El día en que se casó Bonacatta sucedieron dos cosas terribles, además de la propia boda. La primera fue que Maria hizo lo que había prometido no hacer. Mientras todos estaban ocupados vistiendo y peinando a la novia, entró en el dormitorio de su madre. Los postigos de las ventanas se hallaban entornados, pero incluso en la penumbra las telas blancas extendidas sobre la cama revelaban la forma de los cestillos donde habían puesto el pan cocido esa misma mañana para que reposara. El armario de formica bicolor dominaba una pared entera y el espejo oval en la puerta del centro miraba toda la habitación como el ojo de un cíclope. Maria sabía que no disponía de mucho tiempo. Levantó las telas blancas una tras otra con cuidado, examinando el contenido de los cestos hasta que encontró el pan que buscaba, colocado con mimo preventivo en un canasto aparte, justo al pie del espejo.
Perfectamente circular, con palomas y flores moldeadas en relieve, el pan nupcial de su hermana le pareció más delicado y bonito que cuando lo había visto sobre la pala del horno: una filigrana de harina y agua, fruto de un arte al alcance de pocas. Le habían prohibido estar presente mientras su madre y Bonacatta lo preparaban, y el simple acto de mirarlo en secreto constituía también una transgresión cuyas consecuencias le hacían hervir la sangre como una llamarada, avivada por el olor intenso y agradable que colmaba la estancia, como si fuera un vientre. Quería verlo, pero sin segundas intenciones, con el ansia con que algunos acuden a las exposiciones de cuadros famosos y compran la entrada para confirmar su derecho a no poseerlos. Pero resultó que, mientras estaba inclinada observando el pan, su mirada se desplazó hacia el espejo, donde además del pan se vio a sí misma.
Desde el fondo de la casa llegaba, sofocado, el parloteo de las amigas de la novia que la ayudaban a vestirse, pero el denso olor del pan amortiguaba todos los ruidos y Maria ya no los oía. Cometiendo el pecado de imaginarse con los ojos del hombre de otra, se puso de pie y se observó sin entender nada. En el espejo era ella quien se casaba ese día, no Bonacatta, porque en aquel mundo misterioso hecho de reflejos la mirada del novio se había posado sobre su rostro como una mano sobre un fragante amaretto. Mas la muchacha del espejo no era aún una novia: los pechos jóvenes presionaban la blusa de flores descoloridas con una gracia débil que ni siquiera la fina tela conseguía realzar. Presa de un impulso, sus dedos desabrocharon los botones buscando una promesa de femineidad mejor que aquélla; pero la blusa abierta no reveló más que la textura lisa y todavía infantil de la piel, sobre la cual la medalla del bautizo brillaba con la inverosimilitud de una herida de oro. Descubrió la línea tímida del pecho y siguió su perfil hasta el pequeño pezón, donde se detuvo con la sensación de que acababa demasiado pronto. Aquella decepción le impidió apreciar la gracia de su busto delgado: en las costillas, perceptibles bajo la piel, lo que vio le pareció sólo una pobre tentativa de mujer.
A fin de poner remedio a ese desaire de la edad, volvió a inclinarse sobre el cesto que estaba a sus pies, atraída nuevamente por el pan de los novios y sabiendo que aquel aro de masa cocida, destinado al ofertorio y luego a la eternidad bajo un cristal, colgado de la pared tras haber sido pintado con barniz para protegerlo de la carcoma y el moho, era más importante aún que los anillos. Por eso lo levantó con muchísimo cuidado, con intención de ponérselo lentamente sobre la cabeza, donde encajó como hecho a su medida. Al mirarse entonces se vio por fin guapa, una reina de pan reverenciada por el olor a prohibido de aquella silenciosa coronación. Sonrió, pero de repente un rumor de pasos en el pasillo la hizo volverse alarmada. O quizá lo que la asustó fue el peso impropio de aquel pan vengativo, ornamento de un día que no era el suyo.
El primer pensamiento de Maria fue para su pecho descubierto, aunque hubiera sido mejor que fuese el segundo. En el torpe intento de protegerse del peligro inminente, se inclinó hacia delante para coger las dos partes de la blusa abierta y la corona le resbaló de la cabeza. Sus dedos reaccionaron demasiado tarde para impedir el desastre: el pan de la buena suerte cayó al suelo con un crujido de huesos rotos, destrozado. Si sólo se hubiera perdido eso el día de la boda de Bonacatta, ni siquiera habría sido grave.
Cuando Anna Teresa Listru abrió la puerta para coger los cestos, no vio más que esto: a la menor de sus hijas de pie, con los pechos al aire delante del espejo del armario. Esto y nada más vio también la madre del novio, que había acudido a ayudarla: a la fill’e anima de Bonaria Urrai sola entre los cestos del pan tapados, como un menhir erguido en medio de las colinas de junio. Esto y sólo esto vio Bonacatta, vestida de blanco detrás de ellas: los pedazos de su pan nupcial dispersos sobre las baldosas moradas del dormitorio materno. Ninguna de ellas, en ese desastre de reflejos, se percató realmente de Maria, y en esa ceguera colectiva aquél fue el único consuelo para ella, la única forma de familiaridad posible entre las paredes de esa casa. Resultó que, con muy poco sentido de la superstición, pese a todo se celebró el matrimonio, y entre las lágrimas de desesperación de Bonacatta pegaron provisionalmente el pan con clara de huevo y lo metieron unos minutos en el horno templado, a fin de que se mantuviera unido el tiempo suficiente para lucir en el ofertorio de la misa. A Maria le impusieron una indisposición para que no asistiera a la iglesia y, excepto el hijo menor de los Bastíu, los únicos que habrían tenido motivos para lamentar aquella ausencia se hallaban al corriente de lo sucedido y no dijeron palabra. Cuando Maria regresó a casa, hacía más de una hora que había oscurecido, pero Bonaria Urrai no estaba.
El viaje en el motocarro, un viejo modelo de la posguerra que había sobrevivido obstinadamente en las pésimas carreteras de los campos de Soreni, fue breve y con muchos tumbos. La acabadora ocupaba el asiento del pasajero y el hombre que había ido a buscarla a casa ni siquiera había intentado entablar conversación con ella. Cuando llegaron al caserío en medio del campo, la anciana se apresuró a bajar. Los ladridos furiosos de dos perros ya habían anunciado su llegada, y en la puerta una mujer joven con un abrigo de paño oscuro los esperaba desde hacía unos minutos. En la esquina de la fachada más expuesta al mistral, el enlucido descascarillado dejaba entrever las líneas toscas de los ladrillos de barro, mientras que el resplandor de la luna en el cielo sereno permitía distinguir en la era una pequeña construcción de bloques y tejado de fibrocemento, probablemente un gallinero. En las ventanas del edificio principal no se veía luz, como si la casa estuviera deshabitada. Pero no era así.
—Gracias por venir… —murmuró la mujer, tratando de mostrarse educada.
La acabadora se limitó a asentir y ceñirse la toquilla, poco dispuesta a dejarse entretener más de lo necesario. Entraron en la casa; los perros se quedaron fuera, vigilando el motocarro. Dentro la esperaban seis personas, una familia entera en torno a la mesa vacía, que se pusieron en pie como si alguien fuera a pasar lista. Además del hombre que la había acompañado, el marido de la mujer que había abierto la puerta, había otros dos de entre treinta y cuarenta años que inclinaron la cabeza en señal de respeto; junto a la chimenea había también dos niñas en pijama, con los ojos soñolientos de quien habitualmente a esas horas ya lleva un rato durmiendo. La más pequeña sujetaba un perro de trapo que debía de haber sido blanco. La acabadora intuyó enseguida quién tomaba las decisiones allí y le preguntó a ella.
—¿Dónde está?
La mujer dirigió los ojos hacia una puerta de madera situada a un lado de la habitación y medio escondida por un voluminoso aparador antiguo.
—En ese cuarto de ahí, únicamente lo movemos ya para que no se llague.
La acabadora se encaminó a la habitación, seguida en silencio por los otros como en procesión.
En el cuarto sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche, junto a la cama, pero bastaba para dibujar sombras informes en la esquelética cabeza del anciano que yacía entre las mantas, alzada por dos almohadones. Parecía dormir.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó la acabadora, acercándose al lecho, al tiempo que los demás se colocaban espontáneamente alrededor.
—Hará ocho meses la semana que viene. Pero dos años en total, contando cuando podíamos sentarlo.
Sólo hablaba la mujer, que de vez en cuando cruzaba una mirada con su marido y sus hermanos. Los ojos oscuros de la acabadora se clavaron en ella.
—¿Ha pedido él que yo venga?
La otra negó con la cabeza varias veces, desviando la vista como para ocultar que se le saltaban las lágrimas.
—No, no habla desde hace semanas —añadió al cabo de un momento—. Pero yo entiendo a mi padre.
Aparentemente satisfecha con esa respuesta, la acabadora sacó la mano de debajo de la toquilla negra para rozar con delicadeza la huesuda frente del anciano. Al sentir aquel contacto, el hombre abrió los ojos y dirigió hacia ella sus pupilas mortecinas sin emitir un solo gemido.
—¿Le habéis quitado las bendiciones de encima?
—Todas. Hemos revisado también los cojines y el colchón. Hasta la medalla del bautizo le hemos quitado. Ya no queda nada que lo retenga. —Había algo febril en la voz de la mujer al enumerar los objetos—. Hasta le hemos puesto el yugo.
La mujer se acercó a la cama e introdujo una mano bajo la almohada, de donde extrajo una pequeña madera toscamente tallada en forma de yugo de bueyes. La acabadora la examinó y luego volvió a mirar al anciano tumbado en el lecho. Cuando habló de nuevo fue para dirigirse a los otros familiares en tono perentorio:
—Salid todos.
A ninguno de los hombres se le ocurrió desobedecer. Al ver que la dueña de la casa no se movía, la anciana la miró fijamente. De mala gana, la mujer salió también del cuarto y cerró la puerta a su espalda sin hacer ruido.
Una vez se hubo quedado sola con el anciano, lo examinó. Los ojos abiertos del tío Jusepi Vargiu poseían la inmovilidad irreversible de las cosas rotas. Bonaria le cogió la mano descarnada, palpó con cuidado la muñeca y el antebrazo, y algo en aquel contacto la sobresaltó.
—Al final te han llamado… —murmuró el anciano con voz ronca.
Con su garra esquelética atrajo hacia sí la mano de la acabadora, obligando a la alta figura oscura a inclinarse. Pese a su debilidad, el murmullo del anciano no se perdió en el pliegue de la toquilla y Bonaria Urrai lo oyó perfectamente. Fuera, la familia esperaba rezando, pero la acabadora no tardó ni el tiempo de un Pater ave gloria en salir de la habitación, dejando deliberadamente abierta la puerta a su espalda. Los parientes del anciano se levantaron de nuevo. Cuando Bonaria Urrai se dirigió a la mujer y su marido, lamentaron no haber nacido sordos.
—Antonia Vargiu, por haberme llamado sin motivo, malditos seáis todos los presentes. —A lo largo de tantos años jamás se había visto obligada a pronunciar semejantes palabras, pero ahora que eran necesarias le afloraban a la boca sin ningún titubeo—. Por haberme mentido diciéndome que no hablaba, malditos sean vuestros hijos, los que tenéis y los que vengan.
—¡No! —la interrumpió la mujer que la había recibido, mientras los demás retrocedían mascullando conjuros—. Estaba muriéndose… ¡también lo dijo el doctor!
—Sabes perfectamente que tu padre no está moribundo —repuso la acabadora en idéntico tono y sin cambiar de expresión—, ni siquiera está cerca de sus últimos días. Dale de comer. Si muere de hambre, no volverás a dormir en tu vida.
La niña del perro de trapo rompió a llorar, pero en ese momento consolarla no era la preocupación de ninguno de los adultos presentes. Sin siquiera despedirse, la acabadora salió de la casa. Cuando, menos de una hora después, el motocarro se detuvo delante de la vivienda de Bonaria Urrai, Maria estaba despierta y tremendamente angustiada.
—¿Dónde se había metido? ¡Me tenía preocupada!
—Estaba fuera.
—Eso ya lo veo, tía… ¿Quién era ese hombre?
—No lo conoces, Maria. Y no deberías estar despierta a estas horas, mañana es lunes.
La reacción de la chiquilla fue de fastidio, que no trató de ocultar.
—¡Y a mí qué me importa el colegio! ¿Dónde estaba?
Bonaria, todavía con el polvo del viaje encima, producto de la carretera sin pavimentar, no disimuló su sorpresa ante aquel tono.
—No tengo que rendirte cuentas de adonde voy, Maria Listru. ¿O acaso ahora eres tú la mayor y yo la pequeña?
Aquella frase tajante no bastó para devolver a su sitio a Maria, que experimentó un último arrebato de rabia.
—Aunque sea pequeña, ¿no tengo derecho a saber lo que ocurre en casa? Es más de medianoche, ni siquiera he cenado para esperarla…
—Gallina que no come, ya ha comido. Tendrías la barriga demasiado llena de la boda de tu hermana para prepararte la cena.
Maria no contestó, se limitó a mirar el rostro de la anciana modista y su toquilla negra, todavía ceñida alrededor del cuerpo como para protegerla del frío inexistente de un mayo templado incluso de noche. Bonaria Urrai captó en aquel silencio un relato de cosas no dichas y la miró a su vez.
—Cuéntame qué ha pasado —murmuró, quitándose la toquilla.
Aquella noche nadie durmió, ni las Listru, que tenían algo que celebrar, ni los Vargiu, a quienes se les había esfumado el motivo para hacerlo, ni las dos mujeres de la casa de Taniei Urrai, que, abrazadas junto a la chimenea, se quedaron hablando hasta el amanecer acerca de un pan y un amor destrozados. Sólo cuando llegó el alba Maria recordó, al meterse en la cama, aquella otra ocasión en que Bonaria había salido de noche, cuando, cinco años antes, murió Giacomo Littorra. Pensó en ello como sumergida en el agua, con la confusión soñadora de los recuerdos de infancia, y finalmente, exhausta, cayó dormida. Todo aquel asunto tenía algo bueno, y es que ya no resultaría necesario inventar excusas para no ir a ayudar a su madre a hacer el pan.