Crrrrrrrrrrrr.
—Marambio a McMurdo. Crrrrrrrrrrr. Marambio a McMurdo.
Crrrrrrrrrrrr.
El estadounidense de gafas redondas y de rala barba canosa se sentó frente a la radio y pulsó el botón del intercomunicador, interrumpiendo momentáneamente el molesto zumbido de la estática que desgarraba el aire.
—Aquí McMurdo. Habla Dawson. ¿Qué ocurre, Marambio?
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Dawson?
Crrrrrrrrrrrr.
—Sí, habla Howard Dawson en McMurdo. ¿Qué ocurre, Marambio?
—Aquí Mario Roccatagliatta, del Instituto Antártico Argentino, División Glaciológica, en la base Marambio.
—Hola, Mario, ¿algún problema?
Crrrrrrrrrrrr.
—No lo sé.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Puedes repetir? Crrrrrrrrrrrr.
—No sé qué está pasando —dijo la voz eléctrica desde el otro lado, en un inglés con fuerte acento español—. Aquí ocurre algo raro.
—¿Qué quieres decir con eso de algo raro?
—Se trata de Larsen B.
—¿Qué le pasa a Larsen B?
—Está temblando.
—¿Temblando?
—Sí, Larsen B está temblando.
—¿Puede ser un sismo?
—No, no es un sismo. Empezó hace unos días y ya he hablado con unos amigos de la División de Sismología, en Buenos Aires. Ellos dicen que no es un sismo.
—Entonces, ¿por qué razón está temblando Larsen B?
—No estoy seguro. Pero han empezado a aparecer grietas y fisuras en el hielo.
—¿Grietas y fisuras en el hielo? ¡Imposible! La plataforma tiene más de doscientos metros de espesor de hielo.
—Pero estamos viendo grietas y fisuras en el hielo y registrando temblores en toda la plataforma.
—¿Y tenéis alguna explicación para eso?
Crrrrrrrrrrrr.
—Claro.
—¿Entonces?
—Me temo que no vas a creer en nuestra explicación.
—Suéltala ya.
—Larsen B está deshaciéndose.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Cómo?
—Larsen B está deshaciéndose.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿La plataforma está deshaciéndose?
—Sí, está deshaciéndose.
—¡Pero eso es imposible! Larsen B existe desde la última gran glaciación, hace doce mil años. Una plataforma de hielo tan grande y tan antigua no se deshace así como así.
Crrrrrrrrrrrr.
—Lo sabemos. Pero se está deshaciendo.
El cuerpo esmirriado y nervioso de Brad Radzinski irrumpió en el Crary Science and Engineering Center con una cartera en la mano. Radzinski se quitó el abrigo y, después de colgarlo en el perchero de la entrada, se dirigió apresuradamente al despacho del director. En la puerta, que estaba cerrada, había una placa metálica que identificaba a su anfitrión: «S-001. DAWSON».
La S correspondía a Science y el 001 identificaba la posición jerárquica de su ocupante. Radzinski golpeó la puerta con impaciencia y, casi sin esperar, entró.
—¿Se puede?
—Hi, Brad —saludó Howard Dawson, sentado frente al escritorio revisando papeles—. ¿Tiene alguna novedad?
Con actitud preocupada, Radzinski respondió algo incomprensible y, después de darle la mano al director del laboratorio, se sentó sin rodeos frente a la mesa de reuniones. Dawson abandonó su escritorio de aspecto futurista, pasó delante de un armario lleno de libros y se acomodó al lado del recién llegado, en el lugar que daba a la pared, con un gran mapa de la Antártida colgado justo enfrente. Sin perder tiempo, Radzinski se inclinó sobre la cartera que llevaba en la mano, de donde sacó varias fotografías y las desparramó sobre la mesa.
—Éstas son imágenes obtenidas mediante el sensor Modis, que está instalado en un satélite de la Nasa —dijo yendo directo al grano. Hablaba muy deprisa, casi comiéndose las palabras—. Me las acaba de enviar desde Colorado el National Snow and Ice Data Center.
Dawson se agachó y observó las imágenes.
—¿Son fotografías de Larsen B?
—Sí. Las han sacado hace una hora.
El director del Crary Lab cogió una fotografía y la examinó con atención. Esbozó una mueca con la boca, se encogió de hombros y miró a su interlocutor.
—Me parece normal.
Radzinski volvió a inclinarse sobre la cartera, de donde sacó un objeto metálico circular con una lente gruesa. Una lupa. Cogió una fotografía, acercó la lupa sobre ella e indicó unos hilos que se prolongaban por la estructura blanca ampliada gracias a la lente.
—¿Lo está viendo?
—Sí.
—Son fisuras en el hielo.
Dawson analizó los hilos sombreados que surcaban la superficie láctea de la plataforma.
—¿Son realmente fisuras?
—Sí.
—¿Larsen B tiene fisuras?
—Larsen B se está resquebrajando.
—¿Seguro?
—Absolutamente seguro.
Dawson se irguió en la silla, se quitó las gafas y suspiró.
—In be damned! Los argentinos tenían razón.
—Sí.
El responsable del laboratorio se limpió las gafas redondas con un paño violeta. Acabado el trabajo, se las caló encima de la nariz, alzó los ojos y contempló el paisaje sereno que se extendía más allá de la ventana del despacho.
El monte Discovery rasgaba el cielo azul claro y parecía levitar sobre la planicie blanca, con nuevos picos que se elevaban desde la falda; eran cimas que no existían, acantilados nacidos de la ilusión, de los juegos de luz y frío entre la montaña y la planicie. Se cernía al fondo una fata morgana, espejismo común en la Antártida, resultante de la curva que trazaba la luz de la montaña al pasar por el aire a diferentes temperaturas. El monte Discovery parecía tener más peñascos que lo normal, aunque esa visión sorprendente, incluso maravillosa, no animase al científico. Dawson miraba la fata morgana, es cierto, pero su atención estaba fija en el distante hilo de sus pensamientos.
Un buen rato después, se levantó pesadamente, cogió el teléfono y marcó un número.
—Aquí Howard Dawson, del Crary Lab. ¿Puedo hablar con el mayor Schumacher? —Pausa—. Sí, ¿habla el mayor? Buenos días, ¿cómo está? Escuche: necesito un transporte aéreo lo más pronto posible. —Pausa—. No, un Huey no sirve. Tengo que ir a la península. —Pausa—. Ya sé que la península está lejos. Por eso no sirve un Huey. —Pausa—. ¿Cuál de las pistas? ¿Willy o Pegasus? —Pausa—. Perfecto. Aquí lo espero. Gracias.
Radzinski se mantuvo atento a la conversación.
—¿Va a Larsen B? —preguntó en cuanto el director colgó el teléfono.
—Sí. ¿Quiere venir conmigo?
—¿A hacer qué?
—Tenemos que ver qué ocurre.
—¿No pueden hacerlo los argentinos?
—Los argentinos son buenos. Pero nos hace falta más información.
—¿Ha probado con Palmer?
—La base Palmer no tiene nada. Larsen queda al otro lado de las montañas.
—¿Y Rothera?
—¿Los ingleses?
—Sí, puede ser que los tipos del British Antarctic Survey tengan más información.
—Pero ellos también están al otro lado —observó Dawson, mirando el mapa de la Antártida en la pared del despacho. Rothera quedaba un poco más al sur de Palmer—. Aunque no cuesta nada intentarlo.
Dawson salió del despacho y se dirigió hacia la radio, instalada en un cuartucho del edificio. El técnico de comunicaciones se había tomado el día libre y el director, con aquel práctico sentido de la informalidad del que sólo son capaces los estadounidenses, se encargó del control. Dawson se sentó frente al aparato, comprobó si estaba conectado y pulsó el botón.
—McMurdo a Rothera. McMurdo a Rothera.
Crrrrrrrrr.
—Aquí Rothera —respondió una voz afable con fuerte acento británico—. ¿Es McMurdo el que está en línea?
—Sí, aquí McMurdo.
—Cheerio, chaps. Aquí John Killingbeck, en Rothera. ¿Cómo le va a MacTown?
MacTown era el apodo de McMurdo.
—MacTown está bien y manda saludos, John.
—¿Y la lager del Gallagher’s? ¿Sigue siendo la peor cerveza del The Ice?
El Gallagher’s era uno de los bares de McMurdo y The Ice el sobrenombre de la Antártida.
—Es mejor que vuestra cerveza caliente.
La voz inglesa del otro lado soltó una carcajada.
—Lo dudo —exclamó—. Jolly good, chaps. ¿Cómo os puedo ayudar?
—Escucha, John. ¿Vosotros estáis monitorizando la situación de Larsen B?
—¿Larsen B? Un momento, voy a comprobarlo.
Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
La estática se prolongó durante casi un minuto. Dawson se quedó de brazos cruzados, expectante, hasta que el silencio rompió aquel sonido desgarrado y la voz británica reapareció.
—Rothera a McMurdo. Rothera a McMurdo.
—Estamos aquí, Rothera.
—Escuchadme: no tenemos a nadie en Larsen B…
—Ah, qué pena.
—… pero tenemos a alguien en el mar de Larsen B. Crrrrrrrrr.
—¿Cómo?
—Tenemos un barco en el mar de Larsen B.
—¿Ah, sí?
—Es el RRS James Clark Ross, el barco de investigación que se encuentra al servicio del British Antarctic Survey. El comandante Nicholls está sintonizando nuestra frecuencia en este momento. ¿Necesitáis hablar con él?
—Sí, sí, por favor.
—Rothera a James Clark. ¿Me oye?
—Perfectamente, Rothera. Aquí el capitán Nicholls.
—McMurdo necesita decirle algo. —Una inflexión de tono, para señalar el cambio de interlocutor—. Go on, McMurdo. Dawson pulsó el botón.
—McMurdo al capitán Nicholls. —Estoy aquí.
—Capitán, nos han llegado informaciones inquietantes sobre el comportamiento de la plataforma de hielo de Larsen. Rothera me ha dicho que usted está cerca.
—Así es.
—¿Puede verla?
—Sí, sí. Se encuentra allí al fondo. La estoy viendo.
—¿Nota algo anormal?
—¿A cuál de las plataformas se refiere? ¿La B o la C?
—Larsen B, capitán.
—Un momento, voy a usar los prismáticos.
Crrrrrrrrr.
—¿Y? ¿La está viendo?
Crrrrrrrrr.
—Pues… sí… Quiero decir…, no lo sé.
—¿Y?
Crrrrrrrrr.
—Hay…, hay algo extraño. No lo sé… Espere.
—¿Capitán Nicholls?
Crrrrrrrrr.
—Estoy viendo una nube que se eleva desde el…, desde la plataforma.
—¿Una nube?
—Parece…, qué sé yo, parece vapor.
—¿Una nube de vapor?
Crrrrrrrrr.
—¡Dios mío!
—¿Capitán Nicholls?
—La plataforma… La plataforma…
—¿Qué ocurre?
—¡Dios mío!
—¿Qué ocurre?
Crrrrrrrrr.
—¡La plataforma está desmoronándose!
La trepidación era permanente, pero no les impidió a Lawson y a Radzinski dormir un poco. Llevaban varias horas de vuelo, que parecía no acabar nunca, aunque los dos científicos estaban resignados a ello; al final, antes de embarcar, ambos sabían que aquél no era el más confortable de los aviones. El Hércules C-130 siempre fue un aparato muy seguro, el único avión de carga capaz de aterrizar sin problemas en el Polo Sur, pero, con sus cuatro motores de hélice, asientos rudimentarios y aquella vibración ruidosa, difícilmente sería la opción más popular entre los amantes de la clase ejecutiva.
Dawson se mantuvo encogido en su parka roja, con los auriculares pegados a los oídos para ahogar el rumor permanente del avión, y los ojos cerrados en un cabeceo leve y agitado. Al despertarse por algún que otro traqueteo, miró dos veces más por la ventanilla, intentando vislumbrar algo nuevo en la vasta altiplanicie de la Antártida; pero la imagen era la misma de siempre, una extensa sábana de nieve perdiéndose más allá del horizonte, encorvándose aquí y allá en montañas, abriéndose en hermosos desfiladeros, una mancha lechosa reluciendo al sol, que brillaba bajo en el cielo eternamente azul. El paisaje sería fascinante para un recién llegado, pero la verdad es que ya no representaba una novedad para él. Además, tenía en la mente otras preocupaciones.
Sintió un movimiento y abrió los ojos. El teniente Schiller se inclinaba sobre él y le hacía un gesto. Dawson se quitó los auriculares, que lo aislaban del ruido del avión.
—Estamos llegando —anunció el ingeniero de vuelo, casi gritando, e hizo un gesto con la mano—. Venga a ver.
Dawson siguió a Schiller por la carga del aparato y Radzinski fue detrás. Subieron los escalones y después al cockpit, donde se encontraban los dos pilotos y el navegante. El C-130 trepidaba y se balanceaba, por lo que los recién llegados tuvieron que agarrarse a los apoyos de seguridad para no perder el equilibrio.
El piloto los vio entrar e hizo una seña por la ventanilla, apuntando hacia abajo. Dawson estiró la cabeza y vio extenderse la península Antártica por el mar, rompiendo las aguas como una daga; era la protuberancia aguzada de la Antártida que apuntaba hacia el norte y casi tocaba el extremo de América del Sur. Los glaciares bajaban por las cuestas y se detenían abruptamente sobre las aguas, como si fuesen yogures blancos con focos de un color azul turquesa fluorescente destellando en las hendiduras; múltiples islas e icebergs salpicaban la costa sinuosa en los estrechos y bahías entre la península y el mar de Bellingshausen, tanto, tanto hielo que la navegación se volvía allí imposible sin un poderoso rompehielos.
El copiloto viró a la derecha, el avión cruzó la estrecha cordillera de montañas y, en cuanto llegó al otro lado, redujo la altitud. El piloto señaló específicamente un punto de la península.
—¡Fíjese allí!
Dawson centró su atención en el lugar indicado. Observó la pantalla arrugada del mar de Weddell, el agua azul oscuro, casi negro, salpicada por bloques blancos, y buscó la familiar superficie láctea de la plataforma de hielo.
Asombro.
La mancha nívea, aquel espejo brillante y cristalino que se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea que llenaba su memoria de aquel sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.
—Good Lord! —murmuró Dawson aterrorizado.
Toda la tripulación del C-130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquella imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo que hipnotizara a todos, un poderoso imán al que no podían ni sabían resistirse.
—Larsen B ha desaparecido —observó el piloto, aún digiriendo lo que veía allí abajo—. It’s just fucking gone!
Radzinski cogió la cámara de vídeo y comenzó a registrar las imágenes. El Hércules C-130 hizo varios recorridos sobre el lugar, unas veces en vuelos rasantes, otras a gran altura, como para permitir la observación del fenómeno desde varias perspectivas diferentes. Dos veces pasaron sobre la base argentina de Marambio y una vez cerca del barco británico RRS James Clark Ross, que deambulaba por entre los bloques de hielo a la deriva en el mar de Weddell, pero todos fijaban la atención en aquel espectáculo aterrador: los miles de icebergs en que se había transformado Larsen B.
El ambiente a media luz en la Coffee House era acogedor, sobre todo si se lo comparaba con el frío cortante que imperaba en las calles oscuras y descuidadas de McMurdo. Un aroma agradable a capuchino caliente y a donuts llenaba la cafetería, mecida por el murmullo tranquilo de los clientes que habían ido allí a matar el tiempo parloteando o jugando a las cartas.
Se abrió la puerta de la calle y las conversaciones quedaron suspendidas cuando entró un hombre con una parka azul.
—¿Quién es éste? —susurró un cliente en medio de una partida de cribbage, inclinándose hacia el camarero, que colocaba botellas de vino en un armario.
El camarero volvió la cabeza, miró al visitante y se encogió de hombros.
—Qué sé yo —dijo—. Es un finjy.
En el argot de McMurdo, un finjy es un desconocido recién llegado.
—Fucking finjies —refunfuñó el cliente, y sus compañeros de cribbage hicieron un gesto de asentimiento.
El hombre de la parka azul atravesó el local con todas las miradas fijas en él. Nadie podía distinguir sus facciones, ya que mantenía la gorra cubriéndole la cabeza y las gafas espejadas ocultándole los ojos; de la cara sólo se veían el mentón puntiagudo y los labios finos, casi crueles. Era evidente que no pretendía quedarse mucho tiempo en la cafetería, pues ni siquiera se quitó los guantes. Divisó al camarero junto al armario del vino y se acercó.
—Necesito una información —dijo sin saludar a nadie. La voz, ronca y baja, revelaba un indefinido acento extranjero—. ¿Dónde está el Crary Lab?
El camarero vaciló, dudando sobre cómo explicarle el trayecto. La Coffee House era un barracón de madera que no tenía ventanas, parecía un exiguo hangar semicilíndrico, y el camarero, sin poder ver el exterior, apuntó hacia la puerta de entrada.
—¿Ha visto la capilla blanca al final de la calle?
El finjy asintió con un movimiento mecánico de la cabeza, casi como si fuese un autómata.
—Yep.
—Es la Chapel of the Snows. Siga por la carretera y, después de pasar por la capilla y por el MacOps, encontrará el Crary Lab.
El desconocido mantuvo el rostro vuelto hacia el camarero, con los ojos siempre invisibles detrás de las gafas espejadas.
—¿Hay allí mucha gente?
—Sí, los beakers.
—¿Beakers?
—Perdón, es la jerga de la región —dijo el camarero—. Llamamos beakers a los científicos. Ellos trabajan en el Crary Lab.
Sin decir una palabra más, el hombre dio media vuelta y se alejó, con la clara intención de marcharse. Antes de pasar la puerta, el camarero lo llamó.
—Disculpe, sir —dijo—. ¿Usted va al Crary Lab?
Con la cara medio tapada por la puerta entreabierta, el frío invadiendo la cafetería, el finjy volvió la cabeza y lo miró de soslayo.
—No meta su fucking nariz donde no lo llaman.
—Ah, perdón —balbució el camarero, pillado de sorpresa por la susceptibilidad del desconocido—. Sólo quería decirle que ahora no va a encontrar a nadie allí. Hoy es domingo y el personal se ha ido al bingo.
—¿El profesor Dawson se ha ido al bingo?
—No, él no. El profesor se pasa los domingos trabajando.
El hombre volvió la espalda para salir.
—Pero mire que él no está allí ahora —añadió el camarero.
El finjy se detuvo de nuevo, con un reflejo de luz que centelleaba en sus gafas espejadas.
—¿No?
—Lo he visto pasar hace poco en un Nodwell y me dijeron que iba a coger un vuelo.
—¿Se ha ido de McMurdo?
—No lo sé. Pero hable con el chófer del mayor Schumacher, fue él quien lo llevó al Willy Field.
Sin despedirse siquiera, el desconocido cerró la puerta de madera y se fue.
Dentro de la cafetería, se reanudaron las conversaciones con una animación que no habían tenido hasta entonces. McMurdo era como una aldea provinciana, nunca ocurría nada especialmente excitante en aquel rincón perdido en las costas de la Antártida, por lo que la llegada de un extraño, para colmo de actitud arrogante y malos modales, constituyó una agradable novedad. Ya había tema para alimentar chismorreos.
—Un tipo siniestro, ¿eh? —comentó el cliente del cribbage a sus compañeros de juego y al camarero—. ¿Os habéis fijado en el bulto que llevaba debajo de la parka?
—No.
—Era una pistola.
—Give me a break, man!
—En serio. Este finjy tenía una pistola escondida en la parka.
Al cabo de una hora sobrevolando Larsen B, el Hércules C-130 efectuó un último recorrido y dio media vuelta, rumbo al sur, a lo largo de la lengua de tierra por la que se extiende la península Antártica y en dirección al mar de Ross y la base McMurdo.
Los dos científicos regresaron a sus sitios, pero ninguno tenía ganas de dormir.
—¿Qué rayos está ocurriendo aquí? —preguntó Radzinski al sentarse, con la cámara de vídeo aún balanceándose nerviosamente en sus manos.
—Es el calentamiento del planeta —repuso Dawson, lúgubre—. El aire se está calentando en la Antártida a un ritmo de medio grado Celsius por década, o sea, cinco veces más deprisa que en el resto del mundo. Y esto se viene dando, por lo menos, desde 1940. —Adoptó una expresión pensativa—. Da la impresión de que ahora está atravesando un valor crítico.
—¿Un valor crítico?
—Sí, un valor a partir del cual todo cambia. —Suspiró—. Hace siete años se desintegró Larsen A. Ahora es Larsen B. Lo peor es que Larsen B es mucho más grande.
Radzinski se quedó callado un instante. Hacía mucho que oía hablar del calentamiento global, pero era la primera vez que observaba con sus propios ojos las consecuencias de tal fenómeno.
—¿Eso hará subir el nivel del mar?
—¿Qué? ¿El calentamiento del planeta?
—No, la desaparición de Larsen B.
Dawson meneó la cabeza.
—Larsen B era una plataforma de hielo. Las plataformas de hielo son gruesas placas que flotan pegadas a la Antártida. Como flotan en el agua, ya contribuyen al actual nivel de los océanos, por lo que el hecho de que se derritan no elevará la altura del mar.
Radzinski sonrió, aliviado.
—Entonces no hay problemas.
Su interlocutor meneó de nuevo la cabeza, esta vez afirmativamente.
—Claro que hay problemas. Y no son pequeños. —Hizo un gesto con la mano hacia la ventanilla—. Las plataformas de hielo actúan como un sistema de freno de los glaciares. Como se sitúan entre la Antártida y el mar, impiden que el aire marítimo más caluroso llegue al continente, moderando así el derretimiento de los glaciares. Pero la desaparición de las plataformas de hielo alterará este equilibrio. El aire caliente comenzará a llegar a la Antártida y los glaciares se derretirán. Al derretirse, volcarán agua en el mar y entonces sí subirá el nivel de los océanos. —Alzó las manos en un gesto de súplica—. Cuando eso ocurra… God help us!
Radzinski clavó los ojos en el suelo.
—Shit!
En cuanto se abrió la puerta del avión, una brisa helada azotó el rostro de Howard Dawson como una bofetada. El científico se arrebujó con la parka y enfrentó las escaleras, que bajó con dificultad. Hacía solamente cinco grados bajo cero en McMurdo, pero, con la intervención del viento, la temperatura bajaba a los veinte bajo cero.
Pisó el asfalto de la pista de Willy Field y se enderezó. El sol brillaba cerca del horizonte, pero Dawson sabía que hasta dentro de dos meses no vendría el crepúsculo casi permanente, iniciándose medio año de la terrible noche del invierno antártico, cuando los termómetros podían descender hasta un mínimo de noventa grados bajo cero. No era una perspectiva que alentase al científico. Mientras tanto, prefería disfrutar del instante, apreciar el extenso día del verano, vivir aquella jornada de breve ocaso, en la que el sol giraba casi continuamente a lo largo del horizonte.
Los motores del C-130 se fueron acallando uno a uno, y Dawson se puso a deambular por la pista. Se sentía saturado por el ruido que lo había atormentado en las últimas horas, aquel fragor que mezclaba el estrépito del avión y el rumor de sus pensamientos después de observar las astillas de Larsen B, y deseó un instante de paz que le restableciese el equilibrio. Se alejó unos metros del aparato ahora silencioso y, en un rincón de la pista, encontró al fin la placidez que buscaba.
El silencio. Un manto opaco de silencio recorrió el horizonte plano y se abatió sobre el científico inmovilizado en aquella planicie ahora quieta. Era el sonido más pronunciado de la Antártida. El silencio. Un silencio tan grande, tan profundo, tan vacío que parecía zumbarle en los oídos. No se oía un ave, una voz, un sonido. Nada de nada. A veces se levantaba viento y rumoreaba bajito, pero pronto amainaba y volvía el silencio. Aguardó un instante más.
Nada. De la nada brotaba entonces un ruido tenue, vibrante, ritmado. Bump-bump, bump-bump, bump-bump. Era su corazón, que latía. Cuando lo oyó, Dawson supo que había recuperado el equilibrio. Sonrió, dio media vuelta y se dirigió al hangar, donde lo esperaba Radzinski.
—¿Te sientes bien? —quiso saber el compañero.
—Muy bien —afirmó Dawson, siempre caminando, con las bunny boots soltando ruidos sordos sobre el suelo helado—. Era yo, que echaba de menos el silencio.
Radzinski se rio.
—El Herc es terrible, ¿no?
Caminaron los dos hacia el Nodwell que los aguardaba cerca del hangar.
—¿Vienes al Crary Lab? —preguntó Dawson.
—No, estoy cansado —repuso Radzinski—. Voy a relajarme un poco al Southern Exposure. —Era uno de los bares de McMurdo—. Hoy hay bingo en la MacTown y no quiero perder la oportunidad de hacerme rico.
Dawson meneó la cabeza y adoptó una expresión jocosa.
—Eres el único tipo que conozco que cree que puede enriquecerse en The Ice.
Entraron en el Nodwell, un vehículo con cadenas adaptado para la nieve, y el chófer enviado por el mayor Schumacher los llevó por la carretera abierta en el hielo hasta McMurdo, a quince kilómetros de distancia. A Dawson le gustaba mucho más aterrizar en la Ice Runway, que estaba situada sobre una plataforma helada en el mar del cabo Armitage, a unos escasos cinco minutos de McMurdo, pero el problema es que esa pista sólo estaba operativa de octubre a diciembre. Con el calor, el hielo tendía a derretirse y no era seguro usar la Ice Runway en los meses menos fríos del verano.
—Profesor Lawson —dijo el chófer, a medio camino de McMurdo—. Ha venido un hombre a buscarlo.
—¿Quién? ¿Un beaker?
—No, sir. Un finjy.
—¿Un finjy? ¿Ha dicho qué quería?
—No, sir. Sólo ha preguntado por usted.
—¿Y qué le ha respondido?
—Que usted se había ido a la península y que volvería pasadas unas horas, sir.
—¿Y él?
El chófer se encogió de hombros.
—Debe de haber ido a tomar una copa al Gallagher’s, sir.
El Nodwell dejó a Radzinski frente al edificio donde estaba situado el Southern Exposure y reanudó la marcha hacia el destino siguiente, zigzagueando por la Coffee House, por la capilla y por el MacOps. Dawson se preguntó por momentos quién sería el desconocido que lo buscaba, pero su mente se distrajo deprisa con el paisaje familiar que desfilaba al otro lado de la ventanilla del coche.
McMurdo era una antigua base militar estadounidense compuesta por edificios de dos y tres pisos asentados sobre estacas, todos ellos separados unos de otros, detalle que irritaba a Dawson. El científico prefería el sistema que habían adoptado los neozelandeses en la vecina base Scott, donde casi todas las construcciones estaban interconectadas. Considerando los rigores del tiempo en la Antártida, ese modelo se le antojaba incomparablemente superior. Pero lo peor, meditó, era la fealdad del conjunto. Las canalizaciones, los conductos de los desagües y las líneas de electricidad no estaban bajo tierra, sino que se encontraban sobre la nieve o colgadas entre los postes, a la vista de todos como entrañas descarnadas, tripas expuestas al viento glacial. A veces le parecía que McMurdo no era un puesto científico, sino una degradada población minera del Viejo Oeste.
—Hemos llegado, sir —anunció el chófer, trayéndolo de vuelta a la realidad.
Dawson se despidió y bajó del Nodwell, que partió enseguida. Frente a él se levantaba el Crary Science and Engineering Center, un edificio largo de color cemento que parecía una casa prefabricada. El científico dio un puntapié a la nieve sucia, disgustado porque hubiesen construido la base justamente en ese sitio. McMurdo fue edificada junto al único volcán activo de aquella zona de la Antártida, el monte Erebus, en un extremo de la isla Ross, y las cenizas volcánicas enmugraban el suelo de la base, con lo que rompían el efecto de pureza virginal y cristalina que constituía la imagen de marca del continente.
Cruzó refunfuñando el pequeño pontón hasta la entrada, insertó la tarjeta digital en la ranura, abrió la puerta y entró en el edificio. Sintió el calor interior que le envolvía el cuerpo con dulzura y se apresuró a cerrar la puerta. Se quitó la parka, liberó sus pies de las bunny boots y se puso cómodo, deambulando con calcetines por el edificio desierto a aquella hora tranquila de un domingo de bingo. Fue hacia el despacho, encendió el ordenador y, mientras se animaba la pantalla, decidió ir a comer algo. Recorrió los estrechos pasillos rodeados por despachos, las puertas cerradas con la indicación de los números de proyecto de sus ocupantes, S-015, S-016, S-017, y así sucesivamente. Algunas tenían una placa metálica con los marbetes de los proyectos: aquí los Penguin Cowboys, allí los Sealheads, más allá los Bottom Pickers. Pasó después por las salas de reunión y por los laboratorios plagados de microcentrifugadoras y tubos de ensayo, atravesó el gran salón con su enorme ventanal hacia el McMurdo Sound, que exhibía una vista espectacular sobre las montañas Transantárticas, y llegó a la cocina.
Además del microondas, del horno, del frigorífico y de todo lo que normalmente se encuentra en una cocina, se acumulaban aquí múltiples depósitos de basura, en conformidad con el protocolo del Waste Management Program de la base. Lejanos estaban los tiempos en que la basura se abandonaba sobre el hielo o se quemaba todos los sábados en McMurdo. La Antártida se había convertido en una inmensa zona protegida y el protocolo de protección ambiental del continente requería que todos los residuos se guardasen para ser llevados después a los países de origen, en este caso Estados Unidos. Hasta el reactor nuclear de la base, que habían llevado allí en 1961, acabó siendo retirado once años después. En conformidad con el protocolo, había en la cocina ranuras para dieciocho tipos diferentes de residuos y a Dawson solía llevarle diez minutos verse libre de una simple bolsa de basura; las tarjetas usadas tenían su depósito, los metales otro, hasta el aceite de cocina disponía de un contenedor propio, por lo que el científico perdía mucho tiempo en elegir el sitio donde echar cada desperdicio.
Esta vez, sin embargo, el contenedor de la junk food sería su propio estómago. Desmayado de hambre, Dawson sacó del arca un chili con carne, congelado, y puso a calentar la comida en el microondas.
—¿Profesor Dawson?
El científico dio un salto del susto. Miró hacia un lado y vio a un desconocido parado bajo el dintel de la puerta, con unas gafas espejadas que le ocultaban los ojos.
—Jesus-Christ! —exclamó, rehaciéndose aún del sobresalto—. ¿Quién es usted?
—¿Profesor Howard Dawson?
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarlo?
El desconocido dio un paso adelante, alzó el brazo derecho y apuntó la pistola.
Pam.
Pam.
Howard Dawson se dobló sobre sí mismo y se desplomó con dos orificios en el pecho.
El desconocido se acercó y apoyó el cañón caliente y humeante en la frente del científico moribundo.
Pam.