—¿Qué bebes? —le pregunté cuando tuve otra idea.
Me miró como si fuera estúpido.
»¿Qué bebes? —repetí—. Si no tienes agua y tampoco Sparklett…
—No lo sé —musitó, y me echó una mirada—. Zumo o…
—¿No decías que la comida se estropeaba? —la interrumpí.
—Zumo embotellado. No sé.
—Dijiste…
Se alejó de mí.
»¿Y qué comes? —persistí.
—No puedo cocinar sin electricidad —me explicó, como si en lugar de una mera evasiva fuera una justificación.
—¿Y tienes hambre ahora?
Otra vez esa mirada aciaga.
»¿Alguna vez te entra hambre?
—No muy a menudo —reconoció con voz fría.
¿Serviría esto de algo? Me estaba cansando de dar tantas vueltas. Fui al grano.
—¿Has llegado a comer o a beber algo?
Desvió los ojos de mí y soltó un siseó de irritación.
—¿Tú qué crees? —restalló.
Probé a acercarme un poco más, pero renuncié cuando Ginger me gruñó.
—¿Por qué no deja de gruñir? —Ahora yo era quien sonaba irritado—. No voy a hacerte daño.
—No podrías ni aunque quisieras.
Estuve a punto de responderle de manera cortante. Dios santo, Robert. Estaba allí para ayudarla y casi le contesto con rabia. Cerré los ojos y recordé cuál era mi objetivo.
Cuando los abrí, vi el coche afuera y decidí cambiar de táctica.
—¿Ese es el único coche que tienes?
Por tercera vez, en sus ojos se asomó aquella mirada crítica.
—Todos tenemos un coche.
—¿Y dónde están?
—Los están usando ahora mismo.
—¿Tus hijos?
—Claro.
—¿Y el coche de tu marido?
—Ya te he dicho que tuvo un accidente. —Se puso rígida al decirlo.
—Alguien me comentó que teníais una caravana.
—La tenemos.
—¿Dónde está?
Fijó la vista donde siempre la aparcábamos y la confusión distorsionó su cara. Nunca había pensado en ello.
—¿Sabes dónde está? —la pinché.
Se volvió hacia mí, molesta.
—La están reparando.
—¿Dónde? —pregunté.
Parpadeó y pareció inquietarse. Pero luego regresó la mirada vacía.
—No lo recuerdo. Seguro que lo he escrito en algún lado…
Se calló al ver que le señalaba su coche.
—¿Cómo se abolló?
—Alguien me dio un golpe en el aparcamiento mientras estaba de compras. —Sus labios se fruncían en una amarga sonrisa—. Así es la gente. Me dieron un golpe y se largaron sin decirme nada.
—¿Estabas de compras? Pensé que habías dicho que nunca salías de la casa.
La respuesta dejó traslucir su vacilación.
—Eso fue antes de que me quedara sin batería.
Volvíamos al punto inicial. Sus incontables justificaciones no hacían más que frustrarme. Daba igual lo mucho que lo intentara, no encontraba algo que la hiciera reaccionar. Todo tenía sentido en ese mundo gris en el que existía. Un sentido horrible y deprimente, pero sentido al fin y al cabo.
Los engranajes de mi mente ya no funcionaban tan rápido. Al no ser capaz de idear nada nuevo, volví sobre un enfoque que ya había probado antes. Tal vez tendría que forzar un poco más la situación.
—Aún no me has dicho los nombres de tus hijos —le recordé.
—¿No tienes que irte?
Aquello me sorprendió. Había olvidado que pensaba que esta era su vida. Y en vida, era lógico que se preguntara por qué aquel extraño se quedaba tanto tiempo en su casa.
—Me iré en breve. Solo quiero hablar contigo un poco más.
—¿Por qué?
Tragué saliva.
—Porque soy nuevo en el vecindario. —Pareció una razón un tanto endeble, pero, por algún motivo, no puso pegas—. ¿Cuáles decías que eran los nombres de tus hijos?
Se apartó de la ventana y caminó hacia el salón.
Era la primera vez que rehuía una pregunta sin contestarla. ¿Sería una señal positiva? Seguí a Ann y a Ginger.
—¿Tu hijo pequeño se llama Ian?
—Está en la escuela.
—¿Se llama Ian?
—Llegará a casa en un rato.
—¿Se llama Ian?
—Será mejor que te vayas. Es muy fuerte.
—¿Se llama Ian?
—¡Sí!
—Mi hijo también se llama Ian.
—¿En serio? —Desinterés. ¿Sería fingido o real?
—¿Tu hija mayor se llama Louise?
Me miró por encima del hombro mientras entraba en el salón.
—¿Por qué no te…?
—¿Louise?
—¿Por qué no te vas a casa?
—¿Louise?
—¿Y qué si se llama así?
—Mi hija mayor también se llama Louise.
—Qué interesante. —Ahora se servía del sarcasmo como armadura. Caminó hasta la puerta de cristal, con Ginger tras sus pasos. ¿Pensaba alejarse de mí de forma física? ¿Lo haría de forma consciente?
—¿Tu hijo mayor se llama Richard?
—Mira el estanque —murmuró.
—¿Tu hijo mayor se llama Richard?
Se giró, con expresión resentida en la cara.
—¿Qué es lo que quieres? —alzó la voz.
Casi se lo conté todo de golpe. Pero no lo hice. Me maravillé ante mi perspicacia. Poco a poco pensaba con menos claridad.
Sonreí con toda la simpatía que pude. Amor. Tenía que apoyarme en el amor.
—Solo estoy interesado en las similitudes que hay en nuestras vidas.
—¿Qué similitudes? —restalló.
—Que me parezco a tu marido.
—No te pareces —me interrumpió—. No te pareces en nada.
—Antes dijiste que sí.
—No, no lo hice.
—Sí.
—¡Entonces me equivoqué! —chilló. Ginger gruñó y me enseñó los dientes.
—De acuerdo, lo siento. —Tenía que poner más cuidado—. No quiero molestarte. Solo me pareció interesante.
Su atención se centró al otro lado de la puerta de cristal.
—Pues yo no lo encuentro interesante en absoluto —susurró.
—Bueno… Mi mujer se llamaba Ann. Los nombres de mis hijos son los mismos que los tuyos.
Me encaró.
—¿Quién ha dicho que sean los mismos? —quiso saber.
—Y mi nombre es Chris.
Se estremeció y abrió la boca. Por un instante, algo revoloteó en sus ojos. Mi corazón se aceleró.
Pero pasó tan rápido como había llegado.
La ira hizo presa en mí. ¡Maldito fuera este detestable lugar! Me estremecí de rabia.
Y la rabia me hacía volverme más denso.
¡Espera! No podía pensar. No era capaz de revertir el proceso. En lugar de ayudarla, estaba descendiendo a su mundo.
No. No lo iba a hacer. Estaba allí para ayudarla a salir de allí, no para unirme a ella.
Se apartó de mi lado y siguió contemplando lo que fuera a través del cristal sucio. Una vez más se recubrió con su depresión como si fuera un manto.
—No sé por qué no vendo la casa y me voy —dijo ella. Soltó una risa amargada—. ¿Pero quién la compraría? —continuó—. El mejor agente inmobiliario del mundo no sería capaz de colocarla. —Agitó la cabeza, disgustada—. El mejor agente inmobiliario del mundo no conseguiría ni regalarla.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia delante.
—Sigo limpiando los muebles, pero el polvo se acumula enseguida. El ambiente es tan seco… Tan seco. No ha caído una gota de lluvia desde hace ya ni se sabe, yo…
La voz se le quebró. Aquello también le afectaba. Era evidente que la falta de lluvia fuera parte del infierno particular de Ann: la falta de lluvia y la hierba seca.
—No puedo soportar la suciedad y el desorden —reconoció con voz temblorosa—. Y lo único que hay aquí es suciedad y desorden.
Me adelanté unos pocos pasos, pero Ginger se preparó para abalanzarse contra mí.
—Maldita sea, solo quiero ayudarte —exclamé.
Ann dio un respingo y reculó. Enseguida me arrepentí de lo que había hecho. Retrocedí enseguida en cuanto Ginger comenzó a gruñirme.
—Está bien, está bien —murmuré a la vez que alzaba las manos.
—Ginger —dijo Ann con brusquedad.
Ginger paró y la miró.
Estaba derrotado. Todo lo que había intentado había fracasado. Y ahora esto. En esos momentos creí que lo único que había conseguido era empeorar las cosas. Ahora sí que comprendía lo que Albert me había dicho antes.
Este nivel era una trampa astuta y cruel.
—La gente te coge prestados libros y nos lo devuelve —continuó Ann como si nada hubiera pasado—. No encuentro mis joyas por ninguna parte. He perdido mi ropa más nueva.
La miré sin saber muy bien qué hacer o decir. Se volvía a escudar con las menudencias de su situación, situándolas entre sí misma y la consideración lógica.
—Tampoco sé adónde han ido a parar las piezas del ajedrez que faltan.
—Mi esposa me regaló un ajedrez como ese. En Navidades. Lo hizo un hombre que se llamaba Alexander.
Ann tembló.
—¿Por qué no me dejas en paz?
Perdí el control.
—Sabes por qué estoy aquí. Sabes quién soy.
Aquella mirada enfebrecida apareció en sus ojos de nuevo: la misma película, y la misma retirada.
—Ann —extendí la mano y la toqué.
Boqueó como si mis dedos la quemaran y, de repente, sentí los dientes de Ginger en mi brazo. Grité y traté de tirar, pero su presa era tan fuerte que lo único que conseguí fue arrastrarla por sus cuartos traseros por la alfombra.
—¡Ginger! —chillé.
Mi grito y el de Ann salieron a la vez de nuestras bocas. De inmediato, la perra abrió la boca y se situó detrás de Ann, expectante.
Levanté el brazo y lo observé. El dolor sí era posible aquí. Y la sangre. Vi manar el líquido oscuro por las incisiones.
El Más Allá. Parecía un sarcasmo.
Sin carne. Solo dolor y sangre.