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¡Solo hay muerte!

Levanté la vista del brazo y vi que Ann lloraba. Avanzó trastabillando por la habitación con lágrimas en las mejillas. Se derrumbó sobre el sofá y se tapó los ojos con la mano izquierda.

El dolor de mi brazo no era nada con el desaliento que se cernió sobre mí. Sin pensar fui hacia ella, pero me detuve cuando Ginger se dispuso a interceptarme. Su gruñido se mezclaba con un jadeo frenético que indicaba lo alterada que se encontraba. Retrocedí con presteza, y Ann levantó la vista. Su cara era una máscara de furia patética.

—¿Te vas ya? —gritó.

Reculé despacio, sin despegar los ojos de Ginger. En cuanto se agazapó, me paré. Miré detrás de mí y vi que estaba al lado de la banqueta del piano. Retrocedí unos pocos pasos y me senté con suavidad sobre ella, sin dejar de mirar a la perra.

—Quiero a Chris —murmuró Ann entre sollozos.

Yo la miré a ella, sin saber qué hacer.

—Quiero que vuelva. Lo necesito. ¿Dónde está? Dios mío, ¿dónde está?

Tragué saliva. Tenía la garganta seca y me dolió. El brazo me escocía debido al mordisco. Era como volver a estar vivo.

Este nivel estaba demasiado próximo a la vida. Y a la vez tremendamente lejos. Solo las sensaciones más desagradables seguían presentes.

—Háblame de él —me oí pedir. No sé por qué dije eso. Me costó un gran esfuerzo. A cada momento, requería más y más de mí.

Ella se limitó a llorar.

—¿Cómo era? —pregunté. Esta vez sí que tenía claro lo que iba a intentar; de lo que no estaba tan seguro era de si iba a funcionar o no. ¿Por qué iba a hacerlo? Hasta ahora todo había fracasado.

Pero seguí.

—¿Era alto?

Tomó aire y se limpió las lágrimas de las mejillas.

—¿Lo era?

Asintió con un movimiento repentino.

—¿Tan alto como yo?

No contesto. Solo sollozó.

—Yo mido cerca de los dos metros. ¿Era tan alto como yo?

—Más alto —apretó los labios.

Ignoré su reacción.

—¿De qué color tenía el pelo?

—Lárgate —masculló.

—Solo trato de ayudar.

—Nadie me puede ayudar —dijo entre dientes.

—Eso no es cierto.

Me miró con expresión vacía en el rostro.

»Te pueden ayudar si lo pides.

Bajó la vista. ¿Tenía significado para ella lo que le había dicho?

Probé con otra pregunta.

—¿Era rubio?

Asintió.

»¿Como yo?

Apretó los dientes otra vez.

—No.

Luché contra el deseo de rendirme, levantarme, salir de la casa, volver a Summerland y esperar. Todo parecía inútil.

—¿A qué se dedicaba?

Había cerrado los ojos. Las lágrimas se escurrían entre los párpados y descendían por sus mejillas pálidas.

»He oído que escribía para la televisión.

Murmuró algo.

»¿Lo hacía?

—Sí —volvió a hablar entre dientes.

—Yo también.

Me parecía increíble que no se percatara de la conexión. Era tan obvio… Y aun así no funcionaba. Nunca antes la frase «no hay más ciego que el que no quiere ver» me había resultado tan expresiva.

Quería marcharme. Pero no podía dejarla allí.

—¿Tenía los ojos verdes?

Asintió sin mucha convicción.

»Los míos también lo son.

Sin respuesta.

De vez en cuando me sacudía un temblor ocasional.

—Ann, ¿no sabes quién soy? —rogué.

Abrió los ojos y por un instante creí que me reconocía. Me incliné hacia ella.

Entonces apartó la cara y yo me estremecí. Dios santo, ¿no había forma posible de ayudarla?

Se dio la vuelta.

—¿Por qué me haces esto?

—Trato de decirte quién soy yo.

Aguardé la inevitable pregunta: ¿y quién eres tú? Pero no llegó. En su lugar se retrepó en el sofá, cerró los ojos y agitó la cabeza de lado a lado con movimientos pausados.

—No tengo nada. —No sabría decir si me hablaba a mí o a sí misma—. Mi marido se ha marchado. Mis hijos son mayores. Estoy sola. Abandonada. Si tuviera el valor suficiente, me suicidaría.

Sus palabras me horrorizaron. Se había suicidado para acabar en un lugar tan aterrorizador que la hacía desear suicidarse. El retorcido reflejo de un reflejo.

—Me siento pesada. Pesada y cansada. Apenas puedo levantar los pies. Duermo y duermo, pero me levanto cansada. Me siento vacía. Hueca.

Recordé las palabras de Albert: lo que les ocurre a los suicidas es que se sienten vacíos. Al haber eliminado de forma prematura sus cuerpos físicos, sus cuerpos etéreos rellenan el hueco. Pero los cuerpos etéreos son cáscaras vacías, mientras que sus cuerpos físicos vivían la vida.

En aquel momento comprendí por qué había sido imposible razonar con ella.

Al venir aquí, había eliminado de su cabeza todos los recuerdos positivos. Su castigo (impuesto a sí misma) era recordar las cosas desagradables de su vida. Percibir el mundo que recordaba a través de una perspectiva de negatividad. No ver nunca la luz, solo las sombras.

—¿Cómo es vivir aquí? —pregunté por impulso. Una sensación fría se había aposentado en mi estómago. Comenzaba a tener miedo.

Ann me miró, pero me dio la impresión de que solo veía la oscuridad de su mente al responderme. Por primera vez no se limitó a un par de frases.

—No veo bien. No oigo bien. Hay cosas que ocurren, pero que no entiendo. Es como si la comprensión siempre anduviera un par de pasos por delante de mí y nunca pudiera alcanzarla. Todo me supera. Me enfada no ver ni oír con claridad, y también el no poder razonar. Porque sé que no soy yo quien ha perdido todas esas cosas. Pero todo aquí es vago y se mantiene alejado de mi comprensión. Me da la sensación de que estoy siendo engañada.

»Las cosas se suceden delante de mí y las veo, pero no estoy segura de entenderlas. Siempre hay algo más que no puedo desentrañar. Algo que me pierdo, aunque no sé el cómo ni el porqué.

»Me esfuerzo por comprender lo que ocurre, pero no puedo. Incluso ahora, que estoy hablando contigo, me siento como si se me escapara algo. Me digo que estoy bien, que es lo que me rodea lo que marcha mal. Pero aunque me obligo a pensarlo, tengo la sensación de que yo soy el problema. De que estoy teniendo otra crisis nerviosa, pero no puedo identificarla esta vez porque es muy sutil y está más allá de mi conocimiento.

»Todo me elude. No podría describirlo mejor. Nada funciona en la casa, y nada funciona en mi mente. Siempre me hallo confusa, perdida. Me siento como mi marido en aquellos sueños que tenía.

Me incliné hacia ella, temeroso de que se me escapara alguna palabra.

»Por ejemplo, estaba en Nueva York y no podía contactar conmigo de ninguna manera. Hablaba con la gente y se entendían, pero nada de lo que le decían funcionaba. Marcaba números de teléfonos que estaban equivocados. Era incapaz de seguir el rastro de su equipaje. No podía recordar dónde se hospedaba. Sabía que estaba en Nueva York por alguna razón, pero no sabía cuál. Sabía que no tenía dinero para volver a California, pero había perdido sus tarjetas de crédito. Desconocía lo que ocurría. Así me siento yo.

—¿Y cómo sabes que no es un sueño? —Aquello parecía esperanzador.

—Porque veo y oigo cosas. Siento cosas.

—Ves y oyes… y también sientes en sueños —repliqué. Mi mente seguía trabajando. Allí había algo que aprovechar.

—No es un sueño.

—¿Cómo lo sabes?

—No es un sueño.

—Puede serlo.

—¿Por qué dices eso? —sonaba molesta.

—Trato de ayudarte.

—Me encantaría poder creerte.

Una luz atravesó las sombras de mi mente. Hasta ahora no me había creído. Ahora deseaba creerme. Era un pequeño paso, pero un avance al fin y al cabo.

Tuve otra idea, la primera en mucho tiempo. ¿Me estaba despejando?

—Mi hijo, Richard, ha estado… —tenía la palabra en la punta de la lengua— investigando la PES.

Se tensó al oír su nombre.

»Ha estado hablando con un médium —añadí.

Seguía tensa. ¿Sería positivo o negativo? Ni idea. Pero tenía que continuar.

»Tras mucho pensarlo, ha llegado a creer… —me tiré a la piscina— que hay vida después de la muerte.

—Eso es estúpido —rebatió de inmediato.

—No —negué con la cabeza—. No, él lo cree. Piensa que hay pruebas de ello.

Agitó la cabeza, pero no dijo nada.

—Cree que el asesinato es el peor crimen que se puede cometer. —La miré a los ojos—. Y el suicidio también.

Se echó a temblar. Trató de levantarse, pero no tenía fuerzas suficientes y cayó de nuevo.

—No entiendo…

Mi mente respondía ahora con más agilidad.

—Cree que solo a Dios le corresponder tomar la vida.

—¿Por qué me cuentas esto? —me preguntó en voz baja y vacilante. Temblaba y se removía en el sofá al hablar. Ginger, con las orejas inclinadas hacia atrás, la miraba asustada. Sabía que algo iba mal, pero no el qué.

—Te lo cuento porque mi mujer se suicidó. Sobredosis de pastillas para dormir.

La mirada vacía de antes cruzó por su cara. Por alguna razón se desvaneció enseguida, como si no la pudiera retener.

—No creo… —empezó. Su voz sonaba lánguida.

Mi mente se aclaraba a cada momento que pasaba.

—Lo que me molesta es que Richard cree que aún existe.

Ni una palabra. Solo una sacudida de cabeza.

—Que está en un lugar no muy diferente de nuestra casa. Pero que en realidad es una visión distorsionada y negativa de ella. Todo es deprimente y frío. Nada funciona. Solo hay suciedad y desorden.

Siguió sacudiendo la cabeza. Farfullaba algo ininteligible.

»Creo que está en lo cierto. Creo que la muerte es una continuación de la vida. Que lo que somos persiste después.

—No. —Su voz era más bien un sonido ahogado.

—¿No lo ves? Tu casa era preciosa, cálida y resplandeciente. ¿Por qué ahora es así? ¿Por qué?

Retrocedió. Sabía que estaba aterrorizada, pero tenía que continuar. Esta había sido la única manera con la que había obtenido resultados.

»¿Por qué nuestra casa tiene este aspecto? ¿Tiene sentido? ¿Por qué están cortados el teléfono, la luz y el agua? ¿Tiene alguna lógica? ¿Por qué todos los árboles y los arbustos se han secado? ¿Por qué mueren todos los pájaros? ¿Por qué no llueve? ¿Por qué todo va tan mal al mismo tiempo?

Su voz apenas era un susurro.

—Déjame en paz —creo que acertó a decir.

Insistí.

—¿No ves que esta casa es solo una réplica del hogar que conoces? ¿Que solo estás aquí porque crees que es real? ¿No entiendes que todo esto lo has construido tú?

Negó con la cabeza. Tenía el aspecto de una niña aterrorizada.

—¿No comprendes por qué te digo esto? No es porque mis hijos tengan los mismos nombres que los tuyos. No es porque mi esposa tenga el mismo nombre que tú. Tus hijos son mis hijos. Tú eres mi esposa. No soy un hombre que se parece a tu marido. Soy tu marido. Hemos sobrevivido…

Dejé de hablar cuando se puso en pie.

—¡Mientes! —gritó.

—¡No! —Salté de mi asiento—. ¡No, Ann!

—¡Mientes! —chilló—. ¡No hay Más Allá! ¡Solo hay muerte!