5

Bonacatta, la hija mayor de Anna Teresa Listru, se parecía a Maria en el negro de los ojos, pero en nada más. Robusta como un minero, había trabajado ocho años de sirvienta en casa de Giuanni Asteri para hacerse el ajuar de novia y ahora, pese a que lucía la falda más moderna de su guardarropa, estaba sentada en el salón con la misma gracia que un nuraga[6] desmoronado.

Los parientes de los prometidos parloteaban sentados en el borde de las sillas, bebiendo malvasía con moderación y riendo a carcajadas de cosas por las que normalmente apenas uno sonríe. Todo era un continuo crujir de pliegues de falda a lo largo de la frontera invisible entre una y otra familia: hermanas y primas de la futura esposa servían los amaretti[7] y el vino dulce con sonrisas de falsa timidez y miradas bajas de personas bien educadas. Maria, en cambio, mantenía alzados los ojos y la bandeja, observando con curiosidad a la parentela del pretendiente. Ricos no eran, eso no, porque un verdadero rico no se casa con la hija de una viuda sin bienes. Pero tampoco pobres, a juzgar por los presentes rituales que habían llevado a la futura esposa: una cadena de oro con la medalla de la Asunción, un anillo antiguo y un broche feo pero grande para el pañuelo de la cabeza, que de todas formas Bonacatta, seguidora de la nueva moda que venía del continente, nunca usaba. Maria estaba segura de que ni siquiera todas esas joyas lucidas al mismo tiempo volverían guapa a su hermana, pero en el fondo no era ésa su función. Los regalos eran como exvotos encima de la imagen tumbada de la Virgen de la Asunción: no adornos sino trueques, coral a cambio de gracias, oro a peso para medir la devoción. Si hubiera reflexionado sobre aquello, Bonacatta habría comprendido que detrás de ese alarde de pedrería no existía ninguna devoción, pero la reflexión nunca había sido el punto fuerte de la hija mayor de Sisinnio Listru.

Antonio Luigi Cau, el prometido, estaba sentado al lado de su madre visiblemente incómodo, con la inmovilidad de ciertos animales disecados. Era alto incluso sentado, y aún no había dicho nada; había dejado hablar a sus padres, en parte porque era la costumbre y en parte porque no tenía mucho que añadir a lo dicho.

—¿Es hija tuya también ésta, Anna? Creía que eran tres.

Los ojos de la madre del novio parecían atraídos por la figura espigada de Maria mientras sus gruesos dedos cogían dos amaretti de la bandeja.

—Es nuestra Mariedda, la última. La di como fill’e anima hace siete años, pero cuando hace falta viene de buen grado a echar una mano —respondió Anna Teresa Listru encantada, adornando la realidad a su conveniencia, como de costumbre.

Aquella locuacidad inesperada brindó a su consuegra la ocasión de interrogar directamente a Maria.

—¿Y de quién eres fill’e anima, cariño?

Por un instante, en la sala el cruce de conversaciones quedó reducido a un murmullo mientras Maria, ajena al destello de alarma que despidieron los ojos de su madre, contestaba:

—Me adoptó la tía Bonaria Urrai, la modista, que no tenía hijos.

El silencio que siguió duró lo suficiente para traslucir incomodidad; luego, la madre del futuro esposo cogió otro amaretto de la bandeja con una leve sonrisa.

—Bonaria es una excelente persona, la conocemos. Creo que incluso le cosió un traje a Vincenzo cuando era presidente del comité, ¿te acuerdas, Bissè? —dijo guiñándole un ojo a su marido, que escuchaba con interés—. Tiene unas manos de oro, aunque no necesitaría trabajar. Seguro que te trata muy bien… —añadió, mirando de reojo a Anna Teresa Listru.

—Me trata como a una hija, no me falta de nada. —La respuesta de Maria fue natural y cortés, una réplica perfecta mil veces repetida—. Pero cojan otro, los ha hecho Bonacatta.

Maria alargó la bandeja como una mano pidiendo limosna, en un curioso esbozo de reverencia que por un instante ocultó a los presentes su expresión. Los demás parecían presas de un maleficio que los hubiera dejado mudos, a tal punto que a la hermana mayor se le antojó oportuno romper el silencio soltando una trivialidad.

—Maria es afortunada: es un gran privilegio tener dos familias. Yo, desde hoy, me encuentro en la misma situación, ¿no? Porque ustedes serán una madre y un padre para mí, como si fuese su hija…

Al sonreír, la futura esposa conseguía obrar el milagro de parecer todavía más fea, pues dejaba al descubierto una amplia galería de recios dientes. Sin embargo, la frase tuvo el efecto de atenuar la incomodidad entreabriendo los labios a alguna que otra sonrisa forzada.

—¡No te conviene, Bonacatta, que yo no he criado a mis hijos a base de caricias! ¡Pregúntale a Antonio Luigi si he sido blando! ¡Pregúntale! —Vincenzo Cau rió con un sonido ronco, tieso dentro del almidonado traje de vestir, un tres piezas color crema que probablemente le había quedado bien cinco años antes.

Aquella frase bastó para que volvieran a centrar la atención en el tema del encuentro, aunque, mientras todos reían aliviados, su mujer se limitó a sonreír de un modo ambiguo dirigiendo una última mirada a Maria, que seguía presentando impertérrita la bandeja. La callosa mano de Antonio Luigi se acercó a los dulces, mientras ella levantaba los ojos para sostener la mirada del prometido de su hermana.

—¿Tú sabes hacer dulces?

Era la primera vez en toda la tarde que lo oía hablar; su voz de barítono, profunda y pausada, estaba llena de notas graves. Campesino con tierras propias, a los veinticinco años Antonio Luigi Cau era un hombre desde hacía por lo menos diez.

Sorprendida por la pregunta directa, Maria bajó la mirada hacia la bandeja.

—Sé hacer formas de frutas con pasta de almendra. De pera, de manzana, de fresa… y también de animales.

—Muy bien, eso también es importante, porque las cosas no se comen sólo con la boca.

Los bronceados dedos de su futuro cuñado cogieron un amaretto del borde de la bandeja, rascando ligeramente el fondo con el dulce. Maria retrocedió un paso como si la hubiera tocado a ella, apartando al mismo tiempo la bandeja y alzando otra vez la vista para mirarlo. Ajeno a esta reacción, Antonio Luigi Cau ya no le prestaba atención y masticaba el amaretto apretando los labios, pendiente de nuevo de las otras conversaciones. Maria se quedó parada delante de él unos segundos, hasta que el siguiente familiar cogió otro dulce de almendra de la bandeja, lo que la obligó a continuar. El resto del tiempo que duró la visita de pedida permaneció en silencio y en todo momento servicial, levantándose sólo para retirar la vajilla y evitando mirar a la cara a nadie.

Volvió a casa de la tía Bonaria antes de que oscureciese. Entró con una cesta de amaretti sobrantes, abrasada por una fiebre violenta e inconfesable.

—¿Cómo ha ido?

—Son buenas personas, por lo que hemos visto.

—¿Él es serio?

—Parece que sí… —Y añadió en voz baja, con una débil sonrisa—: Es alto.

Bonaria se echó a reír mientras doblaba la última pieza del día, que había cortado en una tela de lana en forma de pequeña capa.

—Ah, entonces estamos salvados. ¿Qué más se puede pedir que alguien que te coja los higos del árbol sin necesidad de escalera?

Maria rió también, notando que se sonrojaba de vergüenza. Si la anciana se dio cuenta, lo disimuló bien.

—Han fijado la fecha para el trece de mayo, si no, después queda demasiado cerca de Pentecostés.

—¿Tienes que ir a ayudar?

Sí, me han pedido que vaya para preparar los dulces y el pan.

—Para los dulces, bien, pero para el pan sólo si es sábado. No quiero que pierdas días de clase.

Maria nunca había estado deseosa de ir a trabajar a su casa natal, pero aquella vez se obstinó como una mula sorda.

—No he faltado casi nunca, ¡y el colegio no se vendrá abajo si un día no voy porque se casa mi hermana!

Bonaria no cedió hasta que Maria hubo insistido varias veces, y al acceder tuvo la sensación de no estar al corriente de algún detalle importante. La falta de interés que Maria había demostrado desde el principio por las visitas a su casa materna siempre la había tranquilizado íntimamente, y no podría haber jurado que nunca hubiera intentado reforzar ese desinterés. Antes de haber visto por primera vez a Maria y su madre en la tienda, Bonaria se había creído portadora secreta del único dolor perfecto, el único que no es posible mitigar. No ignoraba de qué mundo había apartado a la niña, y para estar segura ni siquiera había sido necesario conocer todos sus recovecos; por eso no le había extrañado que la chiquilla no manifestara ninguna nostalgia evidente, como si, en el fondo, en la inmanencia propia de las infancias solitarias, siempre hubiera sabido que su destino no se hallaba allí. Ahora, sin embargo, ante la insistencia de Maria en asistir a los preparativos de la boda de Bonacatta, la seguridad de Bonaria Urrai se tambaleó. No tenía amigas ni hermanas a quienes confiar sus dudas, pero, aunque las hubiera tenido, se las habría guardado para sí.

* * *

Anna Teresa Listru no le había mentido a su consuegra: pedían que Maria fuese a casa cada vez que resultaba necesario. Lo que no había precisado era que no siempre dichas peticiones se satisfacían. Bonaria Urrai estaba atenta como un azor al motivo de cada petición, y si la consideraba inoportuna, sabía ejercer el derecho a negarse. No es que dijera que no abiertamente. No tenía más que poner como pretexto el bajo de una falda que había que terminar con urgencia o una importante visita de control en la consulta del doctor Mastinu, y a buen entendedor pocas palabras bastan. Tan sólo en casos excepcionales la anciana aceptaba que Maria fuese a trabajar al campo, normalmente con motivo de la vendimia de los Bastíu o la recogida de aceitunas. La viuda Listru pensaba que, desde que se había ido a vivir con la Urrai, su hija menor estaba convencida de haberse convertido en una princesa: no había sacado de la tierra una sola patata, no se había agachado para arrancar una acelga, y tampoco se había metido en un arrozal a cambio de un sueldo por trabajar a destajo como seguían haciendo sus hermanas; sobre todo, había dejado bien claro que no se les ocurriera llamarla para hacer el pan a las cuatro de la mañana. Anna Teresa Listru no se quejaba explícitamente, pero no había renunciado del todo a la idea de que la situación privilegiada de Maria tuviera que comportar alguna ventaja más para ella, además de haberla librado de una boca a la que alimentar. Lo que más la fastidiaba era que la vieja Urrai parecía obsesionada con que Maria asistiese regularmente al colegio, excusa que la madre de la niña se creía sólo hasta cierto punto. Al fin y al cabo, Maria estaba en tercero de enseñanza media, así que ya había estudiado más de lo que necesitaría en la vida. No había ninguna razón para que no empezase a devolver un poco de lo que había recibido, teniendo en cuenta de qué olla se había llenado la barriga hasta los seis años. Por tanto, la boda de Bonacatta le había parecido a la viuda Listru una ocasión más que propicia para una pequeña demostración de fuerza frente a Bonaria Urrai, puesto que la cantidad de dulces y pan que había que preparar podía justificar la ausencia de Maria por unos días en el colegio.

Contra los peores pronósticos de Anna Teresa, la vieja Urrai no pareció oponer ninguna resistencia, así que su hija menor se presentó la tarde del día establecido para elaborar los dulces de almendra sin necesidad de haber tenido que pedirlo dos veces. Quizá, después de todo, se podía hacer alguna labor en ese sentido, aprovechando la circunstancia de que alrededor de la gran mesa central del salón reinaba el clima entusiasta de los acontecimientos irrepetibles.

Todos los ingredientes necesarios para los amaretti estaban alineados bien a la vista, y, en esa aromática hilera, cada par de manos, incluidas las de la futura esposa, tenía su momento preciso para intervenir. A un lado se encontraban las almendras dulces, desmenuzadas con la tajadera hasta reducirlas a polvo, reservadas en un amplio lebrillo de barro esmaltado, listas para ser mezcladas con la harina y los huevos en una masa que acabaría en el horno con una almendra o media cereza confitada en el centro. Anna Teresa las había encarecido a ser generosas en harina y ahorrativas en almendra, a despecho de la esponjosidad del resultado. El otro lado de la larga mesa, en cambio, se hallaba dominado por un montón de almendras cortadas en finas láminas, a la espera de ser cristalizadas en azúcar mezclado con ralladura de limón: una vez frías y cortadas en rombos, se convertirían en un sencillo crocante al que sólo los dientes más sanos podrían enfrentarse. Maria rallaba los limones entre el parloteo de sus hermanas y su madre.

—¿Te alegras de no haber ido hoy al colegio? —preguntó Anna Teresa Listru, entrando en materia casi enseguida.

—Bueno… no me disgusta ir, pero hoy era un día especial.

Regina y Giulia cruzaron una mirada mientras Bonacatta trabajaba la masa con los huevos para ablandarla.

—¡No sé cómo te las arreglas para no aburrirte estando todo el rato sentada! —exclamó Giulia—. ¡A mí me parecieron odiosos cada uno de los días que fui al colegio!

—Y el colegio te pagó con la misma moneda, porque acabaste repitiendo cuarto curso —replicó con malicia Bonacatta, animada por la autoridad de sus veinticinco años.

—¡Sí, tú eres la que más ha estudiado! —Regina jamás habría reconocido que a ella estudiar no le había desagradado, y no dejó escapar la oportunidad de echar más leña al sonrojo de su hermana.

La humillación de Giulia encontró una ayuda inesperada en su madre, que habitualmente no intervenía en aquellas discusiones, a menos que acabaran convertidas en un incordio para ella.

—El colegio no sirve para nada —afirmó—. Una vez que has aprendido a firmar y a contar el cambio que te devuelven en la tienda, ya tienes suficiente, que después de todo no vas a ser médica. Piensa que yo hice sólo hasta tercero de primaria y no por eso me han tomado el pelo, jamás, ¡ni siquiera los más instruidos!

A Anna Teresa Listru le gustaba repetir a menudo esa sentencia, convencida de que era una buena idea proponer a sus hijas un modelo a su alcance. Giulia en particular había dedicado sus diecinueve años a ese objetivo, con resultados que su madre no dejaba de ponderar ante las vecinas. «Parezco yo de joven, sana y sin pájaros en la cabeza», proclamaba dando golpecitos afectuosos en la espalda de la que había pasado a ser su hija menor.

—En cambio, a Maria le gusta ir a la escuela… —prosiguió, decidida a no dejar que la conversación decayera—. ¿Qué quieres ser, Maria, doctora en almendras? ¿Profesora de dobladillos y presillas, como la tía Bonaria Urrai?

Sus hermanas rieron, pero la chiquilla no se dejó intimidar; no era la primera vez que su madre tocaba ese tema para burlarse de ella, y desde el inicio de la conversación se había dado cuenta de que ese día estaba esperando que picara el anzuelo.

—El colegio sirve para todo, también para preparar dulces.

—Sí, claro. Nosotras, sin ir a la escuela, no sabríamos hacerlos, ¿verdad? Pero ¿qué tonterías dices?

Maria dejó de rallar el limón. Cogió una de las bolitas de pasta de almendra que Regina acababa de hacer y se la mostró a su madre con aire desafiante.

—¿Sabes por qué los gueffus[8] se llaman gueffus?

Anna Teresa Listru la miró como si se hubiera vuelto loca y sus hermanas dejaron de mover las manos para disfrutar de la escena.

—¡Vaya pregunta! Se llaman así porque siempre se han llamado así.

—Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué no se llaman bombines o… trictrac?

Bonacatta dejó escapar una risita e inmediatamente se sintió taladrada por la mirada asesina de su madre.

—No lo sé. ¿Y tú? ¿Acaso lo sabes? Dínoslo, profesora Maria, venga. Explícanos esa cosa fundamental.

—La palabra deriva de los güelfos, los guerreros que en la Edad Media apoyaron al papa contra el emperador.

—Muy interesante. ¿Y se tiraban bolas de pasta de almendra?

Esta vez rieron todas, pero Maria prosiguió, impertérrita:

—Se llaman así porque, cuando los envolvemos, cortamos los bordes del papel dentados, como las torres de los castillos güelfos.

Su madre había escuchado la explicación entre irritada y entretenida, pero ahora simplemente se divertía.

—Increíble… —Con gesto teatral, cogió un gueffus de la mesa enharinada, se lo acercó a la boca y de un bocado engulló la mitad. Mientras masticaba, cerró los ojos, pero de pronto los abrió con expresión de sorpresa—: ¡Que me parta un rayo!… ¡Ahora que sé por qué se llaman así, hasta han cambiado de sabor! ¡Si no llegas a decírmelo, Maria, desde luego no habría sabido lo que estaba perdiéndome!

Giulia y Regina, que entre bromas y veras le habían hincado el diente a un gueffus para seguir el juego a su madre, se troncharon de risa, mientras que Bonacatta, preocupada por la preparación de sus dulces, comentó con una sonrisa la desilusión de Maria:

Hoy ya nos has dado la lección. Ahora haz otra cosa buena: acaba con los limones, que necesito la ralladura para los pirichittus[9]. Y te advierto que, si me preguntas por qué se llaman así, lo sé.

—Pero te lo dirá cuando seas mayor —terció Regina, que se ganó un pescozón por aquella impertinencia, mientras que Maria se puso otra vez a rallar las cortezas con una furia digna de mejor causa.

Durante tres jornadas la casa de la novia fue un auténtico hormiguero, un ir y venir de parientes y vecinas con cestas repletas de ingredientes frescos y bandejas prestadas para colocar los dulces preparados. Las hermanas Listru trabajaron casi sin parar, alternándose las tareas para dar vida al milagro de un ejército de capigliette[10] bordadas con azúcar a modo de encaje, kilos de tiliccas[11] impregnadas de saba[12], cestos rebosantes de aranzada[13] de perfume especiado, cajas metálicas rellenas de crujientes muñequitas de azúcar y centenares de redondos gueffus de almendra, envueltos uno por uno a modo de caramelos en papel de seda blanco, recortado en los extremos como las torres güelfas. En toda la casa no había una sola habitación en que quedara un punto de apoyo libre; a la hora de acostarse, Giulia y Regina tenían que retirar de las camas los cestillos de dulces ya preparados, y se dormían envueltas en la delicada fragancia del agua de azahar.

Ninguna de esas noches Maria volvió a casa de Bonaria Urrai, y antes de dormir fantaseó sin sentimiento de culpa con el novio alto de su hermana.