ACASO UNA INTENCIÓN
Un puente nuevo de piedra se ha construido en lugar del viejo, pero el acontecimiento no se ha olvidado. Ha dado origen a gran número de expresiones proverbiales. «Hasta el martes —dice un limeño—, si no se cae el puente». «Mi primo vive en el puente de San Luis Rey», dice otro, y todos los que le oyen sonríen porque quiere decir: bajo la espada de Damocles. Hay algunos poemas clásicos, que se refieren al accidente, que se encuentran en todas las antologías peruanas, pero el monumento literario verdadero es el libro del hermano Junípero.
Hay cientos de maneras de considerar las circunstancias. El hermano Junípero nunca hubiera llegado a crear su método de no haber sido por su amistad con cierto maestro de la Universidad de San Martín. La mujer de tal erudito se había escapado una mañana en un barco con rumbo a España para seguir a un soldado, y le había dejado el cuidado de dos hijitas aún en la cuna. Estaba henchido de toda la amargura de que carecía el hermano Junípero y sacaba una especie de gozo en el convencimiento de que en el mundo todo andaba mal. Murmuraba al oído del franciscano pensamientos y anécdotas que daban un mentís a la idea de que alguien guiaba el mundo. Durante un momento, una expresión de angustia, casi de derrota, aparecía en los ojos del hermano Junípero; luego empezaba a explicar con paciencia por qué tales cuentos no suscitaban dificultades para ningún creyente.
—Hubo una reina de Nápoles y Sicilia —decía el erudito— que descubrió que tenía en un costado un tumor maligno. Con gran angustia, mandó que sus súbditos rezaran por ella y ordenó que sobre todas las ropas de los habitantes de Sicilia y Nápoles se cosieran cruces votivas. El pueblo la quería y todas sus plegarias y cruces bordadas fueron sinceras, pero ineficaces. Ahora yace en el esplendor de Monreale, y pocas pulgadas más arriba de su corazón pueden leerse las palabras: Nada temeré.
A fuerza de escuchar muchas burlas contra su fe, el hermano Junípero se convenció de que había llegado para el mundo la hora de una prueba, prueba sinóptica, esto es en forma de tabla, del convencimiento interior que a él le causaba tanta emoción y alegría. Cuando la peste visitó su amada aldea de Puerto y se llevó a gran número de aldeanos, trazó en secreto un diagrama de las características de su valor sub specie aeternitatis. Clasificó cada una de las almas sobre una base de diez puntos en lo referente a su bondad, diligencia en la observancia religiosa, e importancia dentro del grupo familiar. He aquí un fragmento de aquel mapa ambicioso:
BONDAD PIEDAD UTILIDAD Alfonso G. 4 4 10 Nina 2 5 10 Manuel B. 10 10 0 Alfonso V. -8 -10 10 Vera N. 0 10 10
La cosa era más difícil de lo que había previsto. Casi todas las almas en una aldea fronteriza resultaban ser indispensables económicamente, y la tercera columna era poco menos que inútil. El examinador se vio obligado a usar el signo menos al confrontar el carácter personal de Alfonso V., que no era como Vera sencillamente malo: era un propagandista de la maldad, y no sólo evitaba la iglesia, sino que incitaba a otros a desdeñarla. Vera N. era verdaderamente mala, pero era un modelo de asiduidad al culto y un puntal primordial para llenar la capilla.
Con tan entristecedores datos, el hermano Junípero formó un índice de todos los aldeanos. Sumó el total de víctimas y lo comparó con el de supervivientes, para descubrir que los muertos eran cinco veces más dignos de haber sido salvados que los vivos. Casi parecía que la peste se había dirigido contra la gente que en realidad valía algo en la aldea de Puerto. Y aquella tarde, el hermano Junípero dio un paseo a lo largo de la costa del Pacífico. Rompió sus hallazgos y arrojó los pedazos de papel a las olas; contempló durante una hora las grandes nubes color de perla que colgaban como siempre en el horizonte de aquel mar, y extrajo de su belleza una resignación que no permitió a su razón que examinase. La discrepancia entre la fe y los hechos es mayor de lo que generalmente se presume.
Pero otro de los cuentos del maestro de la Universidad de San Martín (éste no tan subversivo) probablemente sugirió al hermano Junípero su modo de proceder después de la caída del puente de San Luis Rey.
El maestro estaba un día paseando por el interior de la catedral de Lima, y se detuvo a leer el epitafio de una dama. Leyó, alargando cada vez más el desdeñoso labio inferior, que durante muchos años la difunta había sido centro y alegría de su hogar, delicia de sus amigos, que todos los que a ella se acercaban se asombraban ante su bondad y su hermosura, y que allí descansaba esperando la vuelta de su Señor. Ahora bien, el día en que acertó a leer aquellas palabras, el maestro de San Martín había tenido muchas contrariedades irritantes, y levantando los ojos de la lápida, dijo rabioso y en voz alta: «¡Qué vergüenza! ¡Qué estupidez! Todo el mundo sabe que en la vida no hacemos otra cosa que satisfacer nuestros deseos. ¿Por qué perpetuar esa leyenda de la abnegación? ¿Por qué contribuir a que siga viviendo esa impostura del desinterés?».
Y, al decirlo, decidió poner en claro esta conspiración de los tallistas de piedras funerarias. La señora había muerto hacía doce años. Buscó a sus criados, a sus hijos, a sus amigos. Y por todos los lugares a que acudió, como un perfume, sus rasgos queridos la habían sobrevivido y dondequiera que alguien la mencionaba, surgía una sonrisa doliente y la afirmación de que no había palabras con que decir la gracia de todas sus acciones. Hasta la viva juventud de sus nietos se angustiaba al saber que era posible ser tan bueno como ella. Y el hombre se quedó asombrado. Por fin, murmuró: «Sin embargo, lo que yo digo es cierto. Por lo visto, aquella mujer era una excepción, tal vez una excepción».
Al compilar su libro sobre aquellas víctimas del puente de San Luis Rey, el hermano Junípero parecía sentirse perseguido por el temor de que al prescindir del detalle más mínimo podía dejar escapar alguna sugestión que le sirviese de guía. Cuanto más trabajaba, más sentía que estaba tropezando y cayendo entre indicios cada vez más confusos. Siempre se enredaba como entre las mallas de una red en detalles que al parecer serían significativos si encontraba su verdadero engarce. Así es que lo anotaba todo con la esperanza de que tal vez él mismo (o acaso algún entendimiento más agudo que el suyo), volviendo a leer veinte veces el libro, lograse que los hechos de pronto se pusieran en movimiento, se unieran y traicionaran el secreto. La cocinera de la marquesa de Montemayor le dijo que se alimentaba casi exclusivamente de arroz, pescado y un poco de fruta, y el hermano Junípero lo anotó pensando en la probabilidad de que algún día ello revelaría algún rasgo espiritual. Don Rubio le dijo que la marquesa acostumbraba a aparecer en sus recepciones, sin que la hubiese invitado, para robar las cucharas de plata. Una comadrona de los suburbios de la ciudad declaró que doña María había ido tantas veces a hacerle preguntas morbosas que se había visto obligada a arrojarla de su puerta como a una mendiga. El librero de la ciudad aseguró que era una de las tres personas más cultas de Lima. La mujer de su hortelano declaró que era muy distraída, pero buenísima. El arte de la biografía es más difícil de lo que generalmente se supone.
El hermano Junípero se encontró con que se aprendía mucho menos acerca de aquellos cuya vida se estaba investigando cuando se interrogaba a las personas de quienes habían estado más cerca. La madre María del Pilar le habló largamente de Pepita, pero nada le dijo de sus propias ambiciones respecto a ella. En un principio, fue difícil entenderse con la Perichole, pero después llegó incluso a tomar cariño al franciscano. El retrato que hizo del Tío Pío contradecía en absoluto los montones de testimonios estúpidos que en otras partes había ido adquiriendo. Las alusiones de Camila a su hijo fueron pocas y trabajosas de lograr. Cerraron la entrevista abruptamente. El capitán Alvarado dijo lo que pudo de Esteban y del Tío Pío. Los que entienden más de estas cosas son los que se aventuran a decir menos.
Nos ahorraremos las generalizaciones del hermano Junípero. Siempre las tenemos a mano. Pensó ver en el mismo accidente a los malos castigados con la destrucción y a los buenos llamados más pronto a los cielos. Pensó ver el orgullo y la riqueza confundidos como lección de cosas para el mundo, y pensó ver la humildad coronada y recompensada para edificación de la ciudad. Pero el hermano Junípero no estaba satisfecho de sus propios razonamientos. Había alguna posibilidad de que la marquesa de Montemayor no fuese un monstruo de avaricia y el Tío Pío un monstruo de indulgencia para consigo mismo.
Compuesto el libro, cayó bajo los ojos de unos cuantos jueces, y se le declaró herético. Se ordenó que se quemara en la plaza pública con su autor. El hermano Junípero asintió a la decisión de que el diablo había hecho uso de él para llevar a cabo una brillante campaña en el Perú. La última noche se estuvo sentadito en su celda, intentando buscar en su propia vida el patrón que no había acertado a descubrir en las otras cinco. No era un rebelde. Estaba dispuesto a dar con gusto la vida por la pureza de la Iglesia, pero ansiaba oír una voz que, viniendo de alguna parte, atestiguase que por lo menos su intención había sido en favor de la fe. Pensó que nadie lo había creído. Pero a la mañana siguiente, en toda aquella multitud, bajo toda aquella luz de sol, hubo muchos que le creyeron porque muchos le querían.
Acudió una pequeña delegación de la aldea de Puerto, y Nina (Bondad, 2; Piedad, 5; Utilidad, 10) y otros estuvieron en pie con el rostro angustiado e intrigado mientras entregaban a las compasivas llamas a su frailecico. Hasta entonces, hasta entonces, quedaba en su corazón un nervio obstinado en insistir que al menos san Francisco no había de condenarle del todo, y (no atreviéndose a llamar a un nombre más alto, puesto que parecía tan propenso a error en tales materias) clamó dos veces a san Francisco, e inclinándose sobre una llama, sonrió y murió.
El día del funeral fue claro y caluroso. Los limeños, con sus ojos negros llenos de temor reverencial, llenaron las calles dirigiéndose a la catedral, y contemplaban la montaña de terciopelo negro y plata. El arzobispo, encerrado en sus maravillosas, casi leñosas vestiduras, transpiraba en su trono, prestando de vez en cuando el oído de quien sabe el valor de lo que está oyendo a las felicidades del contrapunto de Victoria. El coro había vuelto a estudiar las páginas que, como adiós a la música, Tomás Luis compusiera para su gran amiga y protectora la emperatriz de Austria, y toda aquella pena y suavidad, todo aquel realismo español filtrándose a través del modo italiano caía sobre el mar de mantillas. Don Andrés, bajo los colores y colgajos de plumas de su oficio, estaba de rodillas, enfermo y conturbado. Sabía que la multitud le miraba a hurtadillas, esperando que representase el papel de padre que ha perdido su único hijo. Se preguntaba si estaría en el templo la Perichole. Nunca se había visto obligado a pasar tanto tiempo sin fumar. El capitán Alvarado entró un momento desde la plaza llena de sol. Miró a través de los campos de cabellos negros y encajes el titilar de los cirios y las cuerdas de incienso: «¡Qué falso, qué ficticio!», dijo, y volvió a salir. Bajó al mar y se sentó en la borda de su bote, mirando al agua clara. «Felices los ahogados, Esteban», dijo.
Detrás de la cortina del coro, la abadesa estaba sentada entre sus asiladas. La noche anterior se había arrancado del corazón un ídolo y la hazaña la había dejado pálida, pero firme. Había aceptado el hecho de que no tenía importancia que su trabajo diera resultado o dejase de darlo; con trabajar bastaba. Era la enfermera que atiende a los enfermos incurables; era el sacerdote que perpetuamente renueva el oficio ante un altar al que no acuden fieles. Ya no habría Pepita para agrandar su obra; volvería a recaer en la indolencia y la indiferencia de sus colegas. Parecía bastarle al Cielo con que por un poco de tiempo, en el Perú, hubiese florecido y se hubiese marchitado un amor desinteresado. Apoyaba su frente en la mano, siguiendo la tierna y larga curva que el soprano levanta en el Kyrie. «Mi cariño debiera haber tenido más color como éste, Pepita. Toda mi vida hubiera debido tener más calidad, como la de esta música. He estado demasiado atareada», añadía con tristeza, y su mente volvía a la oración.
Camila había salido del rancho para asistir al funeral. Su corazón estaba lleno de consternación y espanto. Éste era otro comentario de los cielos; era la tercera vez que el Cielo le había hablado. Las viruelas, la enfermedad de Jaime, y ahora, la caída del puente… ¡Ay, no eran accidentes! Se sentía tan avergonzada como si llevara un escrito en la frente. Una orden de palacio anunciaba que el virrey enviaba a sus dos hijas a ser educadas a un convento en España. Era justo. Estaba sola. Había recogido unas cuantas cosas mecánicamente y se había puesto en marcha hacia la ciudad para asistir al funeral. Pero empezó a pensar en las multitudes que estarían mirando al Tío Pío y a su hijo, pensó en el imponente ritual de la Iglesia, como un barranco en que caen los amados, pensó en la tormenta de los dies irae en que el individuo se pierde entre millones de muertos, las facciones se confunden y los rasgos se desvanecen. A poco más de la mitad del viaje se detuvo en la iglesia de adobes de San Luis Rey y se arrodilló junto a un pilar para descansar. Vagabundeó por entre sus recuerdos, buscando los rostros de sus dos muertos. Esperó algún tiempo a que apareciese alguna emoción. «¡Pero si no siento nada! —murmuró—. No tengo corazón. Soy una pobre mujer sin sentido, eso es todo. Estoy fuera de todo. No tengo corazón. Mirad, no intentaré pensar en nada, dejadme sólo descansar aquí.» Y apenas había pensado esto de nuevo pareció inundarla aquel dolor terrible e incomunicable, el dolor de que ni una sola vez pudo hablar al Tío Pío y expresarle su cariño, y que le impidiera ni siquiera una vez dar ánimos a Jaime en sus sufrimientos. Empezó a decir desesperadamente: «¡Con todos estoy en falta! —gritaba—. ¡Me quieren, y yo les fallo siempre!». Se volvió al rancho y durante un año soportó en soledad su desesperación. Un día oyó por azar que la maravillosa abadesa había perdido dos personas queridas en el mismo accidente. La labor de costura se le cayó de las manos; siendo así, ella sabría, ella podría explicarle. «Pero, no; ¿qué me va a decir? Ni siquiera querría creer que alguien como yo sea capaz de amar ni pueda perder.» Camila decidió ir a Lima y ver a la abadesa de lejos. «Si su cara me dice que no va a despreciarme, le hablaré», se dijo.
Camila anduvo acechando por los alrededores del convento y se enamoró humildemente del rostro feo y viejo, aunque le asustaba un tanto. Por fin, fue a visitarla.
—Madre —dijo—. Yo… yo…
—¿Te conozco, hija mía?
Yo era la actriz, era la Perichole.
—¡Oh, sí! Hace mucho que deseo conoceros, pero me decían que no os gustaba que nadie os viese. También vos, lo sé, perdisteis en la caída del puente de…
Camila se levantó y se tambaleó. Allí estaba de nuevo el acceso de dolor, las manos de los muertos que no podía alcanzar. Tenía los labios blancos. Su frente rozó las rodillas de la abadesa.
—Madre —exclamó—, ¿qué voy a hacer? Estoy sola. No tengo nada en el mundo. Los quiero. ¿Qué hago?
La abadesa la miró con atención.
—Hija, aquí hace mucho calor. Vamos al jardín. Allí podréis descansar.
Indicó por señas a una muchacha que trajese agua. Continuó hablando a Camila mecánicamente:
—Sí, hace mucho tiempo que deseaba conoceros, señora. Hasta antes del accidente había deseado mucho conoceros. Me dijeron que en los autos sacramentales erais una actriz muy grande y muy hermosa, en El festín de Baltasar, por ejemplo.
—¡Ay madre, no diga eso! Soy una pecadora, ¡no debe decir eso!
—¡Ea!, bebed esto, hija mía. Tenemos un jardín hermoso, ¿no os parece? Venid a vernos a menudo y conoceréis a sor Juana, que es nuestra jardinera en jefe. Antes de entrar en religión nunca había visto un jardín porque trabajaba en las minas, allí en lo alto de los montes. Ahora, todo crece bajo sus manos… Hace un año, señora, desde nuestro accidente, yo perdí dos que habían sido niños de mi orfanato, pero vos perdisteis nada menos que a un hijo, ¿no?
—Sí, madre.
—¿Y a un gran amigo?
—Sí, madre.
—Contadme…
Y toda la marea de la larga desesperación de Camila, su desolación solitaria desde la niñez, encontró descanso en aquel regazo polvoriento y amigo, entre las fuentes y las rosas de sor Juana.
Mas ¿adónde habrá libros suficientes para contener los acontecimientos que no habrían sido los mismos si no se hubiera caído el puente? De entre tantos, elegiré al menos uno más.
—La condesa de Abuirre desea ver a vuestra caridad —dijo una hermana lega desde la puerta del despacho.
—Está bien —dijo la madre María del Pilar, soltando la pluma—. ¿Quién es?
—Acaba de llegar de España. No lo sé.
—¡Ay, puede que sea algo de dinero, algo de dinero para mi casa de los ciegos! Que entre. Deprisa.
Entró en la habitación la alta y más bien lánguida beldad. Doña Clara, que siempre dominaba la situación, por esta vez parecía estar un tanto indecisa.
—Madre, estáis ocupada… ¿puedo hablaros aunque sea un momento?
—Estoy a vuestra completa disposición, hija mía. Perdonaréis la falta de memoria de una anciana. ¿Os he conocido antes?
—Mi madre fue la marquesa de Montemayor…
Doña Clara sospechaba que la abadesa no había sido una admiradora de su madre, y no quería que empezase a hablar hasta que ella hubiese hecho una larga y apasionada defensa de doña María. Su languidez desapareció en su acto de contrición; después, la abadesa habló de Pepita y Esteban y de la visita de Camila. —Todos nosotros hemos faltado en algo. Todos deseamos que se nos castigue. Sí, estamos dispuestos a aceptar toda clase de penitencia; pero, hija mía, habéis de saber que en el amor (apenas me atrevo a decirlo), en el amor, hasta nuestros errores no parecen durar mucho tiempo.
La condesa mostró a la abadesa la última carta de doña María. La madre María del Pilar no se atrevió a decir en alta voz cuán grande fue su asombro al leer tales palabras (palabras que, desde entonces, el mundo entero ha murmurado con gozo), y pensar que hubieran podido brotar en el corazón de la señora de Pepita: «Aprende ahora —se dijo—, aprende, al fin, que de dondequiera que sea puedes esperar la gracia». Y se sintió llena de felicidad, como una chiquilla, ante aquella nueva prueba de que las características humanas para las cuales vivía estaban en todas partes, de que el mundo estaba pronto a darles cabida.
—Hija mía, ¿queréis hacerme un favor? Desearía mostraros mi obra.
El sol se había puesto, pero la abadesa fue mostrando el camino, corredor tras corredor, con una linterna. Doña Clara vio a las viejas y a las jóvenes, a las enfermas y a las ciegas, pero sobre todo vio a la mujer fatigada y animosa que la iba guiando.
La abadesa se detuvo en un pasillo y dijo:
—No puedo menos de pensar que podría hacerse algo por los sordomudos. Se me antoja que alguien, a fuerza de paciencia…, podría estudiar un lenguaje para ellos. Hay cientos y cientos en el Perú. ¿Recordáis si alguien en España ha encontrado modo de que hablen? Algún día se encontrará.
O un poco después:
—Estoy pensando que se podría hacer algo en favor de los locos. Soy vieja, ya lo veis, y no puedo ir adonde se habla de estas cosas, pero los veo algunas veces, y se me antoja… En España, ahora, ¿los tratan con cariño? Me parece que en esto hay un secreto, oculto para nosotros, pero que está ahí, a la vuelta de la esquina. Si algún día, cuando estéis de vuelta en España, oís hablar de algo que nos pueda ayudar, me lo escribiréis… si no estáis demasiado ocupada.
Por fin, cuando doña Clara hubo visitado hasta las cocinas, la abadesa dijo:
Ahora tendréis que dispensarme porque tengo que ir a la habitación de los enfermos muy graves y decirles unas cuantas palabras en que puedan pensar cuando les es imposible dormir. No os pido que entréis conmigo, porque no estáis acostumbrada a semejantes… a semejantes ruidos y cosas. Y además, les hablo como hablaría a los niños.
Levantó los ojos y miró a Clara con su modesta y triste sonrisa. Desapareció, y volvió poco después con una de sus auxiliares, que también había tenido su parte en el asunto del puente y que, antes, había sido actriz.
—Me deja —dijo la abadesa— porque tiene algo que hacer en la ciudad, y cuando yo acabe de hablar aquí, también tendré que dejarlas a las dos, porque tengo ahí el proveedor de harina, que no está dispuesto a esperar, y la discusión que he de tener con él nos va a llevar demasiado tiempo.
Mas doña Clara se quedó en pie en la puerta mientras la abadesa hablaba a sus enfermos, con la linterna colocada en el suelo, a sus pies. La madre María del Pilar estaba apoyada en un poste; los enfermos tendidos, en filas, mirando al techo e intentando contener la respiración. Y ella hablaba aquella noche de todos los que estaban fuera, en la oscuridad (estaba pensando en Pepita sola, estaba pensando en Esteban solo), de los que no tenían nadie a quien acudir, para quienes el mundo tal vez era más difícil, más sin sentido que para aquellos que ahora la escuchaban. Y los que estaban en aquellas camas se daban cuenta de que estaban dentro de unas paredes que la abadesa había edificado para ellos; dentro había luz y calor, y fuera había una oscuridad que no cambiarían ni por un alivio en sus dolores, ni por retardar la muerte.
Mas, aun cuando estaba hablando, otros pensamientos cruzaban las profundidades de su mente. «Hasta ahora —pensó— casi nadie, a no ser yo, recuerda a Esteban y a Pepita. Sólo Camila recuerda a su Tío Pío y a su hijo; esta mujer, a su madre. Pero pronto moriremos y con nosotras todo el recuerdo de aquellos cinco que dejaron la tierra, y a nosotras mismas nos amarán un poco de tiempo y nos olvidarán. Mas el amor habrá bastado; y todos los impulsos de amor retornan al amor de donde vinieron. Ni siquiera el recuerdo es necesario para el amor. Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, y el puente que las une es el amor, lo único que sobrevive, lo único que tiene sentido.»