ESTEBAN
Una mañana, se encontraron dos niños gemelos en el cestillo de los expósitos a la puerta del convento de Santa María Rosa de las Rosas. Se les pusieron nombres casi antes de que llegasen las nodrizas que habían de amamantarlos, pero los nombres no fueron para ellos tan útiles como lo son para la mayoría de nosotros, porque nadie consiguió nunca distinguir entre sí a los gemelos. No hubo modo de saber quiénes eran sus padres, pero el chismorreo limeño, al notar, cuando los chiquillos fueron creciendo, cuán derechos andaban y qué serios eran, los declaró castellanos y los fue depositando con el pensamiento por turno ante todas las puertas que ostentaban escudo de nobleza.
La persona que hizo para ellos las veces de tutor fue la abadesa del convento, la madre María del Pilar, que había acabado por aborrecer a todos los hombres, pero tomó cariño a Manuel y a Esteban. Al atardecer, los llamaba a su despacho, mandaba a la cocina en busca de unos bollos y les contaba cuentos del Cid y de Judas Macabeo y de las treinta y seis desdichas de Arlequín. Tanto llegó a quererlos, que se sorprendía escrutando sus ojos negros y enfurruñados, buscando en sus rostros aquellas facciones que habían de aparecer en ellos cuando fuesen hombres, toda la fealdad, toda la falta de alma que hacía espantoso el mundo en el cual trabajaba.
Crecieron en el convento hasta que sobrepasaron un poco la edad en que su presencia comenzaría a ser una leve distracción para las hermanitas consagradas al servicio divino. De allí en adelante estuvieron más o menos vagamente empleados en todas las sacristías de la ciudad; recortaron todos los setos vivos de todos los claustros, lustraron todos los crucifijos posibles; pasaron un trapo mojado, una vez al año, por todos los cielos rasos eclesiásticos. Todo Lima los conocía. Cuando el sacerdote iba a toda prisa por las calles llevando su preciosa carga a algún cuarto de enfermo, ya Esteban, ya Manuel iban detrás de él balanceando un incensario. Cuando hubieron crecido, sin embargo, no mostraron afición a la vida eclesiástica. Poco a poco fueron asumiendo la profesión de escribas. Había pocas prensas de imprenta en el Nuevo Mundo, y los muchachos pronto se ganaron bien la vida copiando comedias para el teatro, baladas para las multitudes y anuncios para los comerciantes. Sobre todo, eran copistas de música para los maestros de coros y transcribieron infinitas partes de los motetes de Morales y Victoria.
Porque no habían tenido familia, porque eran gemelos, porque les habían educado mujeres, eran silenciosos. Sentían una curiosa vergüenza de ser tan parecidos. Estaban obligados a vivir en un mundo donde esto era motivo continuo de comentarios y bromas. A ellos no les hacían ninguna gracia y sufrían los sempiternos chistes con estólida paciencia. Desde que aprendieron a hablar, inventaron un lenguaje secreto, muy poco parecido al español ni en vocabulario ni en sintaxis. Lo empleaban únicamente cuando estaban solos, o muy de tarde en tarde recurrían a él, murmurándolo en momentos de grave apuro, delante de gente.
El arzobispo de Lima era un tanto filólogo; se dedicaba a desenmarañar dialectos; hasta recopiló una brillante tabla sobre los cambios que han sufrido vocales y consonantes al pasar del latín al español y del español al indohispánico. Estaba llenando cuadernos con notas de extraña erudición con vistas a distraer la vejez que pensaba pasar cuando volviese a sus tierras en los alrededores de Segovia. Así es que cuando un día oyó comentar el lenguaje secreto de los gemelos, talló unas cuantas plumas de ganso, y los mandó a buscar. Los muchachos se quedaron en pie humillados sobre las ricas alfombras de su gabinete mientras él intentaba sacarles su pan y su árbol y su veo y su vi. Ellos no sabían por qué el experimento les resultaba tan horrible. Sangraban por dentro. Largos y escandalizados silencios seguían a cada una de las preguntas del arzobispo, hasta que, al fin, uno de los dos mascullaba una respuesta. El sacerdote pensó al principio que estaban asustados ante su jerarquía y ante el lujo de su habitación, pero, al fin, muy perplejo, adivinó la existencia de alguna repugnancia más honda y, con tristeza, los dejó marchar.
Aquel lenguaje secreto era el símbolo de su profunda y mutua identidad, porque así como «resignación» es una palabra insuficiente para expresar el cambio que se operó en la marquesa de Montemayor aquella noche en la posada, así la palabra «amor» es inadecuada para describir la tácita y casi vergonzante unidad de aquellos hermanos. ¿Qué relación es esa en la cual se cambian pocas palabras y ésas únicamente sobre detalles de alimento, vestido y ocupaciones; en la cual ambas personas tienen un curioso reparo hasta en mirarse; y en la cual existe un acuerdo tácito de no aparecer juntos por la ciudad, y en ir a un mismo encargo por calles diferentes? Y, sin embargo, junto con esto existía una necesidad mutua tan terrible que producía milagros tan naturalmente como el aire cargado de electricidad produce relámpagos. Los hermanos apenas se daban cuenta de ello, pero la telepatía era un acaecimiento común en sus vidas, y cuando uno de ellos volvía a casa, el otro siempre se daba cuenta de ello cuando el otro estaba aún a varias calles de distancia.
De pronto, descubrieron que se habían cansado de escribir. Bajaron a la costa y encontraron trabajo cargando y descargando barcos, sin avergonzarse de trabajar junto con los indios. Condujeron carretas a través de las provincias. Recogieron fruta. Fueron barqueros. Y siempre silenciosos. Sus rostros sombríos adquirieron en tales trabajos aspecto varonil y gitano. Pocas veces se cortaban el pelo y bajo la oscura maraña sus ojos parecían siempre sorprendidos y hasta un tanto huraños. Todo el mundo era para cada uno de ellos remoto y ajeno y hostil, excepto el hermano.
Pero, al fin, la primera sombra cayó sobre aquella unidad, y la sombra la proyectó el amor a las mujeres. Habían vuelto a la ciudad y de nuevo copiaban papeles para el teatro. Una noche, el empresario, figurándose que la sala iba a estar medio vacía, les dio entradas gratuitas. A ellos no les gustó lo que allí encontraron. Cada parlamento era para ellos una forma envilecida del silencio y aún mucho más fútil la poesía, forma rebajada del discurso. Todas aquellas alusiones al honor, a la reputación, a la llama del amor, todas las metáforas sobre pájaros, Aquiles y las piedras preciosas de Ceilán los fatigaban. En presencia de la literatura, manifestaban la misma oscura comprensión que asoma a veces en los ojos de un perro, pero siguieron sentados con paciencia, mirando las brillantes luces y los ricos trajes. En los entreactos de la comedia, la Perichole abandonaba su papel, se ponía una docena de enaguas y danzaba a telón corrido. Esteban tenía que hacer algunas copias o lo pretendió para volverse a casa; pero Manuel se quedó en el teatro. Las medias coloradas y los zapatos de la Perichole le habían impresionado.
Los dos hermanos solían llevar los manuscritos y habían subido y bajado escaleras y recorrido los pasillos del teatro para entregarlos. Allí vieron a una muchacha de muy mal humor, que vestía una chambra llena de manchas y que estaba zurciéndose las medias delante de un espejo, mientras el director de escena leía en voz alta un papel para que ella lo aprendiese de memoria. Lanzó durante un momento el disparo de sus ojos asombrosos sobre los muchachos, que se disipó instantáneamente al darse cuenta, con gran diversión, de que eran los gemelos. Luego les obligó a entrar en el cuarto y les hizo colocarse uno junto a otro. Cuidadosamente, muy divertida y sin remordimientos fue examinando sus rostros pulgada por pulgada hasta que al fin, poniendo una mano sobre el hombro de Esteban, exclamó: «¡Éste es el más joven!». Eso sucedió algunos años antes y ninguno de los hermanos había vuelto a pensar en el episodio.
Desde aquel momento, todos los quehaceres de Manuel parecían llevarle a pasar por delante del teatro. Ya muy de noche se escondía entre los árboles bajo las ventanas de la comedianta. No era la primera vez que a Manuel le había fascinado una mujer. Ambos hermanos habían conocido mujeres, y a menudo, especialmente mientras trabajaron en la orilla del mar; pero con naturalidad, latinamente; mas ésta fue la primera vez que su voluntad y su imaginación se habían rendido de tal modo. Había perdido ese privilegio de la simple naturaleza, la disociación del amor y el placer. Ahora estaba iniciándose esa loca pérdida del yo, ese no importarle a uno nada más que sus propios pensamientos dramáticos acerca del ser amado, la febril vida interior dando vueltas en torno de la Perichole y que a ella tanto le hubiese sorprendido y asqueado si lo hubiera podido adivinar por un momento.
Este Manuel no se había enamorado por imitación de ninguna literatura. En él no era verdad lo que la lengua más ácida de Francia había dicho unos cincuenta años antes, a saber: que mucha gente nunca hubiera sentido el amor si antes no hubiera oído hablar de él. Manuel leía poco; sólo había estado una vez en el teatro (donde más que en parte alguna reina la leyenda de que el amor es una devoción) y las canciones que había podido oír en las tabernas peruanas, tan diferentes de las de España, reflejaban muy poco del culto romántico de la mujer idealizada. Cuando se repetía que era hermosa y rica, e insoportablemente ingeniosa, y querida del virrey, ninguno de tales atributos que la hacían más inalcanzable tenía poder para apagar su extraña y tierna excitación. Así, apoyado contra un árbol en la oscuridad, mordiéndose los nudillos, escuchaba los profundos latidos de su propio corazón.
La vida que ahora llevaba Esteban se encontraba suficientemente llena para él. No había lugar en su imaginación para una lealtad nueva, no porque su corazón no fuese tan grande como el de Manuel, sino porque era de textura más simple. Ahora descubrió el secreto, descubrimiento cuya herida no se cicatriza del todo, a saber: que hasta en el amor más perfecto, uno de los amadores ama menos profundamente que el otro. Pueden ser ambos igualmente buenos, igualmente dotados, igualmente hermosos, pero nunca habrá dos que se amen uno a otro igualmente bien. Por eso Esteban estaba sentado en su cuarto también mordiéndose los nudillos y preguntándose por qué Manuel había cambiado tanto, y por qué se había desvanecido el único sentido de sus vidas.
Una tarde, un muchachuelo detuvo a Manuel en la calle, y le anunció que la Perichole deseaba que subiera a verla inmediatamente. Manuel cambió el camino que llevaba y se dirigió al teatro. Erguido, sombrío, al parecer indiferente, entró en el cuarto de la actriz y se quedó de pie esperando. Camila tenía que pedir un favor a Manuel, y pensó que eran necesarias unas pocas amabilidades preliminares, pero no dejó de peinar una peluca rubia que tenía ante ella, en la mesa.
—Tú escribes cartas para la gente, ¿no? Necesito que hagas el favor de escribir una para mí. Haz el favor de entrar.
Él dio dos pasos más.
—Nunca venís a verme ninguno de los dos. No parecéis españoles —lo cual quería decir galantes—. ¿Tú quién eres, Manuel o Esteban?
—Manuel.
—Da lo mismo. Ninguno de los dos sois míos. Ninguno de los dos venís nunca a verme. Aquí me paso el día entero sentada aprendiendo versos estúpidos y no viene a verme más que un montón de buhoneros. Es porque soy una cómica, ¿verdad?
No era muy sutil el comienzo, mas para Manuel resultaba indeciblemente complicado. No hacía más que mirarla a través de las sombras de su largo cabello y la dejaba improvisar.
—Voy a encargarte que escribas una carta mía, una carta muy, muy secreta. Pero ahora veo que no te gusto y que si te encargo que me escribas la carta será lo mismo que echar un pregón por todas las tabernas. ¿Qué significa ese modo de mirarme? ¿Eres amigo mío?
—Sí, señora.
—Vete. Que venga Esteban. Ni siquiera dices: «Sí, señora» como lo diría un amigo.
Pausa larga. Por fin, ella levantó la cabeza:
—¿Todavía estás ahí? ¿Enemigo?
—Sí, señora… Puede la señora fiarse de mí para hacer lo que sea…, puede fiarse.
—Si te pido que escribas una carta… o dos ¿me prometes no decir nunca a ningún ser humano lo que va escrito en ellas, ni siquiera que tú las has escrito?
—Sí, señora.
—¿Por qué me lo prometes? ¿Por la Virgen María?
—Sí, señora.
—¿Y por el corazón de santa Rosa de Lima?
—Sí, señora.
—¡Válgame Dios, Manuel, cualquiera pensaría que eres estúpido como un buey! Manuel, estoy muy enojada contigo. No eres estúpido. No pongas esa cara de estúpido. Haz el favor de no volver a decir «Sí, señora». No seas estúpido o mando a buscar a Esteban. ¿Es que te pasa algo?
Aquí, Manuel se lanzó a la lengua española y exclamó con innecesario vigor:
—¡Juro por la Virgen María y por el corazón de santa Rosa de Lima que todo lo que tenga que ver con esa carta será secreto!
—¿Hasta para Esteban?
—Hasta para Esteban.
—Ya vamos mejor —le indicó por señas que se sentara delante de la mesa donde ya estaba dispuesto el material para escribir. Al dictar paseaba por el cuarto, frunciendo el ceño, moviendo las caderas. Con los brazos en jarras hacía que el chal se moviese en sus hombros en son de desafío.
—Camila Perichole besa las manos de Vuestra Excelencia y dice… No, toma otra hoja y vuelve a empezar… La señora Micaela Villegas, artista, besa las manos de Vuestra Excelencia y dice que siendo víctima de los envidiosos y embusteros amigos de Vuestra Excelencia, que Dios guarde, no puede seguir sufriendo por más tiempo sospechas y celos. Esta servidora de Vuecencia siempre ha valorado la amistad de Vuestra Excelencia y nunca ha cometido ni con el pensamiento ofensa ninguna contra ella, pero no puede seguir luchando contra las calumnias que Vuestra Excelencia cree tan fácilmente. La señora Villegas, artista, llamada la Perichole, por consiguiente, devuelve con ésta aquellos regalos de Vuestra Excelencia, de los que aún no ha dispuesto sin posibilidad de recobrarlos, ya que sin la confianza de Vuestra Excelencia, su servidora no saca de ellos placer ninguno.
Camila siguió paseando por la habitación varios minutos, consumidos por sus pensamientos. Luego, sin mirar siquiera a su secretario, ordenó: —Toma otra hoja de papel. «¿Te has vuelto loco? Que no se te ocurra volverme a brindar otro toro. El último ha armado una guerra espantosa. Dios te proteja, potrito mío. El viernes por la noche, en el mismo sitio de siempre, a la misma hora. Llegaré un poco tarde porque el zorro está despierto.» Esto es todo.
Manuel se puso en pie.
—¿Juras que no te has equivocado en nada?
—Sí, lo juro.
—Ahí tienes tu dinero.
Manuel tomó el dinero.
—De cuando en cuando, tendrás que escribirme más cartas. Mis cartas acostumbra a escribirlas mi tío; pero de éstas no quiero que se entere. Buenas noches. Con Dios.
—Con Dios.
Manuel bajó las escaleras y estuvo mucho tiempo entre los árboles, sin pensar, sin moverse.
Esteban sabía que su hermano estaba continuamente pensando en la Perichole, pero nunca sospechó que la viera. De cuando en cuando, durante los dos meses siguientes, un muchachuelo se le acercaba en la calle a toda prisa y le preguntaba si era Manuel o Esteban, y al saber que era Esteban, añadía que necesitaban a Manuel en el teatro. Esteban pensó siempre que le llamaban para algún trabajo de copia, y por tanto no estaba preparado para la visita que una noche recibieron en su habitación.
Era casi medianoche. Esteban se había acostado y miraba medio escondido bajo la manta la vela junto a la cual estaba trabajando su hermano. Dieron un golpecito en la puerta y Manuel la abrió para dejar entrar a una dama tapada, sin aliento y nerviosa. Se quitó el manto de la cara y dijo precipitadamente:
—Pronto, tinta y papel. ¿Eres Manuel, no? Tienes que escribirme una carta inmediatamente.
Durante un momento su mirada cayó sobre un par de ojos relucientes que la miraban desde el borde de la cama. Murmuró:
—Bueno…, ustedes disculpen. Ya sé que es tarde. Pero ha sido necesario… He tenido que venir —luego, volviéndose hacia Manuel le murmuró al oído—: Escribe: «Yo, la Perichole, no estoy acostumbrada a esperar en una cita». ¿Has terminado ya? «No eres más que un cholo, y hay mejores matadores que tú, hasta en Lima. Yo soy medio castellana y no hay actriz mejor en el mundo entero. No volverás a tener ocasión… ¡Fíjate bien en esto!… ocasión de tenerme otra vez esperando, cholo, y yo seré quien me ría la última, porque ni siquiera una actriz se hace vieja tan deprisa como un torero.»
Para Esteban, entre sombras, el cuadro de Camila inclinada sobre la mano de su hermano y murmurando palabras en su oído fue evidencia completa de que una nueva simpatía se había formado y de una clase que él nunca había de conocer. Lanzó una mirada más a aquel cuadro de amor, a todo el paraíso de que le habían arrojado, y se volvió de cara a la pared.
Camila se apoderó de la carta en cuanto Manuel hubo terminado de escribirla, echó una moneda sobre la mesa y salió de la habitación en un vertiginoso remolino de encaje negro, cuentas coloradas y excitados murmullos. Manuel volvió desde la puerta con la vela en la mano. Se sentó, se tapó los oídos con las manos y apoyó los codos en las rodillas. La adoraba. Murmuró para sí una y otra vez que la adoraba, haciendo del sonido una especie de conjuro y un obstáculo al pensamiento.
Vació su mente de todo lo que no fuera aquella cantilena, y precisamente aquel vacío le permitió darse cuenta del estado de ánimo de Esteban. Parecióle oír una voz que salía de las tinieblas y le decía: «Síguela, Manuel. No te estés aquí. Serás feliz. Hay lugar para todos en el mundo». Su comprensión se hizo aún más intensa, y tuvo la imagen mental de Esteban que se marchaba muy lejos y le decía adiós, muchísimas veces al alejarse. Se llenó de terror; a la luz de su espanto vio que todos los demás apegos en el mundo no eran sino sombras, o ilusiones de calentura, hasta la madre María del Pilar, hasta la Perichole. No podía comprender que la angustia de Esteban pudiera presentarse exigiendo una elección entre él y la Perichole, pero sí podía comprender la angustia de Esteban como angustia. E inmediatamente se lo sacrificó todo, si puede decirse que alguna vez sacrificamos algo excepto lo que sabemos que no podremos obtener nunca o lo que alguna oculta sabiduría nos dice que sería triste o incómodo poseer. Seguramente, no había nada sobre lo que Esteban pudiera basar una queja. No eran celos, porque en sus otros asuntos de amores, nunca se le había ocurrido a ninguno de ellos que su lealtad mutua hubiera disminuido. Era únicamente que en el corazón de uno de los dos quedaba un hueco para un afecto de pura imaginación, y en el otro, no. Manuel era incapaz de comprender semejante cosa y, como iremos viendo, sentía oscuramente que se le acusaba injustamente. Pero comprendía que Esteban sufría. En su excitación, buscaba a tientas un medio de sujetar a su hermano, que parecía irse perdiendo en una lejanía. Y, de una vez, con decidido ímpetu de la voluntad, se arrancó a la Perichole del corazón.
Apagó la luz y se tendió en la cama. Estaba temblando. Dijo en voz alta con exagerada naturalidad:
—¡Ea!, es la última carta que escribo para esa mujer. Puede irse a cualquier otra parte en busca de alcahuete. Si vuelve a llamar aquí o me manda a buscar no estando yo en casa, díselo. Pero clarito para que lo entienda. Ésta ha sido la última vez que tengo algo que ver con ella. Y con eso, empezó a recitar sus oraciones nocturnas en voz alta. Mas, apenas había llegado a A sagitta volante in die, se dio cuenta de que Esteban se había levantado y estaba encendiendo la vela.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Voy a dar una vuelta —repuso Esteban hoscamente, abrochándose el cinturón. Luego rompió a hablar con un matiz de ira—: Por mí, no tienes que decir eso que has dicho. No me importa si le escribes las cartas o no se las escribes. Por mí, no tienes que cambiar nada. No tengo nada que ver con eso.
—Vete a la cama, estúpido. ¡Ay Dios, qué necio eres, Esteban! ¿De dónde sacas que lo que he dicho lo he dicho por ti? ¿No me crees cuando aseguro que he terminado de tratar con ella? ¿Te figuras que necesito seguir escribiendo sus cochinas cartas y que me las pague de esta manera?
—Está bien. La quieres. Por mí no tienes que dejar de quererla.
—¿Quererla? ¿Quererla? Esteban, estás loco. ¿Cómo la voy a querer? ¿Qué probabilidad habría para mí? ¿Supones que me iba a mandar escribir esas cartas si hubiera algo posible entre ella y yo? ¿Supones que me tiraría así una moneda a la mesa cada vez que…? Estás loco, y no hay más que hablar.
Hubo una pausa larga. Esteban no quería irse a la cama. Se sentó junto a la vela en el centro de la habitación, y se puso a golpear con la mano el filo de la mesa.
—¡Vete a la cama, estúpido! —gritó Manuel apoyándose en un codo e incorporándose debajo de la manta. Hablaban en su lenguaje secreto y el nuevo dolor de su corazón daba más tono de realidad a su ficción de rabia—. Lo que te digo es la verdad.
—No quiero. Voy a dar una vuelta —replicó Esteban, cogiendo el abrigo.
—No puedes ir a dar una vuelta. Son las dos. Está lloviendo. No puedes salir y estar andando por ahí horas y horas. Mira, Esteban, te juro que ya no hay nada de todo aquello. No estoy enamorado de ella. Lo estuve algún tiempo.
Ya Esteban estaba en la sombra de la puerta abierta. Con esa voz extraña en que hacemos las declaraciones más solemnes de nuestras vidas, murmuró:
—Os estorbo. —Y dio media vuelta para marcharse.
Manuel saltó de la cama. Le parecía tener la cabeza llena de un ruido tremendo en el cual una voz le gritaba que Esteban se marchaba para siempre, que para siempre le dejaba solo. —¡En nombre de Dios, en nombre de Dios, Esteban, vuelve; vuelve!
Esteban volvió y se metió en la cama, y durante varias semanas no se habló más del asunto. La noche siguiente, Manuel había tenido ocasión de declarar lo que había decidido. Llegó un mensajero de la Perichole y él le dijo secamente que informase a la artista de que Manuel no escribiría más cartas para ella.
Una noche, Manuel se hizo una herida en la rodilla, al darse un golpe con un pedazo de metal.
Ni él ni su hermano habían estado enfermos un solo día de su vida, y ahora Manuel, completamente desconcertado, veía cómo se le hinchaba la pierna y sentía las oleadas de dolor que subían y bajaban por su cuerpo. Esteban, sentado frente a él, le miraba a la cara intentando figurarse la magnitud de sus dolores. Por fin, una medianoche Manuel recordó que el escaparate de un peluquero de la ciudad aseguraba que su propietario era hábil barbero y cirujano. Esteban se puso a correr por las calles, buscándole. Llamó a la puerta. La mujer salió a la ventana y le dijo que su marido volvería por la mañana. Durante las tremendas horas siguientes, se repetían uno a otro que en cuanto el doctor examinase la pierna, todo se arreglaría. Haría algo, y Manuel dentro de un día o dos, tal vez mañana mismo, volvería a andar por las calles.
El barbero llegó y recetó varios jaropes y ungüentos. Mandó a Esteban que cada hora le pusiese fomentos de agua fría en la pierna. Se marchó, y los gemelos se sentaron a esperar que los dolores se calmaran. Pero mientras seguían mirándose a la cara, esperando el milagro de la ciencia, el dolor iba en aumento. Hora tras hora, Esteban se acercaba con la toalla chorreando, y descubrieron que el momento de su aplicación era el peor de todos. Con toda la fortaleza del mundo, Manuel no podía menos de gritar y de arrojarse de la cama. Llegó la noche, y Esteban, estólidamente, esperaba, vigilaba y trabajaba. Las nueve, las diez, las once. Ahora, cuando llegaba el momento de aplicarle el trapo mojado (la hora sonaba tan musicalmente en todas las torres), Manuel suplicaba a su hermano que no lo hiciese. Recurría al engaño y aseguraba que apenas le dolía. Pero Esteban, con el corazón estallando de pena y los labios como una línea de hierro, retiraba la manta y ataba ferozmente la toalla mojada en su lugar. Manuel, poco a poco, se iba poniendo delirante y, durante la operación, todos los pensamientos que no se permitía en su sano juicio salían aumentados de su boca.
Por fin, a las dos, enloquecido de rabia y dolor, tirándose de la cama y golpeando el suelo con la cabeza, gritó:
—¡Dios condene tu alma al más caliente de todos los infiernos! ¡Mil diablos te atormenten toda la eternidad! ¿Me oyes? ¡Así Dios condene tu alma!
Al oírle Esteban, como si le faltase el aire, se salió a la antesala y se quedó apoyado en la puerta, con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. Pero seguía oyendo dentro de sí: «¡Sí, Esteban, ojalá Dios condene tu alma de bestia por toda la eternidad! ¿Lo oyes? Por haberte puesto entre mí y lo que era mío de derecho. Era mía, ¿lo oyes?, y ¿qué derecho tenías tú…?». Y seguía haciendo una descripción apasionada de la Perichole.
Los exabruptos se repetían de hora en hora. Esteban tardó algún tiempo en darse cuenta de que su hermano no estaba en su juicio. Después de algunos momentos de horror, en los cuales tenía su parte el ser devoto creyente, volvió a entrar en la habitación y prosiguió su deber con la cabeza baja.
Hacia el amanecer el enfermo pareció serenarse un tanto. (¿Para qué mal humano no parece ser un alivio la aurora?) En uno de aquellos intervalos, Manuel dijo tranquilamente:
—¡Alabado sea Dios! Me siento mejor, Esteban. Esos trapos mojados, por lo visto, sirven de algo. Ya verás. Mañana me podré levantar y andar por ahí. Tú llevas siete días sin dormir. Has de ver cómo ya no te doy más guerra, Esteban.
—No me das guerra, loco.
—No me tomes en serio cuando te digo que no me pongas esos trapos.
Pausa larga. Por fin, Esteban dijo, casi inaudiblemente:
—Estoy pensando…, estoy pensando que estaría bien que mandase a buscar a la Perichole, ¿no te parece? Podría venir y verte siquiera unos minutos, quiero decir…
—¿Ella? ¿Todavía sigues pensando en ella? Por nada de este mundo la quiero ver aquí. No.
Pero Esteban no estaba satisfecho. Sacó unas cuantas frases del mismo centro de su ser:
—Manuel, todavía sientes, ¿no?, que me haya puesto entre tú y la Perichole, y en cambio no recuerdas que te dije que a mí no me importaba nada. Te juro que me hubiese alegrado si te hubieses ido con ella, o cualquier cosa.
—Pero ¿a qué sacas eso ahora, Esteban? Te vuelvo a decir en nombre de Dios que ya no pienso en eso. No es nada para mí. ¿Cuándo se te va a olvidar? Te digo que me alegro de que las cosas sean como son. Mira, me da rabia cuando sigues volviendo a lo mismo.
—Manuel, no quisiera volver a hablarte de ello, pero cuando te enojas conmigo por los trapos… también te enojas conmigo por lo otro. Y hablas de ello y…
—Mira, yo no soy responsable de lo que digo. Cuando me duele la pierna, ya ves…
—Entonces, ¿no me condenas al infierno por…? Parece como si yo me hubiera puesto entre tú y ella.
—¿Condenarte al…? ¿Por qué dices eso? Te estás volviendo loco. Cosas que te figuras. Llevas mucho tiempo sin dormir. He sido una maldición para ti, y por mí estás perdiendo la salud. Pero ya verás, ya no te molestaré mucho tiempo. ¿Cómo te voy a condenar al infierno, Esteban, si eres todo lo que tengo en el mundo? Comprende, mira, es que cuando me pones los paños fríos me pierdo y nada más. Ya lo sabes. No lo pienses más. Ya es hora de ponérmelo otra vez. No diré ni palabra.
—No, Manuel, esta vez no te lo pongo. No te sentará mal dejarlo una vez.
—Tengo que curarme, Esteban. Tengo que levantarme pronto, de sobra lo sabes. Pónmelo. Pero… un minuto. Dame el crucifijo. ¡Juro por el cuerpo y la sangre de Cristo que si digo algo contra Esteban, no lo pienso, y son palabras locas que estoy soñando por lo mucho que me duele la pierna! Dios me cure pronto. Amén. Anda, pónmelo. Ya estoy listo.
—Mira, Manuel, por una vez que lo dejemos, no vas a empeorar, ya verás. Te sentará bien, de seguro, no alterarte una vez más.
—No, no. Tengo que ponerme bueno. El doctor ha dicho que hay que hacerlo. No diré ni palabra, Esteban.
Y todo volvió a empezar de nuevo.
Durante la segunda noche, una prostituta que había en el cuarto de al lado empezó a dar golpazos en la pared, ofendida por aquellas palabrotas. Un sacerdote que vivía en el cuarto del otro lado salió a la antesala y llamó a la puerta. Todos los habitantes del piso se reunieron ante la puerta con exasperación. El hostelero subió las escaleras prometiendo a voces a sus huéspedes que echaría a la calle a los gemelos en cuanto amaneciese. Esteban, con la vela en la mano, quería salir a la antesala para dar a los que protestaban el gusto de insultarle cuando les viniera en gana; pero, después, en los momentos de mayor angustia, apretaba con fuerza una mano sobre la boca de su hermano. Lo cual aumentaba la rabia de Manuel en su contra y no cesaba de gruñir en toda la noche.
La noche tercera Esteban mandó a buscar al sacerdote y, entre las enormes sombras, Manuel recibió los santos sacramentos y murió.
Después de ello, Esteban se negó a acercarse a la casa. Emprendía largas caminatas, pero luego volvía y daba vueltas, mirando a los que pasaban junto a él, a dos calles de distancia de donde su hermano yacía. El hostelero no pudo convencerle de ningún modo; recordó que los muchachos se habían criado en el convento de Santa María Rosa de las Rosas y mandó a buscar a la abadesa. Sencilla y cuerdamente, ella dirigió cuanto había que hacer. Luego fue a la esquina de la calle donde estaba Esteban para hablar con él. Esteban la veía acercarse a él y la miraba a un tiempo con anhelo y con desconfianza. Y cuando ya la tuvo muy cerca, dio media vuelta y miró a otro lado.
—Necesito que me ayudes. ¿No quieres venir a la casa y ver a tu hermano? ¿No quieres ayudarme?
—No.
—¡No quieres ayudarme! —Larga pausa.
De pronto, mientras estaba allí desamparada, le vino a la memoria un incidente ocurrido tiempo atrás: los gemelos, que entonces tendrían unos quince años, estaban sentados en el suelo a sus pies y ella les contaba la historia de la Crucifixión. Aquellos ojos grandes y serios estaban fijos en sus labios. De pronto, Manuel había dicho a gritos: «¡Si Esteban y yo hubiéramos estado allí, lo hubiésemos evitado!».
—Bueno, puesto que no quieres ayudarme, por lo menos dime cuál eres.
—Manuel —dijo Esteban.
—Manuel, ¿no quieres subir y sentarte conmigo y velar siquiera un rato?
—No —dijo, después de una larga pausa.
—Pero, Manuel, querido Manuel, ¿no recuerdas cuántas cosas hacías por mí cuando eras niño? Entonces sí querías atravesar toda la ciudad para hacer un recado. Y cuando estuve enferma, obligabas a la cocinera a que te dejara traerme la sopa… —Otra mujer hubiera dicho: «¿Recuerdas lo mucho que yo hice por ti?».
—Sí.
—Yo también, Manuel, perdí a alguien. Yo también… una vez. Sabemos que ahora Dios los tiene en sus manos…
Pero tampoco eso sirvió de nada. Esteban echó a andar y se alejó de ella. Cuando estuvo a unos veinte pasos se detuvo y miró hacia una calle que cruzaba, como un perro que quiere escaparse, pero no se atreve a ofender a su amo que le está mandando que vuelva.
Esto fue todo lo que lograron sacar de él. Cuando el temeroso cortejo atravesó la ciudad, con sus negros encapuchados, sus cirios encendidos en pleno día, su gala de calaveras amontonadas, sus terribles salmos, Esteban lo siguió andando por las calles paralelas, mirando en las encrucijadas desde la distancia, como un salvaje.
Toda Lima se tomaba interés en esta separación de los gemelos. Las amas de casa hablaban en voz baja unas con otras, compartiendo el duelo, mientras sacudían alfombras en los balcones. Los hombres, en las tabernas, al aludir al caso, cabeceaban y fumaban guardando un minuto de silencio. Algunos viajeros del interior dijeron que habían visto a Esteban, vagabundo, con los ojos como ascuas, a lo largo de los cauces secos de los ríos o entre las grandes ruinas de la antigua raza. Un pastor de llamas se lo había encontrado sentado en lo alto de una loma, no se sabe si dormido o trastornado, cubierto de rocío, bajo las estrellas. Algunos pescadores le habían sorprendido nadando muy lejos de la costa.
De cuando en cuando, encontraba trabajo, servía de pastor o de carretero; al cabo de unos pocos meses, desaparecía y vagaba otra vez de provincia en provincia. Mas siempre acababa por volver a Lima. Un día apareció en la puerta del camerino de la Perichole; pareció que iba a hablar, la miró fijamente y se marchó.
Otro día, una monja entró precipitadamente en el despacho de la madre María del Pilar con la noticia de que Esteban (a quien ellas llamaban Manuel) estaba parado ante la puerta del convento. La abadesa se apresuró a salir a la calle. Meses enteros había estado preguntándose qué estrategia podría decidir a aquel muchacho medio loco a vivir de nuevo entre ellas. Adoptó el aspecto más grave y tranquilo que pudo y apareciendo en la puerta de la calle, murmuró: «Amigo», y le miró. Él le devolvió la mirada con la misma expresión de ansiedad y desconfianza que había mostrado antes, y se quedó parado y temblando. Nuevamente la abadesa murmuró: «Amigo», y dio un paso hacia él. Mas, de pronto, él dio media vuelta, echó a correr y desapareció.
La madre María del Pilar volvió con paso vacilante a su despacho y cayó de rodillas, exclamando con ira:
—¡He pedido que me dieras prudencia y no me la has dado! No has querido concederme la menor gracia. No sirvo más que para fregar suelos.
Mas, durante la penitencia que se impuso por aquella falta de fe, le acudió el pensamiento de mandar a buscar al capitán Alvarado. Tres semanas más tarde sostuvo con él una conversación. Y al día siguiente el capitán salió para Cuzco, donde —se decía— Esteban estaba haciendo copias para la Universidad.
Existía, durante aquellos años, en el Perú la extraña y noble figura del capitán Alvarado, el viajero. Estaba ennegrecido y curtido por todas las intemperies. En medio de la plaza estaba con los pies separados como si estuviera plantado en la movediza cubierta de un barco. Tenía ojos extraños, no acostumbrados a las distancias cortas, demasiado avezados a abarcar las apariciones de una constelación entre nube y nube o el perfil de un cabo a través de la lluvia. Su carácter reservado se explica para la mayoría de nosotros por sus largos viajes, pero la marquesa de Montemayor miraba desde otra luz esta cuestión.
«El capitán Alvarado —escribía a su hija— te entregará personalmente esta carta. Preséntale a alguno de tus geógrafos, tesoro mío, aunque a él tal vez le moleste un tanto, porque es un diamante de sinceridad. Nunca verán a nadie que haya ido tan lejos en sus viajes. Anoche me contaba algunos de ellos. Figúratelo empujando la proa a través de un mar de hierbajos, soliviantando a una nube de peces como una nube de langosta en junio; o navegando entre islas de hielo. Ha estado en China y ha subido navegando los ríos de África. Pero no es meramente un aventurero y, al parecer, no está orgulloso de haber descubierto tierras nuevas; ni tampoco es un simple mercader. Un día le pregunté francamente por qué vivía así y él soslayó mi pregunta. He sabido, por medio de mi lavandera, cuál es la razón de su vagabundeo: hija mía, tenía una hija; niña mía, tenía una niña. Era ya lo bastante crecida para hacerle la comida cuando estaba de vacaciones y para recoserle un poco la ropa. Por aquellos días él no navegaba sino entre México y Perú, y cientos de veces le dijo adiós al marcharse y al volver le salió a recibir con alegría. No tenemos medio de saber si era más bonita o más inteligente que los miles de muchachas que vivían junto a él, pero era suya. Supongo que te parece innoble que un hombre grande como una encina vaya por el mundo como un ciego en una casa vacía, sólo porque le han quitado una cría. No, no, eso tú no lo puedes comprender, adorada mía, pero yo lo comprendo y, sólo de pensarlo, me pongo pálida. Anoche, sentado junto a mí, me habló de ella. Apoyando la mejilla en la palma de la mano y mirando la lumbre, dijo: «A veces, se me antoja que está de viaje y que pronto la volveré a ver. Me parece que está en Inglaterra». Te reirás de mí, pero creo que va recorriendo hemisferios por pasar el tiempo que le falta para llegar a viejo.»
Los gemelos siempre habían tenido gran respeto al capitán Alvarado. Habían trabajado para él durante algún tiempo y el silencio de los tres había hecho una almendrita de sentido en un mundo de jactancia, autojustificación y retórica. Así, pues, cuando el gran viajero entró en la oscura cocina donde Esteban estaba comiendo, el muchacho retiró su silla hasta lo más oscuro de la habitación, pero, desde lejos, se alegraba. El capitán no dio señales de haberle reconocido, ni siquiera de haberle visto, hasta que terminó de comer. Esteban había terminado mucho antes, pero como no deseaba que nadie le hablase decidió esperar hasta que el capitán hubiese salido de la bodega. Mas el capitán se acercó a él y dijo:
—¿Eres Esteban o Manuel? Una vez me ayudasteis en un trabajo de descarga. Soy el capitán Alvarado.
—Sí —dijo Esteban—. ¿Qué tal te va? —Esteban murmuró no se sabe qué.
—Ando en busca de unos cuantos muchachos fuertes para llevármelos en mi próximo viaje. —Pausa—. ¿Te gustaría embarcar? —Pausa más larga—. Inglaterra. Y Rusia… trabajo duro. Buena paga… Camino largo desde el Perú… ¿qué? ¿Te gustaría?
Al parecer, Esteban no había escuchado. Estaba sentado sin levantar la vista de la mesa. El capitán alzó la voz como si hablase con un sordo.
—Te he dicho: ¿quieres venir conmigo en mi próximo viaje?
—Sí, iré —respondió Esteban súbitamente.
—Muy bien. Muy bien. También quiero que venga tu hermano, por supuesto.
—No.
—¿Por qué? ¿No querría embarcar?
Esteban murmuró algo, mirando a otro lado. Luego, poniéndose en pie, dijo:
—Ahora me tengo que marchar. Tengo que ver a uno para una cosa.
—Deja que hable yo mismo con tu hermano. ¿Dónde está tu hermano?
—… muerto —dijo Esteban.
—¡Ah!, no lo sabía, no lo sabía. Lo siento.
—Sí —dijo Esteban—. Me tengo que marchar.
—¡Hum! ¿Tú cuál eres? ¿Cómo te llamas?
—Esteban.
—¿Cuándo murió Manuel?
—¡Oh! Hace ya, ya unas semanas. Se dio un golpe en la rodilla no sé con qué y… ya hace unas cuantas semanas.
Ambos tenían los ojos clavados en el suelo.
—¿Cuántos años tienes, Esteban?
—Veintidós.
—Entonces, ¿queda entendido que te vienes conmigo de viaje?
—Sí.
—Puede que no estés acostumbrado al frío.
—Sí, estoy acostumbrado. Ahora me tengo que marchar. Tengo que ir a la ciudad a ver a alguien para una cosa.
—Está bien, Esteban. Vuelve aquí a cenar y hablaremos del viaje. Vuelve; echaremos un traguito, ya verás. ¿Quieres?
—Sí, quiero.
—Con Dios.
—Con Dios.
Cenaron juntos y convinieron en salir para Lima a la mañana siguiente. El capitán le emborrachó lo más que pudo. Al principio escanciaban y bebían, volvían a escanciar y a beber en silencio. Luego el capitán habló de barcos y de sus rumbos. Hizo preguntas al muchacho sobre el manejo de las jarcias y sobre las estrellas que sirven de guía. Luego, Esteban empezó a hablar de otras cosas, y dando grandes voces:
—En el barco me tendrá su merced que dar algo que hacer todo el tiempo. Haré lo que sea, lo que sea. Subiré a lo más alto del palo a sujetar las jarcias; y me estaré en vela toda la noche…, porque ha de saber su merced que de noche no duermo de ninguna manera. Y, capitán, en el barco hará su merced como que no me conoce. Finja que me odia hasta no poder más. Así me tendrá que dar siempre cosas que hacer. No puedo sentarme a una mesa y estarme quieto como antes, ¡eso no!… y a los demás no hay que decirles nunca nada mío… es decir nada de…
—He oído contar que un día entraste en una casa que estaba ardiendo y sacaste a alguien de entre las llamas.
—Sí, y no me quemé ni me pasó nada. Sabe su merced —gritó Esteban echándose de bruces sobre la mesa—, no puede uno matarse; no está permitido; ya sabemos que no está permitido. Todo el mundo lo sabe. Pero si te tiras a una casa que está ardiendo para salvar a alguien, aunque te murieras, no sería matarte. Y si te metes a torero y el toro te engancha, tampoco sería matarte tú. ¿Ha reparado su merced en que los animales no se matan nunca, aunque estén seguros de perder? Nunca se tiran a un río o cosa así, ni cuando están seguros de perder. Hay quien dice que los caballos se tiran a las hogueras. ¿Es verdad?
—No lo creo.
—Yo tampoco. Una vez tuvimos un perro. Bueno, en eso no quiero pensar. Capitán Alvarado, ¿conoce su merced a la madre María del Pilar?
—Sí.
—Quiero hacerle un regalo antes de marchar. Quiero que su merced me dé de mi paga antes de salir… de todos modos, no he de necesitar dinero… y quiero comprarle un regalo ahora. El regalo no es sólo mío. Era… era… —aquí Esteban hubiera querido decir el nombre de su hermano, pero no pudo. En vez de ello, continuó en voz muy baja—: Una vez tuvo así como… vamos… tuvo una pérdida seria…, una vez… Ella lo dijo. No sé quién sería, y quiero hacerle un regalo. Las mujeres no pueden soportar estas cosas como nosotros.
El capitán le prometió que irían a comprar algo al día siguiente por la mañana. Esteban siguió hablando de ello largo rato. Al fin, el capitán le vio caer dormido, debajo de la mesa, y él, levantándose, salió a la plaza que había delante del bodegón. Miró la línea de los Andes y las corrientes de estrellas que eternamente se amontonaban cruzando el cielo. Y allí estaba aquel fantasma colgado en el aire y sonriéndole, el fantasma con voz de plata, que le decía por milésima vez: «No tardes en volver. Que cuando vuelvas ya seré una chica mayor». Luego volvió a entrar en la posada, llevó a Esteban a su cuarto y se quedó sentado mirándole largo rato.
A la mañana siguiente, estaba esperando al pie de las escaleras cuando apareció Esteban.
—Vámonos, si estás listo —dijo el capitán.
Había vuelto el extraño brillo a los ojos del muchacho. Dijo bruscamente:
—No, no voy. Lo he pensado mejor. No voy.
—¡Ay, Esteban! Pero me prometiste que vendrías.
—Es imposible. No me puedo marchar. —Y se volvió a la escalera.
—Ven aquí un momento, Esteban, sólo un momento.
—No puedo marcharme. No puedo dejar el Perú.
—Es que tengo que decirte algo.
Esteban volvió al pie de la escalera.
—¿Qué hay del regalo para la madre María del Pilar? —preguntó el capitán en voz baja. Esteban seguía callado, mirando a las montañas—. ¿No pensarás quitarle el regalo? Significaría tanto para ella…, de sobra lo sabes.
—Está bien —murmuró Esteban, al parecer muy preocupado.
—Sí. Además, el océano es mejor que el Perú. Ya conoces Lima y el Cuzco y la carretera. Ya no necesitas saber más de ellos. Mira, lo que necesitas es el océano. Además, en el barco, a cada minuto tendrás algo que hacer. De eso me encargo yo. Anda a buscar tus cosas, y vámonos.
Esteban estaba intentando tomar una decisión. Siempre había sido Manuel el que tomaba las decisiones, y ni siquiera Manuel se había visto obligado a tomar ninguna tan importante como ésta. Esteban subió despacio la escalera. El capitán le estuvo esperando largo rato, tanto que, al fin, se aventuró a subir la mitad de la escalera y escuchó. Primero, todo era silencio; luego oyó una serie de ruidos que su imaginación fue capaz de identificar inmediatamente. Esteban había raspado el yeso de una viga y estaba atando a ella una cuerda. El capitán se quedó parado, temblando. «Acaso vale más así —se dijo—. Tal vez debo dejarle en paz. Quizás es lo único posible para él.» Mas al oír otro ruido se precipitó contra la puerta, cayó dentro del cuarto y sujetó al muchacho.
—¡Márchese! —dijo gritando Esteban—. ¡Déjeme! ¡No venga ahora!
Esteban cayó boca abajo al suelo.
—¡Estoy solo, solo, solo! —gritaba.
El capitán estaba en pie junto a él, con el feo rostro arrugado y gris de pena: estaba reviviendo sus horas pasadas. Fuera de los términos marineros, era el conversador más torpe del mundo, y hay veces en que hace falta mucho valor para decir las cosas trilladas. No podía tener la seguridad de que aquella figura tendida en el suelo le estaba escuchando, pero dijo:
—Se hace lo que se puede. Hay que empujar, Esteban, lo mejor que podamos. No es por mucho tiempo, ¿sabes? El tiempo pasa y pasa. Te sorprenderá lo deprisa que puede llegar a pasar el tiempo.
Salieron hacia Lima. Cuando llegaron al puente de San Luis Rey, el capitán bajó al río para supervisar el paso de algunas mercaderías, pero Esteban cruzó por el puente y cayó con él.