Caminamos por el enorme páramo gris. Las sandalias arañaban el duro suelo.
—No hay ningún lugar llamado infierno —me explicaba Albert—. Lo que los hombres llaman «infierno» es un vacío en el que almas subdesarrolladas van a parar tras la muerte. Un nivel de existencia del que no pueden escapar porque son incapaces de pensar de manera abstracta, aunque sí pueden habitar materia contingente.
—¿Por qué van a parar a esos sitios? Seguro que Ann…
—Solo te puedo decir que las señales nos guían hacia allí. Y gracias a Dios, lejos de donde hemos estado.
—¿Seguimos en la pista? —pregunté con ansiedad.
—Creo que nos estamos acercando —asintió.
Miré en todas direcciones, pero no había nada salvo el páramo.
—¿Cuánto falta?
—Sé paciente. Solo un poco más.
Anduvimos en silencio un rato. Entonces, al recordarlo, saqué el tema.
—Aquel hombre me engañó.
—Una historia trágica. Se pasó gran parte de su vida torturando de forma física y psíquica a los demás. Sus crímenes se han vuelto contra él y lo han mantenido prisionero en ese lugar durante siglos. Lo triste es que, a pesar de que los recuerdos de cada uno de los inenarrables actos que cometió están grabados a fuego en su mente, no se arrepiente en absoluto de sus acciones.
—¿Por qué dices que es una historia trágica? —quise saber al rememorar la expresión feral y depravada del hombre.
—Porque en la antigua Roma no era considerado un criminal, sino un administrador de justicia.
Negué con la cabeza.
—Claro, que la justicia que administraba no tenía nada de justa. Y ahora sufre el castigo de la auténtica justicia: ojo por ojo.
Se detuvo y miró hacia la derecha. Hice lo mismo y advertí, para mi sorpresa, una hilera de colinas en la distancia.
—Está allí —anunció Albert.
Lo miré, alegre.
Su expresión era todo lo contrario.
—No te alegres todavía. Ahora comienza la parte más difícil.
* * *
Resulta extraño que, después de todo lo que había pasado en el cráter, tuviera un mal presentimiento ante la vista que tenía ante mí, a pesar de que debería haber pasado todo lo contrario: aquella era la colina que conducía a nuestra casa.
Miré a Albert, confundido. ¿Por qué habíamos ido tan lejos si no había llegado a salir de casa?
—¿Está aquí? —pregunté.
—¿Aquí? —replicó.
—En casa. —Pero mientras hablaba supe la razón de su extrañeza.
No era el hogar con el que habíamos soñado, aunque desde donde estaba parecía casi idéntico.
—¿Qué es esto?
—Lo verás si subes allí —respondió.
—¿Si subo allí? —lo miré, extrañado.
—Preferiría que te marcharas. Sí, incluso aquí, donde solo te separan unos pocos pasos de ella.
Negué con la cabeza.
—Chris… —Me cogió el brazo y lo sostuvo con firmeza. Qué densa y «terrestre» (por definirlo de alguna forma) me pareció mi carne en aquel momento—. Lo que ocurrió en el cráter solo sucedió en tu mente… y solo sufrió tu mente. Lo que ocurra aquí afectará a tu alma.
Sabía que decía la verdad. Aun así, negué otra vez.
—Tengo que verla, Albert.
Me sonrió, pero era una sonrisa triste, resignada.
—Recuerda que has de resistirte a la desesperanza que te va a rodear. Tu cuerpo astral debe cubrirte del todo para que Ann pueda verte y oírte. Al hacerlo, te volverás vulnerable a todo aquello a lo que ella lo es. ¿Lo comprendes?
—Sí —asentí.
—Si te sientes, ¿cómo explicarlo?, arrastrado, resístete con todas tus fuerzas. Trataré de ayudarte, pero…
—¿Ayudarme? —le interrumpí.
—Haré lo que pueda para echarte una mano mientras…
Mi expresión lo hizo callar. Me miró alarmado.
—No, Chris. No debes.
—Sí. —Miré el tejado de la casa que se adivinaba en la cima de la colina—. No sé qué pasa o qué va a pasar. Pero tengo que ayudarla yo solo. Lo siento —le dije sin dejar que continuara.
Me miró, algo alterado.
—Lo siento —repetí—. No te lo puedo explicar, pero sé que así es.
Me contempló en silencio durante un largo rato, en el que supongo que pensaba si valía la pena discutir conmigo o no.
Al fin, sin una palabra más, se adelantó y me abrazó despacio. Se demoró un rato y luego retrocedió, sin despegar las manos de mis hombros. Esbozó una sonrisa.
—Recuerda que no estás solo. Que hay un hogar para ti y gente que se preocupa por ti. —Retiró las manos—. No permitas que te perdamos.
No dije nada. No había forma de saber con qué me enfrentaría en la colina. Solo me quedaba asentir y tratar de devolverle la sonrisa antes de que se diera la vuelta y se marchara.
Lo observé hasta que desapareció, y luego me dirigí hacia la casa por la carretera. Un pensamiento se me pasó por la cabeza: ¿una carretera? ¿Tenía un coche? Y si lo tenía, ¿lo podría conducir?
Me detuve e inspeccioné los alrededores. La respuesta se hizo obvia. No había vecindario, ni casas en las cercanías, ni Hidden Hills, ni nada de nada. La casa estaba aislada.
Lo único que escuchaba era el sonido de mis pisadas contra la calzada. El pavimento estaba sucio y agrietado, y matas de hierbajos amarillos brotaban entre las grietas.
Pensé de nuevo en lo que Albert me había dicho antes de dejarme.
—No creerá nada de lo que le digas, recuérdalo. No tiene sentido tratar de convencerla de que no está viva. Cree que sí lo está. Piensa que tú eres el único muerto. Por esa razón, lo mejor será que no te identifiques de inmediato, sino que procures convencerla de quién eres de alguna forma, aunque no sé de qué forma podría ser. Eso te lo dejo a ti: tú la conoces mejor que yo. Recuerda que no te reconocerá y que no te creerá si le dices sin más quién eres.
Había recorrido ya medio camino. Todo me daba miedo. Ya he descrito la calzada. Los árboles, alineados a ambos lados, estaban muertos y carentes de hojas. Al pasar cerca de uno doblé una rama que se rompió de inmediato con un chasquido seco. El suelo tenía calvas y mostraba hendeduras irregulares. Recuerdo lo mucho que me quejaba acerca del aspecto de nuestra colina a finales de verano.
Pero, aun así, era fabuloso en comparación con esto.
Me detuve y me aparté súbitamente de la calzada. Una serpiente se deslizaba entre los pequeños matojos de hierba para cruzarla. Contemplé cómo reptaba por el pavimento agrietado. Traté de discernir si tenía la cabeza triangular o no. Pero no lo distinguía, así que estudié su cola para comprobar si era una serpiente de cascabel. Hubo unas pocas veces en que nos encontramos con algunas. En una ocasión, una serpiente de casi un metro estuvo viviendo en una caja de cartón en el garaje.
No me moví hasta que la serpiente desapareció entre la hierba marrón situada a la derecha de la calzada. Luego seguí mi camino mientras me preguntaba qué es lo que habría pasado de alargar la mano y tocarla. No podía morir, pero, ¿sentiría el veneno recorrer mis venas en este nivel?
Miré hacia arriba y estudié el tejado de la casa con más detalle. Seguía teniendo un aspecto borroso, cubierto de sombras. Tenía que descender mi vibración para alcanzar el nivel adecuado.
Sucedió de inmediato. Me recorrió una sensación como nunca antes había experimentado, como si me estuviera congelando. Mis pasos se hicieron más lentos y pesados. Una película transparente me cubrió los ojos y la luz se atenuó aún más. El poco color del paisaje se tornó más apagado todavía. A través de una capa de sombras, la casa parecía ya totalmente sólida. Sin embargo, su aspecto se me antojaba muy deprimente.
Caí enseguida en la cuenta. Ya había empezado. Justo lo que Albert me había advertido: ese sentimiento desesperado. Bien sabe Dios que no era tan difícil sucumbir: la cargazón de mi cuerpo, la aridez de aquella ladera marrón, el frío gris del cielo… Mucho peor que el día más feo que alguna vez viera en vida.
No dejaría que pudiera conmigo. Me reencontraría con ella en un rato y, sin importar lo mucho que me costara o tardara, haría algo para ayudarla.
Algo.
Llegué a la cima de la colina y giré a la derecha, en dirección a la casa donde Ann vivía ahora.