Fillus de anima.
Así es como llaman a los niños engendrados dos veces, por la pobreza de una mujer y por la esterilidad de otra. De este segundo parto era hija Maria Listru, fruto tardío del alma de Bonaria Urrai.
Cuando la anciana se detuvo bajo el limonero a hablar con la madre de Maria, Anna Teresa Listru, la niña tenía seis años y era el error después de tres aciertos. Sus hermanas eran ya unas señoritas, así que ella jugaba sola en el suelo a hacer un pastel de barro amasándolo con hormigas y poniendo el esmero de una mujercita. Las hormigas movían sus rojizas patas entre la masa mientras iban muriendo lentamente bajo las decoraciones de flores silvestres y el azúcar de arena. Al cruento sol de julio, el pastel le crecía en las manos, hermoso como a veces lo son las cosas malas. Cuando la niña levantó la cabeza del barro, vio a su lado a la tía Bonaria Urrai a contraluz, sonriendo con las manos apoyadas en su vientre seco, satisfecha por algo que Anna Teresa Listru acababa de darle. Qué era exactamente, Maria no lo comprendió hasta pasado un tiempo.
Se marchó con la tía Bonaria ese mismo día, con el pastel de barro en una mano y en la otra un cesto lleno de huevos frescos y perejil, miserable viático de agradecimiento.
Aunque sonreía, la niña intuía que en alguna parte habría un motivo para llorar, pero no consiguió que le viniera a la mente. Tampoco pudo conservar el recuerdo del rostro de su madre mientras se alejaba, como si la hubiera olvidado hacía ya tiempo, en el momento misterioso en que las hijas deciden por sí solas con qué es mejor amasar el barro de los pasteles. En cambio, durante años recordó el cielo ardiente y los pies de la tía Bonaria calzados con sandalias, uno asomando por el borde de la falda negra y el otro oculto debajo, en una alternancia muda cuyo ritmo las piernas seguían con dificultad.
La tía Bonaria le proporcionó una cama sólo para ella en un dormitorio lleno de santos, todos malos. Allí, Maria comprendió que el paraíso no era un sitio para niños. Dos noches pasó en silencio, escudriñando con ojos bien abiertos la oscuridad para sorprender lágrimas de sangre o destellos en las aureolas. La tercera noche se dejó vencer por el miedo al Sagrado Corazón, que apuntaba hacia su pecho chorreante con un dedo que el peso de tres rosarios hacía visiblemente amenazador. No aguantó más y gritó.
Menos de un minuto después, la tía Bonaria abrió la puerta y encontró a la niña de pie junto a la pared, abrazando la almohada de basta lana escogida como peluche defensor. Luego miró la imagen sangrante, que le pareció más próxima a la cama que nunca. Cogió el Sagrado Corazón y se lo llevó sin decir palabra; al día siguiente desaparecieron también del mueble la pila de agua bendita con el altorrelieve de santa Rita y el cordero místico de escayola, de pelaje crespo como un perro vagabundo y feroz como un león. Maria tardaría un poco en volver a rezar el avemaría, y lo haría en voz baja, para que la Virgen no la oyera y la tomara en serio en la hora de nuestra muerte, amén.
No resultaba fácil calcular los años de la tía Bonaria por aquel entonces, pero eran años detenidos desde hacía tiempo, como si hubiera envejecido de golpe por decisión propia y luego se hubiera limitado a esperar pacientemente a que el tiempo la alcanzara con retraso. Maria, en cambio, había llegado demasiado tarde incluso al vientre de su madre y de inmediato se había acostumbrado a ser la última preocupación de una familia que ya tenía demasiadas. Sin embargo, en casa de aquella mujer experimentaba la insólita sensación de haberse vuelto importante. Cuando por la mañana dejaba la puerta a su espalda y apretaba la enciclopedia entre las manos camino del colegio, tenía la certeza de que, si se volvía, la encontraría allí, mirándola, apoyada contra el quicio como si sujetara las bisagras.
Maria no lo sabía, pero la anciana la observaba sobre todo de noche, en esas noches corrientes sin ningún pecado al que culpar de estar despierto. Entraba en el dormitorio a hurtadillas, se sentaba frente a la cama de la niña y la miraba en la oscuridad. Aquellas veladas, Maria, que creía ser la primera de todas las preocupaciones de Bonaria Urrai, dormía sin sentir aún el peso de ser la única.
En Soreni comprendían sobradamente las razones de Anna Teresa Listru para haberle dado su hija menor a la anciana. Desatendiendo los consejos de la familia, había hecho un mal matrimonio y se había pasado los quince años siguientes quejándose de aquel hombre que sólo sabía hacer bien una cosa. Con las vecinas, Anna Teresa Listru se complacía en lamentarse de que su marido no había conseguido serle útil ni en la muerte, pues ni siquiera había tenido el detalle de morir durante la guerra a fin de dejarle una pensión. Declarado no apto, Sisinnio Listru había acabado sus días tan estúpidamente como los había vivido, aplastado igual que un grano de uva en el lagar bajo el tractor de Boreddu Arresi, para quien trabajaba de vez en cuando como aparcero. Al quedar viuda con cuatro hijas, Anna Teresa Listru había pasado de la pobreza a la miseria y aprendido a hacer el puchero, aseguraba, hasta con la sombra del campanario. Ahora que la tía Bonaria le había pedido a Maria como hija, no acababa de creerse que pudiera echar todos los días a la olla dos patatas de las tierras de los Urrai. Si el precio era la criatura, pues muy bien: a ella, criaturas aún le quedaban tres.
En cambio, nadie entendía realmente por qué, a su edad, la tía Bonaria Urrai se había hecho cargo de la hija de otra. Los silencios se alargaban como sombras cuando la anciana y la niña pasaban por la calle juntas, suscitando comentarios a media voz entre la vecindad. Bainzu el estanquero se regodeaba con la idea de que un rico también necesitaba en la vejez dos manos que le limpiaran el culo. Pero Luciana Lodine, la hija mayor del fontanero, no veía la necesidad de buscar una heredera para que hiciera lo que podía hacer cualquier sirvienta bien pagada. A Ausonia Frau, que de culos sabía más que una enfermera, le gustaba poner fin a la conversación sentenciando que ni siquiera la zorra quiere morir sola, y llegados a ese punto nadie añadía nada.
Por supuesto, si no hubiera sido rica, Bonaria Urrai habría acabado como todas las que se quedan sin hombre, que no es precisamente teniendo una fill’e anima. Viuda de un marido que no había llegado a desposarla, en otras condiciones quizá habría sido prostituta, o monja, con los postigos siempre cerrados y vestida de negro hasta el último aliento. El vestido de novia se lo había robado la guerra, aunque en el pueblo se decía que no era verdad que Raffaele Zincu hubiera muerto en las riberas del Piave, donde se habían librado terribles combates: lo más probable es que, con lo espabilado que era, hubiera encontrado hembra allí y se hubiera ahorrado el viaje de vuelta para dar explicaciones. Tal vez por eso Bonaria Urrai era vieja desde joven, y ninguna noche se le antojaba a Maria tan negra como su falda. Pero el país estaba repleto de viudas de maridos vivos; eso lo sabían las mujeres que chismorreaban y también Bonaria. Por ese motivo, cuando iba por la mañana a comprar el pan recién hecho, andaba con la cabeza alta sin pararse nunca a hablar y volvía directa a casa como la rima de una octava cantada.
En la decisión de adoptar una fill’e anima, lo más difícil para Bonaria no había sido ni mucho menos la curiosidad de la gente, sino la reacción inicial de la niña. Después de seis años compartiendo el aire de un solo cuarto con sus tres hermanas, era evidente que el espacio que Maria consideraba propio no iba más allá de lo que podía abarcar con un brazo. La llegada a la casa de Bonaria Urrai trastocó esa geografía interior; entre aquellas paredes, los espacios únicamente suyos eran tan amplios que la pequeña tardó semanas en comprender que en las puertas de las numerosas habitaciones cerradas no aparecería nadie diciendo: «No lo toques, esto es mío». Bonaria Urrai jamás cometió el error de invitarla a que se sintiera en su hogar, ni dijo ninguna de esos tópicos que suelen decirse para recordar a los invitados que no están en su casa. Se limitó a esperar a que los espacios que durante años habían permanecido vacíos tomaran gradualmente la forma de la niña, y cuando, al cabo de un mes, todas las puertas de las habitaciones habían sido abiertas para siempre, tuvo la sensación de no haberse equivocado dejando que la casa se adaptara. Una vez que se sintió segura de la nueva confianza adquirida con aquellas paredes, Maria empezó a mostrar poco a poco mayor curiosidad por la mujer que la había llevado a vivir con ella.
—¿De quién es hija usted, tía? —preguntó un día, mientras comía menestra.
—Mi padre se llamaba Taniei Urrai, era ese señor de ahí…
Señaló la vieja fotografía amarillenta colgada sobre la chimenea, en la que Daniele Urrai, tieso con un chaleco de pana, aparentaba unos treinta años. A la niña podía parecerle cualquier cosa excepto el padre de la anciana que tenía delante, incredulidad que Bonaria leyó en su cara sonrosada.
—Ahí era joven, yo aún no había nacido —precisó.
—¿Y no tuvo madre? —insistió Maria, que no estaba muy familiarizada con la idea de que se pudiera ser hija de un padre.
—Claro que sí, se llamaba Anna. Pero ella también murió hace muchos años.
—Como mi padre —añadió, seria, la pequeña—. A veces lo hacen.
—¿Qué? —preguntó Bonaria, atónita por aquella precisión.
—Que lo hacen. Que mueren antes de que nazcamos. —Maria la miró, armada de paciencia, y añadió de mala gana—: Me lo dijo Rita, la hija de Angela Muntoni. A ella también se le murió su papá antes. —Durante la explicación, la cuchara se movía en el aire como el arco de un instrumentista.
—Sí, algunos lo hacen. Pero no todos —aseguró Bonaria, observándola con una débil sonrisa.
—Todos no, claro —admitió Maria—. Al menos uno tiene que quedarse. Por los niños. Por eso los padres son siempre dos.
Bonaria asintió mientras sumergía la cuchara en el plato, convencida de haber zanjado el asunto.
—¿Ustedes eran dos?
Bonaria comprendió por fin y, sin dejar de comer, respondió en el tono casi informal que había empleado hasta ese momento:
—Sí, éramos dos. Mi marido también murió.
—Ah, murió… —repitió al cabo de un instante la niña, indecisa entre el alivio y el disgusto.
—Sí, a veces lo hacen —afirmó Bonaria con la misma seriedad que la pequeña.
Confortada por esa estadística personal, la niña se puso a soplar suavemente la menestra. De vez en cuando, al levantar los ojos de los vapores que se elevaban de la cuchara, se cruzaba con los de la tía y le entraban ganas de sonreír.
Desde aquel momento, cuando Bonaria salía por la mañana a comprar el pan, Maria se acostumbró a esperarla sentada a la mesa de la cocina con los pies colgando mientras contaba en silencio, hasta llegar al último número que sabía, los golpes de los zapatos de goma al chocar contra la silla. Alrededor de tres veces cien, la tía Bonaria ya estaba de vuelta, y entonces la niña comía pan caliente con higos secos antes de marcharse al colegio.
—¡Come, Maria, come y verás cómo te crecen las tetas! —exclamaba la tía Bonaria levantándose con una mano el poco pecho que le quedaba.
Maria comía los frutos de dos en dos riendo, y luego corría a su habitación con las semillas de los higos todavía entre los dientes para comprobarlo, porque cuanto decía la tía Bonaria era ley de Dios en la tierra.
Y sin embargo, en los trece años que vivió con ella, la niña jamás la llamó mamá, porque las madres son otra cosa.