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Habían transcurrido cuatro años desde el incidente del linde de Pran’e boe y Nicola Bastíu no acababa de entender cómo su padre había dejado pasar el asunto sin hacer nada. Asestando rabiosos golpes con el hocino, podaba el seto del lado sur de la finca, el de la parte de los olivos, echando de vez en cuando un vistazo en la dirección opuesta, al otro lado del murete, donde Manuele Porresu esperaba desde hacía días bajo la pérgola de su casa el momento idóneo para segar el fruto del campo, casi doscientos metros más grande gracias al límite desplazado sobre el terreno de los Bastíu. Los otros propietarios colindantes ya habían segado, unos antes y otros después, y el aire estaba cargado del humo denso que despedían los rastrojos quemados, lo que aumentaba la temperatura al menos un par de grados, algo no precisamente ideal en aquella estación. Nicola apenas se había dignado dirigirle una mirada antes de ponerse a podar el seto sin piedad, mientras su hermano, junto a él, trataba inútilmente de contener su ritmo furioso.

—Nicò, acabarás por hacerme daño si sigues moviéndote como un gorila.

—Déjame en paz, Andría, que cada vez que vengo aquí y veo lo que está haciendo ese miserable…

Andría se sabía de memoria la lista de quejas de su hermano. Aquel terreno reducido de tamaño le tocaría a Nicola en el reparto, y la idea de sufrir una injusticia relacionada con sus bienes futuros sin tener aún autoridad para vengarse multiplicaba su rabia con intereses.

—Parecía que papá quería hacérselo pagar y luego no hemos hecho nada. ¡Y este año ése va a sacar como mínimo cuatrocientos quintales más ante nuestras narices!

Cada vez que trabajaba a lo largo del lado codiciado del terreno, Nicola medía a ojo la parte que según él faltaba y calculaba el perjuicio basándose en lo que Porresu había plantado aquel año. Unas veces eran tomates, otras melones. Ese año se trataba de trigo.

—Papá te ha explicado la razón de que…

—¡Y a mí qué me importan los amigos de papá, la gente que conoce papá y las ofensas que no quiere cometer papá! El terreno es mío, y Porresu ya ha hecho una vez con él lo que le ha dado la gana. ¿Qué le impide volver a desplazar el linde esta noche, en vista de que ha encontrado a unos tontos que se quedan mirando sin mover un dedo?

—Cree que el maleficio con el perro está en el murete y no lo tocará, lo sabes perfectamente.

Pese a que el razonamiento era impecable, Nicola no se daba por satisfecho: si bien esa respuesta ofrecía garantías para el futuro, no le devolvía el terreno perdido. El hocino zumbaba en el aire como un abejorro mientras las zarzas caían a sus pies en un desorden calculado.

—Yo sólo he aprendido una cosa: que lo que es mío debo defenderlo yo. Papá está mayor, no tiene ganas de enfrentarse con unos y otros. A mí, en cambio, me importa mucho que no se burlen de mí.

—Vale, Nicola, ¿y qué puedes hacer? ¿Quitas el murete y vuelves a levantarlo sobre su trigo? Si lo hicieras, entonces serías tú el que desplazara los lindes de los demás.

Nicola dejó de agitar el hocino y lo miró.

—Si uno no puede recuperar lo que le han quitado, al menos puede actuar para que el ladrón no disfrute de ello.

—No te entiendo… —mintió Andría, observando la cara cubierta de sudor y polvo de su hermano.

—Yo sí que me entiendo, ya lo creo… Más vale que no se hagan ilusiones los hijos de Porresu, pues no se convertirán en doctores gracias a mi dinero.

—Yo no haría nada distinto de lo que ha hecho papá, Nicò. Si no, al final acabarás perdiendo más de lo que ganes.

—¿El terreno es tuyo, Andría?

—No, pero…

—Entonces, métete en tus asuntos, que no vas a ser tú quien me dé clases de cómo vivir. Por cierto —añadió con deliberada malicia—, ¿le has dicho a Maria Urrai que estás enamorado de ella, o tengo que escribírselo yo en el muro de su casa?

Andría guardó un silencio que pesaba más que una imprecación, y con ese peso terminaron de desbrozar el seto y apartaron las zarzas, que en un gran montón dejaron secar al sol para quemarlas unos días después.

Durante toda la tarde Andría no paró de pensar en las palabras de su hermano, sin saber si creerlo realmente capaz de llevar a cabo su amenaza. Demasiado prudente para contárselo a su madre, era también, pese a la opinión de Nicola, lo suficientemente despierto para darse cuenta de que no convenía hablar del asunto con su padre o con los amigos en el bar. Maria era su único interlocutor de confianza, como constató una vez más al contemplarla sentada en una silla de rafia hecha expresamente para ella, mientras a la avara luz de un cielo nublado cosía un bolsillo en un vestido de paño con la habilidad de una modista experta.

—¿Qué crees que podría hacer?

—Andrí, tu hermano no es tan estúpido. Habla así porque está enfadado, pero no tiene ninguna prueba que le permita actuar.

—Tú no lo has visto, ése no va a quedarse de brazos cruzados…

Junto a la chimenea apagada yacía, acurrucada, la figura leonada de Mosè; el maleficio frustrado dormía plácidamente al murmullo de las voces de los dos jóvenes, aprovechando la ausencia de Bonaria para disfrutar de esas horas dentro de casa concedidas furtivamente por Maria. El amor incondicional de aquel animal le parecía a la joven la única cosa del mundo que no le había sido preciso ganarse. Andría, para calmar los nervios, se acercó a él y, agachándose, hundió en el suave pelaje de Mosè la cara, en la que empezaban a aparecer las primeras sombras de barba.

—No me parece capaz de confundir un daño con un remedio —afirmó Maria—. Pero si tú crees que lo es, deberías contárselo a tu padre.

Si hubiera tenido esa certeza, Andría ya habría hablado con su padre, aun a riesgo de que su hermano le pateara el culo, pues por algo así sería muy capaz de cantarle con gusto las cuarenta. Pero, como no tenía ninguna certeza, decidió que en todo aquello había mucho ruido y pocas nueces y, sin saberlo, desoyó a su instinto por última vez en la vida.

Para un hombre que aspire al respeto de los demás, las cosas buenas pueden ser también gratuitas, pero las malas deben ser siempre necesarias. Si alguien le hubiera pedido cuentas en aquel momento, Nicola Bastíu no habría dudado en atribuir a lo que estaba a punto de hacer el carácter de necesidad que podía justificarlo. Con todo, escogió la noche para llevarlo a cabo, porque para ciertas cosas la oscuridad ya es, a su manera, una forma de perdón. No disponía de mucho tiempo para ejecutar su plan, puesto que en casa creían que estaba en el bar con los amigos, mientras que los amigos suponían que aún no había salido de casa. El clima sería un buen aliado esa noche: el aire era seco y del sur se había levantado un viento caliente que azotaba la hierba a ráfagas bruscas y acariciaba el trigo maduro de Porresu con la mano hipócrita del pastor en el matadero. Había suficiente luna para ver, pero Nicola sabía que eso no constituía forzosamente una ventaja, así que se movió rápido tratando de aprovechar la sombra más densa del murete y los árboles, a un paso que respetaba los silencios nocturnos del campo. Fue necesario arrastrar al otro lado del muro parte de las zarzas secas amontonadas con Andría días antes, para llevarlas hasta el punto más meridional de la finca de Porresu; era la única manera de conseguir que el incendio, una vez iniciado, se propagara en la dirección en que causaría un daño mayor, la misma del viento. Hizo falta poco tiempo y mucha atención, porque Nicola no quería que la huella de las zarzas arrastradas sobre el terreno blando condujera hasta el autor de un modo tan ostensible. Porresu debía sospechar que se la habían jugado, pero sin estar tan seguro como para meter por medio a la justicia, exactamente igual que había hecho él con los Bastíu cuatro años antes. Con ese viento, el incendio podía muy bien haber sido originado por el fuego procedente del campo de un vecino, quizá uno de esos donde, bajo el terreno ennegrecido, todavía quedaban virulentos rescoldos de los rastrojos quemados en aquellas jornadas. Cabía la posibilidad de que no estuvieran bien apagados. Cabía la posibilidad de que se levantara viento. Cabía la posibilidad también de que quien creías que era tonto te tomara por tonto a ti, pero no era la hipótesis más probable, y justo con eso contaba Nicola mientras encendía la yesca para prender las zarzas amontonadas.

Cuando las llamas se elevaron hacia el cielo como una blasfemia, el hijo mayor de Salvatore Bastíu ya había echado a andar en dirección al coche dejando al viento hacer su trabajo, pues él, por ese día, había cumplido con su parte. El disparo de escopeta que silbó en la noche lo alcanzó cuando casi había llegado a la carretera y lo dejó tendido de bruces contra la tierra batida, sin una explicación ni un grito.