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Llegar hasta su alma

La casa parecía más pequeña, más sucia, desvencijada.

Recuerdo que en vida me quejaba del tejado. Siempre me había estado rondando la cabeza la idea de cambiar las tejas. Ann opinaba que teníamos que pintar la casa de nuevo. Los arbustos que rodeaban la casa requerían ser podados y el garaje ordenado.

Aun así, comparado con lo que veía, aquella casa estaba a años luz de esta.

Las tejas estaban rotas y sucias, y muchas faltaban. La pintura de las paredes exteriores, de las puertas, ventanas y persianas se había descascarillado, y unas cuantas rajas recorrían la superficie de los muros. Los arbustos, al igual que pasaba con los que había visto durante mi ascenso, se habían secado. El garaje daba pena: el suelo, manchado de aceite, estaba cubierto de polvo y hojas. Los contenedores de basura rebosaban. Dos de ellos yacían en el suelo, y un gato flacucho comía algo entre los desperdicios.

En cuando me vio, pegó un respingo y corrió hacia la puerta trasera del garaje, que ahora se había visto reducido a un dintel sin hoja. El olmo de la entrada había muerto, y la cerca, a punto de derrumbarse, cimbreaba a lo largo de la colina.

El Honda de Ann estaba aparcado enfrente de la casa. Al principio me sorprendió ver solo su coche, y busqué el resto, sobre todo el todoterreno.

Entonces reparé en que se trataba de su limbo privado, y que solo poseía lo que esperaba ver allí.

Caminé hacia el coche y lo examiné. Lo que vi me produjo náuseas. Siempre se había enorgullecido de él y lo había mantenido impoluto. Ahora parecía muy antiguo, el cromo estaba salpicado de roña, la pintura había saltado en unas cuantas zonas, las ventanas estaban cubiertas de polvo, tenía un abollón en un lado y una rueda desinflada. ¿Así era todo aquí?

Intenté no pensar en ello y caminé hacia la puerta principal.

Parecían igual de viejas que el resto de las cosas. También estaban cubiertas de manchas, y los pomos se habían corroído por completo. La cubierta de cristal del porche se había roto, y había trocitos de vidrio esparcidos por todo el suelo. Una sección de tejas había desaparecido por completo, y el resto mostraba los mismos signos de decadencia.

De nuevo me sentí deprimido. Luché contra ello. Y eso que ni siquiera había entrado. La idea me asustó.

Hice de tripas corazón y llamé a la puerta izquierda.

Me parecía grotesco el tener que llamar a la puerta de mi propia casa (aunque en realidad aquello fuera más bien una forma distorsionada de ella), pero sabía que aparecer de repente alarmaría a Ann. No habían sido pocas las veces en que, tras volver a casa de manera inesperada, caminaba hasta nuestro dormitorio para encontrármela saliendo del vestidor. Daba un salto hacia atrás, asustada, y decía: «¡Oh! ¡No te he oído entrar!».

Así que llamé. Mejor eso que asustarla.

Nadie respondió. Me quedé en el porche durante lo que me pareció mucho tiempo. Después, desalentado, giré el pomo y abrí la puerta. La hoja arañó el suelo a medida que la empujaba. Las bisagras debían de estar algo sueltas. Entré. El enlosado tenía la misma mala pinta que en el porche.

Me estremecí al cerrar la puerta. La temperatura era más desapacible dentro que fuera; el frío pendía de la atmósfera. Apreté los dientes y fui hacia el salón. Me juré que, no importaba lo que viera, no permitiría que me disuadiera para marcharme.

Desde siempre me había encantado nuestro salón, Robert: el panelado de roble, las estanterías empotradas, los enormes muebles de color terracota, la gran puerta corredera y la ventana que daba a la parte trasera y al estanque.

Este salón no se le parecía ni remotamente.

El panelado y las estanterías estaban rotas y carecían del brillo que recordaba; el mobiliario, raído y descolorido. La alfombra, que había sido de color verde hierba, ahora había adquirido una tonalidad verde negruzco. Una enorme mancha ocre decoraba el tejido pardo, cerca de la mesita de café. La propia mesa estaba astillada y llena de arañazos. Había perdido la tonalidad roble que antes luciera.

Esa mesa la había fabricado yo mismo, y siempre me había enorgullecido de ella. Me acerqué y observé el tablero y las piezas de ajedrez que Ann me había regalado en Navidad. Eran un prodigio de artesanía: el tablero había sido fabricado con roble y decorado con filigrana plateada grabada; las piezas las habían hecho con peltre y las bases eran de roble pulido. En suma, algo único.

Ahora el tablero estaba recubierto de polvo y arañazos, cinco de las piezas habían desaparecido y dos estaban medio rotas. Me aparté de la mesa y me dije que aquel no era el juego de ajedrez al que había jugado en vida. Era difícil aceptarlo, porque todo me parecía muy familiar. Las estanterías eran justo como las recordaba… excepto porque estas contenían libros antiguos que casi se caían a pedazos. Las persianas eran justo como las recordaba… excepto porque una de ellas se había roto y yacía tirada sobre el cojín, sucio y descolorido por el sol, del sillón, al lado de la ventana.

Eché un vistazo al embarcadero y vi que la morera no había dado frutas. Aunque no era el mismo árbol: este se estaba muriendo. La cubierta del embarcadero estaba repleta de hojas secas y el agua se había estancado. Había una sustancia similar al limo que salpicaba la superficie del agua inmóvil.

Me di la vuelta (y me percaté de una raja en la puerta corredera) para dirigirme al piano. A diferencia del que recordaba, este no tenía lustre alguno. Toqué las teclas. Sonó metálico. No estaba afinado en absoluto.

Aparté los ojos de aquella lúgubre habitación y grité el nombre de Ann.

No hubo respuesta.

Probé de nuevo, y cuando la única respuesta que obtuve fue el silencio, crucé el salón en dirección a la salita. Me vino a la cabeza el día (ahora me parecía que había transcurrido un siglo) en el que había hecho el mismo recorrido en nuestra casa de la Tierra, el día de mi funeral, antes de darme cuenta de lo que había ocurrido.

La salita tenía el mismo mal aspecto que las demás: mobiliario hecho un guiñapo y lleno de polvo, panelado y cortinas raídos, enlosado cubierto de suciedad. En el hogar ardía un fuego exiguo. Nunca había imaginado hasta entonces que una hoguera pudiera ser tan agradecida. Esta era tan pequeña e insignificante (unas pocas lenguas de fuego demacrado que lamían retazos de madera) que parecía que no proporcionaba ni calor ni consuelo alguno.

Tampoco se oía música.

En nuestra casa siempre sonaba música, a menudo hasta una mezcla entre dos o tres tipos a la vez. En esta casa (esta versión triste y deprimente de nuestra casa) solo reinaba el silencio, el frío y el silencio.

No miré las fotografías de las paredes. Sabía que no soportaría ver las caras de los niños. Fui a la cocina.

Platos sucios, el fregadero a rebosar de cubiertos y ollas, las ventanas cubiertas de mugre, baldosas que faltaban en el suelo… La puerta del horno estaba abierta, y dentro vi un pan medio lleno de grasa blanca reseca y unas briznas de carne igual de seca.

Abrí el frigorífico y miré en su interior.

El contenido me repugnó. Lechuga pasada, queso seco, pan rancio, mayonesa amarillenta, una botella medio vacía de vino tinto de aspecto turbio. De dentro surgía un intenso olor fétido, así que cerré la puerta. Me aparté y me concentré en no dejar que la decadencia de la casa me afectara. Crucé la salita, atravesé el pasillo y me encaminé a la parte trasera de la casa.

Las habitaciones de los niños estaban vacías. Entré en cada una. No hacía tanto frío y tenían mejor aspecto que el resto de la casa, pero seguían emanando esa sensación inquietante. Solo la habitación de Ian parecía haber sido usada: la cama continuaba sin hacer y había papeles sobre la mesa, como si hubiera estado haciendo los deberes.

Me pregunté el porqué.

* * *

Ann se sentaba en el césped, justo a la salida de nuestro dormitorio.

Me quedé delante de la puerta de cristal, mirándola con lágrimas en los ojos.

Vestía un jersey grueso de color azul sobre la blusa, un pantalón suelto y zapatos raídos. Su piel, o al menos la parte que veía desde allí, daba la impresión de estar pálida y reseca. El pelo, lacio, daba la impresión de no haber sido lavado en mucho tiempo.

Para mi sorpresa, Ginger la acompañaba. Entonces no lo sabía, pero después de que Ann muriera, Ginger había dejado de comer casi por completo, y murió un mes después. Ahora estaba allí, llena de tanto amor que había elegido viajar hasta aquel lugar horroroso antes que dejar a Ann sola.

Ann no se movía y sostenía algo entre las manos, que había unido en forma de cuenco. Nunca la había visto adoptar una postura tan patética. Me desplacé para ver qué era lo que aferraba y vi que se trataba de un diminuto pájaro gris, muerto.

De repente recordé que esto ya había ocurrido antes.

Ella había encontrado un pájaro en la calle, atropellado por algún motorista despistado. Se lo llevó a casa y se sentó en el césped trasero con él. Sostuvo entre las manos el cuerpecito palpitante. No se me olvidará nunca lo que dijo. Que sabía que el pájaro estaba muriéndose y quería que oyera en sus últimos momentos los sonidos que le habían rodeado en vida: el viento silbando entre los árboles y el canturreo de los demás pájaros.

Un súbito estallido de furia surgió dentro de mí. ¿Una persona así merecía esto? ¿Qué clase de justicia era esta?

Pugné contra el sentimiento. Sentía que la ira, como si fuera un imán, me arrastraba hacia donde no quería llegar. Si no me hubiera dado cuenta de que también me alejaba de Ann, habría sucumbido.

Recordé la advertencia de Albert y reprimí la ira. No se trataba de un juicio. O, si lo era, provenía de la propia Ann. Solo estaba aquí porque sus acciones la habían llevado hasta este sitio. No constituía un castigo, era la ley. Mi resentimiento solo servía para malgastar mi energía. Lo único que podía hacer era intentar ayudarla a comprender. Por eso estaba yo allí. Y ahora había llegado el momento de empezar. Ya había llegado hasta su cuerpo.

Ahora tenía que llegar hasta su alma.