Acabo de volver de Filadelfia.
Quizá me he comportado como un estúpido. Es posible que la mujer que me trajo el manuscrito fuera consciente de la existencia del doctor Braningwell y de su esposa. No hay forma de saberlo. Solo me puedo hacer preguntas al respecto. Si así fuera, ¿por qué iba a tomarse tantas molestias para engañarme?
Al principio pensé en llamar a la puerta de los Braningwell y contarles mi historia.
Pero luego el sentido común me disuadió.
Lo que hice fue esperar hasta que su niñera llevara al niño a dar un paseo. La seguí hasta un pequeño parque y allí, mientras que estaba sentada en un banco, me paré y charlé con ella un rato, rato que aproveché para echarle un vistazo al niño. Me sentí un estúpido por hacerlo, pero también sentí algo más al mirar a los ojos de ese niño.
Miedo.
¿Aquel bebé poseía el alma de mi hermano Chris? ¿Iría a La India cuando tuviera treinta años, se encontraría con una joven que encerrara el alma de la esposa de mi hermano, Ann, y se casaría con ella?
Le ruego a Dios que me conceda la oportunidad de averiguarlo.
Sin embargo, tengo sesenta y tres años. Es evidente que no viviré el tiempo necesario. Podría pedirles a mis hijos que lo comprobaran, pero estoy seguro de que con el paso del tiempo se olvidarán de una historia vaga e improbable que pudo ocurrir, o no, hace varias décadas, en un país a miles de kilómetros de distancia.
Así que este es el fin.
Lo único que puedo hacer es repetirlo una vez más: si el manuscrito cuenta la verdad, lo mejor será que nos replanteemos nuestra vida.
A fondo.
F I N