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Durante cinco años, Bonaria Urrai no volvió a salir de noche, o Maria no se percató, concentrada como estaba en ver cómo por fin se la consideraba hija legítima. En cierto modo había funcionado, porque, cuando la chiquilla estaba en quinto de primaria, el pueblo de Soreni había aceptado hacía tiempo aquella extraña asociación; ya no se hablaba de ello en los bares, e incluso en las conversaciones mantenidas en los umbrales de las casas a la hora del crepúsculo, el asunto de la anciana y la niña había sido reemplazado por noticias más frescas o picantes. Sin saber que acudía en ayuda de ambas, la hija de dieciséis años de Rosanna Sinnai había tenido la amabilidad de quedarse embarazada de aún no se sabía quién, lo que había contribuido no poco al proceso normal de las habladurías. Otra persona, una vez cesadas las murmuraciones a su espalda, se habría sorprendido de que hubieran acabado tan pronto, ya que, en un lugar donde sucedían pocas cosas realmente interesantes, un acontecimiento como aquél podía seguir de actualidad durante una generación entera. Pero a Bonaria Urrai no podía extrañarle, pues había trabajado desde el primer momento en la consolidación de aquella frágil normalidad. La anciana modista se había comportado siempre como si la criatura hubiera nacido de su vientre, permitiendo que la niña deambulara por casa cuando llegaba alguna visita o llevándola consigo allí donde fuese, de modo que la gente pudiera cebarse hasta saciar su famélica curiosidad sobre la naturaleza de aquella filiación electiva. Maria, en cambio, acostumbrada a considerarse a sí misma una insignificancia, había tardado más tiempo en darse cuenta de que constituía un tema de conversación. Su madre, Anna Teresa Listru, mujer fascinada por las numeraciones en cualquier forma que se le presentaran, la había habituado a verse como parte de una secuencia con sus hermanas, según una fórmula ritual siempre idéntica: «¿Y quién es esta niña?». «Es la última». O bien, simplemente: «Es la cuarta».

Tan profunda era aquella huella de clasificación de carrera campestre que, en los primeros tiempos, Maria había tenido que morderse la lengua para no presentarse a sí misma de esa manera, como la última o la cuarta. Bonaria no podía saberlo, pero de algún modo debía de haberlo intuido, porque cuando había que hacer las presentaciones ante extraños siempre se le adelantaba: «Ella es Maria».

Y ese ser simplemente Maria debía bastar también para cuantos aspiraran a saber más. Los habitantes de Soreni habían tardado un poco, pero al final habían captado el sentido de aquella misteriosa liturgia, y de repente era como si siempre hubiera sido así, anima y fill’e anima, una manera menos culpable de ser madre e hija. Sólo en una ocasión alguien intentó pedir explicaciones a Bonaria de algo relacionado con Maria que no fuese su nombre, y en muchos sentidos aquel único episodio influyó en cuanto ocurrió después.

A los niños de quinto B les parecía increíble que la maestra Luciana tuviera de verdad cincuenta años, porque era demasiado guapa para ser vieja, y lo era de ese modo peligroso en que sólo pueden serlo las mujeres venidas de fuera. Se había casado muchos años antes con Giuseppe Meli, un terrateniente de Soreni que tenía arrozales e iba con frecuencia al continente para establecer acuerdos sobre la exportación del arroz arborio sardo. De esa manera, Giuseppe había conocido a aquella esbelta chica de la pequeña burguesía piamontesa: una amable maestra con los ojos verdes como el jade, nada corrientes ni siquiera entre las jóvenes de su selecto mundo. Luciana Tellani, sorprendiendo a familiares y amigos, había aceptado irse con él sin mirar atrás, pero, aunque daba clases en Soreni desde hacía más de veinte años, seguía hablando italiano en turinés. Muchas personas, en aquel lapso de tiempo, habían aprendido a leer y escribir con ella, y a cambio le habían ofrecido silenciosamente la plena legitimación como ciudadana, con la gratitud y el respeto que las personas modestas sienten a menudo por los maestros de verdad. Para Soreni, la forastera que a finales de los años cuarenta se había casado con el campesino Giuseppe Meli era ya simplemente la maestra Luciana.

La maestra tenía el cabello de un rubio juvenil y apenas le llegaba a los hombros; no se lo cubría ni siquiera cuando iba a la iglesia, donde su cabeza clara destacaba entre las demás como una amapola entre el trigo. A pesar de eso, nada malo podía decirse de ella, salvo que, para ser del continente, no era mucho más alta que la media del pueblo; pero, si una era rubia, un defecto secundario como la estatura se le perdonaba fácilmente, incluso en Soreni. A Maria, el pelo de la señorita Luciana le gustaba sobre todo porque era ondulado. No lacio y pegado a la cabeza como el pelaje de una rata sumergida en aceite, ni rizado como el de su madre, tan intrincado que la mano nunca llegaba al fondo. El pelo de la señorita Luciana tenía una suavidad que se adaptaba a todos los vientos.

—Señorita, pero ¿usted se lo marca con la plancha para tenerlo así?

—Qué cosas se te ocurren, Maria… ¿Acaso crees que tendría tiempo de marcármelo todas las mañanas mientras vosotros me esperáis en clase?

A la maestra le gustaba aquella niña de inteligencia un poco impertinente y había aceptado de buen grado su extraña situación familiar, ayudada por las aclaraciones de su marido y de alguna de esas mentes simples siempre ansiosas de explicar las complicaciones ajenas. Hubo un único momento de tensión, debido al hecho de que Bonaria Urrai nunca iba a las entrevistas para conocer el rendimiento escolar de Maria. Cuando el cuaderno de la niña volvió a casa con la petición escrita de la señorita Luciana, Bonaria miró a Maria con severidad.

—¿Qué has hecho?

—Nada —respondió la niña, deshaciendo el lazo verde del uniforme.

—Entonces, ¿por qué quiere verme la maestra?

—No lo sé…

—Algo habrás hecho, si no, no me llamaría.

—No he hecho nada, y voy muy bien. ¡Ayer saqué sobresaliente en geometría!

La anciana la ayudó a quitarse la bata negra y no indagó más, pero al día siguiente se puso la falda de los días de fiesta y fue a ver a la maestra. Llamó a la puerta del aula a la hora indicada, y segundos después ambas se encontraban una frente a otra, la maestra vestida con un traje de chaqueta de pata de gallo como los que se llevaban en la ciudad, y la modista con su larga falda tradicional y la toquilla negra sobre los hombros. Aunque no se llevaban más de diez años, parecían pertenecer a generaciones distintas. Tras dejar a los niños al cuidado de la bedela, la señorita Luciana se quedó charlando con Bonaria en el pasillo.

—Me ha dejado preocupada. ¿Ha hecho algo malo Maria?

—No, no, en absoluto. Le he pedido que viniera simplemente para conocerla. Es costumbre que el profesor y los padres se reúnan de vez en cuando para cambiar impresiones sobre los progresos de los alumnos…

Si Bonaria notó la levísima vacilación en la voz de la piamontesa, no lo dejó traslucir.

—Si sólo es para eso, aquí estoy. ¿Cómo va Maria?

—Va bien, es inteligente y muy aplicada. Le gusta el colegio, sobre todo las matemáticas, y hace puntualmente los deberes. ¿La ayuda usted en casa?

—De vez en cuando, no siempre. Algunas veces no tengo tiempo, y otras hace cosas que yo tampoco sé. Solamente llegué a tercero de primaria, no estudié mucho.

Cualquier otro se habría sonrojado al pronunciar esa frase, o no la habría pronunciado. Bonaria, en cambio, sostuvo la mirada de la maestra con absoluta tranquilidad, y curiosamente fue la señorita Luciana quien se sintió obligada a buscar una justificación.

—Bueno, estudiar a veces no significa nada, antes se daba en tercero de primaria el latín que actualmente dan en quinto de secundaria…

Salieron al jardín que rodeaba el colegio y caminaron entre los setos floridos sin prestarles atención, pendientes la una de la otra. Bonaria la contemplaba con breves miradas directas; Luciana se limitaba a observarla de vez en cuando las facciones marcadas, siempre que creía que Bonaria no la veía.

—Eso del «hijo de alma» es algo extraño…

—¿Extraño por qué? —repuso Bonaria en tono inexpresivo.

—No parece que Maria haya acusado las consecuencias. ¿Ve con frecuencia a su familia de origen?

—Sí, cada vez que lo desea. ¿Por qué tendría que acusarlas?

Luciana Tellani respondió de un tirón, como si aquella frase la hubiera rumiado mucho antes, mientras esperaba que la anciana se presentara a la cita:

—No lo sé. Es que me sorprende, por ejemplo, que cuando le pido que dibuje a sus padres, Maria la pinte a usted y no a su verdadera madre… —Bonaria no mostró sorpresa por aquella revelación y guardó un silencio que llevó a la otra a proseguir con cierta incomodidad—. Verá, es que me parece una cosa tan insólita que una niña sea apartada… de común acuerdo, por el amor de Dios, ya lo sé, pero aun así, que se separe de su familia de ese modo, sin manifestar traumas…

—No es raro, en esta zona sucede de vez en cuando. Si va a Genari, allí hay al menos tres fillus de anima[3]; una tiene más o menos la edad de Maria. —La anciana hizo una pausa para subrayar la idea—: No es raro.

La piamontesa no pareció convencida, pero no añadió nada. La conversación derivó entonces hacia los resultados escolares menos brillantes de la niña y, una vez de vuelta ante la puerta de la clase, la maestra se dispuso a despedirse. Pero Bonaria tenía una última pregunta.

—Quería saber, en relación con los dibujos que hace Maria… ¿qué quiere decir exactamente con eso de que debería dibujar a su verdadera madre?

Luciana Tellani se quedó desconcertada, más por la mirada que por las palabras de la vieja modista.

—No me malinterprete, me refería a la madre natural, no quería subestimar su relación…

—Para Maria, su madre natural es la que dibuja cuando le piden que dibuje a su madre.

Quizá se debió al tono de la anciana, tan suave y reposado, o quizá a su mirada, clavada en la turinesa sin la menor expresión, como si pasara a través de ella, pero en cualquier caso la señorita Luciana consideró prudente no replicar y apretó los labios en un rígido simulacro de sonrisa. Se separaron en medio de un silencio denso, fruto de una tensión ambivalente: una de ellas lamentaba no haber dicho lo suficiente mientras que la otra estaba convencida de haber oído demasiado.

Aquella noche, antes de cenar, Bonaria escuchó un poco la radio mientras Maria, sentada delante de la chimenea, jugaba con un viejo abecedario ordenando las piezas ilustradas que había que insertar en las casillas correspondientes. Faltaba alguna que otra, perdida en los primeros años de colegio, cuando los objetos y su nombre eran misterios todavía no separados por la sutil violencia del análisis lógico.

—¿Qué quería decirle la señorita Luciana?

—Nada importante, tenías razón.

—Pero han estado juntas mucho rato…

—Hemos visitado el patio. Hay unos geranios jaspeados que no había visto nunca.

Mientras colocaba las últimas fichas en su sitio, Maria se dio cuenta de que, fuera lo que fuese lo que se habían dicho la tía y la maestra esa mañana, de esa forma no iba a conseguir averiguarlo.

—Pero ¿le ha dicho que voy bien?

—No; me ha dicho que, para lo inteligente que eres, no te esfuerzas lo suficiente y que podrías conseguir mucho más.

La chiquilla abrió los ojos con incredulidad. Bonaria, sin inmutarse, permaneció con una oreja pegada al altavoz de la radio, que emitía música clásica, y bajó los párpados para ocultar la mirada al semblante indagador de Maria.

—No puede ser. Siempre me dice que soy buena alumna. ¡La mejor!

—La mejor es la hija de Giovanni Lai, todo el pueblo lo sabe. La maestra dice que tú, en cambio, te pasas todo el tiempo dibujando, que no te gusta la gramática y que no paras de hablar con Andría Bastíu.

—¡No es verdad que me pase todo el tiempo dibujando! Sólo un poco.

La anciana sonrió imperceptiblemente.

—Pero es cierto que hablas y que no estudias gramática como deberías.

—Total, el italiano no sirve para nada.

—¿Qué es eso de que no sirve?

—Fuera del colegio todos hablamos en sardo. Usted también habla en sardo, y mis hermanas, y Andría. ¡Todos!

La vieja modista estaba al corriente de aquella aversión común de los niños de Soreni hacia la lengua italiana, como lo estaban todas las madres del pueblo. Algunas incluso habían dejado de hablar a sus hijos en sardo por ese motivo, afrontando la nueva lengua con resultados a menudo más cómicos que eficaces.

—Aunque aquí todos te entiendan en sardo, hay que saber italiano, porque en la vida nunca se sabe lo que puede pasar. Cerdeña está en Italia.

—¡No es verdad que esté en Italia! Estamos separados, lo vi en el mapa. Nos separa el mar —sentenció Maria con gran seguridad.

Bonaria no se dejó pillar desprevenida por aquel alarde de conocimientos geográficos.

—Maria, ¿tú de quién eres hija?

La chiquilla, que no se esperaba aquello, calló por un instante, buscando la trampa en la pregunta, para acabar apostando sobre seguro.

—De Anna Teresa y Sisinnio Listru…

—Exacto. Y sin embargo, ¿dónde vives?

Esta vez intuyó la trampa y dio una respuesta que le concediera tiempo:

—Vivo en Soreni.

—Maria… —la reprendió Bonaria arqueando las cejas.

—Vivo aquí con usted, tía —contestó, obligada a ceder.

—Por tanto, vives separada de tu madre pero sigues siendo su hija. ¿No es así? No vivís juntas, pero sois madre e hija.

Maria calló, un poco humillada, bajando la vista hacia las rodillas para consolarse con el abecedario, donde cada cosa tenía un cómodo lugar y sólo uno.

—Somos madre e hija, sí… pero no una familia —susurró con la levedad de un soplo—. Si fuéramos una familia, mi madre no habría hecho un trato con usted… O sea, yo creo que usted es mi familia. Porque nosotras estamos más juntas.

Esta vez fue Bonaria quien se quedó callada. La música clásica que continuaba emitiendo la radio no impedía oír el silencio. Cuando habló de nuevo, había vuelto a cambiar de táctica.

—Me alegro de que digas eso, pero no tiene nada que ver… porque sabes perfectamente que mi Arrafiei murió luchando en las trincheras del Piave. Y esa guerra la hacía Italia, no Cerdeña. Cuando mueres por una tierra, ésta se vuelve forzosamente la tuya. Nadie muere por una tierra que no es suya, a menos que sea idiota.

Maria no tenía nada con que rebatir aquella lógica, ni consuelo para un dolor tan intenso aun después de cuarenta años. Lo vio brillar como una lamparilla en los ojos de Bonaria, la única tumba donde el desaparecido Raffaele Zincu nunca había dejado de ser llorado.

—¿Qué quiere decir, tía? —murmuró, confusa—. ¿Que sólo seré realmente hija suya cuando me muera?

Bonaria se echó a reír, rompiendo la tensión revelada sin pudor por la pregunta de la niña. Con un gesto instintivo, cogió la pequeña cabeza y la estrechó contra su regazo, como para calentarla.

—¡Serás tonta, Mariedda Listru! Tú te convertiste en mi hija en el mismo momento que te vi, y ni siquiera sabías entonces quién era. Pero debes estudiar mucho italiano, eso te lo pido como un favor.

—¿Por qué, tía?

—Porque Arrafiei fue por la nieve del Piave con unos zapatos ligeros que no eran apropiados para eso, pero tú, en cambio, debes estar preparada. Italia o no Italia, tú de las guerras debes regresar, hija mía.

Jamás la había llamado así y jamás volvió a hacerlo de ese modo. Pero a Maria aquel placer denso, tan semejante a un dolor de muelas, se le quedó grabado mucho tiempo.