Cuanto más andábamos, más nervioso me ponía. Una desazón continua me dominaba. Me sentía constreñido y asfixiado por la atmósfera que me rodeaba. El aire de mis pulmones sabía a suciedad, a vileza, y era tan denso como el pegamento.
—Vuelve a ajustar tu sistema —me ordenó Albert.
De nuevo (esta era la quinta vez… ¿o tal vez la sexta?) me visualicé funcionando en estas nuevas condiciones. Ya no se trataba de sentirme cómodo, bien lo sabe Dios: había abandonado esa idea por completo. Ahora solo me preocupaba la supervivencia pura y simple.
Mi cuerpo pareció coagularse tanto que, de seguir viviendo en la Tierra, mi carne se habría congelado y endurecido, y mis huesos se habrían vuelto más densos.
—Ajusta tu mente. Esto va a ser lo peor que hemos visto hasta ahora.
Tragué una profunda bocanada de aire y arrugué la cara ante el sabor y el olor del aire fétido.
—¿Esto servirá de algo? —quise saber.
—De haber otra forma de encontrarla, habríamos optado por ella en lugar de por esta.
—¿Nos estamos acercando a ella?
—Sí y no.
Me giré hacia él, irritado.
—¿Qué significa eso?
Su mirada apremiante me recordó que tenía que controlar la ira. Al principio no fui capaz, pero luego caí en la cuenta de que era algo que tenía que hacer. Debía mantener la calma.
—¿Nos estamos acercando?
—Seguimos el camino correcto. Pero aún no la hemos localizado.
Se paró y me miró.
—Siento no poder explicarlo mejor. Pero sí, sí sirve de ayuda. Créeme, por favor.
Asentí y lo miré a la vez.
—Dime si quieres que nos volvamos.
—¿Volver?
—Deja que sea yo quien la busque…
—Quiero encontrarla, Albert. Y quiero hacerlo cuanto antes.
—Chris, tienes que…
Me aparté de él, enfurecido, pero recapacité de inmediato. Solo me había advertido. Mi poca paciencia con él evidenciaba que el ambiente me volvía a afectar.
Comencé a disculparme, pero volví a sentir el aguijonazo de la furia. Estuve a punto de descargarla contra Albert. En ese momento, un rayo de razón atravesó el oscuro resentimiento de mi mente y supe, de nuevo, que solo trataba de ayudarme. ¿Quién era yo para discutir con un hombre que viajaba hasta este horrible lugar para ayudar a los demás? ¿Qué demonios me pasaba?
Mis sentimientos volvieron a invertirse. El desconsuelo hizo mella en mí debido a mi incapacidad por…
—Chris, te estás encorvando otra vez. Concéntrate en algo positivo.
Se encendieron todas las alarmas. Me obligué a pensar en Summerland. Albert era mi amigo. Me ayudaba a buscar a Ann. Su única motivación era el amor.
—Mejor. —Albert me apretó el brazo—. Aferra te a eso, sea lo que sea.
—Lo procuraré. Siento ceder tan pronto.
—No es fácil recordar aquí. Y muy sencillo olvidar.
Incluso aquellas palabras, una mera explicación, tiraban de mí hacia abajo, como si existiera un magnetismo siniestro en el ambiente. Pensé en Summerland, en Ann, y mi amor por ella. Funcionó.
Me concentraría en Ann.
La luz se atenuaba a la par que andábamos. Aunque mi concentración creaba una zona iluminada a mi alrededor, esta zona parecía encogerse ante la presión externa. La luz de Albert era más fuerte, pero su intensidad disminuyó hasta tener la misma que una vela. Me dio la impresión de que el aire era mucho más denso, como si estuviéramos caminando por el fondo de un mar turbio y profundo. No había gente ni edificios a la vista. Lo único que veía eran rocas, una fila de piedras escarpadas.
Momentos después, llegamos al borde del cráter.
Me incliné y miré a la negrura del agujero… pero me eché atrás cuando una oleada de algo que surgía de allí, algo tóxico y maligno, me alcanzó de lleno.
—¿Qué es eso? —musité.
—Si hay algún lugar en el que hemos estado que se merece el nombre de infierno, este es. —Era la primera vez que escuchaba un toque de aprensión en su voz, y eso me hizo tener más miedo. Hasta ahora me había apoyado en su fuerza. Si este lugar lo asustaba…
»Debemos descender por aquí. —No estaba seguro si me lo decía a mí o si solo quería reforzar su determinación.
Tragué aire con dificultad.
—Albert, no está ahí abajo —rogué, más que dije.
—No lo sé —respondió. Su expresión era muy grave—. Solamente sé que tenemos que bajar ahí si queremos encontrarla.
Me recorrieron los temblores. Cerré los ojos y traté de recordar Summerland. Para mi sorpresa, fui incapaz de conseguirlo. Luché para visualizar la orilla del lago en el que había estado, el precioso paisaje que…
Se había ido. Abrí los ojos y observé el cráter, vasto y oscuro.
Tenía un diámetro de varios kilómetros y sus bordes se cortaban de forma seca. Lo único que se veía al fondo (era como apreciar los detalles de un valle por la noche) eran grupos ciclópeos de rocas, como si algún cataclismo hubiera sacudido el lugar eones antes. Creí ver aberturas en ellos, pero no estaba seguro. ¿Había túneles en la roca? Me encogí al pensar en las criaturas que vivirían en aquellos túneles.
—¿Tenemos que ir por aquí? —pregunté. Sabía la respuesta de antemano, pero quise escuchar mi voz, una voz que temblaba de miedo.
—Chris, volvamos. Deja que me ocupe yo de esto.
—No. —Estaba dispuesto a hacerlo. Quería a Ann y pensaba ayudarla. Ni siquiera las profundidades del Averno me apartarían de ella.
Albert me miró y luego fijó la vista en el cráter. Había cambiado de apariencia. Me recordaba más al aspecto que tuvo en vida. La perfección no tenía lugar allí, y sus rasgos se asemejaban a los recuerdos que tenía de él cuando yo era joven. Siempre aparentaba estar demasiado pálido, enfermo. Volvía a tener el mismo aspecto… y estuve convencido de que yo mismo mostraba tal aspecto.
Solo me quedó rezar para que, bajo su palidez, la resolución de aquel hombre que había conocido en Summerland se mantuviera intacta.
* * *
Descendíamos por una fisura rocosa. No se veía con claridad, pero la superficie de la roca se me antojaba resbaladiza. Había una cosa gelatinosa que la cubría y que exudaba un olor a descomposición. De vez en cuando, algo pequeño reptaba por entre mis dedos y me sobresaltaba. Cuando los crispaba, sea lo que fuera aquello se escurría con rapidez entre las grietas. Con los dientes apretados, me concentré en Ann. La amaba y estaba allí para ayudarla. Nada era más fuerte que aquello. Nada.
A medida que bajábamos, la sensación de (¿cómo describirlo?) «materialidad» empezó a llenar el aire. Me daba la sensación de movernos a través de un fluido invisible y denso. No tardamos en ajustarnos al ambiente. Nos convertimos en parte de él y nuestro sistema se adaptó enseguida.
El aire, si se podía llamar así, me resultaba repulsivo, denso, pegajoso y de un hedor nauseabundo. Lo sentí envolver mi cuerpo y reptar hasta mis pulmones mientras seguíamos nuestro periplo hacia las profundidades.
—¿Ya has estado aquí? —pregunté. Me costaba respirar. Era tan consciente de mis funciones corporales que por un momento pensé que estaba vivo.
—Varias veces.
—Yo no podría.
—Alguien los tiene que ayudar. Ellos no se pueden ayudar a sí mismos.
«Ellos», pensé. Un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza. ¿Qué aspecto tendrían los habitantes de aquella fosa hedionda? Confié en que no tuviera que averiguarlo. Recé para que a Albert se le ocurriera una idea genial y supiera dónde se encontraba Ann, para llevarme allí de inmediato y así salir de este lugar infernal. No aguantaría mucho…
No. No debía pensar en eso. Aguantaría cualquier cosa con tal de llegar hasta Ann.
El reino inferior. No era una descripción adecuada. No evocaba ni la mitad de lo repugnante del sitio. No había luz, solo la oscuridad de una noche perpetua. No había vegetación. Solo había piedra fría por todas partes. Y un olor repulsivo, malsano, que nunca remitía. Una atmósfera que haría sentirse enfermo e inerme al hombre más fuerte.
La oscuridad me rodeaba. Conseguir el más tenue fulgor de luz requería toda mi concentración. No me veía las manos. La espeleología debía de ser algo parecido a esto. La oscuridad me oprimía a cada paso que daba. ¿No sería mejor carecer de toda luz? Así al menos no tendría que ver…
Boqueé cuando una oscuridad abismal me tragó.
—¡Albert! —susurré.
—Piensa en luz —me respondió.
Me sujeté a la fría pared de roca y me tensé. Hice lo que me había dicho. Mi cerebro pugnaba para crear una imagen de iluminación. Visualicé una cerilla, pero no se encendía. Una y otra vez arrastraba el fósforo contra la superficie rocosa, pero lo único que conseguí fue la visión de una chispa furtiva en la distancia.
Probé a imaginar una antorcha en la mano, una linterna, un candil, una vela. Nada funcionó. La oscuridad me asfixiaba y empecé a tener miedo.
De repente, la mano de Albert me tocó el hombro.
—Luz —dijo.
Me sentí aliviado en cuanto la luz volvió a aparecer en torno a mi cabeza, como si fuera una aureola. No solo eso, sino que recuperé también la confianza al comprobar que la habilidad de Albert para restaurar en mí la fuerza necesaria para traerla de vuelta seguía intacta.
—Tenlo muy claro: no hay tinieblas en el mundo equiparables a las del reino inferior. No puedes prescindir de luz aquí.
Le apreté la mano derecha en símbolo de agradecimiento. En el mismo momento, algo frío y con muchas patas se escurrió por entre mi mano izquierda. Estuve a punto de soltarme de la pared, pero en el último momento conseguí controlarme. Me pegué al muro con la mano derecha y cerré los ojos.
—Gracias —murmuré tras un momento.
Poco después me pregunté qué habría pasado de haber caído. No podía morir. Aun así, era poco consuelo. En el infierno, la muerte es lo que menos debe preocuparte.
El aire viciado se iba enfriando, y ahora se aferraba a mi piel de forma que parecía vivo. «Piensa en calor», me dije. Luché para recordar el aire de Summerland, para sentir su calidez.
Ayudó un poco. Pero el olor empeoraba por momentos. Y seguíamos descendiendo. ¿Nunca llegaríamos al final?
Entonces me sobrevino. Una tarde de verano. Marie volvía de cabalgar con Kit. Justo antes de que enjugara la piel de Kit, la olí. Apreté los dientes hasta que me dolieron. El olor del infierno es el olor a caballo sudado. ¿Este sería el lugar al que se había enfrentado Dante en sus horribles visiones?
Se me ocurrió en aquel momento (aunque muy, muy despacio; cada pensamiento me costaba un esfuerzo sobrehumano) que, dado que era capaz de reprimir el frío y la oscuridad, podría hacer lo mismo con el olor. ¿Cómo? Mi cerebro zozobraba como un barco que se hundía. «Piensa», me ordené. Al final conseguí evocar el recuerdo del aroma agradable de Summerland. No se trataba de un recuerdo perfecto, pero bastaba para acabar con el olor y así hacer mi viaje más soportable.
Quise contarle mi logro a Albert, pero no lo veía por ninguna parte. Fui presa del terror.
Grité su nombre.
Sin respuesta.
—¿Albert?
Silencio.
—¿Albert?
—Estoy aquí. —Me llegó su voz y tras esforzar la vista, conseguí discernir el débil halo de su figura, que se movía en mi dirección.
—¿Qué ha ocurrido?
—Te despistaste. Y yo estaba mirando abajo y me ha pasado lo mismo.
Me quedé sin aliento al mirar hacia abajo. Lo único que veía era una negrura insondable. ¿Cómo podía ver algo allí?
Recuperé el aliento y escuché.
Desde aquella fosa oscura surgían unos ruidos indistinguibles: gritos y llantos de agonía, risas enfebrecidas y enfermas, aullidos de locura. Traté de no temblar, pero no tenía la fuerza necesaria. ¿Sería capaz de llegar hasta abajo? Cerré los ojos y recé: «Dios, ayúdame a sobrevivir».
Aquello me esperaba en las profundidades del Infierno.