Las manos untadas de Giannina Bastíu se deslizaban por la piel flácida del muslo derecho de Nicola con regularidad hipnótica. Al sol ya templado de octubre, el patio trasero mostraba la última floración de las hortensias, mientras que, a lo largo de la pared, los crisantemos cerrados eran erguidas promesas todavía por cumplir.
Inmediatamente después de comer, a la hora más calurosa del día, un Nicola indiferente dejaba que su madre le diera aquel masaje medicinal, indispensable para evitar las llagas y favorecer la curación. Los meses de convalecencia habían pasado mejor de lo previsto y la sutura en el muñón había cicatrizado sin complicaciones. Como en el cambio de una estación a otra, tras las primeras semanas de rabia ciega la actitud del joven también parecía distinta. Ya no maldecía, había dejado de insultar a quienes iban a verlo y cada vez tenía menos accesos de furia en que arrojaba objetos al azar. Pero no hablaba. No es que se hubiera quedado mudo, simplemente no decía una sola palabra que no fuera indispensable, y de repente había dejado de reaccionar a los estímulos del entorno. Su padre y su hermano lo levantaban todos los días de la cama, lo sentaban en una silla y lo sacaban al patio, sin que él se dignara hacer el esfuerzo de sostenerse apoyando en el suelo la pierna sana. Tan sólo cuando se presentaba Bonaria Urrai daba la impresión de salir de aquel torpor insano para clavar en la vieja modista dos ojos negros como estrellas apagadas. Durante aquellas visitas parecía menos inaccesible, aunque no llegaba a volverse locuaz. Bonaria iba a verlo a diario, pero nunca intentaba hacerlo participar en una conversación, sino que se limitaba a cruzar cuatro palabras con Giannina mirándolo de vez en cuando. Si estaba segura de encontrar a Andría en casa, a veces Maria la acompañaba, pero evitaba quedarse más tiempo del imprescindible con Nicola, presa de una inconfesable repulsión hacia aquel sufrimiento que ni siquiera era ya un dolor. Había discutido algunas veces con la anciana para evitar acudir al hogar de los Bastíu, porque no les encontraba sentido a esas visitas forzadas; por un lado, nada en la actitud de Nicola hacía pensar que las agradeciera, y por otro, Maria prefería pasar las tardes en casa cosiendo vestidos con los patrones que llegaban a la tienda cada mes, o ir a casa de la señorita Luciana a pedirle prestado algún libro para leer por la noche. Era evidente que aquella tarde no se había salido con la suya: estaba sentada con impaciencia mal disimulada al lado de Bonaria, evitando con rigor científico posar la mirada en la delicada tarea que Giannina llevaba a cabo con Nicola.
—Mira qué día tan bonito, hijo… Dentro de poco hará más fresco, iremos a vendimiar y catarás el vino nuevo.
Giannina Bastíu parecía inexplicablemente renacida después de la operación de su hijo. Superada la vergüenza inicial, había reorganizado los ritmos de la casa en torno a la nueva exigencia que representaba el hecho de tener un inválido que cuidar y se había asignado un cometido cada hora, pasando por alto la falta de gratitud de su hijo. Tampoco aquella tarde Nicola reaccionó al oír nombrar la vendimia. En cambio, Bonaria sonrió y, mientras Giannina se secaba las manos con un paño y cubría con cuidado la pierna de Nicola, le preguntó con aparente curiosidad:
—¿Habéis llevado ya a Chicchinu a olfatear el aire de la viña, o estáis esperando también este año a que los pájaros empiecen a comerse la uva para saber que está a punto?
—Ya lo han llevado una vez, pero al parecer aún faltan por lo menos dos semanas. Suponiendo que no cambie el tiempo… Maria, ¿vendrás a ayudarnos de nuevo?
Obligada a distraerse de su continua búsqueda de distracción, la joven respondió con evasivas, pues la idea de volver a trabajar codo con codo con sus hermanas no le resultaba particularmente atractiva.
—No sé, tía Giannina, tenemos tantas cosas por terminar… y ya empiezan los pedidos para los trajes de Navidad… Tengo miedo de no dar abasto ni siquiera trabajando todos los días, así que no quiero ni pensar si falto… —Al levantarse, se volvió hacia el joven—. Así que casi mejor regreso a casa a trabajar. Me he alegrado de verte, Nicola.
La expresión de éste siguió imperturbable, como si no la hubiera oído despedirse. Su madre, con una sonrisa que traslucía incomodidad, intentó poner remedio a aquella falta de cortesía.
—¡Nicola también se ha alegrado mucho, seguro! Pero está cansado… Dicen que a veces uno se cansa más de no hacer nada que de trabajar todo el día en el campo. Te acompaño a la puerta… tengo que preparar el café. Pero antes de irte come otro dulce. ¿Sabes que se llaman gueffus por unos caballeros de la Edad Media? Lo dijo tu madre, que lo había leído no me acuerdo dónde…
Aunque Bonaria y Nicola apenas permanecieron solos unos diez minutos, el joven los aprovechó del primero al último. En cuanto oyó el ruido de la puerta al cerrarse, pareció despertar del encantamiento de la impenetrabilidad con la prontitud de quien esperaba justo ese instante.
—¿Qué ha decidido? —musitó ansioso, agarrando del brazo a la anciana como un náufrago.
Ella se liberó de la presión de su mano firmemente, pero respondió con serenidad:
—No hay nada que decidir. Lo que me pides no puede hacerse.
—No soporto más estar así. ¿No se compadece de mi estado? —repuso Nicola, con un deje de desesperación en la voz.
—Ya lo hemos hablado, Nicola. No lo haré —respondió Bonaria, sin dejarse impresionar.
El joven se había preparado para aquella resistencia con el mismo celo con que en otros tiempos preparaba las trampas para las liebres y los tutores para las vides. Cuando se dispone de tiempo, hasta la rabia se organiza. Por eso la anciana tenía la certeza de que esa vez no habría escenas.
—Pero es lo que hace cuando se lo piden. ¿No valgo yo lo mismo que los demás?
—Nunca has entendido nada de tu vida, Nicola, así que figúrate lo que puedes entender de la mía. Con saber que no te ayudaré tienes bastante.
Nicola suspiró como si se diera por vencido.
—¿Qué diría si quisiera casarme con Maria? —preguntó bruscamente, cambiando de registro y desconcertándola por un momento.
—Que tendría que responderte ella. ¿A santo de qué voy a decidir yo algo así?
La manta que cubría el regazo del joven cayó al suelo como resultado de un gesto deliberado. Apoyando las manos en los brazos del asiento, adoptó con esfuerzo la posición más recta que le fue posible. En aquella parodia de «firmes», pareció desafiar a Bonaria a mirarlo con el muñón de la pierna colgando y todavía enrojecido por las secuelas de la operación.
—Míreme, tía, míreme la pierna. ¿Por qué se burla de la verdad? Maria no se casaría conmigo, ninguna mujer lo haría. Porque estoy tullido. No puedo trabajar, no puedo mantener a una familia, no puedo hacer nada de cuanto una mujer espera de un hombre. —Su tono, al principio sosegado, poco a poco fue crispándose—. Es como si ya estuviera muerto.
En aquellos meses el cuerpo de Nicola había perdido peso y tono, pero su aspecto era saludable y su voluntad no le iba a la zaga. Quizá era ése el verdadero problema: si hubiera estado destrozado anímicamente, habría aceptado resignarse. En cambio, su determinación tenía algo de obsesivo, era la misma de siempre en todo. Le gustara o no, Nicola Bastíu era una de las cosas más vivas que Bonaria había visto jamás, aunque no fue eso lo que le dijo cuando volvió a buscar su mirada.
—Tu madre te considera vivo y te desea el bien de los vivos.
—Mi madre encuentra motivos de alegría simplemente en cuidar de alguien. Le parece mentira que yo haya vuelto a la niñez, pero en mi caso ésa no es razón para estar en el mundo.
—Algo así sería su muerte, y la de tu padre.
—Morirán de todas formas, ¿y quién se ocupará entonces de mí? ¿Acaso me limpiará el culo la mujer de mi hermano? ¿Y qué mujer se casará con él, sabiendo que la herencia incluye ocuparse de un tullido?
Bonaria cerró los ojos. Si Giannina Bastíu hubiera entrado en ese instante, habría pensado que la mujer se había adormilado al sol, aburrida por la conversación muda de Nicola. Al cabo de un momento negó con la cabeza y los abrió, atenta.
—Aun suponiendo que quisiera, no podría hacer lo que me pides sin el consentimiento de tu familia.
A Nicola se le iluminó la cara, pues le pareció percibir la sombra nebulosa de una posibilidad. Abandonó la fatigosa posición erguida para acomodarse de nuevo en la silla, sin preocuparse de que la manta se quedara en el suelo. Aquella ostentación impúdica del muñón, tan incongruente con el rechazo que hasta entonces había mostrado por su mutilación, suponía el uso intencionado de un arma psicológica. Sin duda, Nicola habría sido un soldado excepcional o un bribón como pocos.
—Yo no pensaría en tratar de obtenerlo, y además, si usted quisiera, hay una manera de evitar pedírselo.
—No existe dicha manera, y si existiera no la utilizaría —aseguró la anciana en tono perentorio, pero en sus ojos había una expresión interrogativa que alentó a Nicola.
—La noche de Todos los Santos. Cuando se deja la puerta abierta para la cena de las almas, usted puede entrar y salir sin levantar sospechas. Por la mañana me encontrarán muerto en mi cama y pensarán que ha sido una desgracia.
Bonaria se puso en pie de repente, recogió la manta del suelo y se agachó flexionando las rodillas para colocársela otra vez sobre las piernas. Aquella postura casi íntima permitió a Nicola asirla de nuevo por la muñeca, esta vez con insinuante delicadeza, pero sin decir nada.
—Me pides que me comprometa ante Dios y los hombres —susurró la anciana en respuesta a aquel silencio—. Has perdido el juicio, Nicola.
—Jamás he sido tan sensato como ahora. Quizá los demás puedan soportar la idea de verme como un gusano durante el resto de sus vidas, pero a mí me espera un peso tres veces mayor. Si me ayuda, pasará por muerte natural. Si no, ya encontraré yo la forma.
Pese a la esperanza de Nicola, hasta aquel momento Bonaria Urrai no había tomado en consideración la posibilidad de acceder a su petición. Sin embargo, esas palabras la hicieron titubear por primera vez, porque las había oído muchos años antes, cuando detrás de la colina llamada Mont’e Mari había todavía un bosque y una juventud que invertir en promesas.
La guerra que después sería bautizada como la Gran Guerra ya había merecido el adjetivo: de Soreni habían enviado a tres quintas a la trinchera del Piave, y todavía no eran suficientes. Del frente llegaban, junto con los heridos graves licenciados, noticias del heroísmo de la Brigada Sassari, y la veinteañera Bonaria había visto ya bastante mundo para saber que «héroe» era el masculino singular de «viudas». Con todo, le gustaba imaginarse como esposa cuando, tumbada en la hierba bajo los pinos, estrechaba contra su pecho la cabeza rizada de Raffaele Zincu, aspirando a pleno pulmón las fragancias de la tierra resinosa.
Raffaele no era guapo en el sentido estricto del término, pero, aun así, en Soreni todas las mujeres casaderas soñaban con él. En honor a la verdad, posiblemente también soñara alguna ya casada, porque hombres los había más ricos o más altos, pero ninguno había tenido a los veinte años esa mirada de un verde penetrante y socarrón que escrutaba los ojos de los demás como sin miedo del precio que hubiese que pagar. Raffaele tenía el labio inferior delicado como el de una mujer, y un carácter caprichoso y sensual cuya sola mención encendía las mejillas; a Bonaria no le importaba que la línea arrogante de la mandíbula pusiese en guardia sobre las potencialidades del capricho. Desde que era un chiquillo trabajaba en los campos de Taniei Urrai junto con otras decenas de muchachos, recogiendo melones en verano y aceitunas en invierno con una energía que lo había hecho merecedor del aprecio del patrón y los compañeros. Quien vareaba los olivos con él acababa la jornada antes y mejor, y el viejo Urrai elogiaba a menudo sus resultados durante la cena, repitiendo que Raffaele era un valiente de palabra y de obra. Bonaria, que sabía también de otras proezas de Raffaele, asentía con estudiada contención. Donde su padre contaba vides, ella contaba pinos, y si él soñaba con mares de espigas doradas, ella tenía campos de rizos oscuros por los que dejar deslizar la mano ciertas tardes de sábado, cuando no estaba papá y no había guerra capaz de extinguir el fuego de Raffaele. También hablaban, a veces durante horas, sobre todo de la posibilidad de que lo enviasen al frente; pero cuando Raffaele tomaba la palabra, el viaje era siempre el de regreso.
—¿Seguirás queriéndome si vuelvo como Vincenzo Bellu?
—¿Sin un brazo? ¡Claro! ¡Así te nombrarán Caballero de Vittorio Veneto y yo me haré amazona! —contestó ella, riendo quedamente y rozándole las orejas con una caricia.
—No lo digo en broma. ¿Me querrías si estuviera lisiado? ¿Sordo por la explosión de una granada, o sin piernas como Luigi Barranca?
—Yo querría que volvieras como fuese, con tal de que no sea muerto.
La respuesta categórica de Bonaria no lo tranquilizó. En aquella posición, la voz de Raffaele sonaba más cavernosa de lo habitual.
—Quizá tú puedas soportar la idea de tenerme de vuelta como un gusano, pero yo preferiría morir diez veces estando rebosante de vida que vivir años como un muerto en vida. Si me ocurre algo así, hago como Barranca y me disparo.
—No quiero ni oírtelo decir, Arrafiei…
Bonaria no se atrevió a mirar el cielo mientras le ponía la mano sobre la boca para ahogar sus palabras y le levantaba la cabeza para acercársela al regazo. Contemplándolo en aquella sombra de paz, lo veía más perfecto que nunca, vibrante de un espíritu tan vital que parecía no bastarle ni siquiera aquel cuerpo sano, completamente intacto.
—No te llamarán, ya verás… —había murmurado a modo de exorcismo.
—No lo sé, pero, si me voy, reza para que regrese. Cuando esté de vuelta, de lo demás ya me encargo yo…
Pero lo habían llamado, y Bonaria se había visto obligada a rezar durante treinta y cinco años, porque a Soreni nunca había regresado nadie para contar que el hijo de Lizio Zincu había sido un héroe en las trincheras.
Cuando Giannina Bastíu volvió al patio con la bandeja del café humeante, Nicola estaba sentado al sol en medio de tres sillas vacías y sonreía de forma extraña.