en soledad, sin que tuviera importancia que su cometido hubiera sido simplemente el de mirar. A los quince años Bonaria ya estaba en condiciones de entender que hacer ciertas cosas o sólo ser testigo de ellas implicaba la misma culpa, y desde entonces jamás la había asaltado la duda de no ser capaz de distinguir entre la piedad y el delito. Nunca hasta esa noche, cuando en los ojos de Nicola Bastíu había advertido la determinación de quien busca desesperadamente no la paz, sino un cómplice.

Aunque ninguna alma acudió de visita a casa de Bonaria Urrai aquella noche, la puerta permaneció abierta hasta el amanecer, cuando doblaron las campanas y los habitantes de Soreni salieron del embotamiento del sueño. Maria encontró a la anciana sentada con los ojos fijos en la chimenea apagada, encogida bajo la toquilla negra como una araña atrapada en su propia tela.

Cuando fueron a comunicarle que había un muerto en casa de los Bastíu, don Frantziscu Pisu pensó que el cabeza de familia había sufrido un infarto. Por todo el pueblo corría el rumor de que el viejo Salvatore se consumía desde hacía meses, incapaz de aceptar la desgracia sufrida por su hijo mayor, y aunque con Nicola fingía que las cosas iban bien, en la intimidad alcohólica con sus amistades llevaba amargamente el luto por su hijo, muerto respecto a todas las posibilidades que vuelven digna la vida de un hombre. Por otro lado, en los corrillos de los bares y en los umbrales de las casas al atardecer no se había hablado de otro tema durante semanas. Explicaciones distintas del fatalismo no habían ayudado a Salvatore a imaginar un futuro aceptable para su hijo, porque, si es verdad que de tal palo tal astilla, el viejo Bastíu era incapaz de suponer una maldición peor que vivir en el presente haciendo hablar de uno mismo en pasado.

Estando como estaba al corriente de la situación, cuando don Tzicu se enteró de que el muerto era Nicola, se santiguó con un gesto a medio camino entre la señal de la cruz y el conjuro, y mientras se encaminaba a casa de la familia sentía el escrúpulo tardío de no haber insistido lo suficiente para inducir al joven Bastíu a considerar su estado como un misterio de la voluntad divina. Lo que pasaba es que, aun convencido de que por lo menos la mitad de las cosas de la vida eran misterios de la voluntad divina, Frantziscu Pisu sabía que la otra mitad eran frutos evidentes de la estupidez humana; y lo sucedido a Nicola Bastíu seguramente encontraba mejor explicación en esta segunda hipótesis. No saber mentir era la incapacidad más señalada de Frantziscu Pisu, lo que en el caso de un cura no es ciertamente un defecto sin importancia. Desde luego, de haber imaginado que Nicola moriría así, quizá habría puesto mayor empeño en la mentira piadosa, pero ¿quién podía suponer que el desdichado disgustaría al cielo al extremo de sufrir la desgracia de morir mientras dormía? Incluso entre aquéllos con tan poca memoria que creían tener la conciencia tranquila, no había quien no esperase el perdón postrero del buen ladrón en la cruz, de modo que el viejo cura, que a decir verdad gozaba de bastante buena memoria, al entrar en casa de los Bastíu se dedicó un pater noster con auténtico fervor de conjuro.

En el pasillo se hallaban presentes sólo los familiares más cercanos; los restos mortales aún no habían sido preparados para soportar la procesión de condolencias que llenaría la casa de gritos y llantos en las horas sucesivas; se percibía una atmósfera atónita de algo inacabado, agudizada por la mesa preparada para los difuntos, bien visible desde el corredor, que permitía intuir hasta qué punto aquella muerte había cogido por sorpresa a la familia. Giannina, presa de una dolorosa inmovilidad, estaba en la habitación abierta de par en par de Nicola sin siquiera haberse vestido de negro; al ver entrar al cura, no mostró ni rastro de su acostumbrada cortesía, sino que continuó sentada junto a la cama en silencio, cogiendo la mano del hijo muerto, fría pero todavía blanda. Fue Salvatore Bastíu quien lo recibió: don Frantziscu lo vio ir a su encuentro vacilante y pálido, como un inocente que hubiera recibido una sentencia condenatoria, sin el menor asomo de su habitual arrogancia.

—Gracias por venir, don Frantziscu. A Giannina, una palabra de consuelo seguro que no le sienta mal en este desgraciado trance…

El cura asintió y, quitándose el gorro, se dispuso a acercarse con discreción a la mujer sentada junto a la cama. Entonces, al avanzar, se percató de que en la habitación había alguien más: de pie a un lado de la puerta, apoyado contra la pared, estaba Andría Bastíu, con las manos a la espalda y la vista clavada en la cama donde yacía el cuerpo de su hermano. El muchacho hizo un rígido saludo con la cabeza, mirando al cura con los ojos febriles de un insomne.

—Giannina… —dijo don Frantziscu con delicadeza.

—No era malo, Nicola era un buen hijo… —replicó ella, como si respondiera a una pregunta.

—Lo sé, Giannina, lo sé…

—Bendígalo, entonces. Que el Señor lo tome como es, que no era malo mi hijo…

Mientras repetía aquellas palabras, Giannina Bastíu perdió algo de la calma mantenida hasta ese instante y dejó que las lágrimas fluyeran, sin acompañarlas de gemidos. El cura se puso la estola morada al cuello y utilizó la plegaria a modo de respetuosa distracción. Mientras en nombre de Dios imponía al cuerpo inerme de Nicola lo que en vida éste jamás habría aceptado, Andría salió del cuarto, dejando a su madre con el consuelo de la cadencia latina de las oraciones. Esperó fuera con su padre hasta que salió el cura y asistió en silencio a la conversación entre ambos hombres.

—¿Se sabe qué ha pasado? —preguntó don Frantziscu.

—El doctor Mastinu habló de infarto. Me parece imposible… Si había una cosa que mi hijo conservaba en buen estado era el corazón… —dijo el viejo Bastíu moviendo la cabeza con incredulidad.

—El Señor no recoge fruta verde, Salvatore. Todos se van cuando les toca irse. Hay que ser fuertes.

—No es fuerza lo que falta, don Frantziscu… Es que el dolor es terrible; si uno no lo siente, no se lo imagina.

—Consolaos pensando que donde está ahora está mejor…

Como remate de aquellas frases hechas, el cura se dirigió a Andría, que no había asentido a ninguna de sus invitaciones a la resignación. Como una sombra detrás de Salvatore, el muchacho parecía permanecer a la espera.

—Ahora que quedas sólo tú, debes consolar a tus padres…

—Cuando me haya consolado yo, a lo mejor —repuso Andría secamente.

A su padre le sorprendió aquel tono, pero la mirada del joven lo disuadió de reñirlo el día en que un freno lento de la lengua tenía fácil justificación. El cura trató de insistir, pero el muchacho ya había desplazado la atención más allá de su hombro, dirigiendo la mirada a quienes estaban cruzando el umbral en ese instante. Al volverse, don Frantziscu Pisu reconoció en los recién llegados la figura alta y enjuta de Bonaria Urrai y la grácil de Maria Listru, y de repente le pareció la mejor ocasión para poner fin a su visita. Maria lo saludó cordialmente mientras él se marchaba; Bonaria Urrai, en cambio, se encaminaba ya hacia el muerto y su madre para cumplir con su tarea y apenas se dignó dedicarle una mirada.

Dos horas después, cuando las visitas formales empezaron a llegar cada una con su necesidad, el cadáver de Nicola había sido preparado para recibirlas bien dispuesto sobre la cama, con el traje de vestir que le había confeccionado precisamente Bonaria dos años antes por la fiesta de San Juan. Los pantalones oscuros hábilmente rellenos no permitían distinguir la pierna amputada de la otra, y el rostro afeitado con esmero lucía una expresión tan serena y relajada que Maria tuvo la impresión irreal de que por fin agradecía las visitas. No habían llamado a ninguna attittadora profesional para el velatorio, aunque acudían espontáneamente mujeres vestidas de negro que lloraban a lágrima viva, mientras los hombres esperaban fuera a que concluyera la representación de aquel dolor hecho ostentación para entrar a presentar sus más contenidas condolencias a la familia.

En Luvè e Illamari, ambas aspirantes a convertirse en urbanas, cada vez se estilaba más no vestir de negro por el difunto, al tiempo que se daba con creciente frecuencia que las familias más acomodadas y cultas dispensaran de las visitas de pésame. Sin embargo, en Soreni nadie consideraba haber alcanzado tal punto de civilización que pudiera rechazar la solidaridad de sus paisanos por la muerte de un familiar o no vestir de negro para honrarlo. Para Maria, además, nacida de un padre ya muerto, el negro era el color natural de las cosas cotidianas. Quien nace huérfano aprende enseguida a convivir con las ausencias, y ella se había formado la idea de que, al igual que dichas ausencias, el luto debía durar siempre. Fue al crecer cuando empezó a ver a mujeres e hijas de algunos difuntos variar de ropa con el cambio de estación.

Años antes, una tarde soleada no muy diferente de aquélla, cuando la tía Bonaria empezaba a enseñarle a coser pequeñas prendas de niña, le había pedido explicaciones sobre esos seísmos que se producían en los armarios.

—¿Cuándo acaba el luto, tía?

La anciana no había levantado siquiera la cabeza de la bata que estaba rematando.

—Menudas preguntas haces… Cuando acaba el dolor, acaba el luto.

—Entonces, el luto sirve para mostrar que hay dolor… —había dicho Maria creyendo entender, mientras la conversación languidecía ya en el silencio parsimonioso de la aguja y el hilo.

—No, Maria, el luto no sirve para eso. El dolor es mudo, y el negro se usa para cubrirlo, no para mostrarlo. —La anciana la había mirado un instante antes de sonreírle—. La flor que has cosido está torcida, déjame ver…

Para Maria aquellas palabras habían sido una amonestación incomprensible, aunque su recuerdo había vuelto muchas veces a lo largo de los años siguientes, cuando veía que ciertas miradas cambiaban más deprisa que la ropa y que los pasos rápidos del pudor fingido se convertían en danza con el muerto todavía caliente en casa. En cambio, frente a Giannina Bastíu, acurrucada junto a su hijo con un vistoso vestido estampado sin un solo trazo negro, tuvo la total certeza de que aquélla era la mujer más de luto que había llorado jamás a un muerto en Soreni y entendió por fin lo que había querido decir Bonaria Urrai aquella vez. Como necesitaba aire fresco, le hizo un gesto a su tía y salió de la estancia, dejando atrás el murmullo de las mujeres que musitaban el rosario al muerto a modo de nana.

Andría estaba fuera con los hombres, pero, en cuanto la vio, se apartó para ir a su encuentro.

—Andrí, qué desgracia, no sé qué decir…

—Entonces al menos tú no digas nada, que hoy ya he oído bastantes gilipolleces.

Maria miró a su amigo, sorprendida por aquel lenguaje rabioso, aunque no se atrevió a replicar. Buscó otro tema de conversación, pero, en vista de que no se le ocurría nada más adecuado que el silencio, calló. Fue él quien la cogió desprevenida.

—¿Vendrás a vendimiar con nosotros la semana próxima?

—No digas tonterías, Andría. Tu hermano ha muerto, y si no se la recogen sus amigos, tu padre dejará pudrirse la uva en las vides —contestó ella, demasiado desconcertada para mostrarse diplomática.

—Eso es lo último que Nicola hubiera querido —sentenció Andría, y pateó flojamente una piedrecilla, que dio contra la pared.

—Nicola habría querido muchas cosas… pero la vendimia es una fiesta, ¿y dónde se celebran fiestas con un muerto de cuerpo presente? —Y, tratando de atenuar su negativa con la perspectiva del futuro, añadió—: Os ayudaré el año que viene.

—El año que viene… —masculló su amigo, mirándose con obstinación el pie.

Maria esperó en vano a que levantara los ojos. Inmóvil a un lado de la fachada principal, los mantenía fijos en el suelo como si hubiera perdido algo, y temblaba ligeramente. Maria se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder; ambos habían crecido juntos y, por más que eso fuese un notable problema entre ellos, en algunos casos resultaba útil para captar antes que los demás pequeños indicios como aquél.

—Vámonos de aquí, vamos al patio, ven…

Lo cogió del brazo y le hizo atravesar la casa rápidamente, evitando acercarse al lugar donde se daba rienda suelta al llanto colectivo por Nicola Bastíu. Llegaron al patio apenas a tiempo. Andría apoyó una mano contra la tapia exterior e, inclinando la cabeza, vomitó sin preocuparse de apartar los zapatos para no mancharlos. Se estremeció a causa de los espasmos un número de veces que a Maria se le antojó infinito, y sólo cuando no le quedó dentro ni la hiel, Andría levantó la cabeza, cerrando los ojos, congestionados por el esfuerzo. Nadie los había visto.

—¿Estás mejor? Lávate la cara en la pila, anda…

Su amigo no se tomó la molestia de mentir diciendo que se encontraba mejor y, obediente, se acercó a la pila de cemento para la colada y abrió el grifo. El agua fría en la cara lo espabiló. En el fondo, en todos aquellos años no había hecho otra cosa: obedecer a Maria, escuchar a Maria, hacer caso a Maria. Y siempre se había alegrado de ello, porque Maria era inteligente y buena, y nunca le había pedido que hiciera algo que no fuese conveniente para él. Si Nicola hubiera tenido cerca a alguien como Maria, no habría prendido fuego a la finca de Manuele Porresu y ahora no estaría tumbado en casa, frío como una rana y rodeado del canto de veinte viejas negras. Mientras el agua le chorreaba por la cara, alzó la vista para mirar a Maria, también de negro para la ocasión, pero tan guapa como si vistiera de color geranio, o de blanco, como una novia. A ojos de Andría, en todo Soreni no había una chica que pudiera compararse a ella en belleza, cosa que su hermano siempre había sabido sin que hubiera hecho falta contárselo. «¿Le has dicho a Maria Urrai que estás enamorado de ella, o tengo que escribírselo yo en el muro de su casa?». Pero ni siquiera con dos litros de aguardiente en el cuerpo habría reunido el valor para confesar a Maria sus sentimientos. Aunque Nicola lo sabía de sobra, nunca se lo había comentado a nadie porque tenía sus propios asuntos en que pensar: debía ir a incendiar una finca, tenía urgencia por dejarse allí una pierna, y después las ganas de vivir también, y por último el aliento dentro de una almohada, porque el fuego hace lo uno y lo otro, continúa ardiendo incluso después de apagado, ¿no lo sabes, Maria? ¿Has visto alguna vez arder de verdad el fuego?

—¿Qué dices, Andrí?

No se había percatado de que hablaba en voz alta, pero, ahora que lo había hecho, no se le ocurrió ningún motivo para no continuar. Con una noche en blanco a las espaldas y el dolor que le estrujaba el vientre como una tenaza, añadió en un murmullo:

—Maria, ¿quieres ser mi mujer?

Ella lo miró como se mira la ropa tendida que tarda en secarse. Con un ademán práctico, le alcanzó una toalla.

—Si no acabara de ver lo que tenías en el estómago, juraría que estás borracho, Andría. Sécate.

—No estoy borracho, jamás he estado tan sobrio como ahora… —masculló él, cogiendo la toalla. Cuando su rostro reapareció, ya seco, la miró de nuevo y se armó de valor—. ¿Te casarás conmigo?

—Si estás hablando en serio, la respuesta es no. No me casaré contigo por la misma razón por la que no me casaré con mi hermana Regina.

Era evidente que no se lo tomaba en serio, y también eso le resultaba familiar a Andría. Fastidiosamente familiar.

—No crees una palabra de lo que te digo. Me tratas como si fuera tonto…

—¿Cómo quieres que te trate, si me pides que me case contigo delante de tu vómito, con el cadáver de tu hermano aún en casa?

En cualquier otro momento, Andría habría reconocido que el razonamiento de su amiga era impecable, y si hubiera sido capaz de seguir la lógica simplemente se habría quedado callado, pero no lo hizo.

—Y si vuelvo a preguntártelo mañana, con Nicola enterrado, ¿me contestarás o no?

Maria empezó a intuir que no estaba bromeando.

—No me parece bien hablar de eso ahora… —repuso palideciendo, tratando de ganar tiempo.

Andría, que la conocía tan bien como ella a él, barruntó que se trataba de la maniobra de distracción que tantas veces le había visto utilizar y rió con amargura, porque eso ya era una respuesta.

—Comprendo. Y soy un auténtico idiota. Me ves realmente como ves a tu hermana, como a alguien que ni siquiera es un hombre…

—No paras de decir tonterías, Andría, jamás te había oído desbarrar así…

—No, al contrario, jamás me había dado cuenta de cómo son las cosas con tanta claridad como ahora. Eres tú quien no se percata ni nunca se ha percatado de lo que siento por ti.

Maria estaba profundamente incómoda. El sufrimiento de su amigo era evidente, y habría hecho cualquier cosa para ayudarle a superarlo, incluso mentir. Pero no acerca de algo así.

—¿Alguna vez te he hecho creer que estaba enamorada de ti?

—¿Es porque no he estudiado? —preguntó Andría, mirándose los zapatos salpicados de vómito—. ¿Porque lo dejé en la primaria?

—No, ¿qué tiene que ver?

—Pues claro que tiene que ver. La maestra Luciana siempre te dijo que eras inteligente, que llegarías lejos, que te merecías esto y aquello…

—Andría, soy modista. No seré la novia del príncipe de Gales. Valgo lo mismo que tú.

—Entonces, ¿por qué no me quieres?

—Porque no estoy enamorada de ti. Siempre me he considerado tu hermana.

—¡Yo ya tenía un hermano! —gritó él, furioso. Y añadió con maldad—: Y Bonaria Urrai me lo ha matado.

Maria lo miró atónita; con el semblante descompuesto y los ojos enrojecidos, Andría le pareció un loco. Sintiendo vergüenza ajena, apartó la vista, como si no quisiera arriesgarse a que le quedara grabado en la memoria en esas condiciones.

—Andrí, no sabes lo que dices —murmuró, cogiendo la toalla para doblarla.

—Lo sé muy bien. Lo mató ella.

En aquella insistencia había algo insoslayable que la puso nerviosa. Dejando de lado los escrúpulos, volvió a mirarlo.

—Basta ya. Estar mal no te autoriza a faltar al respeto —dijo, permitiendo que la dureza creciente se trasluciese también en su tono.

Le dio la espalda y se dispuso a entrar en la casa, pero Andría no tenía ninguna intención de regalarle la victoria de un reproche como última palabra, así que de repente corrió tras ella y la asió fuertemente del brazo.

—¡Suéltame! Apestas a vómito.

—No hasta que me hayas escuchado. Pregúntale a la tía Bonaria dónde estuvo anoche… —insinuó con los ojos vidriosos, acercando el rostro al suyo.

—Durmiendo, como todo el mundo —replicó ella con sequedad.

—Ah, no, bonita, todo el mundo no. Yo estaba despierto y vi lo que hizo. Vino aquí y mató a mi hermano asfixiándolo con una almohada.

Su amiga le devolvió la mirada con una frialdad que Andría no le conocía y que lo hizo sentir más insignificante que un gusano. Deseó poder retroceder en el tiempo y tragarse cada una de sus palabras.

—¿Vino aquí? —preguntó Maria lentamente.

—No, no vino… Perdona. No sé lo que digo… —balbuceó él, soltándola, y reculó un paso, y luego otro, mientras esquivaba sus ojos.

Aquella negación alarmó a Maria más que una confirmación. Salvó la distancia que él estaba creando y lo apremió a hablar.

—Dime qué viste.

Se trataba de una orden. Andría comprendió que había sobrepasado el punto de no retorno y ya no podría devolver las cosas a su sitio. Abrumado por su insensatez, se dejó caer al suelo y contó entre lágrimas todos los detalles de la noche anterior. Mientras Maria lo escuchaba con incredulidad, ninguno de los dos percibió que en aquella casa estaba consumándose en espacios diferentes el llanto fúnebre no por una, sino por tres pérdidas: el aliento de Nicola, la inocencia de Andría y la confianza de Maria Listru en Bonaria Urrai.

Turbada por aquellas revelaciones inimaginables, Maria se marchó de casa de los Bastíu sin dar explicaciones, dejando en el patio a un Andría sollozante al que los parientes, con aire aprobador, creían destrozado por la muerte de su hermano.