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Cuándo Ann se reuniría conmigo

El interior del Registro era inmenso y estaba abarrotado (había miles de personas dentro, según Leona). Aun así, apenas se oía ruido o algarabía, como habría ocurrido en la Tierra.

Tampoco había mucha burocracia. En unos minutos (comprende que utilizo un término temporal propio de la Tierra que aquí no tiene validez) me hallaba en una sala privada con un hombre que me hizo sentar delante de él y que me miraba a los ojos de manera directa. Al igual que el resto de las personas con las que me había cruzado, fue muy cordial conmigo.

—¿Cómo se llama su esposa? —me preguntó.

Se lo dije y asintió.

—¿Le importaría concentrarse en ella?

Pensé en ella como solía hacerlo: con su cabello negro y corto ribeteado de gris, sus grandes ojos marrones, su nariz pequeña y respingona, sus labios y delicadas orejas, la perfecta armonía de sus rasgos.

—Es estupendo estar casado con una mujer bella —le solía decir de cuando en cuando. Ella me sonreía agradecida, y luego, de manera invariable, agitaba la cabeza y me respondía: «No soy bella». Y en verdad lo creía.

Visualicé su figura alta y estilizada. Tomó forma en mi mente como si estuviera enfrente de mí. Ann siempre se movía con elegancia. Recordé encantado sus movimientos. Rememoré su calidez y suavidad contra mí cuando hacíamos el amor. Pensé en su gentileza: la paciencia que tenía con los niños y conmigo. Lo compasiva que era con los que sufrían, animales y personas. Lo bien que nos cuidaba cuando enfermábamos. En cómo atendía a los perros, gatos y pájaros enfermos. Poseía una empatía increíble con ellos, una empatía que jamás vi en otra persona.

Pensé en su sentido del humor (que pocas veces salía a relucir). Los niños y yo siempre estábamos bromeando y ella se reía con nosotros. Ella creía que no tenía sentido del humor. «Eres el único que se ríe con mis bromas», me decía. «Eso es porque se trata de un humor inteligente».

Pensé en su confianza en mi capacidad como escritor durante tantos años. Ni una vez dudó que lo llegara a conseguir. «Sabía que lo lograrías», me dijo más de una vez. Con total convicción.

Pensé en su entorno malogrado: su padre, un oficial de la Marina, adusto y casi siempre ausente, su madre inestable, inmadura y enferma. Su infancia infeliz, sus inseguridades, su crisis nerviosa y el comienzo de sus sesiones. Los años que le llevó aprender a confiar en sí misma. La horrible ansiedad que sufría en las pocas ocasiones en las que teníamos que viajar. Su temor a viajar sola, o a perder el control emocional frente a extraños. Y a pesar de estos miedos, su valentía al…

—Suficiente —dijo el hombre con calma.

Clavé los ojos en él. Sonreía.

—Se preocupa mucho por ella.

—Sí que lo hago. —Lo observé con impaciencia—. ¿Cuánto tiempo tardará en saberlo?

—Un poco. Tenemos muchas solicitudes, sobre todo de los recién llegados.

—Disculpe por mi insistencia. Debe de estar muy ocupado. Pero la impaciencia me reconcome.

—¿Por qué no da una vuelta con la joven? —me sugirió—. Eche un vistazo por la ciudad y luego vuelva por aquí. Para entonces ya lo sabremos.

Aquello me desilusionó un poco, he de admitirlo. Creía que sería instantáneo, que la información ya estaba almacenada o algo parecido.

—No es tan simple —respondió tras captar mi pensamiento—. Requiere un complejo proceso de enlaces de pensamiento.

Asentí.

—No llevará mucho —recalcó.

Le di las gracias y regresé con Leona. Estaba tan callado cuando salimos del edificio que me animó para que no desfalleciera.

Me esforcé por ser positivo. Después de todo, la situación había mejorado. Pensaba que me iba a pasar todos estos años esperando la llegada de Ann sin saber cuándo iba a ocurrir. Ahora sabría al menos el momento del reencuentro. Me daba una meta.

Me prometí no flaquear. Ann tenía cuarenta y ocho años. Aún le quedaban otros treinta o cuarenta años. Tampoco yo quería que fueran menos. La esperaría sin importar el tiempo.

—¿Damos una vuelta por la ciudad hasta que terminen?

—Vale —le sonreí—. Agradezco tu amabilidad y compañía.

—Y yo me siento feliz de estar contigo.

Estudié los edificios mientras cruzábamos la plaza. Estaba a punto de preguntarle sobre ellos cuando me tropecé contra otro hombre. Aunque no es una descripción muy buena. En la Tierra me habría chocado contra él, tal vez hasta me habría hecho daño. Aquí solo sentí el impacto de un colchón de aire. Entonces el hombre se apartó, me sonrió y me golpeó con cordialidad en el hombro.

Le pregunté a Leona lo que había ocurrido y me respondió que mi cuerpo estaba rodeado de un campo de energía que evitaba las colisiones. Solo cuando se deseaba el contacto, el campo se neutralizaba a sí mismo… como cuando el hombre me tocó en el hombro.

Cuando rodeábamos la fuente, le pregunté a Leona de qué estaban hechos los edificios. Estaba determinado a no darle vueltas en la cabeza a la respuesta del Registro.

Me contó que los edificios habían sido diseñados por gente que se había dedicado a ello durante su vida, o que había aprendido a hacerlo en Summerland. Crean la imagen de un edificio en sus mentes y esta surge de la matriz. Corrigen el modelo en lo que haga falta y luego informan a los que fueron constructores en la Tierra (o que han aprendido la labor aquí) para que, a través de la concentración común de todos, la matriz reproduzca una impresión a escala completa de la estructura. Se detienen antes de que se complete para realizar cambios, y por fin proceden hasta que la solidificación tiene lugar.

—¿Se limitan a concentrarse en el espacio vacío? —La idea me pasmaba.

—En realidad no está vacío. Se sitúan enfrente del lugar elegido y piden ayuda de las esferas más altas. En breve, un rayo de luz desciende del cielo, otro rayo surge de la concentración de los constructores y diseñadores, y con el tiempo la concepción adquiere fuerza.

—Parecen tan reales…

—Lo son —afirmó—. Y aunque creados por el pensamiento, poseen una mayor duración que las de la Tierra. Aquí no hay erosión, y los materiales no se desgastan con el paso de los años.

Le pregunté si alguien vivía en la ciudad y ella me respondió que los que preferían vivir en ciudades en la Tierra también lo hacían aquí. Por supuesto que las desventajas de la Tierra no existían allí: no había masificación, ni crimen, ni aire contaminado, ni atascos.

La mayoría consideraba las ciudades como centros para la instrucción y el estudio: escuelas, institutos, universidades, galerías de arte, museos, teatros, salas de conciertos, bibliotecas.

—¿Se representan obras de la Tierra en los teatros?

—Sí, si son apropiadas. Nada que sea sórdido ni que haya sido concebido solo para conseguir audiencia.

—Albert mencionó una línea de una obra que no pudo haber visto en la Tierra.

—Quizá la viera aquí. O en la Tierra. Cuando uno alcanza cierto grado puede viajar a la Tierra.

—¿Y a la gente de allí?

La sonrisa de Leona expresaba su comprensión.

—La podrás ver con el tiempo si lo deseas. Aunque tal vez no quieras entonces.

—¿Que no querré? —No era capaz de imaginar una razón por la que no querría.

—No por falta de lealtad, sino debido a que tu presencia no le haría ningún bien, y… bueno, porque descender a ese nivel no es muy agradable.

—¿Por qué?

—Porque… —dudó antes de continuar—. Uno tiene que descender un sistema entero para ajustarse, lo que resulta, desde el punto de vista físico y mental, incómodo. —Me sonrió y me tocó el brazo—. Mejor evitarlo.

Asentí, pero seguía sin ver por qué debía evitarlo. Si, además de saber cuándo llegaría Ann, la podía ver de vez en cuando, la espera se haría más soportable.

Iba a formular otra pregunta cuando me di cuenta de que, como Leona había predicho, los nimbos de luz estaban empezando a desvanecerse y pude ver mejor a la gente. Confieso (aunque no me enorgullezca de ello) que me sorprendí al principio al ver a otras razas aparte de la mía. Me di cuenta entonces de las pocas ocasiones en mi vida en las que había visto a personas de otras razas, y la estrechez de miras que ello comporta.

—¿Qué es lo que diría un racista irredento de esto? —le pregunté a la vez que pasamos al lado de un hombre negro con el que intercambiamos sonrisas.

—Dudo que llegara a Summerland. Quienquiera que no entienda que lo que importa es el alma del hombre, no el color de su piel, nunca disfrutaría de este lugar.

—Todas las razas conviven en armonía. Solo podía ser posible aquí.

Me arrepentí de decir eso al ver aparecer una triste sonrisa en su rostro.

—Me temo que sí —convino.

Cuando nos cruzamos con un hombre que solo contaba con un brazo, Leona reparó en mi mirada de sorpresa.

—¿Cómo es posible? ¿No es este un lugar de perfección?

—Es un recién llegado. En vida solo tenía un brazo, y ya que el cuerpo espiritual responde solo a la mente, refleja su convicción acerca del brazo perdido. Una vez que comprenda que está completo, recuperará el brazo.

Ya lo dije antes, Robert. Estoy seguro de que tú también lo dirías. Increíble. Miré a la ciudad y su resplandeciente belleza, y un estallido de felicidad me recorrió. Ahora todo volvía a fascinarme, porque no tardaría mucho en saber cuándo Ann se reuniría conmigo.