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La batalla llegó a su fin

Nos miramos el uno al otro como gladiadores en la arena de un misterioso coliseo. Una lucha a muerte. Aunque los dos estábamos muertos ya. Entonces, ¿en que consistía nuestra lucha?

Solamente sabía que, si no ganaba, los dos estaríamos perdidos.

—No hay Más Allá —empecé.

—No, no lo hay. —Su mirada desafiante casi me logró acobardar.

—Entonces no podría saber nada de lo que ha sucedido tras mi muerte.

La confusión la embargó.

—Tu muerte —recalcó con retintín.

—Te digo que soy Chris.

—Eres…

—Tu marido, Chris.

—Y yo digo que eres un estúpido. —Parecía que recuperaba sus fuerzas.

—Créelo. Sea quien sea, no podría saber lo que te ocurrió tras la muerte de tu marido, ¿verdad? Me refiero a cosas concretas —añadí para no dejarla hablar—. ¿Verdad?

Me miró con suspicacia. Sabía que se preguntaba qué era lo que pretendía. Seguí hablando para aprovecharme de su vacilación.

»No, no podría —me respondí—. Sabes que no podría. Porque si lo hiciera…

—¿Qué cosas concretas? —me interrumpió de repente con fiereza.

—Cosas como que tú y los niños os sentasteis en el primer banco de la iglesia. Que alguien te tocó el hombro y tú te sobresaltaste.

Supe, debido a su reacción, que había errado. No recordaba mi toque. Me observó con desprecio.

—Cosas como que la casa estaba repleta de gente tras el funeral. Que Richard servía bebidas…

—¿Crees que…? —comenzó.

—Tu hermano Bill estaba allí, y Pat, y tu hermano Phil y su esposa…

—¿A eso es a lo que llamas…?

—Y tú estabas echada en el dormitorio, sobre la cama, e Ian se encontraba a tu lado, sujetándote la mano.

Aquello le hizo pegar un bote, como si alguien la hubiera golpeado. Recordaba muy bien aquel momento de profunda tristeza. Ahora pisaba terreno seguro… aunque fuera igual de desagradable.

—Ian te decía que sabía que sonaba a locura, pero que sentía que yo estaba allí con vosotros.

Ann empezó a temblar.

—Tú le respondiste: «Sé que quieres ayudar»…

Susurró algo.

»¿Qué?

Lo susurró de nuevo. No lo oía.

»¿Qué pasa, Ann?

—Déjame en paz —pidió con voz cortante.

—Sabes que digo la verdad. Sabes que yo estaba allí. Eso demuestra…

De nuevo aquella película en sus ojos. Tan rápido que me pareció casi física. Giró la cabeza.

—Me encantaría que lloviera —murmuró.

—Digo la verdad, ¿a que sí? Todo eso ocurrió, ¿cierto?

Movió los pies. Parecía aturdida.

»¿Te da miedo escuchar la verdad?

Se sentó.

—¿Qué verdad? —El cuerpo se le sacudió con un espasmo—. ¿De qué hablas?

—¿No hay Más Allá?

—¡No! —Tenía la cara rígida por el miedo y la ira.

—Entonces, ¿por qué estuviste de acuerdo con celebrar una sesión con Perry?

Se agitó de nuevo, como si la hubieran golpeado.

—Te dijo que estaba a tu lado en el cementerio. Te diré lo que dijo, palabra por palabra: «Sé cómo se siente, señora Nielsen, pero tiene mi palabra de que es cierto. Lo veo justo a su lado. Viste con una camisa de color azul oscuro de manga corta, unos pantalones holgados ajedrezados»…

—Mientes. Estás mintiéndome —aseguró con voz gutural, los dientes apretados y una expresión de furia asesina en la cara.

—¿Quieres que te diga lo que le dijiste a Perry en la casa?

Intentó levantarse, mas no lo consiguió. La película de sus ojos iba y venía.

—No me interesa —musitó.

—Dijiste: «No creo en la vida después de la muerte. Creo que, cuando morimos, morimos, y ese es el fin definitivo».

—¡Es cierto! —gritó.

Por un momento recobré la esperanza.

—¿A que eso es lo que dijiste?

—¡La muerte es el fin!

—¡Sabes que eso no es cierto! ¡Sabes que todo lo que te he contado sucedió de esa manera!

Esta vez sí logró ponerse en pie.

—No sé quién eres, pero será mejor que salgas de aquí antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para quién? ¿Para mí o para ti?

—¡Para ti!

—No, Ann. Sé lo que ocurre. Tú eres quien no lo comprende.

—¿Que eres mi marido?

—Lo soy.

—Señor… —Casi escupió la palabra—. Le estoy mirando en este mismo momento y usted no es mi marido.

Sentí un frío cruel en el pecho.

Vio mi reacción y buscó aprovecharla.

—Si fueras mi marido, no dirías esas cosas. Chris era amable. Me amaba.

—Yo también te amo. —La depresión tiraba de mí con más fuerza—. Estoy aquí porque te amo.

Su risa fue poco más que un sonido cínico, escalofriante.

—Amor. Ni siquiera me conoces.

Perdía terreno.

—¡Sí que te conozco! —vociferé—. ¡Soy Chris! ¿No lo ves? ¡Chris!

Había perdido y ella se regodeaba en la victoria.

—¿Y cómo puede ser posible eso? Está muerto.

Todo había sido en vano. No había manera de convencerla, porque negaba la posibilidad de una vida tras la muerte. Nadie puede concebir lo que considera imposible. Y para Ann, la existencia después de la muerte era algo imposible.

Se giró y marchó hacia el salón, seguida de Ginger.

Al principio fue como si yo no entendiera que había fracasado. La vi largarse como si no me importara. Entonces salí de mi ensimismamiento. Había hecho lo posible por convencerla, había estado a punto de conseguirlo, pero ahora tenía las manos vacías.

Vacías.

Fui tras ella, pero había perdido la esperanza. Cada paso parecía condensar mi mente y mi cuerpo. Los pensamientos se coagulaban y la carne se cuajaba.

Por un momento pensé que había vuelto a casa, que pertenecía a este sitio.

Luché contra aquella sensación. No podría soportar vivir allí. Era demasiado horrible.

Oí a Ann gritar de terror en el dormitorio y fui corriendo hacia allí.

Digo «corriendo», pero en realidad fue más un cojeo, como si llevara puestos zapatos de plomo. En ese momento entendí lo que Ann había descrito antes. Al igual que ella, apenas podía levantar los pies. Y en su caso sería mucho peor.

Me quedé en el dintel del dormitorio. Ginger me encaró. Ann se había pegado contra la pared y miraba nuestra cama.

Una tarántula del tamaño de un puño paseaba por las sábanas desvaídas.

La escena pareció congelarse. Ann contra la pared. Ginger me miraba. Yo seguía en la puerta.

La única cosa que se movía, con abotargada pachorra, era la enorme araña peluda.

Cuando se encaramó a la almohada, por el lado que Ann utilizaba, esta emitió un sonido ahogado.

Me pregunté si todo esto se lo hacía ella a sí misma, un castigo inconsciente por no creerse lo que le había dicho.

Había creado la imagen de la cosa más repugnante que se imaginaba: una enorme tarántula que se paseaba por el mismo lugar en el que dormía por las noches.

No sé por qué Ginger no hizo nada cuando entré en la habitación. ¿Tal vez se percatara de que quería ayudar a Ann? No lo sé. Solo sé que me permitió llegar hasta la cama.

Agarré la almohada por la esquina y comencé a darle la vuelta. La solté cuando la araña realizó un súbito movimiento hacia mi mano derecha. Ann gritó cuando la tarántula aterrizó sobre la colcha.

Sin perder un segundo, cogí la almohada y la dejé caer sobre la sabandija. Después, tan rápido como pude, tiré de las cuatro esquinas de la colcha para cubrir la almohada. Recogí el bulto, lo llevé hasta la puerta y la abrí. Lo lancé fuera, cerré la puerta y eché el pestillo.

Al darme la vuelta, vi que Ann se tambaleaba hacia la cama y caía como un fardo sobre ella.

La miré.

Ya no quedaba nada que hacer. Había agotado todas las posibilidades.

Había perdido mi oportunidad; la batalla llegó a su fin.