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Al abrigo de la melancolía

Cuando se decidió a hablar, no supe decir si se dirigía a mí o a sí misma.

—También se murieron mis pinos. La gente me decía que iban a secarse, pero no les creí. Ahora sí les creo. —Sacudió la cabeza despacio—. Los intentaba regar, pero no hay agua. Deberían reparar las cañerías de la urbanización.

No sé por qué me impresionó tanto aquel momento. Tal vez por lo banal de su comentario. Pero recordé las palabras de Albert.

«No tiene sentido tratar de convencerla de que no está viva. Cree que sí lo está».

Eso era lo que más miedo me daba. Si averiguaba que se había suicidado y que este era el resultado, sería un principio. Mientras tanto, todo lo que estaba pasándole no tendría sentido para ella, ni razones lógicas que explicaran su situación.

No tenía ni idea de qué decir, pero hablé de todos modos.

—Yo sí tengo agua en casa.

Se giró, como sorprendida ante mi presencia.

—¿Y eso? —Me miró, confusa e irritada—. ¿Y luz?

—También. —Entonces fue cuando entendí por qué yo había dicho lo que había dicho. Confiaba en que ella descubriera, por comparación, que lo que había ocurrido en su casa era ilógico, y que por tanto se dedicara a examinar su entorno con mayor interés.

—¿Y el gas? —insistí.

—No.

—El mío tampoco funciona. ¿El teléfono?

—Está… estropeado —reconoció. Me alegré ante el tono de su voz… un tono que parecía decir: ¿Cómo puede ser esto?

—No lo entiendo —dije con rapidez para aprovechar sus dudas—. No tiene sentido que no te funcione ningún servicio.

—Sí, es… extraño. —Me miró.

—Muy extraño. ¿Es tu casa la única a la que le pasa eso? Me pregunto cuál será la razón.

La observé con detenimiento. ¿Mostraba alguna señal de comprensión? Aguardé con impaciencia.

Debería haberlo sabido.

Si convencerla fuera tan simple, alguien ya lo habría hecho. Su duda fue reemplazada por la apatía… y sucedió de inmediato. Se encogió de hombros.

—Porque vivo en la cima de una colina.

—¿Pero por qué…?

Me interrumpió.

—¿Te importaría llamar a la compañía de teléfonos por mí y decirles que tengo una avería?

La contemplé, aturullado por mi propia frustración. Durante un instante tuve el momentáneo deseo de decírselo todo de golpe, quién era yo y por qué estaba allí. Algo evitó que lo hiciera, algo que advirtió del peligro de tratar de convencerla de ese modo.

Se me ocurrió otra idea.

—¿Por qué no vienes a casa y llamas tú misma?

—No puedo.

—¿Porqué?

—No… salgo. Solo…

—¿Por qué no? —Mi voz sonó impaciente. Aún estaba alterado por mi fracaso al tratar de ayudarla.

—No salgo —repitió. Apartó la cara, pero antes de hacerlo vi las lágrimas correr por sus mejillas.

Sin pensar, me acerqué para consolarla. Ginger me gruñó y yo retiré la mano. ¿Sentiría algo si me atacara? ¿Sangraría? ¿Me dolería?

—El estanque tiene un aspecto horrible —afirmó Ann.

Otra vez esa sensación de frío desánimo. Qué existencia tan terrible la de pasar incontables días en este lugar y ver que eres incapaz de hacer nada para adecentarlo.

—Me encantaba estar aquí —confesó con tristeza—. Era mi lugar preferido. Mira en qué se ha convertido.

Aquello respondió a mi pregunta. Podía sufrir dolor en ese nivel. Lo sentí en mi interior al contemplarla y recordar lo a menudo que salía por las mañanas al embarcadero con su café, se sentaba al sol vestida solo con su bata y observaba a través del agua cristalina del estanque la vegetación que habíamos puesto en el fondo. Le encantaba.

Su tono se hizo más sarcástico.

—Un lugar muy exclusivo.

—Aun así, todo funciona en mi casa —intenté una vez más.

—Me alegro por ti —respondió con frialdad, y supe que ninguna estrategia iba a funcionar dos veces. Volvía a la casilla de salida de aquel juego odioso.

Silencio. Ann permaneció inmóvil, sin dejar de mirar la asquerosa superficie del estanque. Ginger se situaba a su lado, con los ojos fijos en mí. ¿Qué podía hacer? Me daba la impresión de que cuanto más tiempo pasaba, menos posibilidades tenía de conseguirlo.

Me concentré con todas mis energías. ¿Cuál era el peligro del que Albert me había advertido? ¿Iba a dejar que el desaliento imperante allí me dominara y me hiciera parte de aquel lugar?

—¿Tienes hijos? —pregunté por impulso.

Se volvió y me miró con frialdad. Luego respondió.

—Cuatro. —Y apartó la vista.

Iba a preguntarle acerca de ellos cuando opté por intentar una vez más forzar las «coincidencias». Aún no había utilizado aquella estratagema con los hijos.

—Yo también tengo cuatro hijos. Dos hijas y dos hijos.

—¿Sí? —respondió sin girarse.

—Mis hijas tienen veintiséis y veinte años. Mis hijos, veintitrés y diecisiete. —¿Estaba arriesgando demasiado?

Me volvió a mirar. Su expresión no había cambiado, pero me pareció que iba a entrecerrar los ojos.

Aquello me dio fuerzas para continuar.

—Se llaman Louise, Marie, Richard e Ian.

Me dio la espalda de nuevo con una mirada de sospecha en su cara. La expresión de una mujer que cree que le están poniendo un cebo, pero que no sabe la razón o el porqué. Sentí una punzada de miedo al ver aquella expresión. ¿Había cometido un error fatal?

Incluso mientras me lo planteaba, me escuché seguir hablando.

—¿Cómo se llaman tus hijos?

No dijo nada.

—¿Señora Nielsen? —Casi la llamé Ann.

Otra vez pasó esa película por sus ojos… y de repente la realidad me golpeó de lleno.

No importaba lo mucho que me acercara, nunca llegaría hasta ella. Cuando me aproximaba demasiado, algo la afectaba y ella se alejaba de mí. Había ignorado todo lo que le había dicho.

Aun así continué, aterrorizado y asustado.

—Mi hija mayor se ha casado y tiene tres niños. Mi hija pequeña…

Dejé de hablar cuando se dio la vuelta y se dirigió a la casa. El pájaro que sostenía entre las manos cayó al suelo, pero no se dio cuenta. Fui hacia ella, pero Ginger me hizo retroceder con un gruñido de advertencia. Me quedé en el sitio y observé a Ann distanciarse.

¿Ya se había acabado todo?

De repente, Ann miró a un lado y profirió una expresión de asco, luego corrió hacia la casa a través de la puerta de la sala de estar. Cerró tras de sí con un portazo.

Miré el lugar que le había provocado tal respuesta y vi una enorme tarántula arrastrarse sobre una roca.

Gruñí, y no de miedo, sino al comprender que uno de los temores más intensos de Ann se hacía presente aquí. Siempre le habían aterrorizado las tarántulas; su mera visión la hacía ponerse mala. Qué vilmente predecible el que su infierno incluyera estas arañas gigantes.

Caminé hacia la tarántula y la examiné. Bulbosa y peluda, caminaba por la roca. Miré en derredor y vi a Ann a través de la puerta de cristal, que la observaba con auténtica repulsión.

Busqué a mi alrededor y vi una pala apoyada contra la casa. La agarré y volví adonde estaba la tarántula. Coloqué la herramienta de tal forma que la araña acabó en el extremo metálico de la pala. Luego fui hasta el borde del embarcadero y lancé la araña tan lejos como pude. Mientras trazaba un arco por encima del estanque hasta aterrizar sobre la hierba, me pregunté si sería real o no. ¿Tenía una existencia propia o solo estaba allí porque Ann les tenía miedo?

Volví la vista cuando la puerta de la sala de estar se abrió un poco. Mi corazón saltó en el pecho cuando advertí una mirada de gratitud, casi infantil, en la cara de Ann.

—Gracias —murmuró. Incluso en el Infierno existe la gratitud.

Tenía que aprovechar la situación como fuera.

—Me he dado cuenta de que no te queda Sparklett, la botella está vacía. ¿Quieres que te pida una nueva?

Aquello le hizo sospechar. Estuve a punto de gemir de frustración.

—¿Qué es lo que quieres? —me preguntó.

Me esforcé por sonreír.

—Solo saludar. E invitarte a casa a tomar un café.

—Te he dicho que no salgo.

—¿Ni siquiera a dar un paseo? —Traté de no sonar forzado. Ella y yo caminábamos un montón por Hidden Hills.

Quería que se diera cuenta de su aislamiento, y que lo cuestionara.

Pero no se cuestionó nada; solo se apartó de mí como si mis palabras la hubieran ofendido. La seguí dentro de la casa y cerré la puerta de cristal. En cuanto lo hice, Ann se volvió y Ginger gruñó; el pelo del cuello se le erizó. Me asaltó una visión de intentos fútiles de ayudar a Ann. De nuevo la desesperanza quería apoderarse de mí.

Entonces fui consciente de las decenas de fotografías que había en las paredes, y se me ocurrió otra idea. Si consiguiera que mirara una de las fotografías en las que salía yo, el parecido debería impresionarla.

Ignoré el gruñido de Ginger y me acerqué a la pared más próxima. Busqué una fotografía en la que saliera yo.

Todas las fotografías estaban emborronadas y era imposible apreciar la imagen.

¿Por qué? ¿Sería parte del castigo que la propia Ann se imponía? Iba a mencionarlo, pero al final no lo hice. Tal vez solo la confundiera aún más.

Otra idea.

—Lo cierto es que antes te he mentido.

Me miró con suspicacia.

—Mi esposa y yo estamos separados, pero no de la forma que crees. La muerte nos ha separado.

Me sobresaltó el que se estremeciera ante mis palabras. Por la cara que puso, pareciera que alguien le había clavado un cuchillo en el corazón.

Aun así, seguí hurgando en la herida, con la esperanza de encontrar el camino correcto.

—Se llamaba Ann.

—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó, como si yo no hubiera dicho nada.

—¿No me has oído?

—¿Dónde vivías antes?

—He dicho que se llamaba Ann.

Se encogió otra vez y la expresión de desconsuelo volvió al rostro.

Luego se impuso la mirada vacía de antes. Se alejó de mí y se dirigió hacia la cocina. Quise decirle que volviera. Casi lo hice. Quise gritarle: «¡Soy yo! ¿No te das cuenta?».

Me contuve. Y como una fría losa en el pecho, volvió la depresión. Me debatí contra ella, pero en esta ocasión no tuve tanta suerte. No fui capaz de apartarla del todo.

—Mira este lugar —dijo Ann. Hablaba como si estuviera sola, con voz mecánica. Tuve la sensación de que aquello era parte del proceso, una constante repetición de los detalles de su situación, que no hacía más que reforzar sus ataduras a ella—. Nada funciona. La comida se echa a perder. No puedo abrir las latas porque no hay electricidad y el abrelatas se ha perdido. No se ve la televisión, creo que está rota. No hay radio, tocadiscos, ni música. La casa está helada; el fuego apenas calienta. Tengo que ir a la cama en cuanto anochece porque no hay luces y tampoco velas. Los basureros no se pasan por aquí. Todo huele a basura y suciedad. Y no me puedo quejar de nada porque el teléfono no funciona.

Interrumpió su discurso con una carcajada que me heló la sangre en las venas.

—¿Pedir una nueva botella de Sparklett? Llevan sin repartir tanto que ya no recuerdo la última vez que lo hicieron. —Rió con amargura—. Qué buena vida. Juro por Dios que me siento como un personaje de una obra de Neil Simón: todo lo que me rodea se echa a perder, y todo dentro de mí se marchita.

Comenzó a sollozar, y al ir hacia ella de forma instintiva Ginger me bloqueó el paso, me enseñó los colmillos y me gruñó con fiereza. Parecía el mismo Cancerbero. El abatimiento hizo acto de presencia por enésima vez.

Miré a Ann. Sabía lo que estaba haciendo, pero no tenía fuerzas para luchar.

Negaba la verdad al refugiarse en la relativa seguridad de sus detalles aflictivos. Al abrigo de la melancolía.