25
Abrirse a pensamientos oscuros

Flotaba un olor en el aire, un hedor que solo podía asociar con la corrupción.

Por delante de nosotros se extendía un grupo de chozas. Podría decirse que era una aldea, pero los chamizos parecían haber sido colocados al azar, sin orden alguno.

—¿Qué es esto?

—Un lugar de reunión para aquellos de naturaleza similar —respondió Albert.

—Ella no… —comencé a preguntar, pero no fui capaz de terminar; la mera idea me quebró la voz.

—No lo creo —terminó Albert.

Iba a darle gracias a Dios cuando se me ocurrió que el lugar donde Ann estaba ahora mismo podía ser peor. Traté de no pensar en ello, pero fue imposible. Sabía que no era justo, pero no podía ayudarla. La influencia perniciosa del reino comenzaba a afectar mi mente.

Ningún ruido provenía de la conglomeración de chozas. Lo único que se escuchaba era el roce de nuestros zapatos contra el suelo granuloso y duro.

A nuestra derecha vi gente que se movía sin rumbo, mientras que otros permanecían quietos. Todos vestían con ropas andrajosas. ¿Quién serían? ¿Qué habrían hecho (o no habrían hecho) para acabar allí?

Caminamos hasta acercarnos a pocos metros de un grupo formado por unos cuantos hombres y mujeres. Aunque Albert me había dicho que no creía que Ann estuviera allí, me fijé en cada una de las mujeres. Nadie nos miraba.

—¿Nos pueden ver? —pregunté.

—No les interesamos. Están absortos en sus propias preocupaciones.

Unos pocos se sentaban sobre unos enormes peñascos. Tuve la sensación de que las rocas las habían creado ellos mismos con su pensamiento. Se acomodaban sobre ellas con la cabeza inclinada, las manos colgando y la mirada fija en el suelo. No se movían ni un ápice. A menos que estuvieran sordos, nos habían oído llegar, pero nadie hizo ni un gesto.

Seguí estudiando a las mujeres. No lo hagas, me ordené. No está aquí. Pero Albert no había dicho eso, solo que no lo sabía. ¿Significaba eso que era posible? Miré con más detenimiento.

Estábamos tan cerca que fui capaz de apreciar sus rasgos a pesar de la penumbra que reinaba allí.

La visión me hizo quedarme sin aliento.

—Acostúmbrate. Verás cosas peores.

Su tono sonó antipático. Lo miré y me pregunté si el lugar lo estaba cambiando. Si él era incapaz de resistirse, ¿qué esperanza tenía yo?

Me eché a temblar y volví a mirar a la gente. Se me antojaba imposible el que Ann estuviera allí. Imposible.

Los rasgos de los hombres y las mujeres eran exagerados, como si fueran acromegálicos. Parecían meras caricaturas.

Contra mi voluntad, observé con detenimiento a las mujeres. ¿Era aquella la cara malformada de Ann?

Luché contra la idea. ¡No! ¡No estaba allí!

—No era ella, ¿verdad? —pregunté poco después, sin demasiada convicción.

—No —murmuró Albert. Solté un suspiro prolongado.

Pasamos junto a un joven que estaba tirado en el suelo, con la ropa rasgada y sucia. Al principio creí que nos miraba, pero luego me di cuenta, por cómo estaban situados sus ojos, de que estaba ensimismado, sumido en un abatimiento introspectivo.

Tragué una bocanada de aire al ver aquella expresión perdida y el aire fétido descendió por la garganta como si de pegamento frío se tratase.

—¿Por qué tienen ese aspecto? —pregunté, dolido por la situación de aquella gente.

—La apariencia de uno se halla unida a su mente. Lo mismo ocurre en la Tierra; las caras de la gente cambian tras cierto tiempo, de acuerdo con sus acciones y pensamientos. Esto que ves es solo una continuación lógica, aunque terrible, de tal proceso.

—Parecen tan taciturnos…

—Lo son. Están obsesionados con su propio pesar.

—¿De verdad fueron tan malos?

Dudó antes de responder a mi pregunta.

—Chris, quiero que comprendas que esto es no es nada comparado con lo que nos espera. La gente que hay aquí no es culpable de pecados horrendos. Incluso la menor trasgresión se vuelve más siniestra cuando uno está rodeado de gente que comete actos similares. Cada persona multiplica y amplifica los errores de los demás. «A la miseria le encanta la compañía», se dice en la Tierra. Debería ser así: «la miseria compartida se hace aún peor».

»Aquí no hay equilibrio. Todo es negativo y este sentimiento se alimenta de sí mismo, por lo que solo se genera más caos. Es un nivel de extremos… y extremos de una naturaleza inferior pueden crear un hábitat muy desagradable. ¿Ves sus auras?

No me había dado cuenta debido a la ausencia casi total de luz, pero entonces sí me fijé. Sombras de gris y marrón. Colores terrosos, apagados.

—Todas estas personas se encuentran en la misma situación.

—En esencia sí —replicó Albert—. Esa es una de las maldiciones de este reino. No existe la empatía entre estas personas, puesto que todas pasan por lo mismo. Son solo un espejo donde se refleja su propia desdicha.

De repente, Albert giró hacia la derecha. Miré hacia allí y vi el primer movimiento rápido (relativamente) en aquellos parajes hasta ahora: el cojeo de un hombre detrás de una de las chozas.

—¡Mark! —gritó Albert.

Lo contemplé sorprendido. ¿Lo conocía?

Albert soltó un suspiro de descontento al comprobar que el hombre no parecía dispuesto a mostrarse.

—Últimamente huye de mí cuando me ve.

—¿Lo conoces?

—Llevo trabajando con él mucho, mucho tiempo. Ha habido veces en que he estado a punto de convencerlo de que no es un prisionero, pero al final siempre fracaso. —Agitó la cabeza—. Sigue sin creerlo.

—¿Quién es?

—Un hombre de negocios. Un hombre que en vida solo se preocupaba por conseguir más y más dinero. Apenas pasó tiempo con su familia o sus amigos. Cada día de cada semana de cada año lo dedicaba a amasar más riqueza.

»Y por eso se siente traicionado. Cree que lo deberían recompensar por lo que hizo. Se lamenta a todas horas de lo mucho que ha trabajado. No importa lo que le diga, siempre me responde con eso. Como si su obsesión con el enriquecimiento fuera su justificación. Como si no fuera responsable ante nada ni nadie. Una donación a los más necesitados de cuando en cuando bastaba para hacerle creer que era alguien generoso.

»¿Recuerdas las cadenas de Marley? El símil es válido. Mark también está encadenado, pero no es capaz de darse cuenta.

Miré a la izquierda y me detuve, alarmado. Había una mujer que me recordaba mucho a Ann. Me dirigí hacia ella.

Albert me agarró.

—No es Ann.

—Pero… —forcejeé.

—No permitas que la ansiedad te haga ver algo diferente a lo que en realidad hay —me advirtió.

Lo miré sorprendido, pero mis pasos me seguían acercando a la mujer. Se parecía mucho a Ann.

La contemplé. En realidad no era tanto el parecido. Parpadeé y la estudié con mayor detenimiento. Nunca antes había sufrido alucinaciones. ¿Iba a empezar ahora?

Continué mirando a la mujer. Se sentaba acuclillada en el suelo e iba cubierta de pies a cabeza por un entramado de hilos delgados y negros. No se movía en absoluto, pero miraba al frente con ojos vacíos. Retrocedí. Al igual que el joven de antes, la mujer estaba retraída, pugnando con la oscuridad de su mente.

—¿No se puede liberar de los hilos?

—Claro que sí. Lo que ocurre es que no cree que pueda, y la mente lo es todo. Estoy seguro de que su vida en la Tierra fue una sucesión de frustraciones. Aquí, ese sentimiento se exagera hasta convertirse en eso.

—Pensé que era Ann —aduje, confuso.

—Recuerda lo que nos dijo el hombre —me recordó Albert—. No bajes la guardia en ningún momento.

Continué mirando a la mujer según nos alejábamos. No se parecía a Ann ni de la forma más remota. Aun así, me hizo preguntarme un par de cosas. ¿Estaría Ann en la misma situación, aprisionada en un lugar como este? La posibilidad era aterradora.

A medida que atravesábamos la aldea silenciosa y su población callada y malhadada, comencé a sentirme tan cansado como poco después de haber muerto. Puesto que las fuerzas me fallaban, empecé a encorvarme como la gente del lugar.

Albert me tiró del brazo y me enderezó.

—No dejes que te domine o nunca verás a Ann. Acabamos de empezar.

Volví a andar erguido y me concentré en resistir la pesadez. Funcionó.

—Ten cuidado. —Albert repitió lo que el hombre nos había dicho.

—Lo siento.

Me sentí deprimido. Albert estaba en lo correcto. Acabábamos de empezar. Si a estas alturas me costaba avanzar, ¿cómo iba a llegar hasta…?

—Te estás volviendo a encorvar —me advirtió Albert.

«Dios santo», pensé. Había ocurrido muy rápido. El más ligero pensamiento me afectaba. Tenía que resistir como fuera. No iba a sucumbir al siniestro canto de sirena de este reino.

—Un lugar poderoso —murmuré.

—Si se lo permites —contraatacó Albert.

Tenía que seguir hablando. El silencio era el enemigo: la reflexión pesimista.

—¿Qué eran los hilos esos?

—La mente es como una rueda que no deja de girar. En vida, no deja de tejer una telaraña que el día que morimos nos envuelve para bien o para mal. En el caso de esa mujer, la telaraña se ha convertido en una parodia de sus preocupaciones egoístas. No puede…

No oí el resto de lo que dijo porque mi vista se vio atraída por un grupo de gente que se arrodillaba alrededor de algo que no alcanzaba a ver. Nos daban la espalda, y con las manos se introducían algo en la boca. Todos daban la impresión de estar hinchados.

Al escuchar los sonidos que emitían (gruñidos, gañidos, ruidos de desgarro) pregunté qué es lo que hacían.

—Comer. No, mejor dicho: engullir.

—Pero si no tienen cuerpo…

—Exacto, nunca quedan satisfechos. Lo hacen por impulso, solo creen que comen. Se emborracharían si bebieran alcohol.

Aparté los ojos. Me recordaron a bestias devorando una presa. Odiaba aquel lugar.

—Chris, camina erguido.

Estuve a punto de gruñir. Ese instante de odio había sido tan fuerte que me hizo inclinarme hacia delante. A cada paso que dábamos, entendía mejor la advertencia del hombre: «Tened cuidado».

A nuestra izquierda se alzaba una enorme estructura gris que se asemejaba a un almacén abandonado. Sus gigantescas puertas estaban abiertas y había cientos de personas en su interior. Miré dentro por si acaso Ann…

Me paré cuando las vibraciones emitidas por la estructura me impactaron con tanta fuerza que perdí el aliento.

Contemplé a las figuras moverse entre la niebla: las ropas les colgaban sobre el cuerpo, y en aquellas caras pálidas, los rasgos parecían estirarse. Todos caminaban con la cabeza hundida, sin percibir a los que los rodeaban y sin dejar de empujar a los otros. Sin embargo no reaccionaban en caso de chocarse entre ellos. No tengo ni idea de cómo lo supe, pero estaba convencido de que pensaban: «Estaremos aquí para siempre y no hay esperanza para nosotros».

—Eso no es cierto. —Por el bien de Ann no podía creer eso.

—Es cierto siempre y cuando lo crean —apuntó Albert.

Aparté la cabeza. Esto debía ser el infierno. Infinito y siniestro, un lugar de…

—¡Chris!

—Oh, Dios —murmuré, asustado. Me había vuelto a encorvar y mis movimientos iban haciéndose más lentos. ¿Sería capaz de resistir la influencia de este reino? ¿Había alguna esperanza de que…?

—¡Chris! —Albert se detuvo y me obligó a enderezarme. Me agarró por los brazos con fuerza y me miró a los ojos. Sentí un flujo de energía reparadora recorrerme el cuerpo—. Tienes que mantenerte alerta.

—Lo siento —musité. «¡No, no lo sientas! ¡Sé fuerte!», me ordené.

Traté de concentrarme en resistir esos impulsos mientras nos movíamos a través de la luz nebulosa y dejábamos atrás el conjunto de chozas.

* * *

Este lugar no era silencioso.

En cuanto nos acercamos, ruidos de ira y discusiones aumentaron de volumen, gente que discutía con voz estridente y ferocidad desmedida.

Pronto los vi.

Nadie tocaba a nadie. El contacto se producía solo a través de palabras: palabras crueles, viles, groseras. Una neblina de malicia pendía sobre la gente, una mezcla de sus lóbregas auras y destellos de un feo rojo que pulsaban entre ellos.

Albert me había advertido que nos aproximábamos a una zona donde los espíritus violentos se congregaban. Esta sección era la menos peligrosa. Al menos, aquí la violencia solo se limitaba a palabras.

—¿Has venido aquí antes? —pregunté. Tuve que gritar para hacerme oír.

—Alguna vez.

Según recorríamos el lugar entre los grupos de gente, comencé a sentir que sus aguijonazos de ira se dirigían hacia nosotros. Ni siquiera nos conocían y ya nos odiaban.

—¿Nos pueden hacer daño? —pregunté, inquieto.

—No, si nos negamos a aceptar su ira. Es mucho más probable que causen daño a gente viva que no es consciente de su existencia. Afortunadamente, su masa solo se concentra en raras ocasiones. Si ocurre, mentes más fuertes en niveles superiores lo perciben y cierran la brecha antes de que puedan herir a inocentes.

»Aunque hay individuos en la Tierra cuya naturaleza es más receptiva a estos pensamientos; eso les proporciona un acceso a sí mismos. A esas personas no se les puede ayudar. En eso consiste la libre determinación. Cualquier hombre y mujer es capaz de abrirse a pensamientos oscuros.