30
Un mal comienzo

Deslicé la puerta de cristal hasta mitad de camino y me asomé al otro lado. Luego la llamé por su nombre.

Ni ella ni Ginger reaccionaron. Tal vez ella no me había oído, pero estaba seguro de que Ginger sí debería haberlo hecho.

Estaba claro que aún no había «descendido» lo suficiente.

Dudé por un instante. El descender mi vibración y hacerme más pesado y denso me provocaba una sensación sucia (es la única manera de describirlo que se me ocurre).

Pero sabía que no había otro remedio, así que lo hice. Me encogí ante aquella desagradable sensación. Cogí la agarradera de la puerta corredera y la abrí del todo.

De inmediato, Ginger pegó un brinco y levantó las orejas. Ann se giró. Al verme, la perra se puso en pie con un gruñido y se giró para encararme.

Ginger, no… —empecé.

Ginger.

El sonido de la voz de Ann casi me hizo llorar. La miré mientras Ginger retrocedía mirando a su alrededor. Ann se levantó y por un instante creí que me iba a reconocer. Proferí un ruidito de alegría y fui hacia ella.

—¿Quién eres tú? —exigió saber.

Me quedé petrificado a mitad de camino. Su tono había sido tan frío que fue como si una aguja de hielo me traspasara el corazón. La contemplé, desalentado ante el matiz seco y desconfiado de su voz.

Ginger seguía gruñendo y el pelo de la espalda se le había erizado. Tampoco me conocía.

—Te atacará si te acercas más —me advirtió Ann. Supe que su amenaza era más bien hueca y que en realidad estaba asustada, pero su tono, tan brusco, me deprimió.

No tenía ni idea de qué hacer. Yo sí la reconocía a ella. Pero ella me creía un extraño. ¿Sería posible que aún no hubiera reducido mi vibración lo suficiente?

Tenía miedo de comprobarlo. ¿Me estaría viendo con claridad? ¿O tendría un aspecto tan borroso como lo había tenido Albert la primera vez que lo vi después de morir?

No estoy seguro de saber cuánto tiempo nos habríamos tirado allí, callados, si no hubiera hablado. Nos parecíamos a estatuas: ella y Ginger me miraban; Ginger había dejado de gruñir, pero aún se mantenía cauta, lista para defender a Ann si tenía que hacerlo. Qué animal tan magnífico. Amaba tanto a Ann que había aceptado esto en lugar de Summerland. ¿Qué más podía hacer para mostrar su lealtad?

Mi mente trabajaba como los engranajes en continuo movimiento de un viejo reloj. Tendría que haber algo que pudiera decir. Algo a modo de presentación. ¿Pero el qué?

No te sé decir cuánto tiempo tardó el concepto en formarse en mi cabeza. Como ya te he dicho, Robert, el tiempo en el más allá no funciona igual. Y aunque este lugar estuviera más cerca de la Tierra que de Summerland, la escala de tiempo no se parecía en nada a la que Ann había conocido en vida. Lo que quiero decir es que el tiempo que pasamos mirándonos el uno al otro pudo ser un segundo, o dos, o varios minutos. Aunque mi impresión es que más bien fue esto último.

—Me acabo de mudar aquí —dije.

Las palabras salieron solas. No sabía hacia dónde ir. O si lo sabía, el fin de aquello estaba muy bien enterrado en mi subconsciente. De todas formas, solté aquello: un comienzo poco prometedor.

No soy capaz de describirte el dolor que me provocó aquella mirada de desconfianza que me dedicó al responderme.

—¿A qué casa?

—A la de Gorman.

—No han vendido su casa.

Me arriesgué.

—Sí que la han vendido. No hace mucho. Me mudé ayer.

No respondió, y yo dudé si la había pifiado, si me había pillado en una mentira flagrante.

Al ver que no me rebatía, supuse que había acertado. Ella recordaba a los Gorman pero no sabía mucho de ellos, así que no tenía forma de saber si era cierto o no.

—No sabía que la habían vendido —confesó al final, lo que confirmó mi suposición.

—Sí. La vendieron. —Me sentí contento ante mi primera victoria. Tenía que labrarme el camino pasito a pasito, a la busca de mi oportunidad.

Ann me allanó el siguiente paso, sin duda de manera inconsciente.

—¿Cómo sabes ni nombre?

—Lo leí en la guía telefónica de Hidden Hills —respondí, y me alegré al ver que mi respuesta le había resultado aceptable.

Sin embargo, todo se vino abajo con su siguiente pregunta.

—¿Y qué haces en mi casa?

Cometí el error de dudar, y Ann se tensó y retrocedió. Ginger volvió a gruñir y el pelo se le volvió a erizar.

—Llamé a la puerta —comenté de manera despreocupada—. Como nadie me respondía, entré y grité tu nombre. Seguí llamándote mientras me movía por la casa. Supongo que no me oíste.

Aquello no le gustó mucho, y mis esperanzas se desinflaron un poco. ¿Por qué no me reconocía? Si ni siquiera se acordaba de mi cara, ¿cómo iba a ayudarla?

Me opuse al desánimo, como Albert me había aconsejado. ¿Cuántas veces tendría que luchar contra aquella sensación antes de que esto terminara?

—Solo he venido a saludar —aseguré sin pensar. Tenía que continuar con la charada. En ese momento me volví a arriesgar—. Me ha dado la impresión de que me has reconocido al verme —le dije—. ¿Me parezco a alguien conocido?

Pensé que había avanzado un poco más al escuchar su respuesta.

—Te pareces un poco a mi marido.

El corazón se me aceleró.

—¿En serio?

—Sí. Un poco.

—¿Dónde está? —inquirí.

Error. Retrocedió unos pasos y entrecerró los ojos. ¿Le había sonado amenazadora mi pregunta? La respuesta fue evidente cuando Ginger me volvió a gruñir.

—¿Se llama Chris?

Entrecerró los ojos más aún.

—Lo vi en la guía —añadí, aunque confié en que no tan rápido como para levantar sus sospechas. Me puse nervioso al darme cuenta de que, en su mente, quizá ya no saliera mi nombre en la guía.

—Sí. Chris —murmuró.

¿Te puedes imaginar cómo me quemaba el anhelo de tomarla entre mis brazos y reconfortarla, Robert? ¿Incluso aunque sabía que aquello sería lo peor que podía hacer?

Me obligué a continuar.

—Los Gorman me dijeron que es guionista de televisión —le conté, en un esfuerzo por sonar afable—. ¿Es cierto? ¿Qué…?

—Está muerto —me cortó con una voz tan cargada de amargura que me dejó helado.

Entonces me di cuenta de la tarea tan ardua que me esperaba. ¿Cómo esperaba que Ann fuera a reconocer mi cara y mi voz, mucho menos mi identidad? Para ella yo estaba muerto, y no creía en el más allá.

—¿Cómo sucedió? —pregunté. No sabía por qué había preguntado. No tenía ningún plan. Solo seguía adelante, con la esperanza de que algo positivo ocurriera.

Al principio no me respondió. Pensé que no iba decir nada, pero terminó haciéndolo.

—Tuvo un accidente de coche.

—Lo siento —le dije. Aquella conducta de simpatía no demasiado efusiva sería un buen acercamiento—. ¿Cuándo fue?

Me sorprendió el comprobar que no parecía saberlo. La confusión se hizo patente en su cara.

—Ha… hace ya un tiempo —vaciló. Traté de idear la forma de utilizar su confusión para mi ventaja, pero no se me ocurrió nada.

—Lo siento —repetí. Fue lo único que se me ocurrió.

Silencio. Busqué algo que decir, cualquier cosa, pero al final volví sobre lo que ya había dicho antes.

—¿Y entonces me parezco a él? —¿Tal vez repitiendo la idea podría hacerla ver lo mucho que me asemejaba a él?

—Un poco —respondió. Se encogió de hombros—. No demasiado.

Me pregunté si ayudaría el revelarle que yo también me llamaba Chris. Pero algo en mi interior me hizo rechazar la idea. Sería forzar mucho la situación. Tenía que andar con pies de plomo, o podría perder todo lo que había conseguido hasta ahora. Estuve a punto de decir que mi esposa también había muerto, pero se me antojó peligroso, así que deseché la posibilidad.

Fue como si me leyera la mente, aunque estaba seguro de que no podía hacerlo.

—¿A tu esposa le gusta Hidden Hills?

La alegría que experimenté ante su pregunta, razonablemente afable, se vio enturbiada por la confusión que me atenazó al ir a responder. Si le decía que tenía una esposa, ¿qué le diría acerca de ella? ¿No serviría para interponer una barrera infranqueable entre nosotros?

El riesgo era más de lo que estaba dispuesto a correr, así que tomé otro camino.

—Mi esposa y yo estamos separados. —En el fondo era cierto, y la respuesta la satisfizo.

Esperé que me preguntara si planeábamos divorciarnos… en cuyo caso le respondería que la separación era de otra naturaleza, y así tal vez me abriría camino.

Sin embargo, no dijo nada.

Silencio. Estuve a punto de gruñir solo para romperlo. ¿Mi ayuda se reduciría a una serie infinita de intentos fracasados seguidos de silencios? Traté de pensar en un acercamiento que despertara su empatía.

No se me ocurría nada.

—¿Cómo ha muerto el pájaro? —solté de sopetón.

Otro error. Su expresión se tornó más sombría.

—Todo muere aquí.

La miré, y no me percaté hasta pasado un rato de que en realidad no me había respondido. Iba a repetir mi pregunta cuando volvió a hablar.

—Trato de ocuparme de todo. Pero nada sobrevive aquí. —Miró al pájaro que acunaba en sus manos—. Nada —murmuró.

Fui a decir algo, pero al ver que pretendía continuar me callé.

—Uno de nuestros perros también se ha muerto. Un ataque epiléptico.

«Pero Katie está a salvo», pensé. Quise decírselo pero no debía. Me pregunté si podía seguir la conversación en mi beneficio.

—Mi esposa y yo teníamos dos perros. Un pastor alemán como el tuyo y un fox terrier que se llamaba Katie.

—¿Qué? —Me miró.

No dije más y dejé que le diera vueltas a la idea: un hombre que se parecía a su marido, que había sido separado de su mujer y que tenía dos perros como los suyos, uno con el mismo nombre. ¿Debería añadir que nuestro pastor alemán también se llamaba Ginger?

No me atreví.

Mis esperanzas se avivaron al ver algo parecido a un velo, una película casi visible, como si se diera cuenta de algo durante un instante, pero se fue casi de inmediato…, casi seguro que debido a su propia tozudez. ¿Cómo habría sido el proceso que la había hecho prisionera de este lugar?

Se dio la vuelta y contempló la superficie sucia del estanque. Quizá me hubiera desvanecido de su vista.

Fue un mal comienzo.