21
El regreso de la pesadilla

Albert terminó la conversación cuando anunció que tenía una sorpresa para mí. Salimos todos de su casa y, aunque los demás se marcharon con un parpadeo de luz, Albert me sugirió que anduviéramos durante un rato junto a Katie.

—Creo que las palabras de Arthur te han afectado. No deberían. La gente a la que se refiere no tiene nada que ver contigo.

—Entonces, ¿por qué sigo preocupado por Ann?

—Continúas obsesionado con el asunto. Hasta que no pase un poco más de tiempo no se te olvidará. Pero no existe conexión alguna entre Ann y aquello de lo que hablaba Arthur.

Asentí, pues no quería otra cosa que creer lo que me contaba.

—Desearía más que nada en el mundo que existiera comunicación directa. Bastaría con que habláramos un poco para resolverlo todo. —Lo miré—. ¿Lo conseguiré algún día?

—Puede. Es un problema complejo. No se trata de distancia, como ya te he dicho, sino de diferencia de vibración y creencias. En la actualidad, solo los médiums más avanzados de la Tierra pueden lograrlo.

—¿No hay nadie en la Tierra capaz de investigar sobre todo esto?

—Podrían, siempre que se les entrenara de forma adecuada. Sin embargo, los únicos que conocen la existencia del problema son aquellos nacidos con el don… o aquellos que lo adquieren por accidente.

—¿El don?

—La habilidad para utilizar los sentidos etéreos a pesar de su constreñimiento en el cuerpo físico.

—¿Y no puedo encontrar un psíquico así? ¿Y comunicarme con él?

—¿Y si la persona no se halla ni siquiera cerca de tu esposa? No solo eso. ¿Y si consigues comunicarte con la persona, y aunque le dé el mensaje a tu esposa, esta no se lo cree?

Asentí y suspiré.

—La única vez que estuve a punto de comunicarme, fue todo tan mal que dudo mucho que Ann llegue a creer en una cosa así jamás.

—Tuviste mala suerte —convino Albert.

—Y él me veía —comenté, desanimado—. Me leía los labios.

—Pero también creyó que tu doble desechado en realidad eras tú —me recordó Albert.

—Eso fue horrible.

Me pasó un brazo por los hombros.

—Trata de no perder la fe, Chris. Ann volverá a estar contigo. Y mientras tanto, tal vez una transmisión de pensamiento te sirva de algo.

Lo miré con curiosidad.

—A veces, con el esfuerzo combinado de un grupo de mentes, se puede contactar con alguien en la Tierra. No con palabras —añadió de inmediato al ver mi expresión—. Con sentimientos. Su objetivo es ofrecer un sentimiento de alivio y seguridad.

—¿Lo harás?

—Lo dispondré todo para que se haga lo antes posible. Pon la mano sobre la cabeza de Katie y luego cógeme la mano a mí.

Lo hice y no tardé en verme delante de un enorme anfiteatro situado bajo el nivel del suelo. Estaba repleto de gente.

—¿Dónde estamos? —le pregunté a la vez que me ponía en pie.

—Detrás del Pabellón de la Música.

Miré en derredor. El anfiteatro destacaba bajo la tenue iluminación. Se hallaba rodeado por césped y miles de flores preciosas.

—¿Hay un concierto?

—Aquí hay alguien que te lo va a explicar —me respondió Albert con una sonrisa. Me cogió y me obligó a darme la vuelta.

Lo conocí enseguida, Robert. No tenía un aspecto muy diferente. Parecía muy saludable, pero no había cambiado demasiado. Era casi como lo recordaba.

—¡Tío! —grité.

—¡Hola, Chris! —me saludó. Nos abrazamos y luego me echó un vistazo de arriba abajo—. Así que estás aquí con nosotros —sonrió.

Asentí y le sonreí yo también. El tío Sven siempre había sido mi favorito, como bien sabes.

Katie, pequeña. —Se agachó y jugueteó con ella. La perra estaba contenta de verlo de nuevo.

Se levantó con la sonrisa aún en los labios.

—Estás sorprendido por mi aspecto.

No sabía qué responder.

—Es algo normal. Uno elige la edad que aparenta aquí. Yo prefiero esta. ¿No sería un poco estúpido que todo el mundo aquí fuera joven? —Me reí al ver la mirada burlona que le dedicó a Albert.

Albert también se echó a reír y luego me dijo que iba a tratar de arreglar lo de la transmisión de pensamiento.

Una vez que se fue, le expliqué lo que pasaba con Ann y el tío asintió.

—Bueno, la transmisión te ayudará. Yo ya he visto cómo funciona.

Su aparente confianza me reconfortó. Incluso esbocé una sonrisa.

—Así que ahora te dedicas a la música. No me sorprende.

—Sí, la música siempre ha sido mi gran amor. —Señaló la hierba—. Sentémonos. Estaremos más cómodos allí que en el anfiteatro…, aunque no te diré por qué, lo comprobarás por ti mismo.

Nos sentamos con Katie al lado.

—¿Se escucha mucha música aquí?

—Oh, claro que sí. Representa un papel importante en Summerland. No solo como diversión, sino también como método para alcanzar niveles más altos.

—¿Qué es lo que haces?

—Me especializo en el estudio de los mejores métodos para inspirar a aquellos de la Tierra que poseen un talento para la composición musical. Nuestros estudios se registran y transfieren a otro grupo que considera cuál es la mejor forma de comunicarse con esta gente. Un tercer grupo realiza la transmisión. A continuación… Bueno, te lo contaré después, el concierto va a empezar.

No tengo ni idea de cómo sabía que iba a empezar, ya que desde allí no se veía nada.

Pero sin embargo no se equivocaba: iba a empezar. Sé que no eres aficionado a la música clásica, Robert, pero seguro que te resultará intrigante saber que la primera composición en ser interpretada fue la undécima sinfonía de Beethoven.

Enseguida comprendí cuál era la razón por la que el tío había sugerido que nos sentáramos por encima del nivel del anfiteatro. La experiencia no se limitaba solo a la música.

En cuanto la orquesta empezó a sonar (una obertura desconocida de Berlioz), una luz rosada, circular y plana comenzó a flotar al nivel de los asientos más elevados.

A medida que el concierto seguía su curso, la luz se fue haciendo más densa hasta que conformó una base para lo que estaba por venir.

En primer lugar, cuatro columnas de luz aparecieron en el aire, a la misma distancia unas de otras. Estos pináculos permanecieron en equilibrio y luego descendieron y se hicieron más anchos, hasta que parecieron cuatro torres circulares rematadas en una cúpula.

Entonces la superficie de luz se volvió más gruesa y se elevó para formar una cúpula que cubría el anfiteatro por completo. Continuó alzándose hasta que se situó por encima de las cuatro columnas. Una vez allí, se quedó quieta.

Tras unos instantes, los colores más delicados que jamás había visto empezaron a derramarse por la estructura. Los colores se alteraban al ritmo de la música. Las capas se mezclaban entre sí con suavidad.

Debido a que no veía el anfiteatro, ni la orquesta ni al público, me daba la impresión de que una especie de construcción mágica se formaba ante mis ojos. Toda la música aquí emite formas y colores, pero no toda composición crea formas tan vívidas.

El valor de cualquiera de estas formas depende de la pureza de las melodías y armonías de la música. En esencia, el compositor es un constructor de sonido que crea edificios de música.

—¿Se desvanece cuando termina la música? —susurré, aunque me di cuenta de que no hacía falta, puesto que nos podíamos comunicar mediante el pensamiento.

—No enseguida. Se da cierto tiempo entre composición y composición para que la construcción desaparezca y no se superpongan.

Me quedé tan embobado por semejante arquitectura que casi me olvidé de la música que la había creado. Recordé que Scriabin había tratado de combinar luz y música, y me pregunté si la inspiración había tenido su origen en Summerland.

También pensé en que aquello le encantaría a Ann.

La belleza del color me hizo pensar en un atardecer del que ella y yo habíamos disfrutado en Sequoia…

* * *

No se trataba del primer viaje que hicimos cuando Ian era un niño. Habían pasado dieciséis años desde entonces y por primera vez viajamos sin niños.

Dimos un paseo la primera tarde en la que llegamos al camping de Dorst Creek, una excursión de unos pocos kilómetros hasta Muir Grove. El sendero era estrecho y yo caminaba tras de ella, sin dejar de pensar en lo guapa que estaba con sus vaqueros y las deportivas blancas, y con la chaqueta roja y blanca anudada en torno a la cintura. Levantaba nubes de polvo a cada paso y miraba alrededor con curiosidad, por lo que a veces tropezaba. Rondaba los cincuenta, Robert, y me parecía más joven que nunca.

Me recuerdo a mí mismo sentado, con las piernas cruzadas, en el bosque, junto a ella, con los ojos cerrados, boca arriba, rodeados por cinco enormes secuoyas. El único sonido que se escuchaba era el rumor del viento sobre nosotros. Me vino a la cabeza la primera línea de un poema: «El viento entre las hojas es la voz de Dios».

A Ann le gustó aquella tarde tanto como a mí. Había algo a nuestro alrededor (en particular en la quietud del bosque) ante lo que reaccionaba bien. El silencio absoluto que reinaba fluía por nuestra piel. Aparte de nuestra casa, este era uno de los pocos lugares donde ella se sentía libre de ansiedades.

Cuando volvimos al camping ya estaba a punto de ponerse el sol. Nos detuvimos en una roca enorme desde la que se apreciaba una gran extensión de secuoyas.

Nos sentamos allí y contemplamos la puesta del sol mientras charlábamos. Primero conversamos acerca del paisaje y cómo habría sido antes de que el primer hombre hubiera puesto el pie allí. Luego derivamos hacia el mal uso y la explotación a la que el hombre había sometido a parajes similares.

Acabamos conversando sobre nosotros y nuestros veintiséis años juntos.

—Veintiséis —dijo Ann como si no terminara de creérselo—. ¿Dónde han ido a parar?

Sonreí y la rodeé con el brazo.

—Los invertimos bien.

Ann asintió.

—También tuvimos nuestros más y nuestros menos.

—¿Quién no? Lo importante es que ahora estamos mejor que nunca.

—Cierto. —Se apoyó contra mí—. Veintiséis años. No parece posible.

—Te diré lo que parece. Parece que fue la semana pasada cuando hablé con una técnica de rayos X bien mona en la playa de Santa Mónica, le pregunté qué hora era y ella me señaló un reloj.

Se rió.

—Soné un poco borde, ¿verdad?

—Oh, pero perseveré. —La apreté contra mí—. Sabes, es extraño. Parece que sí fue la semana pasada. ¿Seguro que Louise tiene ya dos hijos? ¿Está el pequeño Ian a punto de terminar la universidad? ¿Hemos vívido en todas esas casas y hecho todo lo que hemos hecho?

—Así es, jefe. —Ann gruñó, divertida—. ¿Cuántas veces hemos ido a la escuela de los niños? Nos hemos sentado en un montón de pupitres para escuchar lo que les enseñaban a nuestros hijos.

—O lo mal que se habían portado.

Ella sonrió.

—Eso también.

—Por no olvidar las galletas y el café en vasos de plástico —recordé.

—O esos horrorosos ponches de frutas.

Me reí.

—Bueno… —La volví a abrazar—. Creo que los hemos criado bastante bien.

—Eso espero. Confío en que no les haya hecho daño.

—¿Hacerles daño?

—Con mi ansiedad e inseguridades. Me he esforzado por mantenerlos al margen.

—No te preocupes, mami. —Le di un masaje en la espalda sin dejar de mirarla—. Tú estás igual de bien que ellos.

Me miró y me dedicó una débil sonrisa.

—Nunca habíamos ido de camping solos.

—Espero que la tienda no haga mucho ruido. Seríamos el escándalo del camping.

Soltó un ruidito, divertida.

—Eso espero yo también.

Suspiré y le besé la sien. El sol desaparecía y el cielo brillaba rojo y naranja.

—Te quiero, Ann.

—Y yo a ti.

Nos sentamos en silencio.

—¿Y ahora qué?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—No, me refiero a los años que están por venir.

—Aún nos quedan cosas por hacer.

Sentados allí planeamos lo que íbamos a hacer. Planes encantadores, Robert. Pensábamos ir a Sequoia para ver cómo cambiaban los colores de la naturaleza. Acamparíamos en el río de Lodgepole en primavera, antes de que se llenara de gente. Haríamos senderismo y tal vez hasta podríamos esquiar en invierno si la espalda aún no nos había traicionado. Descenderíamos por los rápidos de un río, alquilaríamos un barco y navegaríamos por los ríos de Nueva Inglaterra. Viajaríamos a lugares del mundo que nunca jamás habíamos visto. En cuanto los niños crecieran, pasaríamos más tiempo juntos y podríamos hacer cualquier cosa que nos apeteciera.

* * *

Me desperté de repente. Ann gritaba mi nombre. Confuso, miré alrededor en las tinieblas y traté de recordar dónde estaba.

La oí gritar mi nombre otra vez y, de inmediato, volví a estar en la caravana, en Sequoia. Era medianoche y se había llevado a Ginger a dar un paseo. Me había despertado en cuanto salió, pero me volví a dormir.

Salí de la caravana.

—¿Ann? —grité. Corrí hacia la parte delantera de la caravana y oteé el claro. Hubo un destello.

Comencé a sonreír cuando me dirigí hacia él. Esto ya había ocurrido. Ella había caminado hacia el claro con Ginger y su linterna había atraído a un oso hambriento. Me había llamado a gritos y yo salí corriendo hacia ella; la sujeté entre mis brazos y la reconforté.

Pero según me acercaba a la linterna, todo cambió. Se me heló la sangre en las venas cuando oí el gruñido de un oso y luego el de Ginger.

—¡Chris! —chilló Ann.

Corrí por el terreno accidentado. No estaba ocurriendo, me obligué a pensar. No había sido así.

De repente estaba junto a ellos. La visión de la escena me hizo boquear: Ginger luchaba contra el oso, y Ann yacía tirada en el suelo. La linterna había caído cerca. La agarré y apunté con ella a Ann. Grité, asustado. Tenía sangre en la cara, y la piel del rostro parecía colgarle.

El oso golpeó a Ginger en la cabeza, que, tras soltar un hipido de dolor, cayó como un fardo. El oso se giró hacia Ann y yo me interpuse entre ambos. Chillé en un intento por asustarlo. El animal siguió avanzando, así que le golpeé en la cabeza con la linterna, que se rompió con el impacto. Sentí un dolor terrible en el brazo izquierdo y me derrumbé. Me retorcí. El oso estaba sobre Ann y gruñía feroz.

—¡Ann! —Traté de levantarme, pero no pude. La pierna izquierda no soportaba mi peso y me desplomé. Ann gritó cuando el oso comenzó a vapulearla.

—Dios mío —sollocé. Mientras me arrastraba hacia ella, palpé una roca con la mano derecha. La cogí. Me abalancé hacia el oso y lo agarré del pelaje, para después comenzar a darle en la cabeza con la roca. La sangre me calentaba las manos. La sangre de Ann, la mía. Aullé con rabia y miedo mientras seguía golpeando con la roca. ¡No era así! ¡Esto no había sucedido!

—¿Chris?

Me desperté de repente. Reenfoqué la vista.

Albert estaba a mi lado. La música seguía sonando. Lo miré a la cara. Su expresión me horrorizó.

—¿Qué pasa? —Me puse de pie con un salto.

Me miró con cara angustiada. Mi corazón pareció pararse.

—¿Qué pasa? —repetí.

—Ann ha muerto.

En primer lugar me alegré. Pero luego mi excitación se vio enturbiada por el pesar. Pesar por los niños, aunque alegría por mí. ¡Volveríamos a estar juntos!

No. La mirada de Albert decía otra cosa, y un frío doloroso no tardó en hacer mella en mí.

—Dime qué pasa, por favor —imploré.

Me puso la mano sobre el hombro.

—Chris, se ha suicidado. Se ha alejado de ti para siempre.

El regreso de la pesadilla.