Un déjá vu puede ser algo terrible, dependiendo del momento que uno reviva. Y en esta ocasión fue un sentimiento de opresión fría e implacable el que me impulsó hacia la niebla que rodeaba el edificio. «Libérame de esta oscura pesadilla sin fin». Recordé aquella súplica.
Volvía a suceder.
La idea de haber estado aquí antes me acometió de improviso. No ayudó el que Albert anduviera a mi lado. A pesar de su presencia, quedé aislado junto a mis miedos mientras nos acercábamos a la iglesia.
Como la otra vez, los bancos estaban repletos de gente. Como la otra vez, sus formas eran grisáceas y sus rostros borrones. Como la otra vez, floté por el pasillo central sin dejar de preguntarme qué hacía allí. No sabía qué iglesia era aquella. Solo sabía que, esta vez, no oiría el lamento de Ann porque Ann estaba muerta.
Ellos se sentaban muy juntos en la primera fila. Su mera visión me hizo llorar. Sus rostros sí eran claros: pálidos y castigados por la pena, con lágrimas que descendían por las mejillas.
La emoción me hizo olvidar por un momento. Sin pensar, me dirigí hacia ellos y traté de abrazarlos. De inmediato supe que no advertían mi presencia. La agonía que sentí durante mi funeral regresó, aunque aumentada debido a que el funeral era el de Ann.
Miré en derredor y se me ocurrió algo. Había sido testigo de mi propio funeral. ¿Sería concebible que…?
—No, Chris —dijo Albert—. No está aquí.
Evité volver a mirar a mis hijos. No sería capaz de soportar la expresión de sus rostros, el saber que estaban solos.
—Esta mujer fue amada de muchas formas. —Oí una voz de fondo.
Miré hacia el altar y capté la forma vaga de un sacerdote que pronunciaba el panegírico. ¿Quién sería? No lo conocía. No conocía a Ann. ¿Cómo podía hablar de ella sin saber nada?
—Como madre y como esposa, como amiga y compañera. Amada por su marido, Christopher, y por sus hijos, Louise y Marie, Richard e Ian.
Me alejé de él, alterado. ¿Qué derecho tenía a…?
La idea se esfumó al ver lo que Albert estaba haciendo.
Se había situado enfrente de Richard y había colocado la mano derecha en su cabeza, como si lo estuviera bendiciendo.
—¿Qué haces? —quise saber.
Levantó la mano izquierda y, sin decir nada, supe que requería silencio. Lo observé. Dejó a Richard y se puso delante de Marie para repetir el mismo gesto. Por un instante, el hecho de que la vista de mi hija atravesara el cuerpo sólido (para mí) de Albert sin llegar a verlo, me resultó extraño. Me pregunté de nuevo qué hacía.
Entonces me di la vuelta, incapaz de aguantar la visión de Marie.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? La desesperación me invadió a medida que me acercaba al ataúd. Gracias a Dios que estaba cerrado. Al menos los niños se habían ahorrado eso.
Me vino a la mente otro pensamiento. Recordé que Albert me dijo que en mi funeral podría haber mirado dentro de haberlo intentado. ¿Y qué pasaría ahora? La desesperación se hizo más fuerte. No. No quería verla así. Su yo auténtico estaba en otra parte. ¿Para qué ver la cáscara vacía?
Me obligué a apartarme del ataúd. Con los ojos cerrados recé por Ann. «Que encuentre la paz, reconfórtala».
Volví a fijarme en los niños. El dolor me embargaba. «Termina ya, por favor», pensé. No podría soportar mucho más el contemplar a mis hijos allí, sin poder hablar ni comunicarme con ellos en ningún modo.
Albert tenía la mano sobre la cabeza de Ian. De repente, se dio la vuelta con una tenue sonrisa en los labios.
—Da las gracias por Ian —dijo Albert.
—Doy las gracias por todos ellos —respondí, sin comprender muy bien.
—Por supuesto. Lo que quiero decir es que la oración de Ian tal vez nos ayude a encontrar a tu mujer.
* * *
Nos dirigíamos hacia los límites de Summerland. Podíamos haber viajado allí mediante el pensamiento, pero lo más probable es que el estrés de salir de allí de forma tan inmediata me produjera malestar (eso es lo que me había dicho Albert).
—Que te quede claro que la oración de Ian no es un canal directo de comunicación con Ann. Solo nos muestra el camino. Encontrarla sigue siendo un reto.
—Pero no imposible.
Asintió.
—Pero no imposible.
De nuevo la oración de Ian; recordé lo mucho que me ayudó en su momento.
—Es como si lo supiera. Tal vez no de manera consciente, pero sí en su interior. Es lo que esperaba. Los demás chicos no pronunciaron ninguna plegaria, no porque no amaran a su madre, sino porque creen que las oraciones solo son un gesto hipócrita. Creí que nuestra causa estaba perdida… y así habría sido sin importar tu determinación. Pero cuando contacté con la mente de tu hijo menor, recuperé la esperanza.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en localizarla?
—Puede que nunca la encontremos. Solo tenemos una pista, nada más.
Intenté no dejarme llevar por el pánico y asentí.
—Entiendo. Démonos prisa.
Albert se paró. Caminábamos junto a un gran parque de aspecto agradable rodeado por una verja de hierro (lo cual resultaba un tanto extraño).
—Chris, ven conmigo. Tengo algo que decir antes de continuar.
Quería ir tan rápido como fuera posible y dejar las charlas para luego. Pero su voz dejaba traslucir un cierto apremio, así que lo seguí cuando cruzó por una puerta que llevaba al parque. Dejamos atrás un estanque ornamental. No había peces, y el suelo que lo circundaba parecía deslustrado.
También me percaté de que la vegetación, aunque no estaba seca, no mostraba el verdor que en otras partes de Summerland. La hierba tenía muchísimos calveros.
Por todo el parque vi a gente caminar despacio, otros tantos se sentaban en bancos. Nadie llevaba túnica, sino que vestían ropas de la Tierra. No tenían un buen aspecto, y sus expresiones eran las de una dignidad vacía. Los que estaban en los bancos se sentaban de forma tiesa con las caras rígidas. Todo el mundo al que veía poseía un aire de indiferencia. Nadie hablaba.
Iba a preguntarle sobre ello cuando llegamos a un banco al que le faltaba una mano de pintura. Albert me indicó que nos sentáramos.
Lo hice y tomó asiento a mi lado.
—Te acompaño hasta el límite de Summerland por dos razones. La primera es que, como ya te he dicho, es necesario que tu sistema se ajuste a las alteraciones del ambiente. La otra es que te acostumbres de nuevo a andar. Una vez que abandonemos Summerland, quedaremos sujetos a una atmósfera más densa que nos impedirá viajar mediante el pensamiento.
Lo miré con curiosidad. ¿Para eso nos habíamos detenido?
—Lo más importante —continuó y respondió mi pregunta de inmediato— es que quiero que sepas el peligro tan grande que correrás al viajar por el reino inferior. Nuestra visita al funeral de tu mujer te afectó. Pero no será nada comparado con lo que vas a experimentar. Mientras estábamos allí, nos encontrábamos alejados de las influencias de ese nivel. En el reino inferior tendremos que dejar que esas influencias nos afecten para poder actuar. Te puedo proteger hasta cierto grado, pero has de estar preparado para lo que viene. Afrontar toda oscura emoción que dejas atrás en Summerland.
»También has de estar preparado para escenas horribles. Como ya te he dicho, el camino hasta Ann no está marcado. Puede que nos lleve por lugares tenebrosos. Quiero que lo sepas. Si crees que no podrás sobrellevarlo…
—No me importa.
Me recompensó con su silencio. Resultaba obvio que se preguntaba si tenía la más mínima idea de lo que me estaba diciendo.
—Estupendo. Asumiendo que tengas la fuerza para resistir lo que tengas que arrostrar, te advierto que los peligros que te van acechar durante nuestro camino en busca de Ann no son pocos.
Me empecé a asustar.
—Nuestra búsqueda nos va a conducir por lugares horribles, pero esos son peligros externos. Si encontramos a Ann y tratas de ayudarla, también te enfrentarás a peligros internos. Al regresar a un nivel tan primitivo, te verás muy influenciado por él. Si desciendes tu vibración al nivel de la Tierra, no serás capaz de pensar con claridad, sino que estarás sujeto a la misma confusión en la que tu esposa vive constantemente. En su estado, tan debilitado, te arriesgarás tanto a fracasar en tu intento como a convertirte en un prisionero de su situación.
Me puso la mano sobre el hombro y me agarró con fuerza.
—Entonces perderías todo lo que hubieras ganado: a Ann y a ti mismo.
Aquello me desasosegó. No fui capaz de responder.
—Puedes volver adonde estuviste. Lo cierto es que sería casi mejor. Así, esos veinticuatro años pasarían mucho más rápido.
Cerré los ojos. Me sentí débil y asustado. Pero no podía dejarla allí. Tenía que ayudarla. Aunque estuviera aterrorizado… y con motivo, según lo que me había contado Albert. ¿Y si no era tan fuerte como pensaba? ¿No sería mejor esperar veinticuatro años sabiendo de seguro que estaríamos juntos de nuevo? ¿No sería preferible eso a tratar de ayudarla y correr el riesgo de perder a Ann para siempre?