Me pregunto ahora si fue alguien con una herencia psíquica, alguien que viajó a este lugar, quien llamó «Bedlam»[1] al primer manicomio inglés.
«Una cacofonía repugnante», fue la frase que me vino a la cabeza en cuanto llegamos al fondo del cráter.
El aire estaba ahíto de cada uno de los horribles sonidos que el hombre es capaz de emitir.
Gritos y aullidos. Maldiciones. Risas dementes de todo tipo y variedad. Refunfuños y siseos. Gruñidos bestiales. Inimaginables gruñidos de agonía. Escalofriantes expresiones de dolor. Rugidos salvajes y lamentaciones. Chillidos, bramidos, sollozos, gañidos y protestas. El tumulto confuso de incontables almas trastornadas.
Albert se me acercó al oído y me gritó.
—¡No te separes de mí!
No necesitaba repetírmelo. Como un niño aterrorizado por todos los miedos imaginables e inimaginables, me agarré a su brazo en cuanto comenzamos a recorrer la base del cráter. Avanzamos entre formas que yacían tiradas por todas partes. Algunas se movían de manera caprichosa, otras lo hacían con estremecimientos espasmódicos, otros reptaban como serpientes, y otros tantos permanecían quietos como cadáveres.
Todos ellos parecían muertos.
Lo que distinguí a través de la exigua luz que emitíamos acobardó mi alma.
Una nube de vapor colgaba por encima del suelo de roca, amenazando con ahogarnos, hasta que (por enésima vez) ajustamos nuestros sistemas para sobrevivir.
Bajo el vapor se hallaban aquellos seres. Ropas andrajosas y rotas que dejaban al descubierto una piel púrpura y grisácea. Ojos brillantes encajados en rostros sin vida nos miraban.
Y de fondo había un zumbido.
Había gente sentada en las rocas, las cabezas pegadas las unas a las otras como si estuvieran conspirando entre ellos. Había gente que copulaba sobre el suelo y sobre las rocas, sin dejar de gritar y reír. Había gente que golpeaba a otros, que ahogaba a otros, que atizaba a otros con piedras, que torturaba a otros. Todo ello aderezado con gritos, maldiciones y gruñidos. Una masa de criaturas reptantes, retorcidas, perversas, espasmódicas, bamboleantes, ruidosas y convulsas llenaba el cráter.
Y el zumbido no cesaba nunca.
Cuando la vista se adaptó a la niebla espesa, observé grupos de figuras semejantes a simios que iban de un lado a otro y hablaban entre ellos con voces guturales. No dejaban de moverse (o algo parecido) en busca de algo malvado o violento que hacer.
Y el zumbido continuaba, un canturreo interminable cuya fuente no divisaba aún.
Lo que sí vi entonces, diseminados por la zona que cruzábamos, fueron unos pozos de un líquido negro y asqueroso. No estaba seguro de si aquello era agua. Un olor aborrecible, mucho peor que cualquier otra cosa que hubiera olido antes, se elevaba de estos pozos. Quedé horrorizado al apreciar movimiento dentro de ellos, como si hubiera gente atrapada allí e incapaz de salir.
Y el zumbido proseguía, y se hacía más y más intenso, un sonido constante que se alzaba por encima de la cacofonía de ruidos humanos e inhumanos.
¡Un súbito estallido de pensamientos depravados me asaltó!
«Pero si se suponía que no podíamos percibir pensamientos», me dije. La presión de una oleada de visiones me golpeó de lleno. Supuse que tales pensamientos eran tan extremos que no se requería la telepatía para absorber sus vibraciones. Se trataba de pensamientos tangibles para los sentidos, más similares a una ola de fuerza psíquica que a un conjunto de ideas inmateriales.
Aquel batiburrillo de ideas me produjo náuseas. Miré alrededor y vi un montón de personas, de pie, a unos diez metros de nosotros, iluminados por un resplandor de color naranja sucio. Algunos esbozaban una risa pervertida en la cara; la expresión de otros era más bien de odio salvaje. La ola de pensamientos provenía de ellos…
De repente grité, aturdido, y el chillido pasó inadvertido entre la algarabía de los lunáticos.
El zumbido que había estado escuchado tenía su origen en el aleteo de moscas.
Millones de ellas.
Todo el mundo estaba cubierto por aglomeraciones de insectos. Se movían con ellos. Se acomodaban en los ojos y reptaban entre las bocas.
De repente me vino a la mente. Kit tenía un corte que se había hecho con una alambrada y que le cruzaba el rostro. Un enjambre de moscas se había reunido sobre ella, como si fuera un montón de carbón viviente. Las que estaban en el fondo engullían su sangre, y tenían el vientre rojo y repleto. Incluso cuando solté un grito, asqueado, y las traté de apartar con la mano, siguieron allí.
El horror que había sentido entonces no era nada comparado con esto. Mis dedos se clavaron en el brazo de Albert y cerré los ojos, para alejar la visión de mí.
Eso fue peor.
En cuanto cerré los ojos, una avalancha de visiones me asaltó. Necrófagos de cara blanca que devoraban carne podrida. Vampiros sonrientes que sorbían sangre negra de la garganta de niños que gritaban. Figuras de basura y excrementos entremezclados. Hombres y mujeres…
Abrí los ojos. Por aterrorizadoras que fueran las imágenes de las que era testigo en el cráter, las prefería a las que veía cuando cerraba los ojos.
—¡Resístete a sus pensamientos! —me gritó Albert—. ¡No permitas que te debiliten!
Lo miré, asustado. ¿Lo sabía?
Traté de resistirme. Robert, lo intenté con todas mis fuerzas. Me esforcé en evitar las visiones y los sonidos que aquella gente me lanzaba. Los olores y sabores y sentimientos de aquel lugar. Ann no podía estar allí.
Me obligué a no creerlo.
De repente, como si estuviera conectado con mi recuerdo de Ann, la más intensa de las desesperaciones y angustias se introdujo en mi consciencia.
Nada que haya experimentado en mi vida se parecía a esto. Debido a que el cerebro físico es incapaz de trabajar con varios pensamientos a la vez, la mente espiritual no tiene tales limitaciones.
Estas impresiones eran como rociadas de ácido que me salpicaban la mente. La desesperanza y el dolor más brutales pugnaban por apropiarse de mi propia existencia. Una melancolía tan vasta como una fosa sin fondo me reclamaba. «Ann no está aquí». Este pensamiento fue mi única defensa.
No estaba con estos seres.
Me sobresalté y grité, aturdido, cuando un hombre trastabilló hasta nosotros. Vestía lo que parecía ser los restos de una toga, que ahora se había convertido en unas tiras negras que colgaban del cuerpo. Tenía tan poca carne en los miembros que me recordó a un esqueleto. Las manos que estiraba hacia nosotros se asemejaban a las garras de un ave de presa, y las uñas, zarpas negras. Costaba apreciar los rasgos de su cara, malformados y distorsionados. Los ojos pequeños y rojos brillaban, y su boca abierta, repulsiva, rebosaba dientes más similares a colmillos amarillentos.
Gran parte de su cara podrida dejaba al descubierto el hueso gris de debajo. Grité de nuevo cuando me agarró el brazo, y su toque hizo que las tripas se me revolvieran.
—¡Allí! —gritó el hombre mientras señalaba con uno de aquellos dedos como garfios.
De forma instintiva miré hacia donde señalaba y vi a un hombre que arrastraba a una mujer hacia uno de los pozos viscosos. Se agitaba aterrorizada, y sus chillidos me cortaban como cuchillas afiladas.
Grité. La conocía.
—¡Ann!
—¡Chris, no! —me advirtió Albert.
Pero ya era demasiado tarde. Me había soltado de su brazo y eludido su intento de sujetarme.
—¡Ya voy! —bramé y corrí hacia ella.
Y se desencadenó el infierno.
Nunca había entendido bien el significado de la frase hasta ese momento.
En el instante en que me solté de Albert, su protección desapareció y un tumulto de figuras se abalanzó hacia mí, aullando con alborozo depravado.
En cuanto comenzaron a acercarse me di cuenta de que aquel hombre me había engañado. ¿Sabría que estaba buscando a mi mujer? ¿Tan bien le funcionaba la mente?
Sea como fuere, solo me hizo creer que aquella era Ann. Por supuesto que no lo era. En cuanto me alejé de Albert, la cara de la mujer volvió a ser como la de los otros seres.
Me paré y traté en vano de dar la vuelta, aterrorizado.
Pero no sirvió de mucho. No había llegado a moverme ni un centímetro cuando los tenía por todas partes. Una horda de figuras que me agarraban.
Di un traspié, perdí el equilibrio y caí. Aullidos de un brutal regocijo me rodearon. Grité, horrorizado, cuando al tocar el suelo se echaron encima de mí y lanzaron sus manos contra mi cuerpo y mi cara, desgarrando ropa y piel.
Multitud de rostros pasaban ante mi vista como un borrón, algunos quemados, otros de color rojo, pero todos desfigurados por cicatrices, quemaduras o tumores. Algunos no tenían rostro siquiera, solo algo hecho de pelo y cabello donde debieran haber estado sus rasgos.
Grité el nombre de Albert y tuve la desagradable sensación que un enjambre de moscas se colaba por la boca abierta, por los oídos y los ojos. Parecía que se habían visto atraídas por mi impotencia. Traté de escupirlas. Me sacudí las orejas y los ojos con movimientos enloquecidos.
De nuevo quise gritar el nombre de Albert, pero el único sonido que me salió fue un gorgoteo apagado cuando las moscas se introdujeron por la garganta. Deseé doblarme sobre mí mismo para poder vomitar, pero la gente vociferante me lo impedía. Me tenían atrapado contra el suelo y no dejaban de tirarme de los brazos y de las piernas, patearme y chillarme con gozo insano ante mi desvalimiento.
La luz que había emitido hasta ahora casi se había esfumado. Lo único que veía era formas retorcidas y sombras que se arracimaban en torno a mí. Lo único que oía eran gritos de placer demente mientras me arrastraban por el suelo, me destrozaban la ropa y me arañaban la piel contra las rocas afiladas. Eso y el zumbido de las moscas.
De repente me introdujeron en un líquido helado y me empujaron bajo su superficie.
El líquido descendió por la garganta y me oprimió la cara. Fue una sensación indescriptible… como si todo olor y sabor desagradables se combinaran en uno.
Aquellas manos parecidas a garras me empujaban más y más, y el terror que sentía se hizo aún más intenso (¿cómo era posible?) cuando otras manos por debajo de la superficie tiraron de mí.
Traté de gritar, pero solo barboté un balbuceo. Las manos seguían tirando de mí y me arrastraban más y más hacia las ponzoñosas profundidades.
Los cuerpos se apretaban contra mí, cuerpos esqueléticos recubiertos por tiras de piel podrida. Había cerrado los ojos, pero aun así podía ver sus rostros. Las caras de aquellos muertos en vida me dedicaban miradas jubilosas con ojos enfebrecidos mientras yo seguía descendiendo sin parar.
«¡Ann!», pensé. Empecé a perder el conocimiento. «¡Te he fallado!».
* * *
Me levanté gritando.
Albert tenía la mano sobre mi hombro y me miraba.
Estábamos sentados en un páramo gris cubierto de un cielo sucio. Un viento frío recorría el valle infinito.
Aun así, en comparación con lo que había visto, aquello era el paraíso.
—¿Cómo diste conmigo? —pregunté. Que estuviera con él me parecía increíble.
—Solo estuviste bajo su control unos momentos.
—¿Unos momentos? —boqueé—. Pero si consiguieron derribarme, me arrastraron a un pozo y me tiraron dentro…
Negó con la cabeza a la vez que esbozaba una tétrica sonrisa.
—No te perdí de vista ni un segundo. Solo te alejaste unos pocos metros. Te tocaron solo con sus mentes.
—Dios mío. —Estaba temblando—. Esto tiene que ser el infierno. Tiene que serlo.
—Uno de ellos —respondió.
—¡Uno! —Lo miré espantado.
—Chris, hay infiernos dentro de infiernos dentro de infiernos.