La sensación de despertar resultó peculiar. Fue como si emergiera de una gruesa crisálida. Abrí los ojos y miré al techo. Era de color azul pálido. No escuchaba nada, salvo el silencio.
Traté de volver la cabeza, pero me hallaba demasiado débil como para hacerlo. Durante unos instantes creí que estaba paralizado, y aquello me aterró.
Entonces me di cuenta de que solo estaba exhausto, y de que vestía una túnica blanca.
¿Había vuelto a Summerland?
Me apoyé en el codo derecho y me levanté despacio. Miré en derredor.
Estaba en una inmensa sala que solo tenía techo, no paredes. Altas columnas jónicas servían de paramento. Había cientos de divanes en la habitación, casi todos ocupados por personas. Hombres y mujeres vestidos con túnicas del color del techo, que se movían de un lado a otro, se acomodaban sobre los divanes, y se inclinaban para hablar con los que estaban tumbados. Estaba de vuelta en Summerland.
Pero, ¿y Ann?
—¿Estás bien?
Me giré al escuchar el sonido de la voz de una mujer. Estaba detrás de mí.
—¿Estoy en Summerland?
—Sí. —Se inclinó sobre mí y me acarició el cabello—. Estás a salvo. Descansa.
—Mi esposa…
Algo fluyó de entre sus dedos hasta mi cabeza, algo que me tranquilizó. Me recosté de nuevo.
—No te preocupes por eso ahora. Limítate a descansar.
El sueño se apoderó de mí, una somnolencia cálida, suave, sedosa. Cerré los ojos.
»Eso es. Cierra los ojos y duerme. Estás a salvo —me aseguró la mujer.
Pensé en Ann.
Entonces me dormí otra vez.
No puedo decir cuánto tiempo estuve durmiendo. Solo sé que desperté, y que seguía teniendo aquel cielo azul sobre la cabeza.
Esta vez pensé en Albert. Repetí su nombre en mi mente.
No vino nadie y me asusté. Me levanté sobre el codo.
La sala era la misma: tranquila y serena. El suelo estaba cubierto de moqueta, y de cuando en cuando había tapices colgados del techo. Multitud de divanes decoraba la sala. A mi derecha, a unos dos metros, una mujer dormía en uno. A mi izquierda, un hombre viejo hacía lo mismo.
Me obligué a incorporarme. Tenía que encontrar a Ann. Pensé en Albert, pero no apareció. ¿Qué sucedía? Antes siempre acudía a mí. ¿No había regresado a Summerland? ¿O seguía en aquel terrible lugar?
Me levanté. Me sentía muy pesado, Robert. A pesar de haberme desembarazado de la crisálida, mi carne me parecía piedra. Apenas conseguí moverme por la sala. Pasé al lado de incontables durmientes, hombres y mujeres, jóvenes y mayores.
Me paré en la entrada de una habitación adjunta.
Allí nadie descansaba. Algunos tenían sueños agitados; otros, semiconscientes, trataban de incorporarse, pero las fuerzas les fallaban y volvían a desplomarse, y otros cuantos más luchaban por levantarse, pero se lo impedían hombres y mujeres vestidos de azul.
Tampoco había silencio como en la otra sala. Esta se veía inundada de gritos, sollozos y voces molestas y discordantes.
Cerca de mí vi a un hombre de azul hablar con una mujer de un diván. La mujer parecía confusa y enfadada. Se empecinaba en incorporarse, pero no podía. El hombre la trataba de reconfortar.
Miré a otro lado y me sorprendió escuchar a un hombre empezar a gritar.
—¡Soy cristiano y seguidor de mi Señor! ¡Exijo que venga a por mí! ¡No tenéis derecho a retenerme aquí! ¡Ningún derecho!
Observé un hombre de azul hacerle un gesto a varios de sus compañeros, que no dudaron en congregarse alrededor del hombre. Lo tocaron y el hombre cayó en un profundo sueño.
—Deberías descansar —me dijo una voz.
Di la vuelta y vi un joven vestido con túnica azul sonreírme. Fui a responder, pero tenía la lengua torpe. Lo único que pude hacer fue mirarlo.
—Vamos —me dijo. Sentí su mano en mi brazo, y en cuanto me tocó, la sensación de comodidad me invadió. Todo empezó a emborronarse. Supe que me llevaba a algún lado, pero no veía nada. ¿En qué consistiría aquel toque narcótico?, me pregunté mientras percibía el diván debajo de mí y me sumergía en un profundo sueño.
Cuando desperté, Albert estaba sentado al borde del diván y me sonreía.
—Ahora ya estás mejor.
—¿Dónde estoy?
—En la Sala del Descanso.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Un buen rato.
—Esa gente de la habitación de al lado… —señalé.
—Son los que han muerto de forma súbita y violenta y se despiertan por primera vez. Se niegan a creer que han abandonado su cuerpo y siguen existiendo.
—Ese hombre…
—Uno de los muchos que esperan sentarse a la diestra de Dios y que creen que aquellos que no comparten sus ideas están condenados al tormento eterno. En cierta medida, estas son las almas más retrasadas de todas.
—No viniste antes.
—No podía hasta que no hubieras descansado lo suficiente —replicó—. Recibí tus llamadas, pero no se me permitía responderlas.
—Pensé que aún estabas… —Me falló la voz y le agarré del brazo—. Albert, ¿dónde está ella?
No respondió.
—Ya no está en aquel lugar horrible.
Albert negó con la cabeza.
—No —me aseguró—. La sacaste de allí.
—¡Gracias a Dios! —Sentí que la alegría me embargaba.
—Al quedarte con ella por libre voluntad le conferiste la percepción necesaria para que escapara de allí.
—Entonces se encuentra aquí.
—Estuviste con ella un tiempo. Por eso estás aquí recuperando las fuerzas. —Me agarró el brazo y me lo apretó—. No creía que se pudiera hacer, Chris. Nunca llegué a imaginar lo que serías capaz de hacer por ella. Pensaba en términos lógicos. Debería haberme dado cuenta de que solo con el amor podrías llegar hasta su alma.
—Está a salvo.
—A salvo de aquel lugar.
Una punzada de inquietud.
—¿Está aquí? ¿En Summerland?
Parecía reacio a responderme.
»Albert. —Lo miré ansioso—. ¿Puedo verla?
Suspiró.
—Me temo que no, Chris.
Me vine abajo.
»Verás, aunque el amor de alguien a veces puede elevar el alma de otro hasta Summerland, aunque nunca antes lo había visto en el caso de un suicidio, esa alma no suele permanecer aquí.
—¿Por qué? —pregunté. De repente, el regreso a Summerland se me antojó una victoria vacía.
—Hay cientos de respuestas a esa pregunta. Miles. La más sencilla es que Ann no está lista.
—Entonces, ¿dónde está? —Me había incorporado y lo miraba con angustia.
Me dio la impresión de que tomaba fuerzas antes de responder. ¿Aquello había sido una sonrisa?
—Bueno —empezó—, la respuesta a eso es tan complicada que no sé ni por dónde comenzar. No llevas lo suficiente en Summerland como para haber sido expuesto a ello.
—¿De qué hablas?
—Reencarnación.
Me sentí confuso y perdido. Cuanto más aprendía del más allá, más caótico se volvía todo.
—¿Reencarnación?
—En realidad, has pasado por muchas muertes. Recuerdas la identidad de la vida que acabas de dejar a un lado, pero has tenido, todos las hemos tenido, una multitud de vidas anteriores.
Un recuerdo surgió entre las tinieblas de mi mente: una casa de campo y un hombre viejo que yacía en la cama, con dos personas a su lado, una mujer de cabello blanco y un hombre de mediana edad. Los trajes me resultaban extraños y el acento de la mujer nada familiar. «Creo que se ha ido», fue lo que dijo.
¿Ese anciano había sido yo?
—¿Me estás diciendo que Ann está de nuevo en la Tierra?
Asintió, y no fui capaz de reprimir un gruñido de desesperación.
—¿Preferirías que siguiera donde la encontraste, Chris?
—No, pero…
—Debido a que la ayudaste a comprender lo que había hecho, pudo cambiar su prisión por la reencarnación. Estoy seguro de que entiendes la sustancial mejora que supone eso.
—Sí, pero… —No terminé la frase. Claro que me alegraba saber que se había liberado de aquel sitio espantoso.
Pero seguíamos separados.
—¿Dónde?
Respondió con suavidad:
—La India.