La bicicleta estaba del revés, apoyada en el sillín y el manillar. La mano de Andría Bastíu hacía girar la rueda trasera con lentitud, mientras sus ojos buscaban el pincho que con toda probabilidad había perforado la cámara de aire. Maria salió por la puerta trasera con una palangana llena de agua hasta la mitad y la puso al lado de la bici.
—Déjalo, si has ido a Turrixedda será uno de esos pequeños. Más vale meterla en el agua y ver directamente por dónde pierde.
Andría no opinaba lo mismo. Sin dar muestras de haberla oído, siguió girando el neumático en espera de la protuberancia reveladora, paciente y silencioso como un minero.
—Andría, no puedo pasarme aquí toda la tarde por un pinchazo.
La voz de Maria lo sacó de su concentración y el joven levantó los ojos de la rueda con expresión inquisitiva.
—Si tienes cosas que hacer, vete, yo quiero acabar. Es que no podía hacerlo en casa. Nicola acaba de volver del hospital y no voy a ponerme a reparar una bici en el patio, delante de su ventana…
Su amiga asintió y fue a sentarse en el bordillo de su casa, en absoluto preocupada por los vaqueros, que eran nuevos.
—¿Cómo está?
—Fatal. Gruñe como un animal, se mete con todos y no para de repetir que quiere morirse.
—En parte lo comprendo, pero debe de ser difícil para vosotros…
—Mi hermano nunca ha tenido un carácter fácil, pero esto es lo peor que podía pasarle. Mamá llora a escondidas, papá hace como que todo va bien y él se enfurece todavía más. Me da la impresión de que todo lo que hago lo pone nervioso —explicó Andría, al tiempo que quitaba el neumático y sacaba la cámara de aire para hincharla con su inflador blanco.
—Me gustaría ir a verlo, pero no quiero ser entrometida.
—No sé si es buena idea, aunque a lo mejor contigo se controla…
Andría hizo girar gradualmente la cámara en el agua de la palangana hasta que de un punto invisible se elevaron unas reveladoras burbujas.
—¡Ya te tengo, cobarde! ¡Ahora un parche y arreglado! —exclamó, satisfecho—. Cuanto menos se ve, más daño hace, siempre pasa lo mismo.
Desde que le habían amputado la pierna derecha en el hospital de Mont’e Sali, Nicola dormía cuatro horas al día, y sólo si estaba sedado. El doctor Mastinu había asegurado que era normal, que haría falta un poco de tiempo, pero Giannina Bastíu no acababa de creérselo, porque su hijo nunca había sido una persona propensa a quejarse del dolor. Se había roto por lo menos siete huesos, de pequeño no lo asustaban ni las alturas ni las profundidades; nidos en los árboles y culebras en los fosos constituían retos irresistibles para él, y la imprudencia era su modalidad de juego preferida, para continuo desespero de su madre y cierta satisfacción mal disimulada de su padre. Una vez, jugando a la pelota, hasta se había fracturado un hueso interno de la mano, una pieza pequeñísima de la que nadie había oído hablar, a tal punto que sus amigos se habían burlado afirmando que, con tal de romperse otro hueso, se había inventado uno que no existía. No, Nicola Bastíu no era un quejica. Pero su madre lo hubiera preferido, porque al verlo callado y hosco en la cama, con el muñón cosido y cubierto por un paño, se le formaba en el pecho como una bola de grasa caliente que no se disolvía y rodaba arriba y abajo mientras le arreglaba las sábanas, le llevaba la comida o simplemente se asomaba para ver si necesitaba algo. Le habían puesto el televisor en la habitación para que se distrajera cuando estaba solo, pero él lo tenía casi siempre apagado y miraba por la ventana, proyectándose en un mundo de rabia silenciosa donde era el único ciudadano con derecho a residencia. Así lo encontró el vicario cuando Giannina, superadas sus reticencias, reunió valor para seguir el consejo de Bonaria Urrai y lo invitó a visitar a su hijo.
Párroco en Soreni desde los veintiún años, don Frantziscu Pisu tenía una barriga prominente sobre la cual los botones de la sotana se ponían tirantes cada vez que respiraba hondo. Esa incómoda hinchazón contradecía manifiestamente el resto de su cuerpo, seco y casi raquítico, y de perfil conseguía hacerlo parecer una lagartija que se hubiese tragado un huevo, frustrando la elegancia austera de la sotana, que el viejo cura raramente se cambiaba. En Soreni era de todos conocido su tic de pasarse continuamente las manos por la panza para estirar la tela, en un intento de minimizar la que consideraba su única vergüenza visible, lo que despertaba sonrisas burlonas. Los más benévolos le habían deformado el apellido convirtiéndolo en Pisittu, o sea, gatito, quizá porque su tic recordaba los lametones concienzudos de estos animales para alisarse el pelaje. Algunos, sin embargo, lo llamaban más pérfidamente Tzicu, palabra que además de ser diminutivo de su nombre tiene otro significado, «traguito», que sugería un origen alcohólico de la abultada barriga. Aunque estaba al corriente de ambos apodos, nunca había dado importancia al asunto, con la paciente superioridad de quien en más de cuatro lustros había celebrado los funerales de cuantos se iban, incluidos los irreverentes. Probablemente su pensamiento no se hallaba lejos de esa disposición de ánimo cuando llamó a la puerta de los Bastíu, familia de hombres que desde luego nunca se habían arriesgado a romperse un hueso subiendo la escalinata de la iglesia. Pese a ello, le había sorprendido sólo en parte la petición de Giannina de que fuera a visitar a su hijo mayor, porque no era la primera vez que algún supuesto anticlerical descubría ser temeroso de Dios en la hora postrera. Una vez en la cruz, todos los ladrones se volvían buenos.
—Hola, Nicola —murmuró al entrar en el dormitorio, obedeciendo a la seña furtiva que le hizo Giannina Bastíu, suficientemente prudente para quedarse fuera del alcance de las previsibles pullas del hijo.
El convaleciente apartó los ojos de la ventana para dirigirlos a la puerta con el ademán instintivo del cazador. Reconoció al visitante de inmediato, pero no se inmutó.
—¡Anda! Me han mandado al cura… Eso es que me estoy muriendo. ¡Y yo que, por no saber leer y escribir, me creía ya tullido de por vida!
—No estás muriéndote, y a buen seguro que los médicos te lo han dicho. He venido simplemente a hacerte una visita.
El joven no le indicó que se sentara y el viejo no se aprovechó de su edad para hacerlo sin ser invitado. Tal vez no era un encuentro para sentarse, después de todo.
—Esto sí que es una sorpresa. ¿Había venido alguna vez a visitarme?
Don Frantziscu no mostró la menor incomodidad por la pregunta. Con gesto pausado, se quitó el gorro de lana azul de la cabeza canosa, haciendo caso omiso de la mueca de fastidio del joven.
—Nunca lo habías necesitado.
—¿Qué le hace pensar que ahora sí lo necesito? Si ha sido mi madre quien se lo ha pedido, lo ha molestado para nada.
—No hace falta que me lo pidan, los sacerdotes hacen estas cosas por iniciativa propia, es su trabajo.
—Hurgar en el dolor ajeno, es verdad. Un bonito trabajo, sin duda se ganarán el paraíso. Pero no espere, don Frantzí, que por el hecho de que me falta una pierna me ponga ahora a buscar una muleta.
El viejo cura recordaba bien ese descaro, esa inteligencia que escapaba a toda serenidad. Buscó los ojos del joven, dejando a un lado el vivido recuerdo de otro Nicola Bastíu, un chiquillo rebelde con pantalones cortos y las rodillas desolladas por el patio de cemento detrás de la iglesia. Ahora resultaba fácil reconocer la raíz, observado el fruto que había dado. Suspiró lentamente.
—Sólo he venido a hablar, Nicola…
—¿A hablar conmigo? ¿Y de qué? ¿Del sexo de los ángeles? ¿De cómo preparar la fiesta de la Magdalena? Podemos hablar de cualquier cosa, ¿no? Total, ahora tengo tiempo para dar y tomar.
—He venido a hablar de lo que te ha pasado.
—Usted no sabe nada de lo que me ha pasado. —La despectiva réplica del joven fue como un latigazo dado al viento.
—Te equivocas, en Soreni están enterados hasta los perros, como también saben que tu inconsciencia te ha costado una pierna.
—Muy bien, así en el bar tendrán algo de qué hablar que no sean los cuernos de unos y otros. En cuanto a usted, si ha de bendecirme, bendígame y luego váyase. Que tenga tiempo para malgastar no significa que vaya a malgastarlo con usted.
El cura no se movió, de pie junto a la puerta con el gorro en la mano como un postulante. Nicola lo miró con impaciencia.
—No he venido a bendecirte. Las bendiciones no se imponen a nadie.
—Entonces, ¿a qué ha venido? Maldecirme no hace falta, lo ve con sus propios ojos.
—No blasfemes, tu vida no es una maldición, aunque te falte una pierna. De eso precisamente me gustaría hablar…
Los ojos de Nicola eran dos brasas, su semblante presentaba una palidez y una rabia que ni siquiera su madre le había conocido en aquellos días.
—¿Le gustaría hablar de mi vida? ¿Y qué sabe usted de ella, padre? ¿Acaso está mutilado? —Sonrió con sarcasmo, bajando la mirada por el cuerpo del sacerdote—. Sí, en cierto modo también lo está, o al menos eso prometió. Pero es muy distinto decir «estoy tullido por vocación», pues lo que no se usa sigue estando ahí, por si uno cambia de idea… —Se incorporó un poco de los almohadones, y por un instante el viejo cura se alegró de que no pudiera levantarse del todo—. En cambio, a mí no me es posible cambiar de idea. Y usted, se lo aseguro, no sabe a qué me refiero.
Don Frantziscu no lo interrumpió ni hizo ademán de intentarlo. Hacía tiempo que había aprendido que cualquier colecta puede servir para quien no espera nada, y además Nicola no parecía aguardar otra respuesta que una despedida por su parte. Así que se llevó una sorpresa cuando él, en lugar de irse, le replicó:
—O sea, si lo he entendido bien, has decidido hacer que se sientan culpables todos los que siguen teniendo dos piernas, además de lograr que te compadezcan mientras el Señor te dé aliento para lamentarte… —Se rascó la cabeza con gesto distraído, como si reflexionase—. Es normal, Nicola. Lo hacen muchos, y suelen ser aquellos que no tienen, o no quieren tener, el consuelo de la fe.
—Don Frantziscu, no siga —pidió el joven, de repente apaciguado y sumiso—. No se aproveche de que es un invitado en casa de mi padre.
El sacerdote no se inmutó por esa amenaza velada, ni sus ojos se apartaron del joven, en el centro de la cama.
—Está escrito que hay que hablar en el momento oportuno y también en el inoportuno —prosiguió con voz paciente, pronunciando despacio, como si se dirigiera a un niño—. Así que hablaré, y cuando me haya ido tendrás tiempo para reflexionar sobre tu dolor y su significado. Un dolor que en cierta medida, no lo olvides, te mereces por haberlo causado a otros, pero que de todas formas no te es dado cambiar, sino que, aceptándolo como Cristo Salvador, que padeció en la cruz injust…
—¡Fuera de aquí!
La exclamación fue un grito rabioso, al que siguió la trayectoria de un cojín, demasiado torcida para dar en el blanco. Nicola Bastíu estaba fuera de sí.
—Cálmate, hijo…
—¡No soy hijo suyo, o al menos eso espero, sotana inflada! ¡No tengo por qué escuchar sus gilipolleces! ¡Fuera! ¡Largo de aquí!
Giannina Bastíu llegó un instante después atraída por los gritos, apenas a tiempo de ver al cura ponerse el gorro con calma.
—Acompaña a don Tzicu a la puerta, mamá. Tiene prisa y no puede entretenerse más.
La madre fingió no haber acudido antes porque estaba atareada; es más, se disculpó educadamente con cierto embarazo:
—Don Frantziscu, ya se va y yo ni siquiera le he ofrecido nada…
—No te preocupes, Giannina. De todas formas debo decir misa dentro de poco.
Nicola guardó silencio mientras el cura y su madre salían de la habitación. Fuera lo que fuese lo que cuchichearan en el pasillo, no se tomó la molestia de intentar oírlo. Cerró los ojos en busca de un simulacro de sueño que apagara su rabia aunque sólo fuese durante una hora.