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Si es verdad que la tierra habla de quien la posee, las colinas de los campos de Soreni eran un discurso complicado. Las parcelas pequeñas e irregulares contaban cosas acerca de familias con demasiados hijos y todos mal avenidos, fragmentadas por una miríada de muretes de basalto negro construidos en seco, cada uno con su rencor particular, que lo mantenía en pie.

El terreno de los Bastíu era apenas un poco mayor que los limítrofes, porque, por voluntad de Dios, a lo largo de los años había habido más testamentos que herederos.

En la viña de la colina llamada Pran’e boe, eran las diez de una mañana templada de octubre cuando la mano de Andría Bastíu se posó con torpeza sobre la delgada muñeca de Maria, deteniendo el movimiento de las tijeras de podar.

—¡Cuidado! ¡No pongas la mano ahí!

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—La tela del àrgia[4].

—No me dan miedo las arañas.

—Porque no las conoces —respondió él, muy serio—. ¿Sabes que si te pica una tienen que cubrirte de estiércol y hacer que bailen a tu alrededor siete mujeres, primero viudas, después solteras y por último casadas, hasta descubrir de qué clase de araña se trataba?

—Pero ¿quién te cuenta esas bobadas, Andrí?

Maria cortó el gran racimo y lo colocó con cuidado en el cubo de plástico, riendo y negando con la cabeza cubierta con un pañuelo de flores amarillas, descoloridas por las vendimias precedentes.

La viña de los Bastíu estaba formada por dos mil vides de uva oscura con granos del tamaño de huevos de codorniz. Al aplastarlos rezumaban un jugo negro que parecía sangre de cerdo cocida y era igual de dulce. Los dos chiquillos se habían repartido el trabajo de acuerdo con sus respectivas fuerzas y competían en velocidad con los adultos de la hilera paralela.

—Tú ríete, pero es verdad. A mi padre le pasó cuando era pequeño. Me explicó que tuvieron que hacerlo sudar durante dos horas debajo de un montón de mierda; si no, no lo habría contado.

—¿Tu padre no es ese que murió dos veces en la guerra? Tú, en cambio, eres de los que si le mandan a comprar cien gramos de nada en polvo seguro que va.

Maria continuó cortando racimos y burlándose de Andría con sus danzantes ojos vivaces. El chiquillo se sonrojó al sol y dirigió la mirada hacia el cubo casi lleno. Aunque tenían la misma edad, con aquella sonrisa adulta en los labios rojos de uva, Maria siempre lo ganaba a la hora de encontrar las palabras idóneas para hacerlo sentir pequeño.

—Voy a vaciarlo en el carro…

—Sí, llévalo, que yo mientras tanto voy a beber. ¡Y cuidado con el àrgia, que no estoy segura de encontrar a siete locas que bailen sobre caca de vaca para salvarte!

La vendimia empezaba y terminaba el mismo día, para lo cual hacían falta como mínimo seis personas que cortaran deprisa los racimos hasta desnudar las hileras de vides que seguían la línea de la colina. Los Bastíu salían de casa antes de que el sol se hubiera decidido a hacerlo, y las hijas de Anna Teresa Listru iban con ellos, porque después se repartían el vino. Cuando se lo vendía a los vecinos, la viuda Listru acostumbraba decir que tenía que hacer con él el milagro de las bodas de Caná: «Jesucristo convertía el agua en vino, y yo convierto el vino en pan».

Maria se pasaba el verano esperando a que la llamasen para ayudar, porque le gustaba competir con Andría. Nunca se sabía a ciencia cierta cuándo empezaría la vendimia, pues era el viejo Chicchinu Bastíu, que estaba ciego, quien decía cuál era el momento preciso, es decir, exactamente el día antes de que se percibiera en el aire el olor de la uva a punto para el mosto. Sus nietos lo llevaban al campo a diario, y él, solemne, olfateaba con los ojos cerrados la suave brisa marina que acariciaba los viñedos. Como una comadrona experta, el viejo aseguraba que podía oír la voz del vino que nacía en la onda de aire que sacudía las hojas y penetraba en los recovecos de los prietos racimos. Maria nunca se cansaba de escuchar aquella leyenda.

—¡Dicen que es capaz de adivinar siempre el día exacto! —le había revelado a la tía Bonaria, tratando de asombrarla con aquel misterioso poder adivinatorio.

La anciana la había mirado con una media sonrisa, no especialmente impresionada.

—Claro, Chicchinu Bastíu y el mosto son uña y carne. Teniendo como tiene la nariz siempre metida en el vaso, ¿cómo quieres que no reconozca su olor?

Los ojos de la chiquilla se habían dilatado mientras la sospecha comprometía la certeza del prodigio.

—¿Quiere decir que nos toma el pelo?

—¿Queda uva en el campo al día siguiente?

—No, siempre la cogemos toda antes de que se ponga el sol.

—Entonces no le toma el pelo a nadie.

Y la tía Bonaria, sin preocuparse de disimular la risa, había vuelto a fijar los ojos en la costura. Como sabía que le gustaba, la vendimia con los Bastíu era una de las pocas ocasiones en que permitía a Maria faltar a clase.

En el tiempo que Andría tardó en ir a vaciar el cubo, Maria intentó comprender los misterios del aire de una viña. Sumergió un gran racimo en el agua del lebrillo, al final de la hilera, y cuando lo sacó pesaba el doble. Hundió la cara entre los granos, olfateando con vehemencia en busca del escondrijo secreto. Un grano podrido había fermentado al sol, pero una vez quitado sólo quedaba el olor normal de la uva madura, más cercano a un color que a un aroma. Decepcionada, se consoló mordiendo un fruto tibio mientras miraba con gesto distraído cómo asomaban las cabezas de los demás por encima de las vides.

El sonido salía de atrás, de la zona del murete. Al principio era sólo un gemido, un lamento sofocado, que luego se transformó en una voz más precisa. Maria se volvió hacia allí y se acercó por la hierba seca con pasos rápidos. El murete lloraba. Maria recorrió unos metros su línea irregular sin encontrar nada que desmintiera aquella impresión. La voz lastimera procedía justo de las piedras superpuestas.

—¡Maria, ya estoy aquí!

La voz impaciente de Andría le llegó desde las vides, pero la chiquilla no le hizo caso. Siguió la dirección que marcaba el linde, atenta y desplazándose con cautela.

—¡Espera, estoy mirando una cosa!

Se detuvo en el punto exacto del que salía el sonido y observó el murete, ahora silencioso. El sol ya se había cansado de las viñas y descendía rápidamente, proyectando sobre el terreno sombras gigantescas y deformes. La de Andría, desgarbada, se puso al lado de la suya.

—¿Qué haces? Los demás ya casi han acabado…

Ella le indicó que callara llevándose un dedo a los labios, a la vez que señalaba el murete.

—Escucha.

El lamento llegó en el acto, de nuevo leve y débil, pero suficientemente claro para que el estupor también demudara el rostro todavía infantil del muchacho. Al cabo de unos minutos, las hermanas Listru y todos los Bastíu escuchaban aquel llanto de pie delante del murete, olvidando que había una viña a la que tenían que despojar de todos los racimos antes del ocaso. Bonacatta permanecía prudentemente a unos pasos de distancia, sobresaltándose cada vez que oía el gemido procedente de las oscuras piedras, mientras que Regina y Giulia se limitaban a mirar en silencio, lanzando ojeadas ansiosas hacia Salvatore Bastíu y su mujer. Éstos discutían, observando con perplejidad el muro.

—Es un alma en pena —supuso Giannina Bastíu, santiguándose devotamente—. Requiem​eterna​dona​eius​domine

Del muro escapó un sollozo agudo a modo de respuesta. Salvatore negó con la cabeza, poco convencido.

—No, ése no es un cristiano. Est unu dimoniu! Hay que llamar a don Frantziscu y hacerle bendecir el campo mañana mismo, si no, este año el vino se nos estropea.

Nicola Bastíu parecía poco interesado en las disputas teológicas de sus padres. Rastreando el terreno como un jabalí, examinaba ceñudo la base del murete explorando con los dedos las hendiduras de entre los bloques de piedra. En un momento dado, traspasó el límite saltando el muro para inspeccionarlo por el lado del campo de Manuele Porresu. Al cabo de unos minutos se levantó del suelo tan bruscamente como se había echado y, con una mirada extraña, buscó los ojos de su padre.

—Han corrido el límite.

Mientras Salvatore Bastíu miraba a su hijo justo el tiempo necesario para creerlo, el muro gimió de nuevo y no hubo necesidad de añadir nada.

—¡Hijos de puta excomulgados! ¡Eso es lo que era el llanto!

Marido, mujer y Nicola, asaltados por el mismo temor, empezaron a quitar las piedras de arriba y lanzarlas a uno y otro lado del muro. Parecían presas de un ansia furiosa, a tal punto que los demás se contagiaron y entre todos deshicieron el murete en unos minutos.

El pequeño saco de yute apareció en la zona más interior del muro, metido justo entre dos piedras cóncavas toscamente talladas con la evidente finalidad de hacerle sitio. Nicola sacó la arresoja[5] del bolsillo ante la mirada aprensiva de sus padres. La hoja rasgó la sucia tela con un ruido seco, mostrando lo que se agitaba débilmente dentro del saquito.

Era un cachorro de perro.

Al ver con qué lo habían atado y enterrado, esta vez todos se santiguaron. Hasta Nicola.

Salvatore Bastíu nunca había creído que las almohadas dieran consejo alguno por más que uno se pasara la noche consultándolas. Las almohadas son para dormir, y punto. Quien tiene dos dedos de frente sabe que los consejos hay que buscarlos de día entre los despiertos, porque cada nuevo amanecer es una emboscada de la que uno debe defenderse como pueda. Él, en todo caso, jamás había salido de casa sin afilar la arresoja, y había criado a sus dos hijos a base de pan y ojos abiertos. Nicola, más que Andría, lo había aprendido todo y deprisa, porque el chico no era de los que vienen al mundo para albergar dudas. Por eso su padre no había esperado a que oscureciese para ir juntos a casa de Bonaria Urrai con lo que habían encontrado en el murete, perro incluido.

Sentados a la mesa de la cocina de la familia Urrai, padre e hijo observaban en silencio cómo los dedos huesudos de la tía Bonaria examinaban aquello, mientras Maria, en un taburete junto a la chimenea, tenía al cachorro dormido sobre las rodillas.

—Aquí había mala intención —sentenció Bonaria, tocando con prudencia los extraños elementos combinados que habían servido de compañía al animalito dentro del saco.

Salvatore Bastíu dio muestras de impaciencia.

—Buena no era, desde luego. Pero ¿cómo influye en el límite del terreno?

La tía Bonaria levantó el cordel repleto de nudos, los extremos entrelazados a guisa de collar alrededor de un trozo de basalto del tamaño de una nuez enrojecido por el sol.

—Lo ata, lo mantiene inmóvil.

—Pero ¡si lo han corrido por lo menos un metro! ¿Y cómo demonios se las habrán arreglado…? Como mucho hacía tres días que no iba a la finca.

—Tres días bastan y sobran si uno tiene ayuda. Sea como sea, la intención era que, una vez corrido, no volviera a moverse. Y que ni siquiera os dierais cuenta.

—Pues mira por dónde, yo me di cuenta… —terció Nicola con una sonrisa torcida.

La predilección que Bonaria sentía por el hijo mayor de los Bastíu no le impidió dirigirle una dura mirada.

—No intentes pasar por más listo de lo que eres, Coleddu. Te has dado cuenta porque el perro no murió enseguida. Si hubiera muerto, ten por seguro que la marca del límite habría desaparecido con él.

Los ojos de la anciana pasaban de los objetos a los visitantes, mientras continuaba manoseando el trocito de basalto fuertemente atado. Parecía esperar algo.

—Ésta, Porresu tiene que pagarla —sentenció de repente Salvatore Bastíu.

—No estás seguro de que lo haya hecho él…

—¡Qué mejor prueba que ésta! —explotó rabiosamente el hombre, señalando los objetos pero cuidándose de tocarlos—. Aquí está el mal que me desean. Me han hecho un maleficio para robar un metro de terreno.

Bonaria Urrai negó con la cabeza despacio y no dijo nada más, pero su mano huesuda no paraba de palpar la piedra.

Olvidada junto a la chimenea hasta aquel momento, Maria anunció:

—Al perro voy a llamarlo Mosè. —Nicola, su padre y Bonaria se volvieron hacia ella, sorprendidos—. Él no tiene ninguna culpa. Me lo quedaré —añadió.

Al ver que el rostro de la chiquilla se iluminaba con ansia, la mujer sonrió.

—Puedes quedártelo, siempre y cuando te ocupes de él.

Maria asintió, aceptando una autorización que en realidad no había pedido. Un perro nacido para morir como maldición no era algo por lo que hubiera que pedir perdón o dar las gracias. Se quedó junto al hogar acariciando al cachorro, mientras los Bastíu eran conducidos hasta la puerta en un silencio cargado de planes. Cuando regresó, la anciana se sentó en el otro taburete frente al fuego. Sin pronunciar palabra, fue echando a las llamas la piedra redonda, el cordel y el saquito del maleficio frustrado, moviendo despacio los labios como si masticara. Todo lo que podía arder ardía; el resto se perdía en la ceniza, borrando su significado.

—Yo también quería quemar esas cosas, tía. El fuego lo purifica todo —sentenció Maria en un murmullo, acariciando al perro y observando los gestos de la anciana.

La mujer la miró antes de levantarse en un inequívoco preludio de despedida.

—Es tarde, vamos. Las personas dentro de casa y los animales fuera. Hazlo salir y después ve a acostarte, que mañana tienes clase.

Se sacudió el delantal mientras Mosè veía de mala gana cómo le abrían la puerta a la noche del patio.

Cuando la niña ya dormía, la figura encogida de la anciana aún seguía ante la chimenea, con los ojos fijos en los restos del fuego que iba reduciéndose a brasas mortecinas. La piedra redonda estaba allí como un corazón parado entre la ceniza, la superficie porosa ennegrecida por el fuego; cualquier cosa excepto purificada.