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El capitán de los carabineros, calabrés de ascendencia siciliana, no se lo había creído ni por un segundo, pero tenía suficiente experiencia para saber que con ocho testigos que confirmaban la versión del accidente de caza no quedaba el menor margen para ponerse puntilloso. Hay sitios donde la verdad y el parecer de la mayoría son dos conceptos que se sobreponen, y en esa misteriosa geografía del consenso Soreni era una pequeña capital moral. El atestado fue redactado, firmado y archivado, y Nicola acabó en casa con una pierna herida de bastante gravedad, más avergonzado por no haber tenido éxito en su intento de venganza que por haber obligado a su padre a pedir a los amigos que mintieran para ocultar su fracaso.

Enterado de la historia que habían inventado para explicar ante la justicia el asunto de la finca de Pran’e boe, Manuele Porresu acudía a la misa dominical del brazo de su mujer con la sensación de no tocar el suelo, orgulloso de haber hecho justicia en su propia injusticia y consciente de haber conquistado el silencioso respeto incluso de los que antes le habían quitado la razón. En cambio, lo que más le pesaba a Salvatore Bastíu era que su hijo hubiera pasado por idiota, y de rebote lo hubiera hecho pasar a él como tal. Nadie era objeto de mayor escarnio ni tenido más al margen en Soreni que un idiota, porque, si bien la astucia, la fuerza y la inteligencia se podían vencer con las mismas armas, la idiotez no tenía mayor enemigo que ella misma, y su esencial imprevisibilidad la volvía más peligrosa todavía en los amigos que en los enemigos.

Y lo peor era que en ninguno de los dos casos la fama de idiota podía ir acompañada de respeto, algo tan prioritario en un lugar donde bienes, aparte de ése, no había muchos más.

Giannina Bastíu iba a hacer la compra con la cabeza bien alta a pesar de todo, pero el brillo malicioso en los ojos de quienes le preguntaban en tono melifluo cómo estaba Nicola la llevaba, la mayor parte de las veces, a mentir proclamando una curación cada vez más próxima. En realidad, la pierna de su hijo empeoraba de día en día, pues, a pesar de las meticulosas curas, se había producido una infección que lo mantenía con fiebre y había obligado dos veces al doctor Mastinu a reabrir la sutura para drenar el pus. Maria y Bonaria tuvieron que esperar para realizar la visita de cortesía, porque Nicola se negaba a recibir a nadie, en parte por vergüenza y en parte porque no quería que los amigos supieran en qué estado se encontraba; pero, al cabo de dos semanas de inmovilidad total en la cama, el joven se había convertido en un león enjaulado que a duras penas soportaba siquiera la visión del médico y de sus familiares. Pasaban los días y su pierna no daba indicios de mejora, hasta que el doctor Mastinu comprendió que no había ninguna mejoría que esperar.

En cuanto corrió la voz por los bares del pueblo de que era probable que a Nicola le amputaran la pierna, el llamado accidente de caza dejó de considerarse divertido.

Era la primera vez que Bonaria veía a Nicola desde el suceso de Pran’e boe. Incluso cuando el joven había empezado a recibir visitas, la vieja modista había esperado, y ni siquiera había mandado a Maria a preguntar por su estado. Era como si se hubiese distanciado del suceso y de su protagonista, como si el acontecimiento en que Nicola no había perdido la vida por muy poco lo hubiera matado realmente y hecho renacer en una tierra extraña, más lejana y ni siquiera colindante, una tierra para llegar a la cual había que emprender un larguísimo viaje.

Nicola Bastíu estaba instalado en la cama de matrimonio para los invitados, en la habitación reservada a los tíos que acudían en las fiestas y utilizada el resto del tiempo para dejar cosas de valor. Se hallaba sentado en el centro del lecho, rodeado de cojines, con una sencilla camisa clara y la pierna herida sobre el cobertor para facilitar la cura. La colcha de chenilla de vivo color presentaba una indiscreta fantasía de amorcillos que sostenían cornucopias desbordantes, pero, a causa de un juego irreverente de superposiciones, parecía que sostuvieran también la extremidad gangrenada, extendida entre sus bracitos rechonchos como un tesoro que se dispusieran a repartir. Sobre ese fresco barroco, Nicola, de mirada y palabras torvas, producía el efecto de una mancha mal lavada.

—Dicen que no me curaré. Vino también el doctor Schintu de Gavoi y me dijo que no se puede hacer nada. Tienen que cortarme la pierna.

Clavó en Bonaria una mirada acusadora, como si la culpa de aquella sentencia revoloteara en el aire del cuarto, impaciente por encontrar a alguien dispuesto a asumirla. Para enfatizar el alcance del desastre, Nicola añadió:

—Moriré.

Bonaria Urrai lo miró, pálido en la cama, y se apretó las manos sobre el vientre. Hasta ese momento no había sostenido la mirada de juez del hijo de los Bastíu deliberadamente, pues un lecho de enfermo jamás ha sido el lugar adecuado para buscar culpables. Cuando habló, lo hizo con voz clara y ligera, como si se tratase de un asunto insignificante.

—No morirás, sólo te amputarán la pierna.

—Es lo mismo. ¿Acaso un caballo no está muerto si se queda cojo? ¿O lo alimentan con forraje de tullido?

—Tú no eres un caballo, Nicola.

—Justo porque no lo soy, me merezco algo más que llevar toda la vida luto por mí mismo.

—No serás ni el primero ni el último.

—Antes me mato.

Ella lo miró con dureza mientras el joven hablaba. Pese a su conocida predilección por Nicola, en ese momento no parecía haber ninguna conmiseración en aquellas manos huesudas sin anillos, entrelazadas como un ovillo intacto. Su voz tenía la misma temperatura fría que el aire exterior, como si la anciana se hubiera convertido en el soplo de viento que se cuela por una rendija para renovar el aire viciado de una habitación.

—El Señor nos da y el Señor nos quita. No podemos coger sólo lo que nos gusta.

Nicola rió al oír aquella frase hecha: una risa sarcástica que contenía toda la rabia de un hombre que se siente impotente por primera vez.

—¿La han nombrado cura, tía Bonaria? ¡Tenemos un cura mujer en Soreni y no lo sabe nadie! ¿Y ahora quién le dice a don Frantziscu que tiene como vicepárroco a la hija de Urrai?

Ella no se inmutó ante esa falta de respeto que en boca de otros habría considerado intolerable.

—Burlándote de mí no cambiarás las cosas de la vida.

—Pero puedo cambiar las de la muerte —replicó Nicola, decidido a aprovechar la circunstancia y jugárselo todo a una carta—. O puede hacerlo usted…

Bonaria se puso en guardia y le clavó los ojos como si fueran espinas.

—No te comprendo —aseguró con voz neutra.

—Sí que me comprende. —Nicola bajó el tono hasta el susurro, despiadado en su angustia—. Santino Littorra me contó lo que hizo con su difunto padre. Yo no pido nada distinto.

Inesperadamente, la anciana se levantó de la silla de un brinco, como si quemase; se acercó a la ventana dando la espalda a Nicola, y cuando se volvió lo miró con una expresión que el joven nunca le había visto.

—Estás hablando de cosas que no te incumben, y Santino se ha equivocado haciendo lo mismo. En cualquier caso, te haya dicho lo que te haya dicho, son dos casos que no se parecen en nada. Giacomo Littorra estaba agonizando.

—Y yo ya estoy muerto, pero no pueden enterrarme.

Bonaria hizo un gesto de exasperación con la mano, más elocuente que cualquier palabra.

—¿De verdad crees que es mi tarea matar a quien no tiene valor para afrontar las dificultades?

—No; creo que es ayudar a quien desea dejar de sufrir.

—Ésa es la misión de Nuestro Señor, no la mía. Nunca has creído en las cosas correctas, ¿y ahora quieres enseñarme a mí las erróneas?

Nicola, poco propenso a respetar papeles divinos en la comedia que le había tocado protagonizar, hizo un ademán de fastidio ante esa salida de Bonaria. Con la voz alterada, llamó a su madre, que acudió de inmediato secándose las manos en el delantal.

—¿Qué quieres, Nicò?

—La tía Bonaria se ha hecho cura, mamá. Ya suelta las sentencias como los que viven de ofrendas. ¡Oye lo que dice!

Giannina se volvió hacia Bonaria con aire confundido, pero la anciana no se había movido y escudriñaba los ojos febriles de Nicola con una expresión impasible en su arrugado rostro.

—Pero ¿qué estás diciendo, Nicola? ¿Son formas de hablar a las personas que vienen a visitarte?

—Tu hijo está mal y dice tonterías, Giannina. No le hagas caso; ni siquiera yo le presto atención.

—No digo tonterías. Las dice usted, que tiene dos piernas y viene a decirme que lleve mi peso sobre una sola. Los curas hacen lo mismo… los curas y los idiotas.

—Nicola, tú sabes por qué te digo las cosas. Es inútil que te desahogues conmigo.

—Entonces, ¿por qué habla como alguien que no sabe nada de la vida?

—Aquí sólo hay una persona que no sabe nada de la vida. Si tuvieras sentido común, deberías agradecer a tu santo el milagro de seguir vivo, porque esa herida era para estar ya bajo tierra, y nosotros alrededor llorándote.

—¿A pasar toda la vida en la cama lo llama milagro? ¿A ir a cagar transportado en una silla lo llama usted milagro? Antes sí que era un milagro, era un hombre de los que en Soreni tal vez sólo haya dos, o ni siquiera. Ahora soy un tullido, alguien que no vale el aire que respira. ¡Cien veces mejor habría sido morir!

Bonaria calló ante aquellas palabras, volviéndose hacia la ventana desde donde el día todavía iluminaba la habitación con una irreal y cálida luz rosada. Los amorcillos de la colcha respondían a aquella caricia luminosa con un centelleo vulgar, produciendo entre los pliegues de la chenilla la ilusión óptica de una danza infantil e histérica. Recogió la toquilla de la silla con un leve movimiento que preludiaba la despedida.

—¿Eso es lo que crees realmente, Nicola? —murmuró mientras salía—. Me parece que estás equivocado. Si una pierna no es suficiente para ser hombre, entonces cualquier mesa es más hombre que tú.

Giannina Bastíu reprendió disgustada a su hijo, súbitamente enmudecido, antes de seguir a Bonaria con paso rápido. Las dos mujeres se miraron en silencio en el estrecho pasillo, mientras en el cuarto se oían pequeños y rabiosos movimientos en la cama, todo lo bruscos que permitía el estado de Nicola.

—No lo acepta. ¿Qué podemos hacer? —susurró su madre tras unos minutos de espera nerviosa.

—Probad a llamar al vicario.

—¿A don Frantziscu? ¿Y qué puede ofrecer a Nicola, si mi hijo ni siquiera cree en Dios?

Bonaria miró a su amiga con los labios apretados, reflexionando.

—No lo sé, Giannina, pero en la hora de la debilidad algunos prefieren hacerse creyentes que fuertes. Quizá logre convencerlo, en nombre de Dios, de que se acepte como es.

Giannina Bastíu asintió no sin un asomo de resignación. La idea de tener un hijo creyente no le resultaba, en el fondo, menos extraña que la de tener un hijo mutilado.