Me senté en la hierba como un robot mientras escuchaba a Albert. Nos habíamos alejado del anfiteatro; ahora nos encontrábamos en un claro bastante tranquilo.
A pesar de que diga que escuchaba, lo cierto es que no lo hacía. Mi consciencia recibía de forma vaga las palabras y las frases, ya que mis propios pensamientos interrumpían el hilo. En su mayoría se trataba de recuerdos azarosos, como las veces en las que había escuchado a Ann decir: «Si te murieras, no tardaría en hacerlo yo también». «Si te vas tú primero, no sé si aguantaría».
Entonces supe la razón de aquella desazón que me acosaba desde mi llegada a Summerland. La aprensión me roía por dentro. Sabía que algo horrible iba a sucederle a ella.
Por eso tuve aquellas pesadillas en las que me rogaba que la salvara. Volví a recordarlas y vi el terror que reflejaba su rostro al deslizarse por el acantilado, al hundirse bajo las aguas revueltas de la piscina o al ser atacada por el oso. El desfiladero, la piscina y el oso habían sido los símbolos de mi preocupación por ella, no sueños, sino premoniciones. Me había rogado ayuda y me había suplicado que la detuviera antes de que hiciera lo que pensaba hacer.
La voz de Albert se abrió paso entre mis cavilaciones.
—Debido a los traumas de su infancia, la marcha de los hijos, tu muerte…
Lo miré. ¿Había comentado algo acerca de pastillas para dormir? Leyó mi mente y asintió.
—Dios mío. —Me tapé la cara con las manos y traté de llorar. Pero no derramé lágrimas. Estaba vacío.
—La muerte de alguien con quien se ha compartido tanto tiempo conlleva un vacío literal en la vida de esa persona. Las corrientes de energía psíquica que se dirigen hacia esa persona perdida ya no tienen fin.
Me pregunté por qué me decía esas cosas.
»Tal vez la sesión también haya influido. A veces afectan al equilibrio mental.
Lo observé sin comprender.
»A pesar de lo que dijo tu mujer, creo que confiaba en que existiera un más allá. Creo que tenía depositadas sus esperanzas en la sesión. Cuando todo derivó en una desilusión… —Se le quebró la voz.
—Me aseguraste que la vigilarías —le recordé.
—Lo hicimos. No había forma posible de saber qué es lo que tenía planeado.
—¿Y entonces por qué me dijeron que no vendría aquí hasta que tuviera setenta y dos años?
—Porque así era. Su voluntad puede alterar esa fecha. Ese es el problema, ¿entiendes? Todos disponemos de un tiempo aproximado tras el que moriremos de forma natural, pero…
—¿Entonces por qué estoy aquí? Yo me morí en un accidente.
—Puede que fuera tu tiempo o puede que no. Pero no fuiste responsable de ello. Ann sí. Y matarse viola la ley porque impide al yo satisfacer las necesidades de su vida.
Parecía molesto y no dejaba de agitar la cabeza.
—Si la gente se diera cuenta… Creen que el suicidio es una solución rápida, una forma sencilla de evadirse. Nada más lejos de la verdad. Solo cambia su forma. Nada puede destruir el espíritu. El suicidio solo deviene en una oscura continuación de las mismas condiciones que alentaron la huida. Una continuación en circunstancias mucho más dolorosas…
—¿Dónde está, Albert? —lo interrumpí.
—Ni idea. Cuando se suicidó, descartó la parte más densa de su cuerpo. Lo que permanece se halla unido magnéticamente a la Tierra…, pero dónde es imposible de descubrir. La separación entre los mundos físico y astral es, a todos los efectos, infinita.
—¿Cuánto tiempo estará allí?
Dudó.
»¿Albert?
Soltó un sonoro suspiro.
—Hasta que llegue su hora.
—¿Quieres decir…? —Lo miré aterrorizado. Boqueé—. ¿Veinticuatro años?
No respondió. No tuvo que hacerlo. Ya sabía la respuesta para entonces. Casi un cuarto de siglo en el «reino inferior»: el lugar en el que ni me atrevía a pensar.
Una súbita esperanza. Me agarré a ella.
—¿No morirá su cuerpo etéreo, como me ha pasado a mí?
—No hasta que transcurran los veinticuatro años. Sobrevivirá hasta que abandone el mundo etéreo.
—No es justo castigar a alguien que ha perdido la cabeza.
—Chris, no es un castigo. Es la ley.
—Pero ha perdido la cabeza por la pena —insistí.
Agitó la cabeza.
—Si así hubiera sido, no estaría donde está. Es tan simple como eso. Nadie la puso ahí. Que esté allí es la prueba de que tomó su decisión con toda libertad.
—No me lo puedo creer. —Me levanté y me alejé de él.
Albert me siguió. Cuando me detuve y me apoyé contra un árbol, se colocó detrás de mí.
—No está en un lugar tan terrible —trató de reconfortarme—. Vivió una vida honrada, fue una buena madre y esposa, un ser humano decente. Su situación no tiene nada que ver con eso. Es solo que ha perdido la fe y ha de permanecer donde está hasta que llegue su momento.
—No —repliqué, determinado.
Él no contestó. Noté su confusión y lo miré.
Supo entonces lo que tenía en mente y, por primera vez desde que nos conocimos, vi en su rostro una expresión de desasosiego.
—Chris, no puedes.
—¿Por qué?
—Bueno… En primer lugar, porque no creo que se pueda hacer. Que yo sepa nunca nadie lo ha hecho; ni siquiera sé de alguien que lo haya intentado.
Una ola de terror me sacudió.
—¿Nunca?
—No a este nivel —respondió.
Lo miré inerme. Pero no tardé en recuperar la determinación.
—Yo seré el primero.
—Chris… —Me estudió con preocupación—. ¿No lo comprendes? Está allí con un propósito. Si la ayudas, interfieres con ese propósito.
—Tengo que hacerlo, Albert. ¿No lo comprendes tú? No la puedo dejar allí durante veinticuatro años. Tengo que ayudarla.
—Chris…
—Tengo que ayudarla —repetí. Estaba decidido—. ¿Me intentará parar alguien?
No respondió a mi pregunta.
—Chris, incluso aunque la encontraras, lo que es imposible, te mirará a la cara y no te reconocerá. Oirá tu voz y no la recordará. Tu presencia le resultará incomprensible. No solo no aceptará tus ofertas de ayuda, sino que ni siquiera te escuchará.
Se lo pregunté otra vez.
—¿Me va a detener alguien?
—Esa no es la cuestión, Chris. No tienes ni idea de los peligros que…
—No me importa. ¡Quiero ayudarla!
—Chris, no hay nada que puedas hacer.
Traté de controlarme.
—Albert, ¿es que no existe ni la más remota posibilidad de que hablar con ella cambie algo su situación? ¿De que me entienda, de que la ayude en algún modo a que su estancia sea más llevadera, aunque sea una posibilidad entre un millón?
Me miró en silencio durante lo que me pareció una eternidad antes de responder.
—Me gustaría decirte que sí, pero no puedo.
Me hundí. Pero no me desanimé.
—Bueno, lo intentaré. Lo voy a intentar, Albert. No me importa lo peligroso que sea.
—Por favor, Chris, no hables sin saber. —Esta vez también fue la primera en la que advertí una pizca de censura en su voz.
Nos quedamos callados, observándonos. Al final, yo fui quien volvió a hablar.
—¿Me ayudarás a encontrarla, Albert? —Empezó a decir algo, pero lo corté en seco—. ¿Me ayudarás, Albert? Por favor.
Silencio. Tardó en responderme.
—Lo intentaré. No creo que sea posible, pero… —Levantó la mano para evitar que le volviera a cortar—. Lo intentaré, Chris.
* * *
El tiempo volvió a convertirse en una magnitud dolorosa para mí.
Esperaba fuera de un edificio de la ciudad, y no paraba de andar de arriba abajo. Albert seguía dentro, esforzándose para establecer un contacto mental con Ann. Me había advertido más de una vez que no tendría éxito. No sabía de ningún vínculo establecido con éxito con alguien que se encontrara en el reino inferior. Algunas personas podían viajar hasta allí, como Albert. Sin embargo, no eran capaces de localizar a ningún individuo en concreto, ya que los que moraban allí se situaban al margen de cualquier comunicación debido a su propio aislacionismo.
Pero si pidieran ayuda…
Me dejé caer en un banco cuando la pesadez (una pesadez que tenía su origen en mi interior) me sobrevino. Cerré los ojos y recé para que Albert la localizara.
A mi Ann.
En cuanto pensé en su nombre, me vino un recuerdo: por la noche, ella y yo sentados en la cama, yo la rodeaba con el brazo mientras veíamos la tele.
Se había vuelto a dormir. Siempre se dormía cuando me colocaba la cabeza sobre el pecho. Nunca la despertaba. Como siempre, me quedé quieto y le contemplé el rostro. La televisión quedó olvidada. Como siempre, las lágrimas me corrieron por la cara. No importaba el gris de su cabello ni tampoco las líneas que el tiempo le había esculpido en el rostro. No perdía aquella expresión infantil del rostro.
Al menos cuando yo la sujetaba contra mí.
Me agarró la mano como solía hacer. Crispó los dedos. La presión me hizo daño, pero no me moví. Mejor eso que despertarla. Así que me quedé quieto y contemplé su cara mientras dormía, y pensé en lo mucho que quería a aquella dulce mujer con cara de niña que se apretaba contra mí.
—¿Chris?
Me sobresalté y abrí los ojos. Albert estaba de pie delante de mí. Me erguí de inmediato.
Negó con la cabeza.
Al principio me negué a creerlo.
—Tiene que haber una forma —insistí.
—Está aislada. No pide ayuda porque cree que tal cosa no existe.
—Pero…
—Ellos tampoco la han encontrado, Chris. Han hecho todo lo posible. Lo siento.
Caminé hasta un arroyo cercano, me senté en su ribera y observé correr el agua cristalina.
Albert se sentó a mi lado y me palmeó en la espalda.
—Lo siento de veras.
—Gracias por tu ayuda —murmuré.
—Aunque descubrí una cosa.
Levanté la vista.
—Tenéis esa conexión tan profunda porque sois almas gemelas.
No sabía cómo tomarme aquello ni cómo reaccionar. Claro que había oído la frase, pero no sabía a qué se refería.
—Lo que significa que ambos poseéis la misma longitud de onda: vuestras auras vibran al unísono.
Seguía sin saber cómo tomarme aquello. ¿De qué servía aquello si eso no ayudaba a Ann?
—Por eso te enamoraste tan rápido cuando la conociste en la playa —continuó Albert—. Tu alma celebraba el encuentro con la suya.
No podía hacer nada más que mirarlo. Las nuevas noticias no me sorprendieron. Nunca había sido supersticioso. Aun así, siempre sostuve que no nos conocimos por casualidad.
¿Pero de qué nos valía todo esto?
—Por eso te sentías así tras tu muerte. Porque no te paraste…
—Por eso es por lo que ella se sintió así tras mi muerte —le interrumpí—. Tenía que matarse. Para unirse a mí, para que ese unísono no cesara.
—No. —Albert agitó la cabeza—. No lo hizo para unirse a ti. ¿Cómo podría, si no sabía que era posible? —Volvió a negar con la cabeza—. Se mató para terminar con su existencia, Chris. De igual forma que cree que pasó contigo.
—Para terminar con su dolor, Albert.
—De acuerdo, con su dolor. Sin embargo, fue su decisión. ¿No lo entiendes? —Suspiró—. Es la ley, Chris, créeme. Nadie tiene el derecho…
—¿De qué me sirve saber eso si no me ayuda a encontrarla? —lo corté, con resentimiento.
—Porque al ser almas gemelas se me ha permitido seguir ayudándote a pesar de mis reservas.
Lo miré, confuso.
—Si no la podemos encontrar… —Me quedé sin habla ante la visión que me asaltó: los dos vagando para siempre en busca de Ann, como si fuéramos el holandés errante espiritual. ¿Era eso lo que podía pasar?
—Queda una posibilidad. —Me puso la mano en el hombro—. Una posibilidad aterradora.